domingo, 30 de enero de 2011

Infección Tradicional.


El liberalismo es una enfermedad increíble, capaz de pudrir los mejores corazones y mentes. Si lo definimos brevemente como la liberación del hombre de Dios, es tan viejo como el pecado, pero nunca antes ha sido tan profundo o generalizado o aparentemente normal, como lo es hoy en día. Ahora, la libertad religiosa está en el corazón del liberalismo - ¿qué sentido tiene ser libre de todo lo demás y de todos los demás si no soy libre de Dios? Así es que si Benedicto XVI se lamentaba hace tres semanas que la “libertad religiosa está amenazada en todo el mundo”, ciertamente está infectado. Tampoco se permitan los seguidores de la Tradición Católica estar confiados que ellos tienen inmunidad de esta enfermedad. Aquí un correo electrónico que recibí hace algunos días de un laico de Europa:

“Por mucho tiempo, alrededor de 20 años, fui moldeado por el liberalismo. Es a través de la gracia Divina que sufrí una conversión con la Fraternidad de San Pío X. Para mi sorpresa he encontrado comportamiento liberal aún en las filas de la Tradición. La gente aún sigue diciendo que uno no debe exagerar lo mal que están las cosas hoy en día. Ya casi no se menciona a la Francmasonería como una enemiga de la Iglesia porque el hacerlo podría afectar los intereses personales, y así es que la gente continúa reaccionando como si, en general, el mundo aún se encontrase en orden.
“Algunos Tradicionalistas incluso recomiendan medicamentos psiquiátricos para sobrellevar el estrés que acompaña al Católico Tradicionalista, y si se está buscando la felicidad, dicen, deberías de ir con el médico para que te haga la vida más sencilla.
“La consecuencia de dicho comportamiento es un indiferentismo que es el semillero del liberalismo. De repente ya no es tan malo el asistir a la Misa del Novus Ordo, ni hacer causa común con los modernistas, ni el cambiar los principios de un día a otro, ni el dejar de mostrar nuestra fe en público, ni el estudiar en la universidad del Estado, ni el confiar en éste, ni el actuar bajo el supuesto de que, después de todo, todo lo que hace la gente no lo hace por maldad.
“Nuestro Señor tiene palabras duras para este tipo de indiferentismo: a los tibios Él “está por vomitarlos de su boca” (Rev. III, 16). Podría sonar paradójico, pero los más grandes enemigos de la Iglesia son los Católicos liberales. ¡Existe inclusive un Tradicionalismo liberal!” (fin de la cita del laico).

¿Entonces cuál es el antídoto para este veneno que nos amenaza a cada uno de nosotros? La gracia santificante, sin duda (Rom.VIII, 25), la cual puede librar a la mente de la confusión, y fortalecer la voluntad para hacer lo que la mente define como correcto. ¿Y cómo me aseguro de la gracia santificante? Eso es como preguntar ¿cómo puedo garantizar mi perseverancia final? La Iglesia nos enseña que nadie puede garantizarla, porque es un regalo -el regalo- de Dios. Pero lo que puedo hacer siempre es rezar el Santo Rosario, un promedio de cinco Misterios al día, mejor aún si fuese posible rezar los quince. Quien quiera que haga eso está haciendo lo que la Madre de Dios nos pide a todos nosotros, y ella posee poder materno virtualmente ilimitado sobre su Hijo, Nuestro Señor y Dios, Jesucristo.

Kyrie eleison.

Mons. Richard Williamson, “Comentarios Eleison”, Nº 185, 29 de Enero de 2011.

viernes, 28 de enero de 2011

3. La realidad de la ley.


Regresemos ahora a lo que dije al final del capítulo 1: que existen dos cosas raras en cuanto a la raza humana. Primera, que la atormenta la idea de que hay una especie de conducta que debería practicar, que se podría llamar juego limpio, decencia, moralidad o ley de la naturaleza. Segunda, que no la practican. Algunos se preguntarán por qué decimos que estas son cosas raras. Para ti puede ser lo más natural del mundo. En particular, puede que hayas pensado que trato muy duramente a la raza humana. Después de todo, pensa­rás, lo que llamo quebrantar la ley de lo correcto y lo incorrecto o ley de la naturaleza sólo quiere decir que no somos perfectos. Y ¿cómo podemos esperar que lo seamos? Esta sería una buena respuesta si lo que estuviera tratando de hacer fuera fijar la cantidad exacta de culpa que se nos puede imputar por no conducirnos como esperamos que otros se conduzcan. Pero en ninguna manera es esta mi tarea. Por ahora no estoy interesado en señalar la culpa; estoy tratando de hallar la verdad. Y desde tal punto de vista la idea de que algo es imperfecto, de que no es lo que debería ser, tiene ciertas consecuencias.
Si se toma una cosa como una piedra o un árbol, tal cosa es lo que es, y no existe sentido alguno en decir que debiera ser otra cosa distinta. Por supuesto que se puede decir que una piedra “tiene configuración inapropiada” si es que se desea emplearla para los cimientos de un edificio, o que un árbol es un mal árbol si no nos da toda la sombra que de él esperamos. Con ello queremos decir que la piedra o el árbol no son los más convenientes para un propósito específico nuestro. Excepto que se trate de hacer un chiste, no estamos culpándolos. Sabemos en realidad que, dado el clima y el suelo, el árbol no podría haber sido distinto. Lo que desde nuestro punto de vista llamamos un árbol “malo” obedece a las leyes de su naturaleza en la misma forma en que las obe­dece un árbol “bueno”.
¿Nos hemos dado cuenta de lo que se desprende de esto? Lo que generalmente llamamos leyes de la naturaleza» (por ejemplo, la forma en la cual el clima influye en un árbol) puede que no sean leyes en su sentido estricto, sino simplemente una manera de hablar. Cuando decimos que las piedras que caen siempre obedecen a la ley de la gravitación, ¿no es esto lo mismo que decir que la ley es “lo que las piedras siempre hacen”? No pensamos que cuando una piedra está cayen­do de repente recuerda que tiene órdenes de caer al suelo. Sólo queremos decir que cae. En otras palabras, no podemos estar seguros de que haya algo por encima o por debajo de los hechos mismos, ni ninguna ley en cuanto a lo que debe suceder que sea distinta de lo que sucede. Las leyes de la naturaleza, aplicadas a las piedras y a los árboles, sólo pueden significar “lo que la Naturaleza, en efecto, hace”. Pero si vamos a la ley de la naturaleza humana, a la ley de la conducta decente, es otra cosa distinta. Tal ley ciertamente no significa “lo que los seres humanos hacen”; porque como ya he dicho, son muchos los que no obedecen esta ley, y nin­guno la obedece por completo. La ley de la gravedad nos dice lo que hacen las piedras cuando las dejamos caer; pero la ley de la naturaleza humana nos dice lo que los seres huma­nos pueden hacer o dejar de hacer. En otras palabras, cuando tratamos con los humanos, algo acontece por encima y por debajo de la realidad de los hechos. Tenemos los hechos: cómo proceden los seres humanos. Pero también tenemos algo más: cómo deberían proceder. En el resto del universo no hay necesidad de otra cosa aparte de los hechos mismos. Los electrones y las moléculas proceden en una cierta forma con unos determinados resultados, y eso puede ser todo[1]. Pero los hombres proceden en cierta forma, y esto no es todo, porque siempre sabemos que deberían haber procedido en forma distinta.
Esto es tan raro, que uno se ve tentado a tratar de darle una explicación. Por ejemplo, podríamos decir que cuando se dice que un hombre no debería proceder como procede, es lo mismo que cuando se dice que una piedra no tiene la configuración debida; o sea, que) que hace no se ajusta a nuestras conveniencias. Pero esto sencillamente no es la verdad. Un nombre ocupa un cierto asiento en el tren porque llegó primero, y otro, mientras que yo le doy la espalda, remueve el equipaje de mi asiento. Ambos hombres son para mí igualmente inconvenientes. Pero culpo al segundo hombre y no al primero. No me enojo, excepto tal vez por un mo­mento mientras recapacito con el hombre que por accidente toma ventaja sobre mí; y me enojo con aquél que trata de aventajarme, así no logre su propósito. A pesar de todo el primero me ha perjudicado y el segundo no. Algunas veces la conducta que llamamos mala no nos causa inconveniente alguno, sino todo lo contrario. En la guerra, uno de los dos bandos puede que halle que el traidor en las filas del enemigo le es útil. Pero aun cuando lo utilice y le pague por ello, no dejará de considerarlo como una sabandija humana. Así que no podemos decir que lo que llamamos conducta decente en otros es sencillamente la manera de proceder de ellos que nos conviene. Y cuando hablamos de nuestra propia conducta decente, creo que es bien obvio que no nos referimos a la conducta que más nos conviene. Nos referimos a cosas como contentarnos con ganar treinta pesos cuando podríamos ganar trescientos; hacer las tareas escolares con honradez cuando hubiera sido fácil copiar de otro; dejar a una muchacha cuando nos gustaría hacerle el amor; permanecer en lugares peligrosos cuando podríamos ir a lugares más seguros; cumplir promesas que tal vez preferiríamos no cumplir, y decir la verdad aun cuando esto nos haga quedar como tontos.
Algunos dicen que aun cuando conducta decente no es necesariamente lo que trae beneficio a una persona en par­ticular en cierto momento, sin embargo beneficia a la raza humana como un todo, y eso lo explica todo. Los seres hu­manos, después de todo, tienen algún sentido; ven que no se puede estar bien seguro ni gozar de la felicidad, excepto en una sociedad donde cada uno juegue limpio, y es por eso que tratan de comportarse decentemente. Es perfectamente cierto, por supuesto, que la seguridad y la felicidad sólo pue­den prosperar entre individuos, clases y naciones que sean honrados y jueguen limpio y se comporten bien con los demás. Esta es una de las verdades más grandes del mundo. Pero como explicación del porqué sentimos como sentimos en cuanto a lo correcto y lo incorrecto, está por completo fuera de foco. Si preguntamos: “¿Por qué no debemos ser egoístas?”, y se nos contesta: “Porque esto es bueno para la sociedad”, podemos replicar: “¡Qué me importa a mí lo que es bueno para la sociedad, si no me beneficia personalmente!” Pero entonces se nos dirá: “Porque no se debe ser egoísta”. Y esto sencillamente nos hace regresar al punto de partida. Se está diciendo una verdad, pero no se avanza ni una pulgada. Si se pregunta cuál es el propósito que se tiene al jugar fútbol, no sería muy correcto responder “hacer goles”, porque tratar de hacer goles es el juego en sí mismo, no la razón del juego. Se estaría diciendo sencillamente que el fútbol es fútbol, lo cual es verdad, pero no hay que decirlo. De la misma manera, si alguien pregunta para qué compor­tarse decentemente, no es una buena respuesta responder: “Para beneficiar a la sociedad”, porque tratar de beneficiar a la sociedad, o en otras palabras, no ser egoísta (porque, después de todo “sociedad” significa “los demás”) es una de las cosas en las que consiste la conducta decente. Es como decir que decencia es decencia. Se habría dicho lo mismo con la declaración inicial de que “los hombres no deben ser egoístas”.
Y es allí donde nos detenemos. Los hombres no deberían ser egoístas; deberían ser justos. No es que los hombres no sean egoístas, ni que quieran no ser egoístas, sino que deberían no serlo. La ley moral o ley de la naturaleza humana no es sencillamente un hecho en cuanto a la conducta humana en la misma manera que la ley de la gravitación es, o tal vez es, simplemente un hecho en cuanto a cómo se comportan los objetos pesados. Por otra parte, no es una mera fantasía, porque no podemos dejar de pensar en ella, y la mayor parte de las cosas que decimos o pensamos en cuanto a los hombres se reducirían a mera palabrería si lo lográramos. Y no es sencillamente una declaración en cuanto a cómo nos gustaría que los hombres procedieran para nuestra conveniencia; porque la conducta que llamamos mala o injusta no es exactamente la que hallamos inconveniente, y puede ser lo opuesto. En consecuencia, esta regla de lo correcto y lo incorrecto, ley de la naturaleza humana o como quiera llamársela, debe ser de una forma u otra algo real; algo que realmente está ahí, no algo que hemos fabricado nosotros mismos. Y sin embargo no es un hecho en el sentido ordinario de la palabra, en la misma forma en que nuestra conducta es un hecho. Parece como si empezara a verse que tendremos que reconocer que hay más que una clase de realidad; que, en este caso particular, hay algo que está por encima y más allá de los hechos ordinarios de la conducta de los hombres, y que con todo es bien definidamente real: una ley real, que ninguno de nosotros hizo, pero que ejerce presión sobre nosotros.

C. S. Lewis., tomado del libro “Cristianismo... ¡y nada más!” (Mere Christianity).



[1] No creemos que esto sea todo, como lo veremos más adelante. Lo que quiero decir es que hasta dónde puede llegar el argumento, ello sí podría ser así.

De los ataques a la Fe. Un avance hacia el concepto de Fe.

Lamentablemente la Iglesia está sufriendo una crisis de fe, crisis vinculada a falsas doctrinas filosóficas y teológicas, lejanas a las enseñanzas de la Iglesia y cercanas a las máximas del mundo moderno. Muchos Papas han advertido sobre este gran problema y le han dado nombre: liberalismo, modernismo, “nueva teología”, etc. Es aquél espíritu que intenta hacer coincidir el espíritu del mundo con el espíritu de la verdadera fe, inventando nuevas doctrinas alejadas del Evangelio de Cristo y hoy, tristemente, asumidas y oficializadas por un “Concilio Ecuménico Pastoral”.
La provincia de Mendoza está inmersa en esta corriente, como en casi todo nuestro país, y se refleja en las opiniones pseudo teológicas de los sacerdotes y laicos que han adoptado dicha posición, donde se pone en evidencia lo humano sobre lo divino, lo inmanente sobre lo trascendente, lo sociológico ante lo teológico, el respeto humano ante los derechos divinos, al decir del autor de éste artículo.



Un avance hacia el concepto de Fe. 

El concepto de “fe” puede ser entendido de diversas maneras, como la doctrina revelada, la virtud teologal infundida gratuitamente por Dios al alma en estado de gracia santificante, la historia y cultura católica, la moral o ética cristiana, la profundización teológica por parte de los santos doctores de la Iglesia, las declaraciones dogmáticas por el Magisterio infalible del Papa. Si bien, estrictamente la fe es la virtud teologal, estas diversas formas de entenderla, integran una unidad inseparable.
Por la fe el hombre no sólo “cree” sino que se adhiere en alma, cuerpo y vida al Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, quien, siendo Dios Creador Todopoderoso, se anonadó a la condición de hombre para someterse hasta la muerte, y muerte de cruz y así redimir al hombre de su antigua culpa y de sus pecados, para que Dios Padre poniendo en la balanza los pecados del hombre y la sangre de su divino Hijo nos abra la cerrada puerta al paraíso.
Los santos apóstoles, mártires, vírgenes y confesores, niños y grandes, pobres, reyes, enfermos y sanos dieron su vida por Él y la siguen dando. La fe no es sólo un concepto. Es lo más sagrado que tiene la Iglesia, pues es lo que le da vida, esperanza, amor a Dios y al prójimo. Sin la fe, la verdadera, el mundo estaría perdido. Esta es la visión de fe que la Iglesia tuvo siempre y la tendrá, a pesar de las grandes herejías que se escuchan por Mendoza y por el mundo, por parte de laicos y sacerdotes. No es una opinión mía ni de un grupo. Es la verdad que expresa Cristo, los santos padres de los primeros siglos, los documentos de los doctores, el magisterio de la Iglesia, en un todo continuo.
Lamentablemente la Iglesia está sufriendo una crisis de fe, crisis vinculada a falsas doctrinas filosóficas y teológicas, lejanas a las enseñanzas de la Iglesia. Varios Papas advirtieron sobre esto y le dieron nombre: liberalismo o modernismo… Hay hasta encíclicas que tratan el tema. Lamentablemente Mendoza está inmersa en esta corriente y se refleja en las opiniones pseudo teológicas de los sacerdotes y laicos, donde se pone en evidencia lo humano sobre lo divino, lo inmanente sobre lo trascendente, lo sociológico ante lo teológico, el respeto humano ante los derechos divinos (“quien me niega ante sus hermanos yo lo negaré ante el Padre”). Se invierten los conceptos como el de humildad y soberbia, amor y respeto, mezclando otros tantos… Ya no se habla sobre lo principal en los sermones como son las virtudes, la oración, la penitencia, los sacramentos, los mandamientos. Casi siempre se escucha hablar del amor al hermano y al pobre, de la “comunidad” y de otras cosas puramente humanas. No intento negar ni rebajar estas palabras, pero hay palabras mayores que se omiten. En fin, se recorta la fe, lo cual trae como consecuencia la ignorancia doctrinal, la pasividad apostólica, la infructuosidad apostólica, la falta de oración, la falta de vocaciones, la liturgia “show” donde el sacerdote le “lee” el misal a los fieles, donde se aplaude los cumpleaños, donde se guitarrea para “sentirse bien”, donde se tocan instrumentos expresamente prohibidos por el Magisterio. El hombre está ocupando el lugar de Dios. Ya lo advirtieron varios Papas que estaba pasando en lo más profundo de la Iglesia. Por eso, no es de extrañarse de que el presbítero (*) que “sucede” al difunto padre Contreras llore, en vez de alegrarse al escuchar verdades que, ciertamente a los ojos del mundo (aquel sin fe), son una locura, pero que a los del católico deben infundir fortaleza, pues es nuestra misión hacer reinar a Cristo en la sociedad y la cultura. Nuestra religión no es pasiva, es extensiva.
La tolerancia, el diálogo, el respeto humano, y demás ideas modernas, son incompatibles en algunas de sus connotaciones a la hora de defender la fe. Pues tenemos el mandato divino de hacerlo, sin la violencia, pero con la autoridad que tenemos por ser hijos de Dios, comprados al precio de su preciosa sangre. Quizás nos pueda costar calumnias, juicios, etc. Pero no somos de este mundo, como dice Cristo, quien no vino a traer “paz” sobre la tierra, sino espada (son sus palabras, habla de una batalla espiritual) También nos dice que su presencia será motivo de divisiones en el mundo. En las Bienaventuranzas bendice a quienes son perseguidos por su nombre (obviamente por la fe).
Ahora bien, el padre Jorge Gómez ciertamente siguió al pie de la letra lo que cualquier católico no influido por el modernismo podría haber hecho. Le dio nervios como a cualquier hombre que se enfrentaría a 10.000 personas, pero tuvo el coraje para dar contra una blasfemia. Ese “respeto humano” del que hablan deja de ser un derecho natural cuando se transgreden los divinos.

El Padre “Pato” durante la actuación del Coral Lutherieces,
sin respetos humanos, en plena defensa de la castidad sacerdotal.

Muchos dirán que fue una falta de educación, que fue violento… el mundo. Aunque todos lo aplaudieron… La Iglesia tiene miles de miles de mártires que por sólo decir que no adoraban a otros dioses eran entregados a los leones o prendidos fuego como antorchas en las calles de Roma en la edad imperial. Otros miles de mártires por defender la verdad públicamente. Otros millones más por el sólo hecho de serlo, por ejemplo en las masacres de los regímenes comunistas.
En segundo lugar, el padre Pato nunca dijo que los abusos a menores sean pecados leves. Al afirmar que la blasfemia (del segundo mandamiento) es mayor pecado que el abuso sexual (del sexto mandamiento) no minimiza el segundo, sino que está diciendo que es realmente grave, pero ir contra la fe (con todo lo que supone, como ya dijimos) es aún peor. Es de amplio conocimiento que los tres primeros mandamientos, aquellos que se refieren a Dios, son de mayor importancia para el hombre que los demás siete mandamientos que hacen referencia al hombre; y pecado es ir en contra de uno de ellos.
La sorpresa de muchos católicos ante los dichos del padre es culpa de la ignorancia y el liberalismo reinante. Juzgan según criterios humanos y sociales, no con aquellos que el mismo Dios confió a su Iglesia.
Cristo dio su vida por toda la humanidad, por pecadores y santos, por sacerdotes, laicos, religiosos, niños, abusadores, abusados, humildes y soberbios, por todos… Como juez supremo juzgará a los abusadores y a los que quisieron destruir la fe. Los dos verán el castigo eterno, pero con intensidad diferente según su gravedad. Eso será al final de cada una nuestras vidas o de los últimos tiempos, como nos dejó prometido. Mientras tanto vivimos el tiempo de misericordia. Pidamos por la Iglesia, que si bien tiene mucha gente, la mayoría no vive en estado de gracia, sino que están muertas para la vida eterna. Pidamos por la Iglesia moribunda, por los sacerdotes y fieles contaminados por la influencia del modernismo, causa del derrumbe de la fe, por los pecadores y víctimas de aquellos pecados que si bien no matan el alma, matan la psicología o el cuerpo. Ya Cristo nos dijo: “más le valdría a aquel que escandalice a uno de estos pequeños que le aten una piedra al cuello y lo tiren del acantilado”. Cristo sufrió en su pellejo la cruz y sangre derramada por los abusadores y abusados sexualmente, pero más aún derramó su sangre para que su Iglesia no perdiera la fe, porque es el único medio de salvación para ir al cielo, y así al final de los tiempos, nos sea dada “carne” nueva en la resurrección y así gozar de la vida eterna en alma y cuerpo.


Esteban Acevedo, tiene 30 años, es estudiante de Ciencias de Educación y católico practicante.



(*) Se refiere al padre Rubén Laporte que escribió una nota en contra de lo actuado por el padre “Pato” en la que dijo que “al igual que al periodista, me dieron ganas de llorar”. Lamentablemente, una semana antes de esta declaración, el padre Laporte perdió un hermano taxista que fue ejecutado por delincuentes mientras trabajaba. El padre debería darse cuenta de que estas cosas ocurren porque Jesucristo no reina en la sociedad. Debería darse cuenta de que no es neutro ignorar su reyecía cuando se sancionan las leyes, y que la función principal del sacerdote es decir la verdad, luego puede dar de comer a los pobres o defender a los jubilados.

miércoles, 26 de enero de 2011

2. Algunas objeciones. Por C.S. Lewis.

Continuamos con algunas objeciones que se plantean al tema de la “Ley natural” respondidas magistralmente por Lewis.


2. Algunas objeciones.

Si son el fundamento, lo mejor que podemos hacer es detenernos para hacer que este fundamento sea firme antes de continuar adelante. Algunas de las cartas que he recibido muestran que son muchos los que hallan difícil entender qué es esto de la ley de la naturaleza humana, o ley moral, o regla de la conducta decente.
Por ejemplo, algunos de los que me han escrito me dicen: “Lo que usted llama ley moral, ¿no es simplemente nuestro instinto de rebaño, que se ha desarrollado como todos nues­tros otros instintos?” No voy a negar que pueda ser que tengamos un instinto de rebaño; pero esto no es a lo que me refiero al hablar de ley moral. Todos sabemos lo que es ser impulsados por nuestros instintos: el amor maternal, el ins­tinto sexual o el instinto de la alimentación. Esto significa que se siente una fuerte inclinación o deseo de proceder en una determinada forma. Y, por supuesto, a veces sentimos el deseo de acudir en ayuda de alguien; y no hay duda de que tal deseo se debe al instinto de rebaño. Pero sentir el deseo de ayudar es muy distinto a sentir que se está obligado a prestar tal ayuda, quiérase o no. Supongamos que oímos el grito de alguien en demanda de auxilio. Probablemente senti­mos en ese momento dos deseos: el de ayudar (instinto de rebaño) y el de no correr peligro (instinto de conservación). 1 Pero dentro de nosotros, fuera de estos dos impulsos, se presenta un tercer factor, el cual nos dice que debemos seguir el impulso de ayudar, y que suprime el deseo de salir huyendo. Esto que establece un juicio entre los dos instintos, que decide a cuál de los dos instintos se debe obedecer, en sí mismo no puede ser ni uno ni otro. Sería como decir que p una partitura musical, que en un momento dado nos dice cuál de las notas se debe tocar en el piano y no ninguna otra, es a. la vez una de las notas del teclado. La ley moral nos dice la melodía que hemos de pulsar; nuestros instintos no son más que las teclas.
Otra forma de ver que la ley moral no es sencillamente uno de nuestros instintos, es esta. Si dos instintos se hallan en conflicto, y no hay nada más en la mente de una criatura que estos dos instintos, es obvio que el más fuerte de los dos pre­valecerá. Pero en los momentos cuando más conscientes nos hallamos de la ley moral, generalmente parece decirnos que ' nos hagamos de parte del más débil de los dos impulsos. Con toda probabilidad desearíamos mucho más preservar nuestra propia vida que ayudar a un semejante que se está ahogando; pero la ley moral nos dice que le ayudemos de todas maneras. Y ciertamente, ¿no nos dice a menudo que hagamos que el impulso correcto sea más fuerte de lo que por naturaleza es? Quiero decir que con frecuencia sentimos que nuestro deber es estimular nuestro instinto de rebaño despertando nuestra imaginación y suscitando nuestra compasión, etc., hasta que hayamos acumulado el suficiente valor para hacer lo que es recto. Pero claramente no estamos actuando por instinto cuando nos proponemos hacer que uno de los instintos pre­valezca sobre el otro. Lo que nos dice: “Tu instinto gregario se halla dormido; despiértalo”, no puede ser en sí mismo un instinto gregario. Lo que nos dice cuál de las notas debe ser pulsada mas vigorosamente en el piano no puede ser en sí misma tal nota.
He aquí una tercera forma de ver el asunto. Si la ley moral fuera uno de nuestros instintos, deberíamos poder señalar cierto impulso que se encuentra dentro de nosotros mismos y que llamamos “bueno”, siempre de acuerdo con la regla de la conducta correcta. Pero no podemos. No hay impulso que la ley moral no pueda decirnos algunas veces que lo reprima­mos, ni impulso que algunas veces no nos diga que lo vigorice­mos. Es una equivocación pensar que algunos de nuestros impulsos (digamos el amor materno y el patriotismo) son buenos, al paso que otros, tales como el sexo y la disposición de pelear, son malos. Todo lo que quiero decir es que las ocasiones en que es necesario reprimir el instinto combativo y el deseo sexual son más frecuentes que las de reprimir el amor maternal o el patriotismo. Pero hay situaciones en las cuales es el deber de un hombre casado vigorizar su instinto sexual y el de un soldado fortalecer su instinto combativo. También se presentan ocasiones en que el amor de una madre por sus hijos o el amor de un hombre por su patria tienen que ser re­primidos o se estará yendo en contra, injustamente, de los hijos de otras personas o de otros países. Estrictamente hablando, no hay impulsos buenos e impulsos malos. Volvamos de nuevo al piano. No tiene dos clases de notas, una “buena” y otra “mala”. Cada una de las notas es correcta en una ocasión e incorrecta en otra. La ley moral no es ningún ins­tinto ni ninguna serie de instintos; es algo que produce música (música que llamamos bondad o conducta apropiada) al gobernar los instintos.
Sea dicho de paso que este punto tiene muchísima impor­tancia práctica. Lo más peligroso que se puede hacer es tomar cualquiera de nuestros impulsos naturales y determinar cuál debe prevalecer a toda costa. No existe uno solo de ellos que no nos convierta en diablos si le damos el papel de guía abso­luto. Se podría pensar que el amor hacia la humanidad en general es un sentimiento que siempre acierta, pero no es así. Si alguien deja fuera la justicia, quebrantará los acuerdos, falseará evidencias en los juicios “por amor a la humanidad”, y se convertirá en un hombre cruel y traicionero.
Otros han escrito para decirnos: “Lo que usted llama ley moral ¿no es un simple convencionalismo social, algo que se nos inculca por medio de la educación?” Creo que aquí se presenta un malentendido. Los que formulan tal pregunta por lo general dan por sentado que si hemos aprendido una cosa de nuestros padres o nuestros maestros, debe ser una simple invención humana. Pero claro que no es así. Todos aprende­mos las tablas de multiplicación en la escuela. Un niño que crezca solo en una isla desierta no las sabría; pero esto no quiere decir que las tablas de multiplicación sean sencillamente una convención humana, algo que los seres humanos han elaborado para su propia conveniencia y que podrían ser distintas si así se quisiera. Estoy por completo de acuerdo en que las reglas de la conducta decente las aprendemos de nuestros padres y nuestros maestros, de nuestros amigos y en los libros, tal como se aprende cualquiera otra cosa. Pero algunas de las cosas que aprendemos; son meras convenciones que bien podrían haber sido distintas. En Inglaterra y otras, partes se enseña a conservar la izquierda en las vías públicas, pero muy bien hubiera podido implantarse el conservar la derecha. Pero otras cosas, como las matemáticas, son verda­des inmutables. La cuestión es situar la ley de la naturaleza humana en el sitio que le corresponde.
Existen dos razones para afirmar que esta ley pertenece a la clase en que se hallan situadas las matemáticas. La primera es, tal como dije en el capítulo 1, que aunque existen diferen­cias entre las ideas morales de una cierta época o de un cierto país con relación a otras épocas y otros países, la ver-dad es que no son diferencias tan grandes como algunos se imaginan, y se puede ver que hay una ley común que rige estas ideas. Las meras convenciones, como las reglas del tránsito o la clase de vestidos que se usan, pueden variar en cualquier medida. La otra razón es la siguiente: cuando se piensa en las diferencias entre la moralidad de un pueblo y otro, ¿se piensa que una es superior a la otra? ¿Son benefi­ciosos algunos de los cambios? Si no, no podría haber progreso moral. El progreso no consiste en cambiar, sino en cambiar para mejorar. Si ninguna serie de ideas morales es más verdadera o mejor que otra, no habría por qué preferir la moral del hombre civilizado a la del salvaje, ni la moral cristiana a la del nazi. Pero todos creemos que, por supuesto, algunas costumbres morales son mejores que otras. Creemos que los que trataron de cambiar las ideas morales de su época fueron los que pudiéramos llamar reformadores o pio­neros: gentes que entendieron mejor la moralidad que el resto de sus contemporáneos. Bien. Cuando decimos que una serie de ideas morales es superior a otra, lo que en efecto estamos haciendo es comparándola con una norma y diciendo que una de ellas se conforma mejor a tal norma. Pero la regla por la cual se miden dos cosas es algo diferente de tales cosas. Esta­mos, en efecto, comparándolas con una moral verdadera y admitiendo que existe lo correcto, con independencia de lo que los demás piensen, y que las ideas de algunas gentes se hallan más cerca de lo que es correcto que la de otras gentes. Pongámoslo en otra forma: si nuestras ideas morales pueden ser mejores que las de los nazis, es que debe existir algo, alguna moral verdadera, para medir su grado de verdad. Si la idea que alguien tiene de Nueva York es más correcta o menos correcta que la nuestra es porque Nueva York es un lugar real que existe no importa lo que tú y yo pensemos. Si cuando decimos “Nueva York” cada uno se refiere a “la ciudad que yo me he fabricado en la imaginación”, ¿cómo es posible que uno de nosotros pueda tener una idea mejor que la de los demás? En ninguna manera podría ser cuestión de verdadero o falso. En la misma forma, si la regla de la conducta decente fuera simplemente “lo que cada nación juzgue apropiado”, no existiría razón alguna para decir que una nación ha estado más correcta en su apreciación que otra; ningún sentido habría en decir que el mundo pudiera haberse desarrollado moralmente mejor o peor.
En conclusión, aunque las diferencias de concepto entre los pueblos en cuanto a la conducta decente a menudo hace sospechar que no existe una ley natural de la conducta, las cosas que pensamos en cuanto a esas diferencias prueban exactamente lo contrario. Y una palabra más antes de termi­nar. Me he encontrado con personas que exageran las diferen­cias, porque no perciben las diferencias de opinión en cuanto a la realidad de los hechos. Por ejemplo, un hombre nos dice: “Hace trescientos años en Inglaterra se condenaba a muerte a las brujas. ¿Es esto lo que usted llama regla de la conducta humana o de la conducta correcta?” Pero el caso es que hoy no ejecutamos brujas porque no creemos que existan; si creyéramos que existen personas que se venden al diablo para en cambio recibir de él poderes sobrenaturales para dar muerte a sus prójimos o hacerlos enloquecer, o para, producir mal tiempo, estaríamos de acuerdo en que nadie merecería más la pena de muerte que esas sucias traidoras. Aquí no existen diferencias entre los principios morales; la diferencia es, en cuanto a la realidad del hecho. Puede que sea un gran avance en conocimiento el no creer en brujas; pero no hay avance moral en no ejecutarlas cuando no se cree que existan. No creo que un hombre proceda humanamente porque deje de armar trampas si lo hace porque cree que no existen ratones en la casa.

C. S. Lewis., tomado del libro “Cristianismo... ¡y nada más!” (Mere Christianity).

1. La ley de la naturaleza humana. Por C.S. Lewis.


Existe, en la corriente atea, una doctrina que dice que la ley moral ha sido inventada por las diferentes sociedades y culturas del mundo. Que todo es invento del hombre. Lewis dice “sé que algunos dicen que la idea de que existe una ley de la naturaleza o de la conducta decente que todos los hombres conocen no tiene sentido, puesto que las diferentes civiliza­ciones y las diferentes épocas han tenido muy diferentes moralidades.
Pero esto no es verdad. Ha habido diferencias entre sus procedimientos morales, pero nunca han llegado a una dife­rencia total”.
En respuesta a tales objeciones es que publicamos estos breves pensamientos apologéticos de éste gran apologista que ha sido C.S. Lewis.

1. La ley de la naturaleza humana. 

Todos hemos oído a dos personas discutiendo. Algunas veces suena chistoso y algunas otras sencillamente desagradable; pero suene como suene, creo que podemos aprender algo escuchando las cosas que se dicen. Dicen cosas como estas: “¿Qué dirías si alguien hiciera lo mismo contigo?” “Esta es mi silla; yo la agarré primero”. “Déjalo, no te está haciendo ningún mal”. “¿Por qué me empujaste primero?” “Dame un pedazo de tu naranja; yo te di de la mía”. “Vamos; tú me lo prometiste”. Todos los días la gente dice cosas como éstas, ya se trate de personas educadas o no, de niños o de personas mayores.
Lo que a mí me interesa en cuanto a estas expresiones es que quien las dice no está expresando solamente que no le agrada la manera de proceder de la otra persona. Está apelando a cierta clase de regla de conducta que supone que la otra persona debe conocer. Rara vez el otro replica: “Al diablo con tus reglas”. Casi siempre trata de argumentar que lo que hace no va en realidad contra las reglas, o que si las transgredió tiene para ello una excusa especial. Pretende hacer ver que hay una razón especial en este caso particular para que la persona que tomó primero la silla no la conserve, o que las cosas eran algo distintas cuando se le dio el pedazo de naranja, o que algo sucedió que le impidió cumplir la promesa. Parece como si en efecto ambas partes tuvieran muy en mente alguna especie de ley o regla de juego limpio, o conducta decente o de moralidad o de cualquiera otra cosa por el estilo, con la cual todos están de acuerdo. Y lo están. De no ser así, claro, pelearían como animales, pero no discutirían. Discutir es tratar de mostrar que la otra persona está equivo­cada. Y no habría sentido alguno en tratar de hacer esto a menos que haya alguna especie de acuerdo en cuanto a lo que es lo correcto e incorrecto; como tampoco tendría sentido el decir que un jugador de fútbol ha cometido una falta a menos que exista algún acuerdo en cuanto a las reglas del fútbol.
Esta ley o regla en cuanto a lo correcto y lo incorrecto se conoce como ley de la naturaleza. Hoy día, cuando hablamos de las “leyes de la naturaleza”, por lo general nos referimos a cosas como la gravedad, la herencia o las leyes de la química. Pero cuando los pensadores antiguos llamaron a la ley de lo correcto y lo incorrecto “ley de la naturaleza”, se referían a la ley de la naturaleza humana. La idea era que así como todos los cuerpos se hallan gobernados por la ley de la gravi­tación y los organismos por las leyes biológicas, la criatura llamada hombre también tiene su ley, con esta gran diferen­cia: un cuerpo no puede escoger entre obedecer la ley de la gravitación o no, mientras que el hombre puede escoger obe­decer la ley de la naturaleza o desobedecerla.
Podemos decir esto en otra forma. Cada hombre se halla sujeto en todo momento a varias leyes, pero sólo hay una de ellas que él puede determinar desobedecer. Como cuerpo, se halla sujeto a la ley de la gravitación y no puede desobede­cerla; si se le deja sin soporte alguno en el aire, no tiene más alternativa de caer o no caer que una piedra. Como organis­mo, está sujeto a varias leyes biológicas que no está en mayor capacidad de desobedecer que un animal. Esto es, no puede desobedecer aquellas leyes, que comparte con otras cosas; pero la ley que es peculiar a su naturaleza humana, la ley que no comparte con los animales o los vegetales o las cosas inorgánicas, la puede desobedecer si así lo prefiere.
A la ley se le dio el nombre de ley de la naturaleza porque la gente pensaba que todos la conocían por naturaleza y no había necesidad de ser enseñada. Por supuesto que esto no significaba que no se pudiera encontrar aquí y allá algún indi­viduo raro que no la conociera, tal como hay gente que no puede distinguir los colores o no tiene oído para la música. Pero tomando la raza como un todo, pensaban que la idea humana de la conducta decente era obvia para todos. Y creo que estaban en lo cierto. Si no, todas las cosas que decimos en cuanto a la guerra carecen de sentido. ¿Qué sentido hubie­ra tenido el decir que el enemigo estaba equivocado a menos que lo correcto sea algo que los nazis en el fondo conocían tan bien como nosotros y debían poner en práctica? Si no tenían noción alguna de lo que consideramos correcto, aunque de todos modos hubiéramos peleado contra ellos, no podríamos haberlos inculpado por lo que hicieron más de lo que podríamos haberlos inculpado por el color de su cabello:
Sé que algunos dicen que la idea de que existe una ley de la naturaleza o de la conducta decente que todos los hombres conocen no tiene sentido, puesto que las diferentes civiliza­ciones y las diferentes épocas han tenido muy diferentes moralidades.
Pero esto no es verdad. Ha habido diferencias entre sus procedimientos morales, pero nunca han llegado a una dife­rencia total. Si alguien se toma el trabajo de comparar las enseñanzas morales de, digamos, los egipcios, los babilonios, los hindúes, los chinos, los griegos y los romanos antiguos, lo que lo dejará realmente asombrado es la semejanza que existe entre cada una de esas enseñanzas y las nuestras. Algu­nas de las evidencias de esto las he coleccionado en el apéndi­ce de otro libro titulado The Abolition of Man; pero para nuestro propósito de ahora baste pedirle al lector que piense en qué significaría una moral totalmente diferente. Piense en un país donde la gente admirara a quienes desertaran del campo de batalla, o donde un hombre se sintiera orgulloso de engañar a todos los que hubieran procedido bien con él. Es como tratar de imaginarse un país donde dos y dos fueran cinco. Los hombres pueden diferir en cuanto a con quiénes se debe proceder sin egoísmo (con los miembros de nuestra pro­pia familia, con nuestros connacionales o con todo el mundo). Pero siempre han estado de acuerdo en que uno mismo no debe ponerse en el primer lugar. El egoísmo nunca ha sido admirado. Los hombres han diferido en cuanto a si se puede tener sólo una esposa o cuatro; pero siempre han estado de acuerdo en que no se puede simplemente tener la mujer que a uno le venga en gana.
Pero lo más notable es lo siguiente. Cuando uno se topa con alguien que dice que no cree que exista lo correcto y lo incorrecto, algo más tarde se verá que el mismo hombre echa mano de este principio. Puede que no cumpla la promesa que hizo; pero si se trata de no cumplirle lo que se le ha prometido, se quejará de que no es justo en menos de lo que un mono se rasca una oreja. Puede darse el caso de que una na­ción diga que los tratados no importan; pero casi en el mismo instante se contradice al decir que quiere romper un tratado particular porque no es justo. Si los tratados no importan, y si nada es correcto ni incorrecto (en otras palabras, si no hay ley de la naturaleza), ¿cuál es la diferencia entre un tratado justo y otro injusto? ¿No dejan al gato fuera de la bolsa al mostrar que, digan lo que digan, conocen la ley de la natura­leza como todos los demás?  Parece, entonces, que nos vemos forzados a creer que existe lo correcto y lo incorrecto. Puede que algunas veces las gentes se equivoquen en cuanto a esto, tal como algunas veces suman mal; pero no es un asunto de gusto u opinión, como tampoco lo son las tablas de multiplicación. Si ya estamos de acuerdo en cuanto a esto, pasaré al punto siguiente, el cual es el siguiente. Nadie es completamente fiel a la ley de la natura­leza. Si hay alguna excepción entre mis lectores, les pido disculpas. Les traería mayor utilidad leer otra obra cualquie­ra, pues nada de lo que voy a decir tiene que ver con ellos. Y ahora, tornando a los seres humanos normales que quedan:
Espero que nadie interprete mal lo que voy a decir. No estoy predicando, y Dios sabe que no pretendo ser mejor que nadie. Estoy sólo tratando de llamar la atención a un hecho: que en este mismo año, en este mismo mes, y con toda proba­bilidad en este mismo día, no hemos puesto en práctica la clase de conducta que esperamos que los otros practiquen. Puede ser que encontremos toda clase de excusas. Cuando no procedimos, bien con los niños fue porque nos hallábamos muy cansados. Aquella vez que procedimos un poco obscu­ramente en cuanto a asuntos de dinero (ya casi lo hemos olvidado) era que nos hallábamos acosados por alguna necesidad. En cuanto a lo que prometimos hacer a favor de Perano, nunca lo habríamos prometido si hubiéramos sabido cómo íbamos a estar de ocupados. Y en cuanto a nuestro proceder con la esposa o el esposo, la hermana o el hermano, si hubiéramos sabido lo irritantes que ellos son, no nos admi­raríamos tanto de los resultados. (Y ¿quién diablos soy yo? Soy lo mismo que ellos.) En otras palabras, no hemos cumplido muy bien la ley de la naturaleza; y cuando alguien nos dice que no la estamos cumpliendo, de inmediato encontra­mos una impresionante sarta de excusas. Lo que ahora inte­resa no es si son o no válidas. El punto que se destaca es que son una prueba más de cuán profundamente, ya sea que nos guste o no, creemos en la ley de la naturaleza. Si no creemos en la conducta decente, ¿por qué entonces debemos mos­trarnos tan ansiosos de presentar excusas por no habernos comportado decentemente? La verdad es que creemos tanto en la decencia, sentimos tanto, la presión de la ley, que no podemos enfrentarnos al hecho de que la estamos quebrantando, y por lo tanto, tratamos de zafarnos de la responsabilidad. Porque se notará que es a nuestro mal comportamiento al que le hallamos todas estas explicaciones. Es nuestro mal temperamento lo que pretendemos excusar al decir que estábamos cansados, preocupados o hambrientos. Sólo para nosotros mismos reconocemos que tenemos un temperamento irritable.
Hay entonces dos puntos que he querido destacar. Primero, que todos los seres humanos sobre la tierra tienen esta idea curiosa de que debieran comportarse en cierta forma, y no pueden quitársela de la mente. Segundo, que en realidad no se comportan en esa forma. Conocen la ley de la naturaleza; la quebrantan. Estos dos hechos son el fundamento de todo pensar claro en cuanto a nosotros mismos y el mundo en que vivimos.

C. S. Lewis., tomado del libro “Cristianismo... ¡y nada más!” (Mere Christianity).

domingo, 23 de enero de 2011

¿Pocos escogidos?


¿Por qué es aparentemente tan difícil salvar nuestra alma? ¿Por qué  -como se nos dice- son pocas las almas que se salvan comparadas con el número de almas condenadas? Ya que Dios desea que todas las almas se salven (I Tim. II,4), ¿por qué no lo hizo un poco más fácil, como seguramente podría haberlo hecho?
La respuesta rápida y simple es que no es tan difícil salvar nuestra alma. Parte de la agonía de las almas en el Infierno es el conocimiento claro de lo sencillo que hubiera sido evitar la condenación. Los no-Católicos condenados podrían decir “Yo sabía que había algo de cierto en el Catolicismo, pero decidí nunca preguntármelo porque podía ver que en el futuro tendría que cambiar mi estilo de vida”. (Winston Churchill una vez dijo que cada hombre se topa con la verdad en algún momento de su vida, pero la mayoría de ellos decide dar vuelta hacia el otro lado). Los Católicos condenados podrían decir, “Dios me dio la Fe y yo sabía que lo único que necesitaba era hacer una buena confesión, pero creí que era más conveniente posponerla y así es como morí con mis pecados...” Cada una de las almas en el Infierno sabe que se encuentra ahí por su propia culpa, por su elección. A Dios no se le puede culpar por ello. De hecho cuando miran hacia atrás sus vidas aquí en la tierra, ven claramente lo mucho que Él hizo para intentar detenerlos de lanzarse al Infierno, pero libremente escogieron su propio destino, y Dios respetó su elección... Sin embargo, permitámonos ahondar un poco más sobre el tema.
Siendo infinitamente bueno, infinitamente generoso e infinitamente feliz, Dios escogió -no estaba de ningún modo obligado- crear seres que fuesen capaces de compartir su felicidad. Ya que Él es espíritu puro (Juan IV, 24), esos seres tenían que ser espirituales y no solamente materiales, como los animales, vegetales o minerales. De ahí la creación de los ángeles sin materia alguna, y de los hombres, con un alma espiritual en un cuerpo material. Pero ese mismo espíritu por el cual los ángeles y los hombres son capaces de compartir Su Divina felicidad necesariamente incluye razón y libre albedrío, de hecho es por el libre albedrío que libremente escogen a Dios y se hacen capaces y partícipes de Su felicidad. ¿Pero cómo puede ser esa elección de Dios verdaderamente libre si no existe alternativa alguna que nos haría darle la espalda? ¿Qué merito tiene un niño al escoger comprar un volumen de Cervantes si únicamente tienen a Cervantes en venta en la librería? Y si la alternativa mala existe, y si el libre albedrío es real y no únicamente ficción, ¿cómo es que no habrá ángeles u hombres que escogerán lo que no es bueno?
La pregunta puede aún ser formulada, ¿cómo puede Dios haber previsto para permitir que la mayoría de la almas (Mateo VII, 13-14; XX, 16) sufran el terrible castigo de rechazar su amor? Respuesta, más el Infierno es terrible, y más es cierto que a cada hombre que vive Dios le ofrece la gracia, la luz y la fuerza necesaria para evitarlo. Sin embargo, como explica Sto. Tomás de Aquino, la mayoría de los hombres prefieren el ahora y los deleites conocidos de los sentidos a los futuros y desconocidos gozos del Paraíso. Entonces ¿por qué Dios acompañó a los sentidos de deleites tan fuertes? En parte sin duda para asegurar que los padres tuvieran niños para poblar su Cielo, pero también seguramente para hacer más meritorio el que un ser humano ponga la búsqueda del deleite en esta vida por debajo de los verdaderos gozos en la próxima vida, ¡gozos que son nuestros para desearlos! ¡Únicamente necesitamos desearlos con suficiente arrebato (Mateo XI, 12)!
Dios no es un Dios mediocre, y a las almas que lo aman desea ofrecerles un Paraíso tampoco mediocre.

Kyrie eleison.

Mons. Richard Williamson, “Comentarios Eleison”, Nº 184, 22 de Enero de 2011.

jueves, 20 de enero de 2011

Sin fe, no hay verdadera caridad. Sin caridad, no hay verdadera unión.

Pío XI, Papa.

Podrá parecer que dichos “pancristianos”, tan atentos a unir las iglesias, persiguen el fin nobilísimo de fomentar la caridad entre todos los cristianos. Pero, ¿cómo es posible que la caridad redunde en daño de la fe? Nadie, ciertamente, ignora que San Juan, el Apóstol mismo de la caridad, el cual en su Evangelio parece descubrirnos los secretos del Corazón Santísimo de Jesús, y que solía inculcar continuamente a sus discípulos el nuevo precepto Amaos unos a los otros, prohibió absolutamente todo trato y comunicación con aquellos que no profesasen, íntegra y pura, la doctrina de Jesucristo: Si alguno viene a vosotros y no trae esta doctrina, no le recibáis en casa, y ni siquiera le saludéis (Juan; 2, 10.). Siendo, pues, la fe íntegra y sincera, corno fundamento y raíz de la caridad, necesario es que los discípulos de Cristo estén unidos principalmente con el vínculo de la unidad de fe.

S.S. Pío XI, Carta Encíclica “Mortalium animos”, Nº 13, 6 de enero de 1928.

Cita con respecto al falso ecumenismo.


Santidad, Escape del Espíritu de Asís.


Lo que rezar “juntos”, sea cual sea el propósito, nos guste o no, tuvo el efecto de hacer creer a muchos a creer que todas las oraciones se dirigen “al mismo Dios, sólo que con diferentes nombres. En cambio, las Escrituras son claras: No tendrás dioses ajenos delante de mí”  (los mandamientos),  “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie viene al Padre sino por mí”  (Jn. 14, 6).
Quienes esto escribimos ciertamente no negamos el diálogo con toda persona, sea cual fuere su religión. Vivimos en el mundo, y cada día hablamos, discutimos, amamos, incluso a aquellos que no son cristianos, como ateos, agnósticos, o miembros de otras religiones. Pero esto no impide que creamos que Dios ha venido a la tierra, y se ha dejado matar para enseñar el Camino y la Verdad, no meramente uno de los muchos posibles caminos y verdades. Cristo es para nosotros, los cristianos, el Salvador, el Salvador del mundo.

Tomado de Panorama Católico Internacional.

lunes, 17 de enero de 2011

El Hombre mediocre (II).


La primera palabra del hombre mediocre que juzga un libro, se dirige siempre contra un detalle, y habitualmente contra un detalle de estilo. Está bien escrito, dice, cuando el estilo es fluido, tibio, incoloro, tímido. Está mal  escrito, dice, cuando la vida circula en tu obra, cuando hablando creas tu lengua, cuando expresas tus pensamientos con esa lozanía que es la franqueza del escritor. Apetece la literatura impersonal, detesta los libros que obligan a la reflexión. Gústanle aquellos que se parecen a todos los restan­tes aquellos que entran en sus hábitos, que no hacen estallar su molde, que no salen de su marco, los que se saben de memoria an­tes de leerlos, porque se parecen a cuantos se leen desde que se ha aprendido a leer.
El hombre mediocre dice que Jesucristo debiera haberse limi­tado a predicar la caridad, y no hacer milagros; pero detesta más todavía los milagros de los Santos, los de los Santos modernos so­bre todo. Si le citas un hecho a la vez sobrenatural y contemporáneo, dirá que las leyendas pueden hacer buen efecto en la vida de los Santos, pero que allí deben dejarse; si le haces observar que la potencia de Dios es la misma ahora que en los pasados tiempos, contestará que exageras.
El hombre mediocre dice que en todas las cosas hay algo bue­no y algo malo, que no se debe ser absoluto en los juicios, etc.
Si afirmas la verdad enérgicamente, el hombre mediocre dirá que tienes hasta confianza en ti mismo. ¡El, que tiene tanto orgu­llo, no sabe qué es el orgullo! Es modesto y orgulloso, sumiso ante Voltaire y sublevado contra la Iglesia. Su divisa es el grito de Joab: ¡Audaz contra Dios tan sólo!

Ernesto Hello, “El Hombre. La vida, la ciencia, el arte”, Editorial “Difusión”, Segunda edición, Buenos Aires, 1946. Págs. 66-67.

Toda esperanza y toda confianza se deben poner solo en Dios.


Señor, ¿cuál es mi confianza en esta vida? o ¿cuál mi mayor contento de cuantos hay debajo del cielo? Por ventura ¿no eres Tú mi Dios y Señor, cuyas misericordias no tienen número? ¿Dónde me fue bien sin Ti? o ¿cuándo me pudo ir mal estando Tú presente? Más quiero ser pobre por Ti, que rico sin Ti. Por mejor tengo peregrinar contigo en la tierra, que poseer sin Ti el cielo. Donde Tú estás, allí está el cielo, y donde no, el infierno y la muerte. A Ti se dirige todo mi deseo, y por eso no cesaré de orar, gemir y clamar en pos de Ti. En fin; yo no puedo confiar cumplidamente en alguno que me ayude oportunamente en mis necesidades, sino en Ti solo, Dios mío. Tú eres mi esperanza y mi confianza; Tú mi consolador y el amigo más fiel en todo.
Todos buscan su interés, Tú buscas solamente mi salud y mi aprovechamiento, y todo mi lo conviertes en bien. Aunque algunas veces me dejas en diversas tentaciones y adversidades, todo lo ordenas para mi provecho; que sueles de mil modos probar a tus escogidos. En esta prueba debes ser tan amado y alabado, como si me colmases de consolaciones espirituales.
En Ti, pues, Señor Dios, pongo toda mi esperanza y refugio; en tus manos dejo todas mis tribulaciones y angustias; porque fuera de Ti todo es débil e inconstante. Porque no me aprovecharán muchos amigos, ni podrán ayudarme los defensores poderosos, ni los consejeros discretos darme respuesta conveniente, ni los libros doctos consolarme, ni cosa alguna preciosa librarme, ni algún lugar secreto y delicioso defenderme, si Tú mismo no me auxilias, ayudas, esfuerzas, consuelas y guardas.
Porque todo lo que parece conducente para tener paz y felicidad, es nada si Tú estás ausente; ni da sino una sombra de felicidad. Tú eres, pues, fin de todos los bienes, centro de la vida, y abismo de sabiduría; y esperar en Ti sobre todo, es grandísima consolación para tus siervos. A Ti, Señor, levanto mis ojos; en Ti confió, Dios mío, padre de misericordias. Bendice y santifica mi alma con bendición celestial, para que sea morada santa tuya, y silla de tu gloria eterna; y no haya en este templo tuyo cosa que ofenda los ojos de tu majestad soberana. Mírame según la grandeza de tu bondad, y según la multitud de tus misericordias, y oye la oración de este pobre siervo tuyo, desterrado lejos en la región de la sombra de la muerte. Defiende y conserva el alma de este tu siervecillo entre tantos peligros de la vida corruptible; y acompañándola tu gracia, guíala por el camino de la paz a la patria de la perpetua claridad. Amén.

Tomás de Kempis, “Imitación de Cristo”, Libro 3, Cap. 59, 1-4.

domingo, 16 de enero de 2011

A propósito de la celebración del 25º aniversario de la Jornada Mundial de Oración y del espíritu que la inspira.


Decía Ernesto Hello que el hombre mediocre “es amigo de todos los principios y de todos los contrarios de estos principios”. Es amigo porque teme las definiciones contundentes y sin ambigüedades. Lo mismo ocurre con el católico liberal: no hay ningún problema que convivan, juntos y al mismo nivel, dos principios contrarios (por más antagónicos que sean) mientras esto sea bien visto por la “opinión pública” que los medios de comunicación, lejos de amar a la Verdad, se encargarán de promover.
Con dolor, nuevamente, vemos que el Santo Padre llama a una nueva “Jornada Mundial de Oración por la Paz”. Un nuevo acto ecuménico en Asís, revestido del mensaje de paz que desea el mundo, aquella paz que no vino a traer Cristo, sino aquella paz del “no conflicto armado”, aquella “paz” que promueven los organismos masónicos tales como la ONU, una paz sin Aquél que trae la verdadera paz.
Así, los medios oficiosos, nos informan:

CIUDAD DEL VATICANO, 1 ENE 2011 (VIS). Después de la misa celebrada en la basílica vaticana, el Papa se dirigió desde la ventana de su estudio a los miles de peregrinos congregados en la Plaza de San Pedro para el primer Ángelus de 2011. (…) Después del Ángelus, el Papa señaló que en el Mensaje para la Jornada de la Paz había hecho hincapié en que “las grandes religiones pueden constituir un importante factor de unidad y de paz para la familia humana, y he recordado a este propósito, que en este año 2011 se celebrará el 25º aniversario de la Jornada Mundial de Oración por la Paz que el Venerable Juan Pablo II convocó en Asís en 1986. Por eso, el próximo mes de octubre peregrinaré a la ciudad de san Francisco, invitando a unirse a este camino a los hermanos cristianos de las distintas confesiones, a los representantes de las tradiciones religiosas del mundo, y de forma ideal, a todos los hombres de buena voluntad, con el fin de rememorar este gesto histórico querido por mi predecesor y de renovar solemnemente el compromiso de los creyentes de todas las religiones de vivir la propia fe religiosa como servicio a la causa de la paz. Quien está en camino hacia Dios no puede dejar de transmitir paz, quien construye paz no puede dejar de acercarse a Dios. Os invito a acompañar desde ahora con vuestra oración esta iniciativa”.

Por otro lado, vemos el basamento de que el acto ecuménico llevado en Asís, ha sido un acto de inspiración masónica y modernista. Traemos unos textos que prueban nuestro repudio hacia tal iniciativa destructiva de la verdadera Fe:

La “Iglesia” que desea la masonería:

“No permitáis que se diga, Hermanos míos, que la Masonería es la anti-iglesia, (…) fundamentalmente, la Masonería quiere ser una super-iglesia, la iglesia que las reunirá a todas” (Política y masonería”); “Esa nueva iglesia recibirá sin embargo de Roma la consagración y la Jurisdicción Canónica” (Roca en “Glorioso Centenario); “Sólo en una sociedad teocrática que tenga el carácter universal de la Masonería podrán reunirse un día el Islam y la Cristiandad, los judíos y los budistas, Europa y Asía, en un mismo ideal y en una misma esperanza. En una palabra, a la Masonería corresponde formar la Iglesia universal”.

(Pignatel, “Batallas masónicas”).

Una profecía masónica sobre cómo se conformaría el nefasto acto en Asís:

“Delante de una Iglesia «ocupada» ampliamente por las ideas del mundo, es decir, por las ideas impuesta al mundo por la inteligencia masónica, los francmasones no van a padecer más la «aversión sistemática» porque ellos encontrarán, en el seno mismo de la Iglesia, la complicidad, la complacencia, la afinidad. Allí le ofrecen el sillón al “Consejo de Maestros [masones]”. Y esto va más lejos aún. Es la famosa visión del hermano francmasón Corneloupl: «alrededor de un patio central, un arquitecto ha edificado el templo de todas las religiones: en el centro, sobre una amplia cúpula que se abre al cielo, un pedestal muy simple. Sobre él, un rosal en flor que se impulsa hacia el cielo. Los hombres vienen de rezar en el templo de su elección. Después de haber rezado, ellos salen al patio y se mezclan unos con otros y también con aquellos que no han entrado en ningún templo. Y todos juntos, sin sacrificar, cualquiera que sea, ni su fe ni sus creencias particulares, comulgan en la admiración, el respeto del amor a la rosa, emblema de la vida”.

(Trascripción de la página 244 del libro de Jacques Ploncard d’Assac: “Le Secret des Francs-Maçons” [el Secreto de los Francmasones], ed. de Chire, 2da. Edición, año 1983).

Relato de un periodista presente en Asís que demuestra el fiel cumplimiento de la profesía masónica:

[El Cardenal Echegaray] precisaba:- “Desde el principio, el Papa orientó la programación de la jornada con una fórmula feliz: no rezar juntos, sino estar juntos para rezar. En ningún momento rezarán unos con la oración de los otros, reduciéndose a una oración común como alineada sobre un pequeño denominador común. Para visualizar la ausencia del sincretismo, en el momento de la ceremonia, cada grupo se separará del cerco común para expresar su propia oración en un espacio reservado”…
“Se trata de una iniciativa inédita, sin referencias histórica en escala universal. Exige no solamente la ausencia de sincretismo sino, igualmente, toda apariencia de sincretismo”...
Lunes 27 de octubre, 9 horas: Juan Pablo II recibe en el atrio de la Basílica de Santa María de los Ángeles a las representantes de las “doce grandes religiones”.
¿Doce? Se ignoraba hasta hoy que los diversos cultos se ajusten a una cifra perfecta. Es verdad que católicos, ortodoxos, anglicanos, luteranos, calvinistas, metodistas, bautistas, cuáqueros, armenios, coptos y viejos católicos de Utrecht fueron agrupados para esta ocasión como representantes de una sola religión, la religión cristiana, e igual con las otras once: budistas, musulmanes, hindúes, sikhs, shintoistas, judíos, bahais, jainistas, zoroastrienses (¡pero si!) y, «last but not least», religiones tradicionales del África y de los Indios de América. Después de 46 horas, reina en la ciudad de San Francisco el clima de woodstock de los años 60. Un bonzo se instala delante de la basílica al pie de un estandarte violeta.
Anuncia desde hace dos días que lloverá o que soplará viento, golpeando con regularidad un pequeño tamboril. Domingo, un eclesiástico de civil se arrodilla algunos instantes con él…
Más tarde dos señoras ancianas colocarán un crucifijo a los lados del retrato de su gourou, para recogerse en silencio. Unos “jóvenes” queman una bandera de la ONU. Otros enarbolan un tee shirt azul cielo donde figura un globo terráqueo rodeado de palomas; con una descripción: “Ante todo la paz”…
En Santa María de los Ángeles, los dignatarios desfilan ante el Papa que los saluda. El cortejo es variado. Los trajes azafranes de los hindúes contrastan con los solideos esmeraldas, los chéchis, los keffiehs de los imanes musulmanes. Los indios de América enarbolan soberbios adornos de plumas (se creía reservados a los jefes de guerra). Los brujos animistas van descalzos, cubiertos uno con una toga blanca, el otro con un paño multicolor, a la manera de piel de tigre. Otro con el rostro marcado con pinturas de paz. Es “Tintín” del Congo, en América y en el Tibet en un solo volumen…
En el mismo momento, en Santa María-Mayor, los hindúes y los sikhs alternan las estrofas y los discursos. El público desfila, escucha sin comprender, luego enseguida se eclipsa. En una capilla lateral desierta, una lámpara roja indica que se han olvidado de retirar el Santísimo Sacramento de la Iglesia…
En San Pedro son los budistas que celebran el oficio zen. El celebrante, vestido con un traje naranja y con una especie de casulla verde, la cabeza cubierta con una larga capucha, está rodeado de monjes jóvenes con los cráneos rapados (para la mayoría de los occidentales convertidos) que se inclinan hacia él, y acompañan al ritmo de un gong, la ceremonia…
A la izquierda del altar, el Dalai Lama está sentado en un canapé bajo, delante de sus monjes. Balancea la cabeza, inclina medio cuerpo, luego vuelve a enderezarse mirando a los fotógrafos que hacen su negocio y se inclina alrededor de altar, con una sonrisa de complicidad…
Los judíos no quisieron celebrar culto. Prefirieron instalarse en la calle, alrededor de una mesa, para comentar la Biblia. No lejos de allí, está prohibida la entrada al local donde se aislaron los jainistas. ¡Qué pérdida para el observador!, pues los adoradores de la aurora, tienen costumbre, dicen, de rezar postrándose ante una “cruz gamada”, símbolo del sol…
De hecho, si las delegaciones toman lugar en un mismo estrado, el Papa ocupa su asiento en el centro, en una silla que no se diferencia de los otros “guías espirituales”, entre Mons. Methodios, representante del Patriarcado de Constantinopla y el Dalai Lama; los grupos suben unos tras otros en una segunda tribuna hasta que llega el momento de tomar la palabra.

(El texto completo de este relato fue publicado en el numero 55 correspondiente a Enero-Febrero/87 de la revista “Fideliter” - R.P. 14-Annexe 1, 69110 - Ste Foylés-Lynn Francia).

Anexos sobre las “Jornadas mundiales de oración por la paz” en Asís:

·    Asís: un acto masónico. El escandaloso acto ecuménico de Asís, ha dejado perplejo a muchos católicos. Su colorido y mamarrachesco cambalache de “religiones” ha sido motivo para que más de uno se pregunte “¿Quién está detrás de todo esto?” Algunos, han visto en él, la infiltración de la masonería dentro de la jerarquía eclesiástica, de otra manera sería impensable un acto de tamaña envergadura lleno de falsos conceptos totalmente alejados de la verdad católica.
Para demostrar la infiltración de la masonería en dichas “Jornadas de oración por la paz”, Vanellus Bonaerencis, ha hecho un pequeño pero muy interesante trabajo, demostrando el ideal masónico realizado en Asís.
·    El bazar de Asís. Como lo señaló Mons. Lefebvre en su declaración del 8 de diciembre, en unión con su Ex. Mons. de Castro Mayer, la “reunión de oración” de Asís demostró la ruptura con la Tradición de la Iglesia y con las enseñanzas de once Pontífices que precedieron a Pablo VI. La importancia de tal evento, sin precedentes en la historia de la Iglesia, perturbó a los católicos. El relato de un periodista, testigo ocular de esta escandalosa jornada aumentará su tristeza.

Anexos sobre el falso ecumenismo que se practica hoy:

·    Del ecumenismo a la apostasía silenciosa. Carta con motivo de los 25 años de la eleccion de Juan Pablo II. Analisis documentado sobre el ecumenismo.
·    El ecumenismo, trampa mortal para la Iglesia. Primera parte. A propósito de un libro del profesor Georg May. Georg May, sacerdote desde 1951, profesor de Derecho canónico, Derecho Eclesiástico e Historia del Derecho Canónico en la Universidad de Maguncia durante el periodo 1960-1994, escribió diversos ensayos, en el pasado cuarto de siglo, sobre la iglesia del postconcilio: ensayos todos apasionados, penetrantes, documentados y bastante críticos para con la corriente dominante. Es de recordar uno que consagró a demostrar la gran responsabilidad que incumbe a los obispos en la gravísima crisis actual de la Iglesia; lleva por título una frase del cardenal Frajo Seper, que fue en su momento prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe: «La crisis de la Iglesia es una crisis de los obispos».
·    El ecumenismo, trampa mortal para la Iglesia. Segunda parte. La amplia reseña que publicamos poco ha de un libro del prof. May titulado, como se recordará, La Trampa del Ecumenismo (una vigorosa y documentada denuncia de la devastación que ha provocado éste en la Iglesia y en las naciones católicas) suscitó, a Dios gracias, un interés notable entre nuestros lectores; de ahí que estimemos oportuno completarla con la exposición del capítulo que consagra el prof. May (catedrático de renombre amén de sacerdote, no se olvide) a las relaciones entre el ecumenismo y las religiones acristianas.

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