martes, 30 de agosto de 2011

Homilia de Mons. de Galarreta sobre la caridad.


Para respetar el carácter propio del sermón  se ha conservado el estilo oral.

Econe, 29 de junio de 2011.

Excelencias,
Queridos sacerdotes,
Queridos ordenandos,
Queridos fieles:

Henos aquí reunidos, un año más, en el seminario de Ecône, casa materna de la Fraternidad San Pío X, a fin de conferir el diaconado y el sacerdocio, a fin de realizar con ello lo que constituye la vocación y la misión de la Fraternidad. Se trata de transmitir, conservar, vivir el sacerdocio católico en aras de asegurar la perennidad de la fe y de la Iglesia Católica.
El sacerdote es un alter Christus, otro Cristo. Actúa in persona Christi, haciendo las veces de Cristo. Es, por eso, verdaderamente el sacerdocio de Cristo entre nosotros. Es la presencia de Cristo entre nosotros. El sacerdote asegura la continuidad de los beneficios de la encarnación de Nuestro Señor, de su vida, su enseñanza, su gracia, su redención. He allí lo esencial. A lo largo de esta crisis —crisis de fe, crisis de la Iglesia—, es evidente que no podemos prescindir, ignorar la situación en la que estamos, sobre todo la situación de la santa Iglesia. A decir verdad en lo esencial nada cambia. En lo esencial no ha cambiado nada.

El liberalismo intenta conciliar el catolicismo con el pensamiento resultante de 1789.

Monseñor Lefebvre bien había visto y definido el mal de nuestro tiempo, de la sociedad, y sobre todo el mal en la Iglesia. Este mal se llama simplemente liberalismo. Es esta conciliación, este intento de conciliación entre la Iglesia y el mundo, entre la fe católica y los principios liberales, entre la religión y el pensamiento resultante de 1789. Todo está ahí, el problema está allí. El resto de las cosas no son más que justificaciones teóricas, sutiles, sofisticadas, de la teología modernista para legitimar la adaptación hecha por el Concilio Vaticano II y las autoridades con el mundo salido de la revolución, con el mundo liberal.
Y yo quisiera citarles algunas palabras de quien entonces era el Cardenal Ratzinger, en las que afirma con simplicidad y claridad precisamente eso. En aras de fidelidad y de precisión las voy a leer; son bien breves:

“El Vaticano II tenía razón en desear una revisión de las relaciones entre la Iglesia y el mundo. Porque hay valores, que si bien han nacido fuera de la Iglesia, pueden, una vez examinados y purificados, encontrar su lugar en su visión [del mundo]” (“Entrevista sobre la fe”, Cardenal Raztinger y Vittorio Messori, 1985, Fayard, pág. 38).
“El problema de los años sesenta consistía en incorporar los mejores valores resultantes de dos siglos de cultura liberal” (Entrevista con Vittorio Messori, mensuario “Gesú”, noviembre de 1994, pág. 72).

El Papa actual, Benedicto XVI, entonces Cardenal Ratzinger, muestra igualmente cómo la constitución“Gaudium et spes” es el “testamento del Concilio”; indica su intención y define su fisonomía en estos términos:

“Si se busca un diagnóstico global del texto [de Gaudium et spes] se podría decir que, en relación a los textos sobre la libertad religiosa y sobre las religiones del mundo, es una revisión del Syllabus de Pío IX, una especie de contra-syllabus. El texto tiene el papel de un contra-syllabus en la medida que representa una tentativa de reconciliar oficialmente la Iglesia con el mundo, tal como es desde 1789” (“Los principios de la teología católica”, Cardenal Joseph Ratzinger, 1982, Téqui, pág. 427).

He allí textos y afirmaciones bastante claros. Es un testimonio de importancia capital, autorizado, que nos dispensa probar estas afirmaciones. Si ellos mismos confiesan que es así, no hay necesidad que nosotros lo probemos. El Vaticano II ha querido ser una conciliación de la religión católica, de la fe de la Iglesia con el liberalismo, con la revolución y los principios de la Revolución Francesa, e incluso —como el Papa lo dice, por lo demás— de los principios de la fe con los principios de la Ilustración. Estas afirmaciones invitan a varias reflexiones, a varios comentarios.
Porque, en primer lugar, ¿cómo es posible que haya valores que se relacionen tan esencialmente con el orden natural y sobrenatural —para convencerse, ¡basta ver lo que era la Iglesia antes y después del Concilio!—, cómo pueden nacer estos valores fuera de la Iglesia? ¿Entonces la Iglesia no es la depositaria de la verdad? ¿La Iglesia Católica no es la verdadera Iglesia? ¿Acaso la verdad evoluciona a remolque de la historia y de los tiempos, de las culturas y de los lugares? No puede decirse que son valores nacidos fuera de la Iglesia. Un autor como Chesterton ya decía que las ideas de la Revolución Francesa son ideas católicas desquiciadas. Podríamos decir con más precisión: son verdades católicas indebidamente trasladadas al orden natural, ideas que son verdaderas en el orden sobrenatural, con ciertos límites, pero que han sido traspoladas directamente al orden natural.
Si verdaderamente el Concilio Vaticano II tomó valores liberales y los corrigió, purificó y modificó, entonces se habría vuelto a hallar simplemente la verdad católica de siempre, ya que se trata de verdades cristianas deformadas. El liberalismo es una herejía cristiana, católica, según sus orígenes quiero decir.
Por otra parte, era temerario desear esta conciliación cuando el magisterio constante de los Papas, a lo largo de dos siglos y medio, había condenado estos supuestos valores: habían sido condenados en general y en particular. Había sido condenada no sólo la posibilidad de tal conciliación, sino también la necesidad de afirmar tal conciliación. Lo dice el Syllabus, lo dice Pío IX.
He allí uno de los pecados originales del Concilio. A menudo nos ponen por delante el magisterio y la autoridad. Con frecuencia es el único argumento que tienen. Pero comenzaron por dar de mano con un magisterio de dos siglos y medio, para realizar precisamente aquello que los Papas ya habían condenado. Es más que temerario.
Entonces se busca una conciliación con el mundo, con un mundo alejado de Dios y opuesto a Dios. Ved el mundo, basta ver alrededor de nosotros para comprender de qué mundo se trata. Ahora bien, la Escritura es bien clara. San Juan nos dice: “Todo lo que viene del mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida” (I Jn 2, 16). Y el Apóstol Santiago decía a los cristianos: “Adúlteros, ¿acaso no sabéis que la amistad del mundo es enemistad para con Dios? Quien quiere hacerse amigo del mundo, por lo mismo se hace enemigo de Dios” (Sant. 4, 4).

El espíritu de independencia conduce a la deificación del hombre.

Porque, en última instancia, ¿cuál es la esencia, la sustancia, el núcleo de ideario liberal? Los Papas y los grandes autores de los siglos XIX y XX ya lo dijeron. Antes que nada, es el naturalismo, es la negación del orden sobrenatural, de la revelación, de la gracia, y en consecuencia y en el mismo sentido, negación de la Iglesia, de Cristo, de Dios. El naturalismo coherente conduce al ateísmo. Y ahí está el comunismo para recordárnoslo: ¡jamás en la historia de la humanidad se había visto tal horror! En segundo lugar, es el espíritu de independencia y de rebelión. Independencia de todo: independencia de la inteligencia respecto a lo verdadero, de la voluntad respecto al bien, del hombre respecto a Dios, respecto a la autoridad. Y en tercer lugar, es la deificación del hombre. Ya lo señalaba San Pío X: el hombre reemplaza a Dios, se hace dios y ordena a sí mismo la gloria y la creación.
Así, pues, se ha intentado, se ha procurado una conciliación con esas ideas, fundamental y radicalmente contrarias a la fe católica, y contrarias sin más al orden natural, a la realidad. Claro, como se trata de un intento de conciliación, no han reafirmado esos principios como tales. No han negado el orden sobrenatural, pero lo redujeron e incluyeron en el natural. No negaron la Iglesia, pero han puesto la Iglesia al servicio del mundo, el reino de los cielos sobre la tierra, al servicio del mundo y al servicio de este emprendimiento humanista de la unidad del género humano y de la paz, siempre dentro del orden natural. Ved Asís, por ejemplo, Asís III, que es presentado así.
No han negado a Cristo, pero lo han puesto al servicio del hombre. Cristo está unido a todo hombre, ha revelado el hombre al hombre, y con su gracia hace que el hombre sea un hombre perfecto. He allí su doctrina. No han afirmado la independencia absoluta del hombre respecto a Dios, pero pasaron del orden objetivo al orden subjetivo. Hablando objetivamente, sí, existe Dios, una religión verdadera, una verdad. El hombre tendría, pues, la obligación moral de adherir a ello. Pero de todos modos, pase lo que pase, el hombre se salva siguiendo su conciencia, su verdad, y sobre todo ejerciendo su libertad. En eso reside la dignidad ontológica y sagrada del hombre. El ejercicio de la libertad, no en el sentido tradicional —libertad de moverse dentro del bien— sino que el hombre encuentra su perfección y su salvación en el simple hecho de elegir entre el bien y el mal.
No han afirmado la divinidad del hombre, pero han dado un giro antropológico a través del personalismo, que puso el bien común, y todo bien común, al servicio del hombre individual, de la persona. Y en última instancia se pone al servicio de la persona el bien común divino, universal, supremo, que es Dios. Porque Dios es el bien común supremo. Es por eso que el Concilio afirma que el hombre es la única criatura que Dios ama por ella misma. ¡Que Dios ama por ella misma! Dios encuentra su gloria en la gloria del hombre, no en la gloria que el hombre da a Dios, sino en la glorificación del hombre.
Así, pues, perseguimos el mismo fin que los liberales, los humanistas y los revolucionarios. ¡No hay ningún problema! Todos buscamos la glorificación del hombre, y a través de ello también daremos gloria a Dios. En consecuencia, su dios se perfecciona y completa por medio de la gloria del hombre. ¡Ni más ni menos!

Restaurar todo en Cristo para remediar el mal presente.

Ustedes se aperciben cuán imposible es esta conciliación. Y han aplicado rigurosamente todas sus consecuencias. Monseñor Lefebvre nos decía: Lo han destronado. Sí, han desconocido sistemáticamente la primacía y la realeza de Nuestro Señor, sus derechos, los derechos de Dios. Se preconizan los derechos del hombre. Negación de los derechos de Dios con la declaración de los derechos del hombre. Han destronado a Nuestro Señor en Sí mismo, en sus derechos, por medio de la libertad de conciencia, por la libertad de ideas, por la libertad de pecar, por la libertad de culto, por la libertad religiosa. Ha sido verdaderamente destronado. Pero también han destronado a nuestro Señor en su Iglesia a través del ecumenismo, porque si Cristo es rey, la Iglesia es la reina. Y han destronado a Nuestro Señor en su Vicario y en los obispos a través de la colegialidad y, en última instancia, por medio de la demolición de toda autoridad.
He allí las ideas con las cuales el Concilio intentó una conciliación. Y ahora, por supuesto, viene la conciliación de la conciliación, es decir, la hermenéutica de la continuidad. E incluso existen algunos que se nos parecen, o que fueron de los nuestros pero que ya no lo son, y que intentan hacer la conciliación de la conciliación de la conciliación. Es una causa perdida, es un intento condenado de antemano al fracaso: bonum ex integra causa, malum ex quocumque defecto. El bien procede de una causa totalmente buena, íntegra; el mal, de cualquier defecto en la causa.
Pero esto envuelve un error esencial, porque la esencia del pensamiento liberal es total y radicalmente contrario a la fe católica. Lo que se intenta conciliar son cosas contrarias. No se puede hacer un círculo cuadrado. Es imposible. Ni se lo puede pensar. Es de sentido común. Se podría preguntar a un habitante de Martigny [pueblo cercano a Ecône] si se puede ir al mismo tiempo a Roma, Ciudad Eterna, y a París, Capital de la Ilustración. ¡Pregúntenle si se puede tomar el mismo camino para ir a estos dos términos! En España decimos que eso equivale a querer prender una vela a Dios y otra al diablo. El Apóstol San Pablo ya lo había dicho más o menos en estos términos: “No queráis unciros en yugo con los infieles” (II Cor. 6, 14). ¿Qué unión puede haber entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué conciliación entre la luz y las tinieblas? ¿Qué concierto entre Cristo y el diablo? ¿Entre el fiel y el infiel? ¿Entre el Templo de Dios y el templo de los ídolos? San Pablo dice que el templo de Dios es la Iglesia. Entonces, ¿qué conciliación puede haber? Ninguna.
Monseñor Lefebvre nos ha señalado con precisión el mal y también nos ha indicado con precisión y clarividencia el remedio. Nos ha señalado el remedio: es Nuestro Señor Jesucristo. Y más precisamente es Cristo Sacerdote y Cristo Rey. No hay salvación, no hay redención posible, ni para los individuos ni para las sociedades, fuera del sacerdocio y fuera de la realeza de Nuestro Señor Jesucristo. Porque Él cumple su misión a través de su sacerdocio y a través de su realeza. “Nadie puede poner otro fundamento fuera del que ha sido puesto por Dios: Cristo Jesús”, dice San Pablo (Cor. 3, 11). Lo mismo dice San Pedro: la piedra que ha sido rechazada por los arquitectos, por los constructores, ha sido hecha piedra angular. Porque no hay salvación en otra parte, en otra persona, sino en Nuestro Señor Jesucristo. Y no existe otro nombre bajo los cielos por el cual los hombres puedan ser salvados, que el nombre de Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Hechos 4, 11-12).
Cuando San Pablo, en la Carta a los Efesios, quiere fundar firmemente nuestra esperanza, nos recuerda que Dios Padre desplegó su poder y el poder de su fuerza resucitando a Nuestro Señor de los muertos, haciéndolo sentar a su derecha y poniendo bajo su autoridad todo principado, toda autoridad, toda dominación, todo trono, y todo lo que existe en este mundo y en el venidero. Dios lo sometió todo a Él, tanto en este siglo como en la eternidad. Lo hizo Cabeza de la Iglesia que es su cuerpo. La Iglesia es la plenitud de Aquel que es todo en todos. Cristo es todo en todos en la Iglesia. Y Dios lo sometió todo a Él (cfr. Ef. 1, 20-23).
En la Carta a los Corintios el Apóstol es aún más claro, diciendo que lo ha sometido todo a Él, que no hay nada que no le esté sometido. Nada ha quedado fuera de su imperio, de su realeza. Por tanto, oportet illum regnare, es preciso que Él reine (I Cor. 15, 25). He allí el ideal del sacerdote, del sacerdocio: fundarlo todo en Nuestro Señor Jesucristo, instaurarlo y restaurarlo todo en Cristo, como así también reunirlo todo, recapitularlo todo, ordenarlo todo a Nuestro Señor Jesucristo.
Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios. Ese es el plan de Dios desde toda la eternidad: restaurarlo todo, recapitularlo todo en Cristo. Fuera de su sacerdocio y de su realeza la vida del hombre es una pesadilla sin fin. Lo vemos bien en la sociedad en la que vivimos; no hay ni verdad, ni virtud, ni salvación, ni redención, ni justicia. Todo eso viene por medio de Nuestro Señor, por medio de su sacerdocio, por medio de su realeza: Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn. 14, 6).
Así, pues, queridos hermanos, queridos ordenandos, la vida del sacerdote consiste justamente en someter toda inteligencia a Nuestro Señor Jesucristo, que es la verdad, toda voluntad a Nuestro Señor Jesucristo que es la vida, y ofrecer a todos los hombres la única vía de salvación que es Nuestro Señor Jesucristo.

Por qué ir a Roma.

Si las cosas son así, alguien me podría decir: pero ¿por qué tener contacto con estas personas?, ¿por qué ir a Roma? Parece que, por principio, no hay que tener contactos, ningún contacto con ellos. Y bien, todo lo contrario: por principio tenemos que tener contactos y por principio es necesario que vayamos a Roma. Por otra parte, es evidentemente la prudencia la que determina las circunstancias y determina qué hay que hacer realmente en un caso concreto. Pero, por principio, debemos ir antes que nada porque somos católicos, apostólicos y romanos. Además, si Roma es la cabeza y el corazón de la Iglesia Católica, sabemos que necesariamente la crisis se solucionará, la crisis se resolverá en Roma y por Roma. En consecuencia, la poca de bien que haremos en Roma es mucho mayor que mucho bien que haríamos en otros lugares.
Por otra parte, caritas Christi urget nos, la caridad de Cristo nos obliga (II Cor. 5, 14). Hay que comprender bien cuán difícil es arrancar el error cuando se ha vivido toda una vida en el error. Es extremadamente difícil tener la luz y la fuerza para romper con toda una serie de ataduras de orden natural, toda una vida dedicada a eso, toda una enseñanza al amparo de la autoridad y de las consecuencias que se siguen. Reconozcamos que no es fácil y tengamos compasión. Porque, en última instancia, necesitan tener, ni más ni menos, aquello que nosotros ya hemos recibido gratuitamente, la luz y la gracia. ¿Qué es lo que tenemos que no hayamos recibido? (I Cor. 4, 7). Por tanto, precisan recibir, ni más ni menos, lo que nosotros hemos tenido la gracia de recibir gracias a la misericordia y la longanimidad de Dios. Para nosotros en un deber de caridad.
Los que se oponen ferozmente y por principio a todo contacto con los modernistas me hacen recordar un pasaje del Evangelio. Cuando Nuestro Señor no fue recibido en un pueblo, Santiago y Juan —hijos del trueno— le propusieron que, si Él quería, descendiese el fuego del cielo y consumiese la ciudad. Y Nuestro Señor, indulgente, deja de lado este orgullo monumental pero ingenuo de los Apóstoles —¡como si Nuestro Señor los necesitase para resolver los problemas!— y les responde: No sabéis de qué espíritu sois (Lc 9, 51-56). En efecto, aún no habían recibido el Espíritu Santo, que difunde la caridad en los corazones, y no sabían qué espíritu los movía. Habían caído en el celo amargo.

Hemos creído en la caridad.

¿Y cuál es este espíritu? Es el Espíritu de Nuestro Señor Jesucristo. No es demasiado complicado, hay que mirar cómo Nuestro Señor enfrenta a sus enemigos, a sus opositores. Tanto San Juan como San Pablo nos dicen que es allí donde hemos conocido verdaderamente el amor de Dios, a saber, que el Padre nos ha amado y que Cristo ha dado su vida por nosotros cuando aún éramos pecadores, cuando éramos sus enemigos. Sobre todo allí se manifiesta la caridad de Dios y nosotros hemos creído en esta caridad. Así, pues, debemos hacer lo mismo (cfr. I Jn. 4, 9-16 y Ef. 2).
¿Cómo se manifestó este amor de Nuestro Señor? ¿Por medio de la guerra, los anatemas, las condenaciones, o haciendo caer fuego del cielo? ¡No! Esta obra de amor se realizó a través de la humildad, de la humillación, de la obediencia, con paciencia, a través del sufrimiento, la muerte y perdonando en la Cruz incluso a sus enemigos. A lo largo de su vida Nuestro Señor desplegó todos los medios posibles y razonables para que los fariseos admitiesen la verdad y para ofrecerles la salvación y el perdón. Eso es lo que tenemos que hacer.
No sé por qué la firmeza doctrinal sería contraria a la delicadeza, a la ingeniosidad y aún a la intrepidez de la caridad. No lo sé. No sé por qué la intransigencia doctrinal se opondría a las entrañas de misericordia, al celo misionero y a la caridad apostólica. No se trata de elegir entre la fe y la caridad; hay que englobar las dos. Sin la caridad no soy nada, incluso si tuviera una fe que mueve montañas. Si no tengo caridad no soy nada. Si diese mi vida por los pobres y no tengo caridad, no soy nada (cfr. I Cor. 13, 3).
Vuelvan a leer el elogio de la caridad que San Pablo hace en su Carta a los Corintios (cf. 1 Cor. 13), apliquen eso a la vida de Nuestro Señor y sabrán sin duda alguna cuál es el espíritu católico. La caridad es paciente, la caridad es buena, no es envidiosa, la caridad no busca su interés, no tiene en cuenta el mal, devuelve bien por mal, la caridad todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo sufre. Es así como realmente podemos cooperar en la restauración de la fe, en la restauración de todas las cosas en Cristo. Y si el remedio está en Cristo, el sacerdocio y la realeza de Cristo, la solución pasa necesariamente por el Corazón de nuestra madre, la Santísima Virgen María.
Nuestro Señor ha sido y será siempre exclusivamente fruto de la Virgen María, del Corazón de María. Ella es la Madre de Cristo, Madre de Dios, la madre de todos los hombres, Corredentora de la humanidad, la Mediadora de todas las gracias. La que confiere y distribuye todas las gracias. Ella es realmente la Reina de toda la creación, Reina de los cielos y la tierra. Como dice San Bernardo, todo lo hemos recibido por medio de la Virgen María. Tenemos que ir con fervor, devoción y perseverancia al Corazón de María, a fin de obtener las gracias que necesitamos, especialmente una vida fuerte en la fe, en la esperanza y la caridad. Porque debemos amar con fuerza.
Vayamos, pues, verdadera y frecuentemente, gracias a una devoción verdadera e interior, al Corazón de María, a este Trono de gracia, a fin de conseguir el auxilio necesario en el momento oportuno, a fin de ser, en última instancia, verdaderos cristianos y verdaderos sacerdotes de Nuestro Señor Jesucristo.

Así sea.

Fuente: Dici

Las Siete Excelencias de la Sotana.


Es verdad que  “el hábito no hace al monje” pero también es verdad que lo ayuda, y mucho más, en los tiempos posmodernos en que vivimos, en los cuales, se ha perdido profundamente el sentido de lo religioso, hasta tal grado que, ver un sacerdote con sotana, llama la atención –y en el peor de los casos- incita a la persecución. La sotana, como decía el padre Meinvielle, es una bandera, y podemos aventurarnos a decir que es más que una bandera, es la vestimenta que separa del mundo a quién se ha consagrado a Dios, y es quien le recuerda al su deber como religioso. Además, no sólo protege al monje, sino que da un testimonio a quienes lo vean portándola.
Publicamos un breve artículo que resume el porqué y la importancia del hábito eclesiástico.


Las Siete Excelencias de la Sotana.

Estudio que la Congregación del Clero ha publicado (29/07/2009), en «Annus Sacerdotalis», página oficial del Año Sacerdotal 2009-2010.


1º – La sotana es el recuerdo constante del sacerdote.

Ciertamente que, una vez recibido el orden sacerdotal, no se olvida fácilmente. Pero nunca viene mal un recordatorio: algo visible, un símbolo constante, un despertador sin ruido, una señal o bandera. El que va de paisano es uno de tantos, el que va con sotana, no. Es un sacerdote y él es el primer persuadido. No puede permanecer neutral, el traje lo delata. O se hace un mártir o un traidor, si llega el caso. Lo que no puede es quedar en el anonimato, como un cualquiera. Y luego… ¡Tanto hablar de compromiso! No hay compromiso cuando exteriormente nada dice lo que se es. Cuando se desprecia el uniforme, se desprecia la categoría o clase que éste representa.

2º – La sotana facilita la presencia de lo sobrenatural en el mundo.

No cabe duda que los símbolos nos rodean por todas partes: señales, banderas, insignias, uniformes… Uno de los que más influjo produce es el uniforme. Un policía, un guardián, no hace falta que actúe, detenga, ponga multas, etc. Su simple presencia influye en los demás: conforta, da seguridad, irrita o pone nervioso, según sean las intenciones y conducta de los ciudadanos.
Una sotana siempre suscita algo en los que nos rodean. Despierta el sentido de lo sobrenatural. No hace falta predicar, ni siquiera abrir los labios. Al que está a bien con Dios le da ánimo, al que tiene enredada la conciencia le avisa, al que vive apartado de Dios le produce remordimiento.
Las relaciones del alma con Dios no son exclusivas del templo. Mucha, muchísima gente no pisa la Iglesia. Para estas personas, ¿qué mejor forma de llevarles el mensaje de Cristo que dejándoles ver a un sacerdote consagrado vistiendo su sotana? Los fieles han levantando lamentaciones sobre la desacralización y sus devastadores efectos. Los modernistas claman contra el supuesto triunfalismo, se quitan los hábitos, rechazan la corona pontificia, las tradiciones de siempre y después se quejan de seminarios vacíos; de falta de vocaciones. Apagan el fuego y luego se quejan de frío. No hay que dudarlo: la desotanización lleva a la desacralización.

3º – La sotana es de gran utilidad para los fieles.

El sacerdote lo es no sólo cuando está en el templo administrando los sacramentos, sino las veinticuatro horas del día. El sacerdocio no es una profesión, con un horario marcado: es una vida, una entrega total y sin reservas a Dios. El pueblo de Dios tiene derecho a que lo asista el sacerdote. Esto se les facilita si pueden reconocer al sacerdote de entre las demás personas, si éste lleva un signo externo. El que desea trabajar como sacerdote de Cristo debe poder ser identificado como tal para el beneficio de los fieles y el mejor desempeño de su misión.

4º – La sotana sirve para preservar de muchos peligros.

¡A cuántas cosas se atreverán los clérigos y religiosos si no fuera por el hábito! Esta advertencia, que era sólo teórica cuando la escribía el ejemplar religioso P. Eduardo F. Regatillo, S. I., es demasiadas veces una terrible realidad.
Primero, fueron cosas de poco bulto: entrar en bares, sitios de recreo, alternar con seglares, pero poco a poco se ha ido cada vez a más.
Los modernistas quieren hacernos creer que la sotana es un obstáculo para que el mensaje de Cristo entre en el mundo. Pero al suprimirla, han desaparecido las credenciales y el mismo mensaje. De tal modo que ya algunos piensan que al primero que hay que salvar es al mismo sacerdote que se despojó de la sotana supuestamente para salvar a otros.
Hay que reconocer que la sotana fortalece la vocación y disminuye las ocasiones de pecar para el que la viste y los que lo rodean. De los miles que han abandonado el sacerdocio después del Concilio Vaticano II, prácticamente ninguno abandonó la sotana el día antes de irse: lo habían hecho ya mucho antes.

5º – La sotana supone una ayuda desinteresada a los demás.

El pueblo cristiano ve en el sacerdote el hombre de Dios que no busca su bien particular sino el de sus feligreses. La gente abre de par en par las puertas del corazón para escuchar al padre que es común del pobre y del poderoso. Las puertas de las oficinas y de los despachos por altos que sean se abren ante las sotanas y los hábitos religiosos. ¿Quién le niega a una monjita el pan que pide para sus pobres o sus ancianitos? Todo esto viene tradicionalmente unido a unos hábitos. Este prestigio de la sotana se ha ido acumulando a base de tiempo, de sacrificios, de abnegación. Y ahora, ¿se desprenden de ella como si se tratara de un estorbo?

6º – La sotana impone la moderación en el vestir.

La Iglesia preservó siempre a sus sacerdotes del vicio de aparentar más de lo que se es y de la ostentación dándoles un hábito sencillo en que no caben los lujos. La sotana es de una pieza (desde el cuello hasta los pies), de un color (negro) y de una forma (túnica). Los armiños y ornamentos ricos se dejan para el templo, pues esas distinciones no adornan a la persona sino al ministro de Dios para que dé realce a las ceremonias sagradas de la Iglesia.
Pero, vistiendo de paisano, le acosa al sacerdote la vanidad como a cualquier mortal: las marcas, calidades de telas, de tejidos, colores, etc. Ya no está todo tapado y justificado por el humilde sayal. Al ponerse al nivel del mundo, éste lo zarandeará, a merced de sus gustos y caprichos. Habrá de ir con la moda y su voz ya no se dejará oír como la del que clamaba en el desierto cubierto por el palio del profeta tejido con pelos de camello.

7º – La sotana es ejemplo de obediencia al espíritu y legislación de la Iglesia.

Como uno que comparte el Santo Sacerdocio de Cristo, el sacerdote debe ser ejemplo de la humildad, la obediencia y la abnegación del Salvador. La sotana le ayuda a practicar la pobreza, la humildad en el vestuario, la obediencia a la disciplina de la Iglesia y el desprecio a las cosas del mundo. Vistiendo la sotana, difícilmente se olvidará el sacerdote de su papel importante y su misión sagrada o confundirá su traje y su vida con la del mundo.
Estas siete excelencias de la sotana podrán ser aumentadas con otras que le vengan a la mente a usted. Pero, sean las que sean, la sotana por siempre será el símbolo inconfundible del sacerdocio porque así la Iglesia, en su inmensa sabiduría, lo dispuso y ha dado maravillosos frutos a través de los siglos.

Nota:

Conviene recordar: Muchos sacerdotes y religiosos mártires han pagado con su sangre el odio a la fe y a la Iglesia desatado en las terribles persecuciones religiosas de los últimos siglos. Muchos fueron asesinados sencillamente por vestir la sotana. El sacerdote que viste su sotana es para todos un modelo de coherencia con los ideales que profesa, a la vez que honra el cargo que ocupa en la sociedad cristiana.
Si bien es cierto que el hábito no hace al monje, también es cierto que el monje viste hábito y lo viste con honor. ¿Qué podemos pensar del militar que desprecia su uniforme? ¡Lo mismo que del cura que desprecia su sotana!
- Código de Derecho Canónico (1983): Título III. De los ministros sagrados o clérigos 284 Los clérigos han de vestir un traje eclesiástico digno, según las normas dadas por la Conferencia Episcopal y las costumbres legítimas del lugar. 285. 1. Absténganse los clérigos por completo de todo aquello que desdiga de su estado, según las prescripciones del derecho particular. 2. Los clérigos han de evitar aquellas cosas que, aun no siendo indecorosas, son extrañas al estado clerical.

* Adaptado de un texto publicado en el Fondo Cultural Católico, Miami, Estados Unidos, en base a textos del P. Jaime Tovar Patrón.

Visto en “Catolicidad”.

domingo, 28 de agosto de 2011

El noveno Sacramento, por Hugo Wast.

  
El santo y sabio teólogo ingles Padre Faber ha llamado al dolor el octavo sacramento.
No sé que nadie haya dicho nada más hermoso, profundo y cristiano acerca del instrumento inventado por Dios para salvar al mundo del exterminio.
Dios había creado al hombre concediéndole un don formidable, la libertad. Pareciera que el cántico de los cielos y de la tierra y de todas las criaturas que narran la gloria de Dios, Coeli enarrant gloriam Dei, no lo satisfacía, porque era un homenaje impuesto por la naturaleza de las cosas, no era una oración de un ser que pudiendo levantarse contra el e insultarlo, a pesar de esa tremenda facultad, lo reconociera y lo adorase.
Y ese era el hombre libre. Pero el hombre se corrompió y se rebeló contra Él y lo insultó, y adoró a dioses que fabricó con sus manos. Y Dios se arrepintió de haberlo creado, según la misteriosa expresión de la Biblia, y decretó su exterminio y el de toda carne que se movía sobre la tierra: “Exterminaré – dice el Génesis -, de la haz de la tierra al hombre que he creado, y desde el hombre a todos los animales, desde los reptiles hasta las aves del aire, porque me arrepiento de haberlos hecho.”
Pero Noé, que era justo, halló gracia ante los ojos del Señor, que salvó en él la especie humana y con él una pareja de todos los animales, mientras las aguas del diluvio devoraban todas las estirpes.
Volvieron los hombres a poblar la tierra y volvieron a rebelarse y a delinquir, y toda carne corrompió su camino.
La balanza de la eterna justicia quedó desequilibrada por la prevaricación de aquel ser tan débil por el cuerpo, pero tan poderoso por el espíritu de libertad que poseía y que podía hacer frente a su Creador, el cual se detenía sobrecogido delante de su criatura.
“¿Por ventura se levantará el barro contra el alfarero y la vasija contra su hacedor?” – se pregunta Isaías espantado. Y he aquí justamente que el barro se levantaba contra el alfarero.
Podríamos decir, con audacia más aparente que real, que existía un límite para la omnipotencia de Dios, y era la libertad humana. La amenazante leyenda de las columnas de Hércules, el non plus ultra  que creían leer los antiguos viajeros, se hallaba escrito en la frente del hombre, en letras que solo Dios descifraba, porque era su propia mano la que las había trazado: Nadie, ni siquiera tú que lo has creado, doblegará su voluntad, que será libre, ya que tú lo has querido.
¡Tremenda, pavorosa, inescrutable invención aquella! Para contrapesar el desequilibrio que la libertad del hombre introducía en sus planes, engendrando el pecado, Dios tenía que inventar otra cosa igual en grandeza e intensidad, e invento el dolor.
Es claro que pudo el Creador a la primera prevaricación del hombre haber petrificado sin aniquilar aquella formidable prerrogativa de su libertad, reduciéndola a la impotencia como hizo con los ángeles, condenando a los unos y confirmando a los otros.
Pero el libre albedrío humano era su obra maestra, la verdadera página de la Creación en que el Supremo Hacedor hallaba todas sus delicias, y prefirió salvarlo introduciendo en la economía de su creación que era obra de amor, ese incomparable factor del dolor o no sabría explicar la misteriosa y omnipotente energía que hay en el dolor, pero comprendo su inmensa dignidad al pensar que Dios no eligió como instrumento de redención ni la belleza, ni la sabiduría, ni el genio, ni el poder, ni la gloria, ni ninguna de todas esas grandes cosas que los hombres persiguen y adoran, y por las cuales venden sus almas, sino el dolor que es algo oscuro, de lo cual todos los seres huyen, y que sirve a la filosofía puramente humana como argumento contra la propia existencia de Dios, porque no entiende su función compensadora.
Y para dignificarlo más, y para que nunca más la libertad humana pudiera desequilibrar su balanza, aunque los pecados de los hombres formaran una montaña, cuyo cimiento bajara hasta el infierno, y cuya cumbre amenazara el cielo, arrojó en el platillo el peso infinito de la carne dolorida y adorable de su propio Hijo, que era Dios.
“Si alguna cosa fuera mejor y más útil para la salud de los hombres que el sufrir adversidades – dice Kempis -, por cierto que Cristo lo hubiera enseñado por palabras y ejemplos.”
Débese pensar además que el dolor no es solamente instrumento de redención, sino indicio de predilección de Dios hacia alguna criatura, de tal manera que los que no sufren, deben inquietarse por su desamparo, y llamar a las puertas de la misericordia, sin descansar, reclamando su porción de dolor, como un hijo reclama su herencia legítima.
Santa Ángela de Foligno nos dice con palabras inspiradas por el mismo Jesús: “Aquellos a quienes yo amo, comen más cerca de mí, en mi mesa y toman conmigo su parte en el pan de la tribulación, y beben en mi propia copa, el cáliz de la pasión.”
¡Pobres ciegos los que esto ignoran y se rebelan contra lo que es señal de predestinación! Por eso exclama el Eclesiastés: “¡Ay, de los que pierden los sufrimientos!”
Infinitamente profunda y consoladora es, pues, la afirmación del Padre Faber que hace del dolor el octavo sacramento.
Pero ¿no hay en el mundo algo que valga tanto o más que el dolor y que pueda ser llamado el noveno sacramento?
Revoloteando alrededor de esas cosas sublimes, que devoran mi pequeño pensamiento como devoraría la llama de un volcán a una aturdida mariposa que se aproximara al cráter, he llegado a pensar que si, que hay algo que vale más que el dolor, porque siendo de su propia esencia, tiene un grado más de perfección, y que puede ser llamado el noveno sacramento.
Y eso es la sonrisa.
Si mi pobre cabeza supiera penetrar sin extraviarse en el reino de lo abstracto y mi pluma tuviera costumbre de tratar de estas cosas altas, pienso que lograría escribir muchas páginas buenas y útiles porque me imagino que se puede hablar largamente sobre el valor teológico de la sonrisa.
Incapaz de hacerlo así, me limitaré a apuntar ideas sencillas, que me rondan hace tiempo, confirmadas por la reciente lectura de un libro delicioso, la vida de Santa Teresita del Niño Jesús, que es la santa de la sonrisa.
Creo innecesario advertir que no me refiero en ninguna forma a la risa, manifestación de sentimientos de naturaleza bien distinta y que muchas veces, por desgracia, suele ser un indicio de esa alegría estrepitosa, que vive separada de la muda desesperación, apenar por un delgado tabique, según lo advierte Ruskin.
Menos aún me refiero a la venenosa sonrisa de Voltaire, renovada en nuestros días por ese pobre Anatole France, que después de haber sonreído elegantemente de todas las cosas sublimes y santas, para disimular la úlcera del ocio que lo roía, ha muerto abominando de su ironía, desesperado y maldiciéndose, porque esa sonrisa no es signo de indulgencia sino un lamentable disfraz de la intolerancia burlona, y un anticipo del etridor dentium, de que habla el Evangelio.
En vez de definir cuál es la sonrisa que tiene para mí los caracteres de un sacramento, que purifica y fortaleza e imparte la gracia, voy a poner un ejemplo de ella.
Refiere Santa Teresita, en su autobiografía, que había en su comunidad una religiosa que tenía el don de desagradarla en todo. Luchando para no ceder a la antipatía que aquella su hermana le inspiraba, procuraba hacerle cuantos favores podía, y cada vez que se encontraba con ella, si la asaltaba la tentación de responderle de un modo desagradable, se daba prisa a dirigirle una amable sonrisa.
“Muchas veces, cuando el demonio me tentaba violentamente, y me podía esquivar sin que ella advirtiera mi lucha interior, huía como un soldado desertor…. En esto, díjome ella un día con aire de gozo: “Hermana Teresita del Niño Jesús, ¿quiere decirme lo que la atrae tanto hacia mí? No la encuentro ni una sola vez sin que me dirija la mas graciosa sonrisa” - ¡Ah, lo que me atraía era Jesucristo oculto en el fondo de su alma! Jesús que dulcifica lo más amargo” (Historia de un alma, capítulo noveno)
No necesito explicar más, ésa es la sonrisa de que hablo, y que vale más que el dolor aceptado como una expiación, porque es el dolor vencido y transformado en caridad y alegría. Es la virtud, en grado heroico.
A semejantes alturas llegó Santa Teresita reflexionando sobre los dos grandes mandamientos, el primero de los cuales es amar a Dios, y el segundo amar al prójimo.
Viviendo en el mundo se advierte lo difícil que es demostrar este segundo amor con actos exteriores, hacia todas las personas que nos rodean: unas grandes, otras pequeñas, amigas unas, hostiles o indiferentes otras.
Pero siempre, siempre hay en el trato con las gentes un lugarcito para la sonrisa de Teresita. ¿Es posible calcular el valor teológico de esa sonrisa? ¿No vale en ocasiones más que un milagro?
El padre Meschler en su tratado sobre la Vida Espiritual, dice que “un hombre cariñoso y jovial es un poderoso instrumento de Dios en el mundo, es un exorcista que lanza demonios, apóstol y evangelista”
Y en efecto, la sonrisa es Caridad. No todos son llamados a realizar grandes hazañas, porque Dios reparte sus dones como es su gusto, y a unos los priva de lo que ha concedido sobreabundantemente a otros. Pero a todos les ha concedido la voluntad de amar, que es el don por excelencia, según lo enseña San Pablo: “Buscad con ardor los dones más perfectos, pero todavía os mostraré un camino más excelente”.
Ese es el camino del Amor, y Santa Teresita nos cuenta, hablando de esto, que ella, no pudiendo ser apóstol, ni misionero, ni confesor, no pudiendo ser ninguno de los miembros del cuerpo místico de la Iglesia, que describe San Pablo, comprendió que su vocación era ser el Amor, y quiso ser el corazón de la Iglesia.
La sonrisa es Humildad. El hombre soberbio e hinchado no sonríe y si acaso sonríe, su sonrisa no es sencilla, ni desinteresada, ni se dirige a los pobres que no pueden servir en una u otra manera sus vanidades.
La paciencia es una virtud eminentemente cristiana. Es el dominio de sí mismo: “Por la paciencia poseería vuestras almas”, nos dice Jesús en el Evangelio. Es ella indispensable para conformarse con el sufrimiento; pero hay un grado más en la paciencia, y es la alegría en el sufrimiento: “Sufre con paciencia ya que no puedes sufrir con alegría”, dice Kempis.
La alegría es cristiana y social, por naturaleza. “No os entristezcáis como los que no tienen esperanza”, dice San Pablo.
Y la sonrisa es más que la alegría, porque hay en ella mayor vencimiento propio. A veces sonreír vale tanto como realizar un milagro. Es preciso vencer el dolor, y crear la flor de la alegría, sin tener la planta.
Hacer esto por caridad, buscando la comunicación con los otros, y tratando de animarlos con la sonrisa cuyo fundamento es el olvido de sí mismo y el pensamiento en el prójimo, es un verdadero exorcismo que lanza no solamente los demonios de las almas ajenas sino también de la nuestra.
Y tan humilde es la sonrisa, que aún cabe sonreír en medio del arrepentimiento de las caídas; pues la caridad con nosotros mismos es obligatoria como la caridad con el prójimo, y la sonrisa que a ellos les daríamos para animarlos, debemos para los mismo brindárnosla a nosotros.
“Ese yo no sé qué de agrio y de violento que sentimos después de haber cometido una falta, explica Lamennais comentando a Kempis -,  viene más bien del orgullo humillado que de un arrepentimiento según Dios… La turbación después de la caída tiene su fuente en una especie de despecho soberbio por descubrirse tan débil”.
Santa Teresita lo dice mejor aún, con su amorosa ingenuidad: “Ahora me resigno a verme siempre imperfecta, y aún encuentro mi alegría en ello”
La sonrisa es Voluntad, es decir la sonrisa es libre hasta de los preceptos de la ley de Dios. Pues si bien estamos obligados a conformarnos con la voluntad de Dios en la adversidad, ningún precepto nos impone el heroísmo de la sonrisa en el dolor.
Conformándonos, nuestra virtud es suficiente: si además sonreímos, nuestra virtud es heroica.
Y la voluntad es todo. Si queremos darnos completamente a alguien no le demos ni nuestras manos, ni nuestros brazos, ni nuestras obras, ni nuestra memoria, un nuestro entendimiento: démosle nuestra voluntad. Porque podríamos, habiéndole dado todo aquello, guardar nuestra voluntad para nosotros, como atrincherarnos en ella, y permanecer infinitamente alejados. “No quiero tu don, dice Jesús, por boca de Kempis, sino a ti”. Las otras cosas son nuestro don, la voluntad somos nosotros mismos.
Al ofrecer, pues, nuestra sonrisa, ofrecemos lo más puro y desinteresado de nuestra voluntad, es decir, la esencia de nuestro yo.
Finalmente, la sonrisa es un alquimista prodigioso, que transforma en oro purísimo las escorias de la vida, ese sinnúmero de insignificantes contrariedades que no pudiendo llamarse adversidades ni dolor, parecen indignas de ofrendarse en el altar. La sonrisa las barre y las recoge cuidadosamente y las ofrece a Dios, con sencillez y alegría diciéndole: “No me avergüenzo de mi ofrenda, porque te doy lo que tengo: si más tuviera, más te daría Señor”.
Es el óbolo de la viuda. Y el que sonría por caridad, ante las contradicciones pequeñitas, es digno de oír las palabras que Jesús dijo de la viuda: “En verdad os digo que ella dio más que todos”.
Yo solo lo corregiría en un punto: Dios creo que libertad humana, a condición de crear también el dolor. Porque es por el dolor, por lo que la libertad humana se redime y alcanza límites de perfección inimaginables. La libertad sin dolor es vacía y sinsentido; en cambio, como concluye el artículo, la libertad humana, aún en el dolor, se vuelve heroica y en eso consiste su máxima perfección y por ende su felicidad.
Pero aún hay más, ante el dolor, la libertad humana tiene dos caminos por los cuales optar, el camino del dolor triste, o el camino del dolor alegre. En fin, como dice Santa Teresita, con la sonrisa se puede vivir alegre aún en el dolor más desgarrante, porque todo se puede con “Jesús que dulcifica lo más amargo”.
Así que a todos aquellos, porque nadie vive solo aislado, sino en sociedad, a todos aquellos que tienen que alternar con padres, hermanos, amigos, alumnos, obreros… una sonrisa vale más que cualquier palabra proferida: “un hombre cariñoso y jovial es un poderoso instrumento de Dios en el mundo, es un exorcista que lanza demonios, apóstol y evangelista”. A todos aquellos van estas líneas.

Hugo Wast.

sábado, 27 de agosto de 2011

Castellani y el llanto sobre la Patria.


“Es para llorar el espectáculo que presenta el país, mirado espiritualmente. El liberalismo ha suministrado a la pobre gente –no a toda, sino a la que no ama bastante la verdad- una religión y una moral de repuesto, sustitutivas de las verdaderas; un simulacro vano de las cosas, envuelto a veces en palabras sacras.
¡Qué es ver a tanto pobre diablo haciendo de un partido político un absoluto y poniendo su salvación en un nombre que no es el de Cristo –aun cuando el nombre de Cristo está allí también, de adorno o de señuelo-! Se pagan de palabras vacías, vomitan fórmulas bombásticas, se enardecen por ideales utópicos, arreglan la nación o el mundo con cuatro arbitrios pueriles, engullen como dogmas o como hechos las mentiras de los diarios; y discuten, pelean, se denigran o se aborrecen de balde, por cosas más vanas que el humo…Una vida artificial, discorde con la realidad, les devora la vida.
Claro que en los truchimanes que arman todo el tinglado –y viven de eso- el caso no es tan simple: ellos saben que detrás de su “fe democrática” y su “moral cívica” se esconde –para ellos solos- el poder y el dinero; sobre todo el dinero. ¡Oh el dinero, el gran ideal nacional de los argentinos! “Hacer” mucho dinero rápidamente y por cualquier medio es la Manzana de la Vida: la Serpiente no necesita aquí gastarse mucho. Pero por lo mismo donde pecan, por ahí perecen. De mentiroso a ladrón no hay más que un paso; y de eso a todos los otros vicios, e incluso crímenes, medio paso. Pueblo de mentirosos y ladrones, bonita ejecutoria vamos a ganar en el mundo si seguimos por estos caminos. “Criadores de vacas y cazadores de pesos”, ya nos llamó Unamuno.
Dios los ha entregado al torbellino de sus vanas cogitaciones “porque no amaron la caridad de la verdad” –dice S. Pablo-. La verdad aquí es una mercadería despreciada; tanto que ni gratis la quieren y aun pagan para que los engañen. El mismo día dieron en Buenos Aires sendas conferencias un estudioso argentino que es un verdadero doctor sacro, ducho en la ciencia de la salvación y que habla “como los propios ángeles”, o poco menos, y Lanza del Vasto. El argentino que tiene realmente algo que decir a su gente –y para eso ha sido mandado aquí por Dios- tuvo doce oyentes; el diletante extranjero tuvo una muchedumbre, que acudió solícita, propio como los monos cuando les agitan delante un trapo con colorinches. Desdichado el pueblo que no reconoce a sus maestros; y más desdichado el que mata a sus profetas. Pero los maestros y los profetas son ahora los politiqueros (…)
El politiquero desea que le guarden “lealtad”, a él, incluso por encima de los propios hijos: del carnaval electoral y todos sus desdichados adminículos quiere hacer un Absoluto. Ese es su negocio. (…) Y es que en el fondo existe detrás de la mafia de marras una cosa más grave, que no existió en la antigüedad; y es esa herejía que mencionamos. ¡Qué diferente es la “democracia” de Aristóteles de la “democracia” de estas tierras! Las “ideologías” han ingresado a las facciones políticas –que teóricamente deberían tratar de los medios y no de los fines- dividiendo a los hombres en lo profundo, dando un cariz religioso a la “contienda cívica” e incubando verdaderas guerras civiles latentes –y no latentes- en todas las naciones; que tienen el implacable rigor de las guerras religiosas (…)
Un cura electoralero me inspira más repulsión que un cura concubinario; será que yo no sirvo para esto. Y todavía, si Dios no nos detiene, el clero argentino va a ayudar al tercer triunfo del liberalismo y la masonería en la Argentina –después del cual no se sabe lo que viene. (…)
No hay que engañarse: en el mundo actual no hay más que dos partidos. El uno, que se puede llamar la Revolución, tiende con fuerza gigantesca a la destrucción de todo el orden antiguo y heredado, para alzar sobre sus ruinas un nuevo mundo paradisíaco y una torre que llegue al cielo; y por cierto que no carece para esa construcción futura de fórmulas, arbitrios y esquemas mágicos; tiene todos los planos, que son de lo más delicioso del mundo. El otro, que se puede llamar la Tradición, tendido a seguir el consejo del APOKALYPSIS: “conserva todas las cosas que has recibido, aunque sean cosas humanas y perecederas”.
Si no fuera pecado alegrarse del mal ajeno –y más del mal de la Patria, que es mal de todos- una risa inextinguible como la de los dioses agitaría a todo hombre cuerdo ante el espectáculo del carnaval político con sus disfraces, oropeles, patrañas y gritos destemplados: en lo que ha ido a parar la famosa “democracia”, que como elissir d’amore, panacea de todos los males y “religión del porvenir” nos vendieron el siglo pasado, puesto que los argentinos estamos patinando todavía en el siglo de Fernando VII con música de Donizetti. Había un error religioso, una herejía, en el fondo de ese sistema halagüeño, el cual enseguida denunciaron los pensadores; error que lógicamente se ha desarrollado en diversas absurdidades e inmoralidades; para ver lo cual ya no es necesario ser gran pensador. Y hay gente que se ha vuelto pensadora por fuerza…en las cárceles de la Libertad.”

Leonardo Castellani, Dinámica Social, Buenos Aires, Nº 85-86, noviembre-diciembre de 1957.
Visto en Videoteca Reduco.

miércoles, 24 de agosto de 2011

Conferencia: “El aborto: juicio canónico. Absolución del pecado y las condenas”.


“EL ABORTO: JUICIO CANÓNICO
ABSOLUCIÓN DEL PECADO Y LAS CONDENAS”

R.P. Ezequiel María Rubio

Viernes 26 de Agosto, 20 hs.
Priorato: Venezuela 1318-20, (1095)
Capilla “Nuestra Señora Mediadora de Todas las Gracias”,
Montserrat, Buenos Aires, Capital.

martes, 16 de agosto de 2011

Participación de los católicos en Democracia: un callejón sin salida.



Ante las elecciones del domingo 28 de junio, diferentes autoridades eclesiásticas han hablado del modo de participación de los católicos en el sistema político vigente. También desde los púlpitos –éste mismo sábado por la tarde, por ejemplo– se ha hablado del tema. De las mismas, algunas de ellas tomaron estado público, otras no, pero la más significativa tal vez sea la emitida el pasado domingo 14 de junio, por Monseñor Francisco Polti, en su homilía de Corpus Christi, celebrada en la catedral Nuestra Señora del Carmen –Santiago del Estero–, quien dijo algunas cosas que merecen ser analizadas con detenimiento (AICA):

“Todos los bautizados católicos, al participar de las elecciones como verdaderos ciudadanos comprometidos con nuestra patria, sabemos muy bien que hay valores fundamentales que no son negociables. Me parece oportuno hoy recordarlos para tenerlos en cuenta a la hora de elegir a los futuros legisladores: el respeto y la defensa de la vida humana desde su concepción hasta su fin natural, la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer, la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas”.

No hay duda de que todas las cuestiones que se proponen como criterios “para elegir legisladores” son loables: respeto de la vida del nonato y de la sexualidad tal como Dios la creó, integridad de la institución familiar, libertad de educación de los hijos, bien común. Pero este no es el punto en discusión. Los católicos ya sabemos –o deberíamos saber– que todo eso está muy bien. Lo que verdaderamente nos preguntamos es si este buen propósito tal como está planteado es conducente. A tal fin escribimos estas líneas, pues –por las razones que se verán a continuación– creemos que el mismo planteo es gravemente erróneo y conduce precisamente a afianzar los males que se pretenden evitar.
Ningún partido político está dispuesto a una defensa hasta las últimas consecuencias de todos estos principios. Ninguno. No hablemos ya del PRO, del Frente para la Victoria, de la Coalición Cívica o de los demás partidos políticos, particularmente los de izquierda. Esos están descartados de antemano; por su historia, por su prontuario, por toda la recolección de indignidades que jurídica y legalmente han perpetrado.
Pero lo peor es que tampoco ningún partido político –por más católico que fuera– puede defender integralmente estas verdades.
Y esta imposibilidad no es pasajera, no es una imposibilidad accidental, no es un problema que hoy existe pero mañana podría desaparecer. No, al contrario: Es un obstáculo insalvable.
¿Cuál es ese obstáculo? El obstáculo es el principio mismo de la democracia, que no es otro –veamos si no el artículo 37 de nuestra tan loada Constitución– que la soberanía popular. Dice el estatuto liberal:

“Esta Constitución garantiza el pleno ejercicio de los derechos políticos, con arreglo al principio de la soberanía popular y de las leyes que se dicten en consecuencia. El sufragio es universal, igual, secreto y obligatorio”.

En virtud de este principio, la decisión última que abre la puerta a una ley inicua o se la cierra, es la cifra. El número. No las razones, no los argumentos, no la verdad, no el orden ni el derecho. Sólo los números. Por eso, por más que un partido político católico vote en contra de una ley inicua, es evidente que no hace todo lo que está a su alcance para evitar este mal. Y no lo hace porque su reacción ante esta abominación no puede ser sino limitada; se mueve dentro de los cánones del principio de la mayoría, de la legalidad –aunque ilegítima–; se arriesga a perder y, finalmente, termina perdiendo siempre, aceptando el remate de principios y cuestiones morales objetivas. Lo primero que debe decirse es que estamos obligados a impugnar de raíz un sistema que descansa únicamente en la voluntad popular, en las mayorías.
Por eso es que desconciertan, si no entristecen, las ingenuas apelaciones de Monseñor Polti. Una ingenuidad paralizante que acaba en la esterilidad apostólica: Lo que nos está diciendo es, en la práctica, que debemos apoyar el sistema que hace posibles y realiza semejantes iniquidades.
Dolorosa realidad: Los partidos mayoritarios no defenderán –teniendo la fuerza para hacerlo– las cuestiones de orden natural, y los partidos católicos no sólo no tienen la fuerza de la mayoría para defender estas cuestiones, sino que, sobre todo y principalmente, aceptan rifar la verdad en un plebiscito.
Al ir a un plebiscito, aceptan –por más que en su foro íntimo no lo juzguen así– la decisión que saldrá de las urnas. No pueden invocar algo “más allá” de la mayoría, algo “allende” la voluntad popular; no pueden apelar a una legitimidad por encima de la legalidad. No pueden negarle públicamente a las personas su “derecho”, su falso derecho, a llevar al poder a un partido pro abortista, o que por lo menos no tenga una postura claramente antiabortista. No: Los partidos tienen que aceptar, les guste o no, la decisión de las urnas. Por eso, aunque intenten que se los vote con el pretendido fin de defender el orden natural –el sobrenatural conviene no mencionarlo, ya que han abandonado las luminosas enseñanzas del Reinado Social de Cristo, dejando entre paréntesis la Gracia–, ya han perdido de antemano.
El sistema democrático hace posible que una decisión mayoritaria, aunque injusta e inmoral, se convierta en ley.


Hans Kelsen, el famoso jurista judío austríaco, paradigma del positivismo en el siglo XX, vio con toda claridad esta irreductibilidad de alternativas al afirmar, y con razón, que existe una particular filosofía que está detrás del sistema democrático. Y que esa filosofía, que es su fundamento, no puede cambiar sin que ipso facto el sistema mismo deje de ser lo que es. De ahí que haya escrito en su libro Esencia y valor de la democracia, una frase de plena vigencia:

“en efecto, si se cree en la existencia de lo absoluto –de lo absolutamente bueno, en primer término–, ¿puede haber nada más absurdo que provocar una votación para que decida la mayoría sobre ese absoluto en que se cree?”

Los católicos, pues, entramos en una permanente contradicción, en una insalvable aporía, si pretendemos defender la verdad en un régimen al que le resulta indiferente la verdad, o que la somete al veredicto mayoritario.
En efecto, es en el mismo punto de partida en que debemos situar la problemática, y así lo hace el mismísimo Kelsen:

“La cuestión decisiva es si se cree en un valor y, consiguientemente, en una verdad y una realidad absolutas, o si se piensa que al conocimiento humano no son accesibles más que valores, verdades y realidades relativas. La creencia en lo absoluto, tan hondamente arraigada en el corazón humano, es el supuesto de la concepción metafísica del mundo. Pero si el entendimiento niega este supuesto, si se piensa que el valor y la realidad son cosas relativas y que, por tanto, han de hallarse dispuestas en todo momento a retirarse y dejar el puesto a otras igualmente legitimas, la conclusión lógica es el criticismo, el positivismo y el empirismo…”.

El positivista austríaco reconoce y admite la filiación filosófica-política entre el sistema democrático y las corrientes mencionadas. No hay, pues, un indiferentismo axiológico. No hay una absurda creencia en que de cualquier principio puede derivar cualquier conclusión. No hay tampoco un engaño respecto de lo que puede y no puede dar la democracia.
Con sentido ponderativo, por supuesto, pero facilitando la comprensión de los términos, Kelsen nos remite a los pensadores que han defendido la democracia y, además, a los que la han rechazado:

“En efecto, todos los grandes metafísicos se han decidido por la autocracia y contra la democracia; y los filósofos que han hablado la palabra de la democracia, se han inclinado casi siempre al relativismo empírico”.

Por su parte, Kelsen entiende por autocracia todo gobierno que reconozca la primacía de una verdad absoluta, independiente de las subjetividades humanas. La cita continúa y es esclarecedora:

“Así vemos en la Antigüedad a los sofistas que, apoyados en los progresos de las ciencias empíricas de la Naturaleza, unieron una filosofía radicalmente relativista en el dominio de la ciencia social con una mentalidad democrática. El fundador de la sofística, Protágoras, enseña que el hombre es la medida de todas las cosas, y su poeta Eurípides ensalza la democracia y la paz”.

Pero veamos ahora a los tradicionales enemigos de la democracia. Tal vez nos ayude a tomar partido respecto de ella:

“A su vez, Platón, en quien renace la metafísica religiosa contra el racionalismo de la ilustración, declarando contra Protágoras que la medida de todas las cosas es Dios, es el mayor enemigo de la democracia y un admirador y aún propugnado del a dictadura.
En la Edad Media, la metafísica del Cristianismo va unida, naturalmente, a la convicción de que la mejor forma política es la Monarquía, como imagen del gobierno divino del universo. Santo Tomás constituye un testimonio culminante en este sentido”.

Y llegado aquí, uno no sabe cómo agradecerle a Kelsen su ponderación por la democracia, ponderación que pone sobre el tapete sus ineludibles fundamentos, destruyendo de raíz el sofisma del indiferentismo axiológico, que pretende –para hablar en criollo– que un olmo produzca peras.
La democracia, nos enseña el hebreo austríaco, sólo puede tener lugar cuando la razón natural y las verdades absolutas están oscurecidas y relegadas al terreno de lo abstracto, de lo imposible, de lo ficticio, de lo irresoluble. Cuando el ocaso de la razón es un hecho, entonces se alza el sistema que pone como categoría fundamental al número, razón por la cual Kelsen admite y confiesa lo siguiente:

“si se declara que la verdad y los valores absolutos son inaccesibles al conocimiento humano, ha de considerarse posible al menos no sólo la propia opinión sino también la ajena y aún la contraria. Por eso, la concepción filosófica que presupone la democracia es el relativismo”

La claridad de este enemigo del orden natural –recordemos su procedencia del positivismo jurídico– es admirable. Ha de considerarse posible al menos no sólo la propia opinión sino también la ajena y aún la contraria, ha dicho el escéptico. Y sabe lo que dice. Traduzcámoslo a la Argentina de hoy y veremos en qué trampa caemos los católicos cuando pretendemos defender la verdad en el sistema democrático.
Si “ha de considerarse posible al menos” no sólo la propia opinión, pongamos, para aclarar, el ejemplo del aborto. Una vez que entramos en Democracia, no nos queda otra salida que aceptar como posible que un partido se presente como partidario del crimen silencioso. Debemos admitirlo, so pena de ser excluidos del redil bien pensante. Y, por ello, con lógica democrática, no podemos negarle derecho a existir a esa posición.
Ahora bien, si no podemos negarle derecho a existir, estamos nivelando a la verdad con el error, a lo bueno con lo malo, a la realidad con la mentira, a la vida hecha a imagen y semejanza de Dios con el asesinato de un niño inocente. Todo eso estamos admitiendo si entramos en el sistema. Estamos nivelando el asesinato abominable, el derramamiento de sangre inocente que clama al cielo por justicia, con el derecho del niño a nacer, como si fueran ambas posiciones igualmente admisibles.
Intentar ganarles dentro del mismo sistema, ingresando en él, termina consolidando la injusta legalidad que permite estas inmoralidades y atrocidades. Cada vez que perdamos una elección, estaremos obligados en virtud del principio democrático a admitir como válida la postura pro abortista. De nada servirá la apelación al derecho natural, a los principios no negociables, porque su mención no podrá pasar de un intento puramente verbal, en el contexto de un sistema que se desentiende por principio de la verdad y del bien objetivos. Porque si la norma fundamental del sistema es distinta y aún opuesta al derecho natural –y en efecto, lo es–, es evidente entonces que la ultima ratio de las decisiones no es la Verdad, no es la realidad, sino el número, la mayoría.
Y este nivelar la verdad con el error no es, como puede pensarse, algo accidental al sistema. Es de su misma esencia. Porque esta nivelación de la verdad con el error, está fundada en la reducción de todo lo que se discute a su condición numérica. No puede eludirse esto ni puede afectarse que se desconocen estas conclusiones. Si el escepticismo y el relativismo mandan, como admite con honestidad intelectual Kelsen, entonces ninguna opinión es más verdadera que otra. Ninguna opinión es más falsa que otra. Sólo queda guiarse por la mayoría: Todo es lo mismo.

“La democracia concede igual estima a la voluntad política de cada uno, porque todas las opiniones y doctrinas políticas son iguales para ella, por lo cual les concede idéntica posibilidad de manifestarse y de conquistar las inteligencias y voluntades humanas en régimen de libre concurrencia. Tal es la razón del carácter democrático del procedimiento dialéctico de la discusión, con el que funcionan los Parlamentos y Asambleas populares”

Lo dice Kelsen, nada menos que en un libro que lleva por nombre Esencia y valor de la democracia. Por eso, invirtiendo su valoración, lo que debe hacer el católico que realmente quiera defender “la vida desde la concepción”, “el derecho a la educación de los hijos”, “el bien común”, “el matrimonio”, es en primer lugar rechazar de plano el sistema político que hace posible la legalización del aborto, que hace posible el totalitarismo educativo, que hace imposible el ordenamiento al bien común, que hizo posible la ley del divorcio. Si observamos bien, todas, absolutamente todas, leyes injustas y abominables que han alcanzado su promulgación por la vía del sufragio. Han ingresado por medio del voto. Han sido sancionadas a través de la voluntad de la mayoría.
Estas leyes inicuas no fueron sancionadas a pesar de vivir en Democracia.
Fueron sancionadas porque vivimos en Democracia.
He ahí el enemigo: El sistema que difunde la pérfida noción de que todo es lo mismo, la verdad, el error, el bien, lo malo, la belleza, la fealdad.
Por eso es que la participación de los católicos en la democracia no es ni puede dejar de ser un callejón sin salida, una trampa que se arroja a los buenos católicos para que, sin advertirlo, colaboren en la tarea de la confusión de las inteligencias. Rechacemos de plano la mentalidad democrática, niveladora de la luz y de las tinieblas. Y, nuevamente, rechacémosla por aquello que el ya citado Kelsen reconoce sin quererlo: Su culpabilidad en el Viernes Santo.


Hacia el final de su libro el jurista austríaco dice:

“En el capítulo XVIII del Evangelio de San Juan se describe un episodio de la vida de Jesús. El relato sencillo, pero lapidario por su ingenuidad, pertenece a lo más grandioso que haya producido la literatura universal, y, sin intentarlo, simboliza de modo dramático el relativismo y la democracia”.

No pierdan el detalle:

“Es el tiempo de la Pascua, cuando Jesús, acusado de titularse hijo de Dios y rey de los judíos, comparece ante Pilato, el gobernador romano. Pilato pregunta irónicamente a aquel que ante los ojos de un romano sólo podía ser un pobre loco: ‘¿Eres tú, pues, el rey de los judíos?’. Y Jesús contesta con profunda convicción e iluminado por su misión divina: ‘Tú lo has dicho. Yo soy rey, nacido y venido al mundo para dar testimonio de la verdad. Todo el que siga a la verdad oye mi voz’. Entonces Pilato, aquel hombre de cultura vieja, agotada, y por esto escéptica, vuelve a preguntar: '¿Qué es la verdad?'. Y como no sabe lo que es la verdad, y como romano está acostumbrado a pensar democráticamente, se dirige al pueblo y celebra un plebiscito”.


Poncio Pilato, que pasó a la historia como aquel que se lavó las manos de la Sangre Inocente que estaba a punto de entregar. Poncio Pilato, el perfecto demócrata.
El Relativismo y la Democracia firmaron entonces una alianza que nadie –so pena de hacer mutar la naturaleza de las cosas– puede borrar.
Nuestro camino no puede estar, entonces, en el arriesgar la verdad al capricho y a la veleidad de las mayorías tumultuosas, las mismas que un domingo de Ramos honraron a Cristo, para pocos días después pedir su Crucifixión. Pidamos, por el contrario, la gracia de hacer carne en nosotros mismos estas palabras del salmista, que son el verdadero itinerario de nuestra actitud en el orden político, orden que debe ser restaurado por Nuestro Señor. Roguemos a Dios, entonces, diciendo con el Salmista nuestra oración esperanzada:

“Combate, Señor, a los que me atacan,
pelea contra los que me hacen la guerra.
Toma el escudo y el broquel,
Levántate y ven en mi ayuda;
Empuña la lanza y la jabalina
Para enfrentar a mis perseguidores;
dime: ‘Yo soy tu salvación’”.

Juan Carlos Monedero (h), colaboración para Stat Veritas.