Los modernistas «rinden culto a la
libertad en vez de la verdad». «La velantía cristiana es una virtud cardinal
que se llama fortaleza» (A. Ottaviani)
¿Culto
a la libertad o a la verdad?
El 2 de marzo de 1953 el cardenal Alfredo
Ottaviani impartió una conferencia en la Universidad Lateranense titulada Los
deberes del Estado Católico para con la religión, que publicó aquel mismo
año la librería de dicha universidad pontificia. Tal conferencia resumía las
enseñanzas que había impartido el autor en esa universidad durante varios
años, las cuales se recogieron en los tres volúmenes de las Institutiones
luris Publici Ecclesiastici (Ciudad del Vaticano, ed. Typis Polyglottis
Vaticanis, 1936) y luego se condensaron en el Compendium luris Publici
Ecclesiastici, en un solo tomo, que fue publicado por la misma editorial en
1938 (*).
El purpurado, que había ascendido en el
ínterin a proprefecto de la Sagrada Congregación del Santo Oficio, quiso
compendiar en la conferencia que tratamos, que se volvió celebérrima, la
enseñanza católica tradicional sobre las relaciones entre el Estado y la
Iglesia. Esta enseñanza fue su caballo de batalla, durante los trabajos del
Concilio Vaticano II, contra
la “libertad religiosa” que sostenía el cardenal Augustin Bea, a la cual
Alfredo Ottaviani oponía, en conformidad con la Tradición, la “tolerancia
religiosa”. Por desgracia, el esquema de Bea prevaleció en virtud del apoyo de
Juan XXIII primero
y de Pablo VI después,
y se convirtió en la declaración Dignitatis personae humanae.
La cuestión no era accidental o de escasa
importancia en el conjunto de la doctrina católica. Los Padres de la Iglesia,
los doctores, los papas, los teólogos y los canonistas se habían pronunciado de
modo sustancialmente idéntico al respecto hasta el Vaticano II, el cual, por eso, cuando habló del
“derecho a profesar religiones falsas”, rompió objetivamente con la Tradición,
que habla tocante a ellas sólo de “tolerancia práctica, no de principio”.
Ottaviani sabía que ya en 1953 se difundían
también en esta materia teorías antaño condenadas por la Pascendi, y
que por eso la encíclica Humani Generis de Pío XII había condenado la nouvelle
théologie, el 12 de agosto de 1950, en tanto que neo-modernismo o
reviviscencia del modernismo. Así fue como el cardenal del Santo Oficio
pronunció la conferencia en cuestión para corroborar la doctrina católica
sobre las relaciones Iglesia-Estado y condenar las novitates del
catolicismo liberal o modernismo social renaciente.
Actualidad
e importancia
del problema.
El cardenal Ottaviani lamentaba en su
conferencia que el “derecho público eclesiástico”, o sea, la doctrina
concerniente a las relaciones entre el Estado y la Iglesia, entre el poder
político o temporal y el poder religioso o espiritual, no saliera ya de las
aulas de las universidades pontificias para informar las mentes de los
legisladores y de los fieles seglares. Constataba, en cambio, que «la
prensa no habla de ella por principio, como que está dirigida por hombres que
rinden culto a la libertad en lugar de a la verdad» (ivi).
Insistía por eso en la urgente necesidad de «divulgarla
en el seno de todos los grupos sociales» (ibidem, p. 6). Invitaba a
plantear el problema de las relaciones entre el Estado y la Iglesia «apertis
verbis [en términos claros], ampliamente y, sobre todo, sin miedo. La
valentía cristiana es virtud
cardinal que se llama fortaleza» (p. 4); y el cristiano debe imitar
a Jesús, el cual vino “para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37), lo único
que nos hará libres. Sin verdad no hay auténtica libertad, sino esclavitud y timor
mundanus o respetos humanos, que denotan falta de coraje y de fortaleza.
Los
enemigos declarados, menos peligrosos que los falsos amigos
El cardenal Ottaviani no se asombra de que
los enemigos de la Iglesia combatan su misión negando sus facultades, en especial
el derecho a informar la legislación civil según el espíritu cristiano (p. 5),
pero prosigue: «surge, en cambio, en nosotros un asombro que crece hasta el
estupor y se trueca en tristeza desgarradora cuando son los propios hijos de
la Iglesia (...) los que
intentan arrancarle las armas espirituales de la verdad y de la justicia» (p.
5). Mas ya veremos que, como decía Hamlet, “hay mucha lógica en esta locura”.
La Iglesia que fundó Jesús es una sociedad
espiritual perfecta, esto es, contiene tanto el elemento espiritual sobrenatural
como el jurídico. De ahí que no se deba contraponer, prosigue el cardenal, la “Iglesia
pneumática o carismática” a la “Iglesia del derecho” porque la naturaleza del
derecho eclesiástico y la estructura jerárquica o societaria de la Iglesia no
están en contradicción con su naturaleza espiritual y sacramental. La Iglesia
es el “cuerpo [sociedad jurídica] místico [sobrenatural y espiritual] de
Cristo” (Pío XII,
encíclica Mystici Corporis, 1943), y Cristo la fundó sobre Pedro y sobre
sus sucesores como «una sociedad perfecta en su género, y provista de todos
los medios sociales y jurídicos necesarios para perpetuar en la tierra la obra
de la redención» (p. 6).
Valor
del magisterio ordinario.
El católico actual, comentaba a la sazón el
cardenal, es parangonable al «delicatus miles [soldado afeminado] que
quiere vencer sin combatir» (p. 6), o al «ingenuo que acepta la mano
tendida insidiosamente sin darse cuenta de que dicha mano lo arrastrará luego
a cruzar el Rubicán hacia el error y la injusticia. El primer error de éstos no
es otro que el de no aceptar plenamente las arma veritatis [armas de la
verdad]» (p. 6), que son las enseñanzas del magisterio, aun del ordinario,
referentes al derecho público eclesiástico. Dichas enseñanzas fueron impartidas
sobre todo por los pontífices romanos, en particular por los papas que se
sucedieron desde Gregorio XVI a Pío XII, quienes
aprovechaban para proporcionarlas las ocasiones que les brindaban sus
pronunciamientos contra el liberalismo católico.
Cierto historicismo pretende relativizar, según
parece, las enseñanzas del magisterio constante y tradicional de los papas al
ligarlas a unos momentos históricos determinados, los cuales, en su opinión,
absorbieron y subjetivizaron las doctrinas u objetos enseñados por el
magisterio. Arguye, por ejemplo, que en el siglo XIX, dada la situación particular de
la Iglesia, Pío IX debió
escribir el Sílabo (1864), así como León XIII tuvo que hacer lo propio con la Immortale
Dei (1885); mas hoy, sigue diciendo, las condiciones históricas han cambiado,
y por eso lo que ayer era verdad hoy ya no lo es porque ha cambiado con la
mudanza de los tiempos. ¡No!, objeta el purpurado. La verdad y la doctrina no
cambian como un vestido que pasa de moda con el correr de los años. La
doctrina sigue siendo la misma sustancialmente, aunque accidentalmente pueda
ser ahondada, si bien siempre eodem sensu eademque sententia, es decir,
de manera homogénea, no contradictoria. Así, pues, la condena del catolicismo
liberal o neomodernismo social sigue siendo especulativamente verdadera hoy
como ayer, igual que dos y dos son cuatro. Y ello aun si en la práctica no
puede aplicarse el derecho público eclesiástico del mismo modo en todas las
épocas. Es sólo una cuestión de aplicación de principios inmutables de suyo a
casos concretos y particulares que pueden requerir cierta prudencia así como
una atenuación en la praxis, mas nunca un cambio doctrinal.
Los
deberes del estado católico.
En los países de población de absoluta
mayoría católica, el estado debe proclamar en la constitución a la religión
católica como religión única del Estado (p. 10), tal y como sucedía en España
e Italia. Por desgracia, se lamentaba el purpurado, algunos católicos consideran
“anacrónica” esta doctrina (p. 8). Son éstos los católicos liberales o
modernistas sociales, que consideran, contrariamente al magisterio constante de
la Iglesia compendiado en el derecho público eclesiástico, que «el Estado,
hablando con propiedad, no puede realizar un acto de religión (...) y que la obligación para el Estado
de rendir culto a Dios no puede entrar nunca en la esfera constitucional» (p.
8). Ahora bien, tal doctrina pugna con la tradición apostólica de la Iglesia,
con el magisterio tradicional de los papas y con la enseñanza y la unanimidad
de pareceres de los Padres eclesiásticos al interpretar los pasajes de la Sagrada
Escritura que hablan del poder temporal y del espiritual. Además, la nueva y
heterodoxa doctrina católico-liberal y socialmodernista contradice también a la
recta y sana razón humana, que prueba que el hombre es por naturaleza un “animal
social” (Aristóteles y Sto. Tomás); de ahí que la sociedad esté obligada, como
el individuo, a tributar a Dios el culto que se le debe, según la manera en
que el mismo Dios quiere que se le adore (Gregorio XVI y León XIII). Por eso escribe Ottaviani que es
«del deber de los gobernantes de un estado compuesto de católicos en su casi
totalidad y, por lógica consecuencia, regido por católicos, informar la
legislación en sentido católico» (p. 8).
Se echa de ver que tal doctrina, no sólo se
ignora hoy, sino que tanto los gobernantes temporales como los espirituales la
combaten adrede, como que consideran que la mejor forma de gobierno estriba en
la separación de la Iglesia y el Estado. Las consecuencias prácticas son
enormes y devastadoras: divorcio, aborto, eutanasia, matrimonios homosexuales
legalizados, etc.
Asistimos a la subversión teórica del primer
principio de la moral: malum faciendum, bonum vitandum est! ¡Hay que
hacer el mal y evitar el bien! Parece una locura. Parece una locura si bien no
es otra cosa que la perversión diabólica de los primeros principios, evidentes
de suyo, tanto especulativos (el principio de no contradicción) como
prácticos (la sindéresis o primer principio de la moral). Así que con razón se
cita a Hamlet: “¡Hay mucha lógica en esta locura!” Es la misma “lógica” que
empujó a Lucifer a gritar: non serviam! (“¡no obedeceré!”); a la serpiente
del paraíso a decir: Eritis sicut dei (“Seréis como dioses”), y a las
turbas desalmadas de los tiempos de Jesús a blasfemar: Nolumus Hunc
regnare super nos (“No queremos que Éste reine sobre nosotros”).
La doctrina católica inmutable es «la
profesión social, no sólo privada, de la religión; la inspiración cristiana de
la legislación; la defensa del patrimonio religioso contra todo asalto de los
que querrían arrancarle al pueblo el tesoro de su fe y de la paz religiosa» (p.
8). Hoy, en cambio, los prelados enseñan que es menester acoger a los que son “diferentes”
para hacer de la Iglesia antaño católica una sociedad multiétnica,
multicultural y multirreligiosa.
La consecuencia de esta doctrina diabólicamente
falaz será la guerra civil, cultural y religiosa. Europa e Italia se ven “invadidas”
por millones de moros a los que no se hace entrar a escondidas en nuestros
países, dentro de algún “caballo de Troya”, sino que se les acoge con los
brazos abiertos en las estructuras de la “caritas internationalis” por quien
debería defender a las ovejas del lobo en vez de entregárselas. León XIII
(Immortale
Dei y Libertas) y Pío XII (Summi Pontificatus) enseñaron que «no es justo
atribuir los mismos derechos al bien y al mal, a la verdad y al error. La
razón se rebela contra el pensamiento de que, por condescender con las
exigencias de una pequeña minoría, se lesionen los derechos, la fe y la conciencia
de la casi totalidad del pueblo, y de que se traicione a éste permitiendo a los
que asechan su fe crear en su seno una escisión con todas las consecuencias de
la lucha religiosa».
¡Qué actuales son estas palabras cincuenta
años después! Belenes prohibidos en Navidad, crucifijos escondidos o eliminados
para no herir la sensibilidad de la morisma, que en un futuro acaso cercano nos
cortará la mano que hoy finge besar. Los jerarcas temporales y espirituales,
que hoy se hallan unidos en la formación del “nuevo orden mundial”, bien
merecen la calificación de “¡traidores!” que les dio el cardenal Ottaviani ya
en 1953. Pero, atención, queridos ministros, obispos y pontífices: «Con
los pequeños se usará misericordia, mas los poderosos de este mundo sufrirán
grandes tormentos», recuerda el cardenal Ottaviani citando la Mystici
Corporis, que cita a su vez a la Sagrada Escritura [Sap 6, 4-10].
La condena del
falso ecumenismo.
El purpurado recuerda en su conferencia que
en 1949 se celebró en Amsterdam «una reunión de varias iglesias heterodoxas
para hacer progresar el movimiento ecuménico. (...) La Iglesia Católica, que se sabe en la posesión tranquila de
la verdad y de la unidad, lógicamente no debía estar presente para buscar allí
la unión que los demás no tienen» (p. 12).
¿Cómo conciliar Asís I, II y III con tal frase, que es el eco fiel de la
doctrina y de la práctica constante de la Iglesia? ¿Qué hermenéutica de la “continuidad”
se podrá invocar sin cubrirse de ridículo?
En
el templo y fuera del templo.
El cristianismo y la Iglesia desempeñan una
función religiosa no sólo individual, sino también social. El modernismo
social, en cambio, quiere, según parece, «encerrar a la Iglesia entre las
cuatro paredes del templo, separando entre sí la religión y la vida social, la
Iglesia y el mundo» (p. 17). El cardenal recuerda, contra esta desviación,
que la doctrina católica enseña que «la Buena Nueva se refiere a toda la revelación,
con todas las consecuencias que comporta para la conducta moral del hombre
respecto de sí mismo, en la vida doméstica y en el sentido del bien de la
sociedad» (p. 17). Éste es el alcance social o político (no partidista) de
la Iglesia.
Per crucem ad lucem! [¡Por la cruz a la luz!]
El cardenal Ottaviani concluye citando a Pío XII:
«Religión y moral
constituyen un todo indivisible: el orden moral, los mandamientos de Dios valen
igualmente para todos los campos de la actividad humana, sin excepción alguna;
la misión de la Iglesia se extiende hasta allí a donde llegan»; por eso, «¡la Iglesia
Católica no se dejará encerrar nunca entre las cuatro paredes del templo! La
separación entre la religión y la vida, entre la Iglesia y el mundo, es
contraria a la idea cristiana y católica» (p. 17; Pío XII, Discurso a los párrocos, AAS, XXXVIII, p. 187).
No por ambición de ventajas terrenales, sino
por el reinado de Cristo, prosigue el purpurado, la Iglesia «sufre, llora y
vierte su sangre. Mas la senda del sacrificio es precisamente aquella por la
cual la Iglesia suele llegar al triunfo»; y cita una vez más a Pío XII:
«Nos miramos hoy,
amados hijos, al Hombre-Dios, nacido en una gruta para levantar de nuevo al hombre
a aquella grandeza de la que había caído por su culpa, para volverlo a colocar
en el trono de libertad, de justicia y de honor que los siglos de los dioses
falsos le habían negado. El fundamento de dicho trono será el Calvario; su
ornamento no será el oro o la plata, sino la sangre de Cristo, sangre divina
que hace veinte siglos que corre por el mundo (...).
¡Oh Roma cristiana! esa sangre es tu vida».
Laurentius, revista “Si Si No No” año XXII, nº 236, marzo
2012.
* [N. del E.]: esta conferencia está
disponible en nuestra colección de Cuadernos Fides, n° 14, a que hacen
referencia las páginas citadas. Pedidos a: Si Si No No. Aptdo. de correos 156.
28600 -Navalcarnero (Madrid). Precio: 4 • (gastos de envío incluidos).