Grande consuelo y esperanza para
Nuestro corazón, queridos recién casados, es el ver esta reunión vuestra en
torno a Nos; porque aparece a Nuestra mirada como una reunión de nacientes
familias cristianas sobre las cuales se complace el Señor en derramar la
abundancia de los favores que habéis solicitado, al pie del altar, ante el
sacerdote que bendecía vuestra unión. Vuestra invocación, que se unía así a la
del ministro de Dios, era oración, y con la oración habéis iniciado la nueva
vida común. ¿Continuaréis orando, invocando al Padre que está en los cielos,
fuente de toda paternidad en el orden de la naturaleza y en el orden de la
gracia? Sí; signo de esa promesa es vuestra presencia para pedir sobre vuestro
nuevo hogar Nuestra bendición paterna, que confirme la súplica del sacerdote y
la vuestra y las avalore para todo el curso de vuestra vida.
San Francisco de Sales, –de quien, en nuestro último discurso a
los recién casados, venidos como vosotros, queridos hijos e hijas, a pedirnos
que les bendijésemos, comentamos brevemente las “Advertencias a las personas
casada?–, añade sobre la oración de los esposos un rasgo de pluma encantador,
que queremos hoy presentar a vuestra consideración.
“La más grande y fructuosa unión
del esposo y de la esposa – escribe él – es la que se hace en la santa devoción
en la que deben el uno y la otra adelantarse a porfía. Existen algunas frutas
– observa –, como los membrillos, que
por lo agrio de su jugo no son agradables si no están azucarados; hay otras
que, por ser tiernas y delicadas, no se pueden conservar sino en confitura,
como las cerezas y los albaricoques. Por eso las mujeres deben desear que sus
maridos estén almibarados con el azúcar de la devoción, porque el hombre sin
devoción es un animal severo, áspero, y rudo; y los maridos han de desear que
sus mujeres sean devotas, porque sin devoción la mujer es demasiado frágil e
inclinada a decaer u ofuscarse en la virtud”[1].
¡Gran virtud es la devoción,
salvaguardia de toda otra! Pero el acto más bello y ordinario de ella es la
oración, que para el hombre, que es espíritu y cuerpo, es el alimento cotidiano
del espíritu, como el pan material es el manjar cotidiano del cuerpo. Y de
igual modo que la unión hace la fuerza, la oración en común tiene mayor
eficacia sobre el corazón de Dios. Por eso nuestro Señor bendijo
particularmente toda oración hecha en común, proclamando a sus discípulos: “Os
digo además, que si dos de vosotros se unen sobre la tierra y piden cualquier
cosa, les será concedida por mi Padre que está en los Cielos. Porque donde hay
dos o tres personas congregadas en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos”[2].
Pero ¿qué almas podrán encontrarse más verdadera y plenamente reunidas en el nombre
de Jesús para orar, que aquellas en las que el santo matrimonio ha impreso la
imagen viviente y permanente de la sublime unión de Cristo mismo con la
Iglesia, su amada esposa, nacida en el Calvario de su costado abierto? Unión
grande y fructuosa, queridos recién casados, es por lo tanto la que os pone a
los dos juntos de rodillas ante Dios que os ha dado el uno a la otra, para
pedirle que conserve, aumente y bendiga la fusión de vuestras vidas. Si todos
los cristianos que oran en su propio y particular recogimiento, deben dar también
en su vida un puesto a la oración en común que les recuerda que son hermanos en
Cristo y que están obligados a salvar sus almas no aisladamente, sino ayudándose
mutuamente, ¡con cuánta mayor razón no deberá separaros vuestra oración como
eremitas y recogeros en una meditación solitaria, que haga que no os encontréis
nunca juntos ante Dios y su altar! Y ¿dónde se apretarán y fundirán en uno
vuestros corazones, vuestras inteligencias, vuestras voluntades, más profunda,
fuerte y sólidamente que en la oración de los dos, en la que la misma gracia
divina descenderá para armonizar todos vuestros pensamientos y todos vuestros
afectos y anhelos? ¡Qué dulce espectáculo a la mirada de los ángeles es la
oración de dos esposos que elevan sus ojos al cielo e invocan sobre sí y sobre
sus esperanzas la mirada y la mano protectora de Dios! En la Sagrada Escritura,
pocas escenas igualan la conmovedora oración de Tobías con su joven esposa
Sara: conocedores del peligro que amenaza a su felicidad, ponen su confianza
elevándose ante Dios sobre las bajas miras de la carne, y se animan con el
recuerdo de que, hijos de santos, no les estaba bien unirse a la manera de los
gentiles, que no conocen a Dios”[3].
También vosotros, como Tobías y
Sara, conocéis a Dios que siempre hace surgir el sol, aunque nublado, sobre
vuestra aurora. Por muy llenas y cargadas de ocupaciones que puedan estar
vuestras jornadas, sabed encontrar al menos un instante para arrodillaros
juntos e iniciar el día elevando vuestros corazones hacia el Padre celestial e
invocando su ayuda y bendición. Por la mañana, en el momento en que el trabajo
cotidiano os llama imperiosamente y os separa hasta el mediodía, y acaso hasta
la tarde, cuando después de una ligera colación cambiáis una mirada y una
palabra antes de separaros, no olvidéis nunca recitar juntos, aunque no sea
sino un simple Pater Noster o una Ave María, y dar las gracias al Cielo por
aquel pan que os ha concedido. La jornada, larga, acaso penosa, os tendrá
lejos el uno de la otra; pero cercanos o lejanos, estaréis siempre bajo la
mirada de Dios: y vuestros corazones, ¿no se alzarán acaso con devotos y
comunes anhelos hacia Él, en el que quedaréis unidos y que velará sobre
vosotros y sobre vuestra felicidad?
Y cuando cae la tarde y,
terminado el duro trabajo del día, os reunís al fin dentro de las paredes
domésticas con la alegría de gozar un poco el uno con la otra y comunicaros las
incidencias de la jornada, en aquellos momentos de intimidad y de reposo, tan
preciosos y dulces, dad el puesto debido a Dios. No temáis: Dios no vendrá
importuno a turbar vuestro confiado y delicioso coloquio; al contrario, Él, que
ya os escucha y que en su corazón os ha preparado y procurado aquellos
instantes, os los hará, bajo su mirada de Padre, más suaves y confortantes. En
el nombre de nuestro Señor os lo suplicamos, queridos recién casados: empeñaos
por conservar intacta esa bella tradición de las familias cristianas, la
oración de la noche en común, que recoge al fin de cada día, para implorar la
bendición de Dios y honrar a la Virgen Inmaculada con el rosario de sus
alabanzas, a todos los que van a dormir bajo el mismo techo: vosotros dos y,
después, cuando hayan aprendido de vosotros a unir sus manecitas, los pequeños
que la Providencia os haya confiado, y también si para ayudaros en vuestras
labores domésticas os los ha puesto el Señor a vuestro lado, los criados y
colaboradores vuestros, que también son vuestros hermanos en Cristo y tienen
necesidad de Dios. Que si las duras e inexorables exigencias de la vida moderna
no os dan lugar a alargar tan piadoso intermedio de bendición y acción de
gracias al Señor, y de añadirle, como gustaban de hacer nuestros padres, la
lectura de una breve Vida de santo, del santo que nos propone todos los días
como modelo y protector particular, no sacrifiquéis del todo, por rápido que
tenga que ser, este momento que dedicáis juntos a Dios para alabarle y llevar ante Él vuestros
deseos, vuestras necesidades, vuestras penas y vuestras preocupaciones del
presente y del futuro.
Un ejercicio tal de la devoción
cristiana no equivale a transformar la casa en una iglesia o en un oratorio: es
un. impulso sagrado de almas que sienten en sí la fuerza y la vida de la fe.
También en la antigua Roma pagana, la morada familiar tenía la habitación y el
ara dedicados a los dioses Lares, que especialmente en los días festivos, eran
adornados con guirnaldas de flores y en los cuales se ofrecían súplicas y
sacrificios[4].
Era un culto manchado por el error politeísta; pero con cuyo recuerdo ¡cuántos
y cuántos cristianos deberían sonrojarse, ellos que con el Bautismo en la
frente no encuentran ni sitio en sus estancias para colocar la imagen del
verdadero Dios, ni tiempo en las veinticuatro horas del día, para unir en torno
a Él el homenaje de la familia! Para vosotros, queridos hijos e hijas, que
gozáis en vuestro ánimo el ardor cristiano encendido por la gracia del santo
matrimonio, el centro de donde irradie todo el curso de vuestro vivir debe ser
el Crucifijo, o la efigie del Sagrado Corazón de Jesús, que reine sobre vuestro
hogar y os llame todas las noches ante Él y que os hará encontrar en Él el
sostén de vuestras esperanzas, el aliento de vuestros afanes; porque hasta la
más larga jornada de la vida humana, nunca pasa del todo serena y sin nubes.
Pero para, uniros a porfía en la
devoción, os enseñaremos un camino más alto que os conduce fuera de vuestra
casa a aquella que es por excelencia la casa del Padre, vuestra querida iglesia
parroquial. Allí está la fuente de las bendiciones del Cielo; allí os espera
aquel Dios que ha santificado vuestra unión, que ya os ha concedido tantas y
tantas gracias; allí está el altar en torno al cual la Misa festiva reúne al
pueblo cristiano, y la Iglesia, esposa de Cristo, os llama con solemne
invitación. Allí debéis asistir juntos, siempre que podáis y será espectáculo
edificante – y ojalá pueda ser con frecuencia, con mucha frecuencia –, que en
la unión devota más profunda de todas, en la santa Mesa, os acerquéis para
recibir el Cuerpo de nuestro Señor: este sacratísimo Cuerpo, el más poderoso
vínculo de unión entre todos los cristianos que se alimentan de él y viven,
como miembros de Cristo, de su vida, que efectuará divinamente la plena fusión
de vuestras almas en la altura del espíritu. ¡Y cómo os alegraréis, con
incomparable gozo, cuando podáis dejar sitio entre vosotros dos a una cabecita
de ángel de ojos cándidos, que junto a las vuestras se alzará para recibir
sobre los labios inocentes la Hostia blanquísima, en la que le habréis enseñado
a creer que está presente su querido Jesús! Vuestro gozo aumentará y se
multiplicará cada vez que junto a vosotros el Bautismo regenere a uno de
vuestros pequeños, y sus corazones crezcan prontos a participar con vosotros en
esta Mesa divina.
No siempre, es verdad, las
vicisitudes y las necesidades de la vida os darán tiempo para arrodillaros
juntos ante el sagrado altar: más de una vez os veréis obligados a cumplir
tales actos de piedad cristiana cada uno por su parte; otras veces vuestros deberes
os impondrán acaso largas separaciones, como ocurre en la hora presente con las
exigencias de la guerra. ¿Pero qué mejor reunión podrán entonces tener
vuestros corazones apenados por vuestra ausencia, que la sagrada Comunión, en
que Jesús mismo os unirá en el suyo a través de todas las distancias?
Esposos jóvenes como sois, desde
el altar y desde la bendición de vuestro santo matrimonio miráis hacia el
porvenir y soñáis fúlgidas y rosadas auroras de muchos años. San Francisco de
Sales concluye sus advertencias a los cónyuges invitándoles a celebrar con una
fervorosa comunión recibida juntos, el día aniversario de sus bodas; y es
también un buen consejo que no podemos abstenernos de repetiros y dirigíroslo
también a vosotros. Volviendo a los pies del altar donde cambiasteis vuestras
promesas, volveréis a encontraros a vosotros mismos, volveréis a entrar en
vuestras almas: y con la gracia de esta unión en Cristo, ¿no es verdad que
aseguraréis duración y fuerza, sin debilitamiento, a aquellas intenciones y
propósitos de mutua confianza, de íntimo e indestructible afecto, de don
recíproco sin reserva, por los que nace y brilla en vuestros pensamientos y en
vuestros corazones la fidelidad de los primeros días de vuestra vida común, y
que según la intención de nuestro Señor deben continuar informando y
sosteniendo la de toda vuestra peregrinación por aquí abajo?
Que pueda la bendición
apostólica que os impartimos con plena efusión de Nuestro corazón paterno,
impetraros, queridos recién casados, la abundancia de aquella tierna y fuerte,
franca y perseverante devoción, que en las incidencias de la vida es fuente
fecunda y perenne de verdadero aliento, de verdadera paz, de verdadera
alegría, de verdadera felicidad.
Pío XII, Discurso a los
recién casados, 12 de
Febrero de 1941. (DR. 11, 395.)
[1] “Introducción a la vida devota”, P. III, cap.
38.
[2] Mt.
XVIII, 19-20.
[3] Tob.
VIII, 4-5.
[4] Cfr. Plauti, Aulularia, prol., v.
23-26. Catonis De agri cultura, Cap. 143, nº 2.