24. Pero volvamos a la
exhortación del Apóstol: «¡Oh Timoteo! guarda el depósito, evitando las
novedades profanas en las expresiones». Evítalos, le dice, como se hace con
una víbora, con un escorpión, con un basilisco, para que no solamente el
contacto, pero ni siquiera su vista y su aliento te hieran.
Ahora bien: ¿qué significa
evitar? “Con gente así no debéis ni tomar bocado” (Cfr. I Corintios, 5,
11). Y también: “Si viene alguno a vosotros, y no trae esta doctrina-¿y
qué doctrina, sino la católica universal, que permanece siendo única e idéntica
a través de los siglos, en una incorrupta tradición de verdad, y que
permanecerá así siempre?- no le recibáis en casa, ni le saludéis. Porque
quien le saluda participa en sus acciones perversas” (cfr. II San
Juan, 10-11).
El Apóstol nos hablaba de
novedades profanas en las expresiones. Ahora bien, profano es lo que no tiene
nada de sagrado ni religioso, y es totalmente extraño al santuario de la
Iglesia, templo de Dios. Las novedades profanas en las expresiones son, pues, las
novedades concernientes a los dogmas, cosas y opiniones en contraste con la
tradición y la antigüedad; su aceptación implicaría necesariamente la violación
poco menos que total de la fe de los Santos Padres. Llevaría necesariamente a
decir que todos los fieles de todos los tiempos, todos los santos, los castos,
los continentes, las vírgenes, todos los clérigos, los levitas y los obispos,
los millares de confesores, los ejércitos de mártires, un número tan grande de
ciudades y de pueblos, de islas y provincias, de reyes, de gentes, de reinos y
de naciones, en una palabra, el mundo entero incorporado a Cristo
Cabeza mediante la fe católica,
durante un gran número de siglos ha ignorado, errado, blasfemado, sin saber lo
que debía creer. Evita, pues, las novedades profanas en las expresiones, ya que
recibirlas y seguirlas no fue
nunca costumbre de los católicos,
y sí de los herejes.
En realidad, ¿qué herejía no ha
surgido bajo un nombre en un lugar y en una época determinadas? ¿Quién jamás ha
fundado una herejía sin separarse antes del acuerdo con la universalidad y la
antigüedad de la Iglesia Católica?
Los ejemplos nos muestran
esto de manera evidentísima. En efecto, ¿quién nunca, antes del impío Pelagio,
tuvo la presunción de atribuir al libre albedrío el poder tan grande de pensar
que el auxilio de la gracia no es necesario para cada uno de los actos, para
llevar a cabo las buenas obras? ¿Quién, antes de su monstruoso discípulo
Celestio, negó que todo el género humano está contaminado por el pecado de Adán?
Antes del sacrílego Arrio, ¿quién
tuvo la audacia de rasgar la unidad de la Trinidad o de confundirla, como el
pérfido Sabelio? Antes del rigidísimo Novaciano, ¿quién había dicho que Dios
era cruel, porque prefería la muerte del agonizante a que se convirtiese y
viviese?
¿Quién, antes de Simón Mago,
duramente castigado por la reprimenda apostólica (Cfr. Hechos, 8, 9-24) y de
quien proviene la antigua riada de torpezas que, por sucesión ininterrumpida y
oculta, ha llegado hasta Prisciliano, se atrevió a decir que el Dios creador es
el autor del mal, es decir, de nuestros delitos, de nuestras impiedades, de
nuestros vicios? Este afirma que Dios, con sus propias manos crea la naturaleza
humana estructurada de manera que, por movimiento espontáneo y bajo el impulso
de una voluntad necesitada, no puede más, no quiere más que pecar. Agitada e
incendiada por las furias de todos los vicios, se ve arrastrada con ansia
inagotable a los abismos de toda suerte de crímenes.
Ejemplos como éstos los hay para
nunca acabar, pero dejémoslos en aras de ser breves. Demuestran a todos con
evidencia que la actitud normal y ordinaria de cualquier herejía es gozarse en
las novedades profanas y sentir hastío ante los dogmas de la antigüedad, hasta
el punto de naufragar en la fe a causa de las discusiones de una falsa ciencia.
En cambio, es propio de
los católicos custodiar el depósito transmitido por los Santos Padres, condenar
las novedades profanas y, como muchas veces repitió el Apóstol, descargar el
anatema sobre quien tiene la audacia de anunciar algo diverso de lo que ha sido
recibido.
Los herejes recurren a la
Escritura.
25. Mas alguien se dirá: ¿es que
quizá los herejes no se sirven de los testimonios de la Sagrada Escritura?
Ciertamente que se sirven ¡Y con
cuánta apasionada vehemencia! Se les ve pasar de un libro a otro de la Ley
Santa: desde Moisés a los libros de los Reyes, desde los Salmos a los
Apóstoles, desde los Evangelios a los Profetas. En sus asambleas, con los
extraños, en privado, en público, en los discursos y en los escritos, durante
las comidas y en las plazas públicas, es raro que mantengan alguna cosa si
antes no la han revestido con la autoridad de la Sagrada Escritura.
Basta con leer las obras de Pablo
de Samosata, de Prisciliano, de Eunomio, de Joviniano y de todas las otras
pestes; inmediatamente se nota el cúmulo infinito de textos bíblicos: casi no
hay página que no esté coloreada y acicalada con citas del Antiguo y del Nuevo
Testamento. Mas es tanto más necesario estar en guardia y temerles cuando más
buscan ocultarse y esconderse bajo la sombra de la Ley Divina.
Efectivamente, saben que sus
exhalaciones pestilentes, desnudas y directas, no encontrarían el favor de
nadie; por eso las perfuman con el aroma de la palabra celestial, ya que quien
fácilmente rechazaría un error humano no está dispuesto a despreciar con tanta
facilidad los oráculos divinos.
Hacen lo que aquellos que, para
suavizar la amargura de las medicinas destinadas a los niños, untan de miel el
borde del vaso; los niños con la ingenua sencillez de su edad, una vez que han
probado el dulce, se tragan sin sospecha ni temor también lo amargo.
De la misma manera actúan quienes
enmascaran con nombres medicinales hierbas nocivas y jugos venenosos, para que
nadie, al leer la etiqueta, pueda sospechar que se trata de venenos y que no
son remedios para dar salud.
A este propósito el Salvador
gritaba: “Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros
disfrazados con pieles de ovejas, pero por dentro son lobos feroces”(San
mateo, 7, 15).
¿Qué otra cosa son esas pieles
de ovejas sino las palabras de los Profetas y de los Apóstoles, con las cuales
estos mismos, con mansa sencillez, han revestido como un velo al Cordero
inmaculado que quita el pecado del mundo?
¿Quiénes son, en cambio los
lobos voraces, sino las doctrinas salvajes y rabiosas de los herejes, que
infectan el redil de la Iglesia, para desgarrar, de la mejor manera posible, el
rebaño de Cristo?
Para sorprender más fácilmente a
las incautas ovejas, enmascaran su aspecto de lobos, aunque conservando su
ferocidad, arropándose con frases de la ley Divina como con un velo, con el fin
de que, al sentir la blandura de la lana, las ovejas no sospechen de sus
dientes agudos.
Pero, ¿qué nos dice el Salvador?:
“Por sus frutos los conoceréis” (San mateo, 7, 16). Es decir, cuando ya
no queden satisfechos con citar y predicar las palabras divinas, sino que
empiecen a explicarlas y a comentarlas, entonces se pondrá de manifiesto su
amargura, su aspereza y su rabia; entonces se esparcirá un nuevo hedor y
aparecerán las novedades impías; entonces se verá por primera vez el seto
arrancado (Cfr. Ecl. 10, 8) y trasladados los linderos puestos por los padres
(Cfr. Proverbios, 22, 28); ultrajada la fe católica y el dogma de la Iglesia
hecho pedazos.
Personas de esta ralea eran las
fustigadas por el Apóstol en su segunda carta a los corintios: “Estos falsos
apóstoles son operarios engañosos, que se disfrazan de Apóstoles de Cristo”
(Corintios, 11, 13). ¿Qué significa: «se disfrazan de Apóstoles de Cristo»? Los
Apóstoles citaban textos de la Ley Divina, y aquellos hacían lo mismo; los
Apóstoles se apoyaban en la autoridad de los Salmos y de los Profetas, y
aquellos lo mismo.
Pero cuando empezaron a
interpretar de manera diferente los mismos textos, entonces se distinguieron
los sinceros de los falsarios, los genuinos de los artificiales, los rectos de
los perversos, en una palabra, los verdaderos Apóstoles de los falsos.
“Y no es de extrañar -explica
San Pablo-: pues el mismo Satanás se transforma en ángel de luz. Así no
es mucho que sus ministros se transfiguren en ministros de justicia” (II
Corintios, 11, 14-15).
Según la enseñanza del Apóstol,
cada vez que los falsos apóstoles, los falsos profetas, los falsos doctores
citan pasajes de la Ley Divina con los cuales, interpretándolos mal, intentan
apuntalar sus errores, no cabe duda de que siguen la táctica pérfida de su
autor y maestro, el cual ciertamente no la habría usado, si no hubiera
comprendido que no hay mejor camino para inducir a engaño a los
fieles, que introducir fraudulentamente un error cubriéndolo con la autoridad
de las palabras divinas.
La Escritura en boca de
Satanás.
26. Alguien podría quizá
preguntar: ¿cómo se explica que el diablo utilice las citas de la Sagrada
Escritura?
No tiene más que abrir el
Evangelio y leer. Encontrará escrito: “Entonces el diablo lo tomó -se
trata del Señor, del Salvador- y lo puso sobre lo alto del templo y le
dijo: si eres el Hijo de Dios, échate de aquí abajo; pues está escrito: te he
encomendado a los ángeles, los cuales te tomarán en sus manos para que tu pie
no tropiece con ninguna piedra” (San Mateo 4, 5-6).
¿Qué no hará a los pobres
mortales el que tuvo la osadía de asaltar, con testimonios de la Escritura, al
mismo Señor de la majestad? ¿«Si tú eres el Hijo de Dios -le
dijo-échate de aquí abajo». ¿Por qué? «Porque está escrito...».
Debemos prestar la más grande
atención a la doctrina aquí expuesta y retenerla bien en nuestras mentes, para
que, puestos en guardia por la autoridad de un ejemplo evangélico tan grande,
no dudemos ni por un instante que es el diablo quien habla por boca de quienes
veremos que citan contra la fe católica pasajes de los Apóstoles o de los
Profetas. Entonces era la cabeza quien hablaba a la Cabeza, ahora son los miembros
quienes hablan a los miembros; es decir, los miembros del diablo a los miembros
de Cristo, los renegados a los fieles, los sacrílegos a los hombres piadosos,
los herejes a los católicos.
¿Pero qué es lo que dicen? Si tú
eres el Hijo de Dios échate de aquí abajo. O sea, si quieres ser realmente Hijo
de Dios y recibir la herencia del reino celestial, tírate abajo desde lo alto
de la doctrina y de la tradición de esta Iglesia sublime, templo de Dios.
Y si uno pregunta a cualquier
hereje que quiere persuadirlo de la verdad de esto: ¿En qué pruebas te fundas
para afirmar que yo debo abandonar la fe antigua y universal de la Iglesia
Católica?, inmediatamente responderá: «Está escrito», y sin más amontonará mil
testimonios, mil ejemplos, mil argumentos con los cuales, interpretados de
nueva y mala manera, intentará precipitar el alma del desgraciado desde lo alto
de la roca católica al abismo de la herejía.
Pero es con las promesas que
ahora vamos a decir con las que los herejes acostumbran a engañar, con un arte
que es una verdadera maravilla, a quienes no están prevenidos.
Efectivamente, osan prometer y
enseñar que en su iglesia, es decir, en el conventículo de su secta, está
presente una gracia de Dios extraordinaria, especial, absolutamente personal; y
es de tal clase que sin fatiga, sin esfuerzo, sin ansiedad alguna, incluso
aunque no pidan, ni busquen, ni anhelen, todos los que forman parte de su
número obtienen de Dios esa ayuda, hasta el punto de que son llevados por manos
de ángeles y custodiados por su protección, sin que su pie tropiece nunca con
una piedra, o sea, sin sufrir escándalo.
Como vencer las insidias
diabólicas de los herejes.
27. Después de todo lo que
llevamos dicho, es lógico preguntar: si el diablo y sus discípulos
-pseudoapóstoles, pseudoprofetas, pseudomaestros y herejes en general-
acostumbran a utilizar las palabras, las sentencias, las profecías de la
Escritura, ¿cómo deberán comportarse los católicos, los hijos de la Madre
Iglesia?
¿Qué deberán hacer para
distinguir en las Sagradas Escrituras la verdad del error?
Tendrán verdadera preocupación
por seguir las normas que, al comienzo de estos apuntes, he escrito que han
sido transmitidas por doctos y piadosos hombres; es decir, interpretarán el
Canon divino de las Escrituras según las tradiciones de la Iglesia universal y
las reglas del dogma católico; en la misma Iglesia Católica y Apostólica
deberán seguir la universalidad, la antigüedad y la unanimidad de consenso.
Por consiguiente si sucediese que
una fracción se rebelase contra la universalidad, que la novedad se levantase
contra la antigüedad, que la disensión de uno o de pocos equivocados se elevase
contra el consenso de todos o al menos de un número muy grande de católicos, se
deberá preferir la integridad de la totalidad a la corrupción de una parte;
dentro de la misma universalidad, será preciso preferir la religión antigua a
la novedad profana; y, en la antigüedad, hay que anteponer a la temeridad de
poquísimos los decretos generales, si los hay, de un concilio universal; en el
caso de que no los haya, se deberá seguir lo que más cerca esté de ellos, o
sea, las opiniones concordes de muchos y grandes maestros.
Si, con la ayuda del Señor,
observamos con fidelidad y solicitud estas reglas, conseguiremos descubrir sin
gran dificultad, y desde su misma fuente, los errores nocivos de los herejes.