La humanidad conocía el pecado de sodomía desde los tiempos del santo patriarca Abrahán. Dicho pecado provocaba la justa ira de Dios -«propter quod ira Dei venit in filios diffidentiae» [«por el cual cayó la ira de Dios sobre quienes le desafiaban»] (en Praecepta antiquae diócesis rotomagensis [Cartas pastorales de la antigua diócesis de Rouen])-, destructora de las ciudades corrompidas (Gn 18,16-33; 19,1-29). No le corresponde, pues, a la modernidad la triste gloria de haber alumbrado el pecado inmundo; pero, en cambio, es propia de nuestra época la negación más radical que darse pueda de la ley natural, una negación que llega hasta a hacer caso omiso de la perversión homosexual.
A partir de las denominadas “luchas por los derechos civiles de los homosexuales”, que se entrelazaban miserablemente con la revolución sexual, todo Occidente se fue convenciendo, poco a poco, de la naturaleza anodina de las relaciones sexuales; de ahí que éstas se reduzcan, en su opinión, nada más que a una cuestión de gustos incensurables, que se pueden satisfacer libremente en la más absoluta negación de toda naturaleza y/o finalidad de la sexualidad.
Si a tal convencimiento pseudomoral, que arraiga y prospera en el terreno abonado del convencionalismo ético-jurídico de Occidente, se le suma el ideal romántico del sentimiento irracional del amor (pasión erótica) en tanto que valor absoluto en sí y justificación de cualquier acto (es la interpretación romántico-vitalista del agustiniano «ama et fac quod vis» [«ama y haz lo que quieras»], «V error de’ciechi che si fanno duci» [«el error de los ciegos que se hacen guías de los demás»] cuando dicen «ciascun amor in sé laudabil cosa» [«todo amor es laudable en sí»]: Purgatorio XVIII, vv. 18 y 36), es fácil comprender la exaltación actual de la homosexualidad en tanto que forma de amor lícita y, por ende, con derecho a reivindicar del Estado un reconocimiento legal que la equipare, en todos los aspectos, con la heterosexualidad.
La superación de los sexos en el concepto artificioso de “género”, así como la equiparación de la homosexualidad con la heterosexualidad, se hallaban ya presentes, implícitamente, en la filosofía moderna y en el derecho liberal, aunque no han llegado a realizarse por completo hasta nuestros días. Una vez dicho esto, que era necesario para atribuir a los hechos contingentes su justo peso respecto de las ideologías en que se fundamentan, mucho más radicales, no podemos pasar en silencio el hecho de que Occidente presenta hoy, en la mejor de las hipótesis, legislaciones neutrales respecto de los actos homosexuales, a los que se acepta ya como lícitos y respetables. La denominada “cuestión antropológica” es mucho más antigua, ciertamente, y hunde sus raíces en la modernidad (antes aún, a decir verdad: en algunas antiguas herejías). Las raíces de los errores son viejas, pero su floración es relativamente reciente.
El paradigma antropológico, que rige la legitimación de la homosexualidad hasta en sus más recientes aberraciones jurídicas, morales y religiosas, si bien es unitario en sí, presenta, con todo, una dicotomía genealógica en dos troncos paralelos y autotélicos (Reforma Protestante y Revolución Francesa), cuya raíz común puede rastrearse hasta dar con ella en la gnosis; es decir: tiene por autor, en último análisis, al propio Lucifer. Los frutos venenosos del protestantismo liberal y del radicalismo libertario muestran tocante a la sodomía, así como respecto a otras cosas, una unidad esencial.
Ésta es, pues, la dramática actualidad: por un lado, el Estado que subvierte la institución matrimonial después de rechazar la lex naturalis y la doctrina moral (Zapatero es la bandera de muchas otras autoridades civiles), y, por el otro, los cristianos que pretenden legitimar los actos homosexuales, o, peor todavía, adecuar el sacramento del matrimonio a las escandalosas legislaciones civiles. Si la Comunión Anglicana está a pique de sufrir un cisma que revela toda la oposición a la verdad cristiana que la caracteriza intrínsecamente, tampoco el mundo católico se libra de sufrir las sacudidas de múltiples infecciones: la heterodoxia moral de no pocos clérigos y teólogos, los sacrilegios y los graves abusos de algunos curas (p. ej., las “bodas” celebradas por Franco Barbero entre homsexuales y transexuales), el relativismo moral de muchos fieles, la arrogante rebelión de las autoridades civiles contra el magisterio moral de la Iglesia, etc.
Nos vemos constreñidos a constatar con dolor que, una vez más, los errores que brotan en el terreno del protestantismo secularizado (baste pensar en la obra diabólica del Lesbian and gay Christian movement) se difunden entre los católicos e infectan a la Iglesia con herejías actuales o potenciales. Hace ya años que trastornan a ésta las presiones de lobbies deseosos de alcanzar la aprobación moral de la homosexualidad, unas presiones que no es raro sean secundadas por realidades eclesiales y también, desgraciadamente, por algunos sacerdotes, o, mejor dicho, por sacerdotes de Cristo que identifican la condena de la homosexualidad con una forma de racismo y afirman la licitud y bondad moral de dicha perversión, al paso que denuncian la reprobación de la misma como traición al amor evangélico (cf., p. ej., Le moni delvasaio. Unfiglio omosessuale chefare? [Las manos del alfarero. ¿Qué hacer con un hijo homosexual?], del cura Domenico Pezzini); de ahí que no deba extrañar ni el desorden moral que reina entre los fieles, ni el de las legislaciones secularistas que estragan a las naciones cristianas (más grave y radical aún que el anterior).
¿La sodomía es una patología?
La sodomía, entendida como «atracción sexual, exclusiva o preponderante, hacia personas del mismo sexo» (CCC, 2357), es una inclinación objetivamente desordenada en cuanto contraria a la naturaleza humana (CCC, 2358). ¿Se configura como una patología tal desorden sexual? Si se atiende al significado general del término, sí. En efecto: enfermedad es toda merma o aberración de las condiciones psicofísicas normales de un individuo (lo normal viene determinado por la naturaleza específica). Pero si se quiere, por el contrario, penetrar en el ámbito de la especialización, se debería hablar de patologías en plural, pues el mismo desorden podría ser consecuencia de males físicos, perturbaciones psíquicas, alteraciones genéticas, etc. Dejemos a la ciencia médica, practicada honestamente, la indagación etiológica y patogénica de la sodomía. Ya fuera ésta causada por factores fisiológicos, psicológicos o por el concurso de ambos, a la homosexualidad la calificaban unánimemente de patología tanto la neuropsiquiatría cuanto la psicología clínica, sin olvidar al mismo psicoanálisis, antes de que el dogma de la bondad natural de aquélla impusiera el reconocimiento de su normalidad. Así, p. ej., la Organización Mundial de la Salud contaba a la homosexualidad, hasta el 17 de mayo de 1990, entre las patologías psiquiátricas; sólo la presión de los lobbies pro-gay [los grupos de presión prosodomitas], no nuevos conocimientos científicos, impuso que se la excluyera de las mismas.
La naturaleza humana se halla determinada sexualmente como macho o como hembra, y tal diferencia sustancial se manifiesta primariamente como relación de complementariedad, la cual se echa de ver en grado sumo en la unión matrimonial. Ningún acto volitivo puede cancelar esta bipolaridad sexual («Opinamos que todo homosexual es, en realidad, un heterosexual latente»: Irving Bieber y otros, Omosessualitá, II Pensiero Scientifico Editore, 1997, p. 241), la cual atañe, en la unidad del comportamiento humano, tanto al cuerpo (caracteres sexuales somáticos) cuanto al alma, de arte que el sexo, el cual se determina en la concepción, queda fijado por toda la eternidad e implica, como tal, una inclinación relacional precisa hacia el sexo opuesto (nadie es un homosexual por naturaleza). Sin embargo, la humanidad, herida por el pecado de los protoparentes, está expuesta a la perversión de sus inclinaciones naturales, inclusive la sexual, la cual, aunque se regula por la complementariedad en el seno del matrimonio y tiene por finalidad la procreación, puede, con eso y todo, volverse también hacia fines distintos del natural, con lo que se generan esas graves patologías psiquiátricas que se denominan “necrofilia”, “pedofilia”, “zoofilia” y “homosexualidad”.
La homosexualidad no muda la naturaleza del individuo (p. ej., la ceguera priva al ciego de la vista, pero no cancela su naturaleza de vidente, en el sentido de que el ser humano está hecho para ver): los gustos y los hábitos homosexuales le parecen connaturales al invertido a causa de su patología, no ya porque tales actos y hábitos dejen de ser objetivamente antinaturales. La teología confirma lo que la razón demuestra al denunciar como herética la proposición «el pecado contra natura (…) aunque es contrario a la naturaleza de la especie, con todo, no se opone a la naturaleza del individuo [homosexual]» (Etienne Tempier, Opiniones 219 condemnatae [219 opiniones condenadas]).
¿Son moralmente lícitos los actos homosexuales?
Si bien la inclinación homosexual ofende a la naturaleza humana al negar la inclinación de ésta al matrimonio, con eso y todo, son los actos homosexuales los que se configuran como moralmente malos en sí mismos en cuanto reducen al acto dicha ofensa y privan a las relaciones sexuales de su fin natural, que es la procreación: los actos homosexuales «privan al acto sexual del don de la vida. No son el fruto de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden ser aprobados en manera alguna» (CCC, 2357).
Un acto es moralmente bueno sólo cuan de sus tres elementos constitutivos (acto interno o intención, acto externo y circunstancias) responden todos al bien, mientras que basta la maldad de uno solo de tales elementos para determinar la maldad del acto: «bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu» [«El bien procede de una causa intacta; el mal, de cualquier defecto»]. Ahora bien, para que un acto sexual sea bueno, la intención debe ser la de relacionarse sexualmente en el seno del matrimonio, a la luz de la castidad conyugal; el acto externo deber ser una relación sexual apta de suyo para la generación de los hijos y tal que se realice de manera humana entre los cónyuges, y las circunstancias han de ser las siguientes: que el acto se consuma en la intimidad, no durante los periodos consagrados a la abstinencia, etc. Como es fácil de comprender, el acto homosexual carece de bondad tanto por el lado del acto interno cuanto por el del externo (no es apto para la procreación, no se realiza entre cónyuges, no es humano, sino ferino, etc.) : es el objeto mismo del deseo homosexual el que resulta ilícito e intrínsecamente perverso. Las circunstancias, por lo demás, también son inmorales a menudo en las relaciones homosexuales. La principal objeción que se suele aducir estriba en negar, por un lado, la natural complementariedad sexual, y, por el otro, la procreación en tanto que causa final del acto sexual, al paso que se identifica con el placer el auténtico fin de la sexualidad, con lo que se equiparan la homosexualidad y la heterosexualidad. Dicha objeción es fácil de refutar, dado que la causa final particular de un acto no puede ser sino su perfección (identidad de fin comporta identidad de acto), mientras que el placer es un móvil natural de todas las acciones humanas, y, puesto que los actos humanos son diferentes, y diferente es asimismo la perfección particular a la que tienden, el placer no puede ser la causafinalis de la sexualidad, ni tampoco de los demás actos humanos, al ser la causa impulsiva generalísima: «La naturaleza no ha previsto ninguna operación que tenga por fin la obtención del placer y nada más. En efecto: constatamos que la naturaleza ha puesto el placer en aquellas operaciones que son las más indispensables en la vida, como en el uso de los actos venéreos, mediante los cuales se perpetúa la especie, o en el uso de los alimentos y las bebidas, por medio de los cuales se conserva el individuo” (Giacomo de Pistoya, La felicita suprema, 9; cf. S. Th., III, q. 31, y II-II, q. 141).
Distinguiendo los actos homosexuales de la condición o tendencia homosexual, la razón conduce por sí sola al reconocimiento de que la segunda es una inclinación objetivamente desordenada, y de que los primeros constituyen una grave culpa moral. Lo atestigua el filósofo por excelencia, Aristóteles, quien, tres siglos antes de Cristo, reconoció racionalmente que los actos homosexuales pertenecen a la categoría de los “comportamientos bestiales” (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1 148,24-30), y son, por consiguiente, indignos del hombre. Ya Platón había condenado la sodomía en cuanto práctica antinatural (Platón, Leyes, 836 C).
Si queremos examinar el juicio de la ley moral natural sobre la homosexualidad (inclinación y actos) tal como ha sido recibido históricamente, y precisar la accidentalidad de la praxis histórica respecto del juicio de la razón, debemos deshacer algunos mitos. En efecto: la idea según la cual se pensaba en la antigüedad que la homosexualidad era moral y conforme con la ley natural es pura propaganda, burdamente anacrónica por otro lado, como que proyecta sobre la clasicidad ideas totalmente modernas como el concepto cultural de “género” y la negación de la finalidad procreadora de la sexualidad. Aunque es verdad que los gentiles toleraban las relaciones homosexuales en tanto que ocasión de placer, debe precisarse que tales actos no eran exclusivos al ser nada más que un instrumento de placer que no excluía la verdadera sexualidad procreativa ligada al matrimonio. El matrimonio era una prerrogativa exclusivamente heterosexual. Nunca se consideró familia a una pareja homosexual; más aún, a la misma pederastía, aunque se la practicaba y toleraba mucho, se la consideraba una debilidad moral, si es que no un vicio, hasta el punto de que la negativa que opuso Sócrates a los ofrecimientos sexuales del joven Alcibíades constituyó una razón más de admiración hacia el sabio ateniense (cf. Platón, Banquete, 217-219 e). Juvenal, en las Sátiras, condena la homosexualidad en tanto que vicio, causa y síntoma de decadencia moral de la civilización, mientras que el historiador Tácito define a los sodomitas como un “hatajo de viciosos” (Anales, XV, 37, 8), y juzga severamente, junto con Suetonio y Dión Casio, los desviados hábitos sexuales de Nerón.
Lo que se ha dicho da a entender cómo juzgaba a la homosexualidad el sentido común de los gentiles, que se parece al de los paganos actuales, que miran la sodomía (especialmente la pasiva) con desprecio y reprobación.
La inmoralidad de la sodomía es de una claridad tan patente, que la misma modernidad, aunque atea y sorda a la ley natural, no ha llegado a afirmar la bondad moral de aquélla sino en los últimos decenios, es decir, después de que cayeran también, en la casi totalidad de los países occidentales, los pocos baluartes intelectuales de la conciencia recta que habían sobrevivido a las devastaciones precedentes. Dado que la obra popular divulgativa italiana por excelencia, bien que de clara matriz iluminista, define la voz “homosexualidad” como “aberración sexual” (Enciclopedia Garzanti Universale, 1962/69), y dado también que la misma cultura marxista-leninista catalogó a la sodomía entre los vicios antisociales, por no hablar de Freud, quien, aunque era hostil a la fe y a la moral, se centró, con todo, en la cura psiquiátrica de los invertidos, no puede uno dejar de reconocer, como conclusión, en estos testimonios de los enemigos de la verdad, la obviedad del juicio moral sobre los actos homosexuales, una obviedad tal, que incluso quien negaba a Dios y negaba la realidad no osaba, so pena de caer en el ridículo, afirmar lo contrario.
A los que invoquen la difusión de las costumbres libertinas de hoy para justificar el pecado impuro contra natura, bastará con recordarles que los datos estadísticos y los análisis sociológicos no constituyen un argumento válido, ni para demostrar nada, ni aún menos, para refutar la ley moral, como que no hay que confundir lo factual con lo normal: «(…) multitudo posset faceré simplicem fornicationem non esse peccatum mortale, vel magis tollerabile, si omnes fornicarentur?» [¿Podría hacer la muchedumbre que la mera fornicación no fuese pecado mortal, o que fuese más tolerable, si todos fornicaran?] (Pietro Cantore). Análogamente, tampoco la cantidad de tiempo puede influir sobre el juicio moral, de arte que los actos homosexuales entrañan una culpa gravísima aunque los cometan personas pertenecientes a pueblos tra-dicionalmente habituados a tamañas prácticas (cf. Mt 15, 3; Me 7, 8). En efecto: «la longitud del tiempo no disminuye los pecados, sino que los incrementa (X. 5. 3. 8-9)» (San Raimundo de Peñafort, Summa depoe nitentia, lib. II, tit. 3). Es imposible estar en desacuerdo con Graciano cuando afirma que «flagitia, quae sunt contra naturam, ubique ac semper repudianda atque punienda sunt» [«los delitos contra natura han de ser reprobados y castigados siempre y en todas partes»] (Graciano, D. II, XXXII, 7, c. 13).
¿Puede el enfermo de sodomía tener plena advertencia y perfecto consentimiento de la voluntad al cometer actos homosexuales?
Sí. La naturaleza patológica de la sodomía no exime de responsabilidad moral a quien se manche con actos homosexuales, porque tal desviación sexual no priva al enfermo del uso de razón ni del libre albedrío al ser nada más que una inclinación a la cual la persona puede prestarle o negarle su asentimiento. Así como el natural apetito sexual no obliga al hombre a fornicar, así y por igual manera ha decirse otro tanto del patológico deseo sodomítico. La concupiscentia carnis (ya tenga objeto natural, ya lo tenga desviado) se origina en la carne infectada por el pecado original, pero la voluntad personal, como es de naturaleza espiritual y no mate rial, goza por ello de libertad para consentir en el deseo o no.
Aprendamos de Dante, quien después de haber escrito, esclavo del error, que «liber arbitrio giá mai fu franco» [«nunca fue libre la voluntad humana»] frente a la pasión amorosa (Rimas L, v. 10), se volvió juicioso y se rectificó a sí propio, de suerte que abandonó, por absurdo, el determinismo psicológico y nos brindó una preciosa verdad: «En resumen, admitiendo que por fuerza de necesidad nazca todo amor que dentro de vosotros se enciende, en vosotros está la potestad de contenerlo» (Purgatorio, XVIII, vv. 70-72; cf. Gn 4,7: «¿No es cierto que si obrares bien serás recompensado, pero si mal, el castigo del pecado estará siempre presente en tu puerta? Mas, de cualquier modo, su apetito o la concupiscencia estará a tu mandar, y tú lo dominarás si quieres»).
Sí, los mismos enfermos de sodomía, aunque perciban irracionalmente que los actos sodomíticos les son connaturales, pueden conocer racionalmente, con todo, la inmoralidad de dichas prácticas al no estar su inteligencia corrompida por tal desviación. Brunetto Latini nos brinda un ilustre ejemplo de ello al probar concluyentcmente en su obra Li livres dou Trésor, a despecho de su sodomía (cf. Infierno, XV), la exacrabilidad de un vicio tan torpe.
¿Merecen la condenación eterna los actos homosexuales?
Ciertamente, la sodomía constituye materia grave (Compendio CCC, 492), de suerte que, cuando se dé plena conciencia y consentimiento deliberado, un solo acto homosexual priva al pecador de la gracia santificante y destruye en él la caridad y lo condena al infierno (CCC, 1033; 1035; 1472; 1861).
Téngase presente que el pecado impuro contra natura -el pecado de lujuria más grave (S. Th. Il-IIae, q. 154, a. 11; Graciano, D. II, XXXII, 7, caps. 12 y 14)- clama venganza al cielo al pertenecer, como enseña el Espíritu Santo, a la categoría de los pecados «más graves y funestos porque son directamente contrarios al bien de la humanidad y son odiosísimos, tanto, que provocan, más que los demás, los castigos de Dios» (San Pío X, Catecismo de la doctrina cristiana, 154) (es ésta una verdad confirmada por una revelación privada tan antigua cuanto venerable: un ángel de Dios le reveló al monje Wettinio que «in nullo tamen Deus magis offenditur quam cum contra naturam pecca-tur» [«sin embargo, en nada se ofende más a Dios que cuando se peca contra el orden de la naturaleza»]; Hatto, obispo de Basilea, Visio Wettini [Visión de Wettinio], 19).
El tercer concilio lateranense sancionó la sodomía con la pena medicinal de la excomunión, con lo que confirmaba su relevancia penal: «quicumque incontinentia illa quae contra naturam est (…) si laici, excommunicationi subdantur, et a coetu fidelium fiant prorsus alieni» [«a todos los que se den a esa incontinencia que es contraria al orden de la naturaleza (...) si son laicos, castígueseles con la excomunión y exclúyaseles por completo de la asamblea de los fieles»] (canon 11; confirmado por Gregorio IX, Decrétales, libro V, título 31, capítulo 4).
El severo juicio del magisterio tocante a los actos sodomíticos resulta perfectamente coherente consigo mismo en el tiempo, como que se funda en la santa tradición apostólica (p. ej., San Policarpo, Carta a losfilipenses, V, 3; San Justino, Primera apología, 27,1-4; Atenágoras, Súplica por los cristianos, 34, etc.) y en la Sagrada Escritura, en donde las prácticas homosexuales «se condenan como depravaciones graves, o, mejor dicho, se presentan como la funesta consecuencia de un rechazo de Dios» (Persona humana, 8), y ello desde el Génesis (19, 1-29) hasta el Nuevo Testamento (I Tim 1,10; Rom 1, 18-32), pasando por el Levítico, en el que Moisés -quien define la sodomía como “práctica abominable” (Lev 18,22)- «excluye del pueblo de Dios a los que asumen un comportamiento sodomítico» (Cura, 6) (lo cual le sirvió a San Pablo para confirmar tal exclusión en una perspectiva escatológica [I Cor 6, 9-10]).
Tampoco puede pasarse en silencio el lazo íntimo que vincula la homosexualidad con el Maligno, un lazo objetivo que no implica necesariamente que los invertidos estén poseídos por Satanás, pero que afirma el origen diabólico de tal perversión[1]. Sin embargo, aunque es un pecado gravísimo, con todo, la sodomía halla el perdón de Dios con tal que el pecador contrito reciba la absolución sacramental después de haberse acusado de sus pecados mortales en una confesión humilde, íntegra, sincera y prudente, acompañada de un propósito de enmienda absoluto, universal y eficaz.
Habida cuenta de la finalidad de la sexualidad y de la naturaleza objetiva de los actos homosexuales, «las personas homosexuales están llamadas a la castidad» (CCC, 2 359), es decir, están obligadas a la abstinencia sexual mediante la virtud del dominio de sí sostenida por la gracia sacramental y la oración (la castidad es el duodécimo fruto del Espíritu Santo).
Recuerden los homosexuales temerosos de Dios las palabras de San Pablo: «Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias» (Gal 5,22-24). La ley natural y divina les manda a los homosexuales que ejerzan su libertad racional rechazando la tentación y negando su enferma inclinación sexual: «la conformidad de la autonegación de hombres y mujeres homosexuales con el sacrificio del Señor constituirá para ellos una fuente de autodonación que los salvará de una forma de vida que amenaza continuamente con destruirlos» (Cura, 12). La Iglesia, por su parte, se compromete a asistir espiritualmente a esos desafortunados hijos suyos sosteniéndolos en la dura lucha contra la tentación y protegiéndolos de las insidias de doctrinas morales erróneas, causa cierta de muerte espiritual si se las pone por obra.
¿Puede la autoridad civil modificar la institución matrimonial haciendo caso omiso de la heterosexualidad de los nubendi (= de los que se van a casar) en tanto que conditio une qua non (= condición necesaria)?
No. Al ser el matrimonio una institución de derecho natural está determinado para siempre; de ahí que nadie pueda intervenir para modificar su naturaleza esencial, ni siquiera Dios mismo (y aún menos la autoridad civil). Como quiera que los sujetos y la materia del contrato nupcial son un hombre y una mujer, y que el fin primero de la institución matrimonial es la procreación, la unión de dos personas del mismo sexo no puede ni podrá ser nunca matrimonio. Habida cuenta de que, por derecho natural, el matrimonio se da sólo entre dos personas de sexo diferente (como que el Creador lo instituyó por fundamento de la familia -sociedad natural con propiedades esenciales y finalidades propias- y Cristo lo elevó a la dignidad de sacramento), queda excluida por definición la posibilidad de un matrimonio homosexual: «se le opone, ante todo, la imposibilidad objetiva de hacer fructificar el connubio mediante la transmisión de la vida (…) y, además, la ausencia de los presupuestos necesarios para esa complementariedad interpersonal que quiso el Creador se diera entre el macho y la hembra tanto en el plano físico-biológico cuanto en el eminentemente psicológico» (Juan Pablo U, Discurso al Tribunal de la Rota Romana, 21-1-1999).
¿Es lícito que la autoridad civil reconozca las uniones de hecho entre homosexuales?
Se oponen a tal hipótesis argumentos racionales relativos al orden de la recta razón y al orden biológico-antropológico, social y jurídico, que se exponen sintéticamente en las Consideraciones sobre los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales, que publicó el 3 de junio del 2003 la Suprema Congregación para la Doctrina de la Fe.
Reconocer públicamente las uniones de hecho contrasta con los mismos principios del derecho liberal compendiados en el Código Napoleónico, donde se afirma la siguiente simetría: «Si los que conviven hacen caso omiso de la ley, ésta hace caso omiso de ellos». La errónea concepción liberal del derecho hace que se juzgue indiferente para la ley la convivencia more uxorio, aunque, a decir verdad, se trata de un delito.
Corrijamos al legislador liberal, como es de nuestro deber, y corroboremos que, al constituir el contubernio sodomítico un escándalo público (además de un desorden objetivo), le corresponde a la autoridad civil perseguir penalmente a los amantes (cosa que se verifica, p. ej., en los siguientes Estados norteamericanos: Florida, Michigan, Mississipi, Carolina del Norte, Virginia y Virginia del Oeste). Dicho deber persecutorio ha de cumplirse también, obviamente con mayor severidad, con los amantes homosexuales. Las uniones homosexuales son una ofensa grave al orden civil y, como tales, no sólo no pueden recibir un reconocimiento público, sino que, más aún, deben ser objeto de prohibición legal.
¿Puede la autoridad civil discriminar y perseguir penalmente a los homosexuales?
Sí, la autoridad civil puede discriminar a los homosexuales -mejor dicho: debe-. En efecto: «las personas homosexuales tienen, en cuanto personas humanas, los mismos derechos que todas las demás personas (…) con eso y todo, tales derechos no son absolutos. Pueden limitarse legítimamente a causa de un comportamiento externo objetivamente desordenado. Eso a veces no sólo es lícito, sino obligatorio» (Algunas consideraciones…, 12). La autoridad debe disponer la exclusión de los homosexuales no sólo de la enseñanza y de otras funciones pedagógico-educativas (el educador debe ser «vita pariter et facundia idoneus» [«digno tanto por su forma de vida cuanto por sus facultades»], C. Th. XIII, 3, 6), sino también de la vida militar, del cuidado físico-deportivo sanitario de los jóvenes, de la posibilidad de adoptar niños, etc.
Sí, la autoridad civil puede perseguir penalmente tanto a los reos de sodomía como a los de lesbianismo -o, por mejor decir, debe- en cuanto culpables de violencia contra Dios creador (cf. Infierno, XI, vv. 46-51), es decir, en cuanto responsables de una violación gravísima de la ley natural y divina. La lex divina vetus, no abrogada por Cristo (cf. Mt 5,17; Le 16,17), afirma la naturaleza criminal del acto homosexual y, por ende, su necesaria punición: «El que pecare con varón como si éste fuera una hembra, los dos hicieron cosa nefanda; mueran sin remisión; caiga su sangre sobre ellos» (Lev 20, 13). Dicha pena la recogieron los emperadores Teodosio el Grande y Valentiniano II en la ley “Non patimur urbem Romam” ["No toleramos que la ciudad de Roma"], del 390 (en Mosaicarum et romanarum legum collectio [colección de leyes mosaicas y romanas], V, 3).
Aunque el magisterio reciente (CCC, 2266) confirma la admisibilidad y moral de la pena capital cuando otros medios son insuficientes (ivi, 2667), el ordenamiento penal secular puede sancionar legítimamente la sodomía de otro modo, pues la elección de las penas corresponde a la autonomía del gobernante temporal. Así como hicieron bien el emperador Carlos V (Lex Carolinas, § 116) y el Papa Gregorio XIII, en calidad de príncipe territorial (Statuta Urbis Romae, liber II, cap. 49), al confirmar la pena de la hoguera para los sodomitas, así y por igual manera obró sabiamente el caudillo de España, Francisco Franco Bahamonde, al promulgar, en 1970, la ley de peligrosidad social[2]: una ley ejemplar en la condena de la homosexualidad, aunque preveía medidas punitivas distintas de la pena de muerte. Pero aun si se muda el castigo, no se muda ni podrá mudarse jamás el reconocimiento de la sodomía en tanto que crimen que ha de perseguirse: «cum vir nubit in feminam (…) ubi sexus perdidit locum (…) iubemus insurgere leges, armari iura gladio ultore, ut exquisitis poenis subdantur infames, qui sunt vel qui futuri sunt rei» [«cuando el hombre se une sexualmente como mujer (...) cuando el sexo perdió su dignidad (...) mandamos que las leyes se alcen, que se arme el derecho con la espada vengadora, para que los reos presentes o futuros de dicha infamia sean castigados con penas escogidas»] (Constancio II y Constante en C. IX, 9, 30). Un ordenamiento que no reconozca el acto homosexual como delito constituye, dada la función pedagógica de la ley, una legitimación de la perversión, por lo que, abierta así la puerta al desorden moral, no puede asombrarnos que también otras formas de desviación sexual, que todavía se reprueban y castigan, reivindiquen lentamente los mismos derechos que se le han concedido a la homosexualidad, lo cual hallan, por lo demás, un terreno cultural abonado: «cuando (…) se acepta como buena la actividad homosexual, o bien cuando se introduce una legislación civil a fin de proteger un comportamiento para el cual nadie puede reivindicar derecho alguno, ni la Iglesia ni la sociedad en su conjunto deberían sorprenderse luego de que ganen terreno asimismo otras opiniones y prácticas torcidas, ni de que los comportamientos violentos e irracionales se incrementen» (Cura, 10). Aunque la lex divina constituya una extraordinaria revelación de justicia, no hace falta la fe para conocer la relevancia penal de la sodomía, pues para ello basta la lex naturalis, la ley natural, que está al alcance del conocimiento racional de todos los hombres: un testimonio histórico de ello lo brinda el 7a-Tsing-Leu-Lee (el código penal chino de 1799), donde, conforme con la recta razón mediada por la tradición moral del Celeste Imperio, se condena la homosexualidad como crimen contra natura (cf. la sección CCCLXVI, estatuto n° 3). La comunidad política, cuyo fin es el bien común, esto es, la perfección del hombre, debe dotarse, una vez conocida la antropología verdadera y, con ella, la lex naturalis, de «una ley que constriña a un uso natural de la sexualidad con vistas a la procreación y excluya, por ende, las relaciones homosexuales» (Platón, Leyes VIII, 838 E); lo cual no equivale, ciertamente, a poner la sexualidad honesta bajo control estatal, como sucede en los regímenes totalitarios (p. ej., con la imposición de medidas eugenésicas o de control de los nacimientos), sino que lo procedente es impedir las formas inmorales de la sexualidad que niegan en sí mismas el fin natural de la procreación. Como la autoridad pública, al perseguir a los reos de homosexualidad, debería atenerse al derecho natural, el cual le reconoce al domicilio una inviolabilidad relativa, condenaría de hecho sólo a los que se dieran o intentaran darse a relaciones contra natura sin intimidad -«etsi effectu sceleris potiri non possunt, propter voluntatem perniciosae libidinis extra ordinem puniuntur» [«aunque no pueden consumar su mala acción, se les castiga por la voluntad desordenada de un placer pernicioso»] (Graciano, D. II, XXXIII, 3, d. 1, c. 15)-, y también a los que las favorecieran, confesaran públicamente tal crimen o se hicieran culpables de apología de la homosexualidad, con lo que se garantizaría un gran margen de tolerancia para con los invertidos discretos. La ratio legis debería ser distinta al condenar la homosexualidad en sí, prescindiendo de las circunstancias, pero, en la práctica, la acción penal se ejercitaría de manera análoga a lo que disponía el Código Penal para el reino de Cerdeña (libro II, título VII, artículo 425), que promulgó el por demás laicísimo rey Vittorio Emanuele II. Lo mismo vale tocante a la discriminación civil de los homosexuales, la cual se ejercería únicamente con los homosexuales declarados y orgullosos: «la tendencia sexual de un individuo no es, por lo común, conocida de los demás a menos que aquél se identifique públicamente a sí propio como poseedor de dicha tendencia, o que, por lo menos, la manifieste algún comportamiento externo» (Algunas consideraciones…, 14). En consecuencia, el problema de la justa discriminación no se plantea normalmente para los homosexuales castos (o, al menos, no exhibicionistas).
La acción pública debe dirigir su atención, como hemos visto, no sólo a los actos homosexuales, sino también a la tendencia homosexual, discriminando a los pervertidos en aras del bien común y garantizándoles a los homosexuales (o, si llega el caso, imponiéndosela coercitivamente) una terapia adecuada para que se reorienten en lo sexual. Así como la inclinación sexual no constituye pecado, así y por igual manera sería ilegítima una persecución penal de ésta, como que es independiente de la voluntad, la cual es la única que puede, en virtud del libre albedrío, determinar una culpa; ello no impediría la imposición de una terapia forzosa a los homosexuales reacios a la reorientación, dado que tal acción de la autoridad pública se configuraría, no como un ejercicio de la potestad punitiva, sino como un tratamiento sanitario obligatorio. Cuando las autoridades civiles, una vez afirmada -explícita o implícitamente- la naturalidad de la homosexualidad, no se obligan a procurar la reorientación sexual de los homosexuales, sino que, por el contrario, la obstaculizan, «se impide que hombres y mujeres reciban la terapia que necesitan y a la que tienen derecho» (Cura, 15).
A los que objetaran que la sexualidad no trasciende del ámbito exclusivamente privado, por lo que es, en cuanto tal, absolutamente libre, se les debe recordar la naturaleza profundamente social de la sexualidad, sea porque implica una relación entre dos personas, ya porque su fin natural es la procreación, es decir, la generación de una tercera persona (la aspiración al reconocimiento de la naturaleza puramente privada de la sexualidad es el motor de una reivindicación libertaria acogida por el derecho liberal, como se echa de ver, p. ej., en la sentencia Law-rence et al. vs. Texas, que dictó la Supreme Court ofthe USA el 26 de junio del 2003, con la que se invirtió la sentencia Bowers vs. Hardwick del de junio de 1986; el Woafenden Report de 1957, punto de partida para la despenalización de los actos homosexuales, afirmaba que los comportamientos homosexuales en privado entre adultos consintientes no podían ya considerarse delictivos).
Más aún: se debería rechazar asimismo el concepto liberal del derecho, según el cual «el único aspecto de la conducta propia del que cada cual ha de dar cuenta a la sociedad es el atinente a los demás; tocante a los aspectos que le atañen sólo a uno mismo, la independencia es absoluta de derecho. El individuo goza de soberanía sobre sí propio, sobre su mente y sobre su cuerpo» (J. S. Mili). Y se debería afirmar, por el contrario, que al Estado le corre el deber de garantizar el respeto a la ley natural incluso allí donde no parezca estar enjuego el interés colectivo. Decimos “incluso allí donde no parezca” porque, en realidad, las relaciones homosexuales «son nocivas para el recto desarrollo de la sociedad humana» (Cons. 8), además de ofender a Dios y atraer sus castigos («a menudo hasta una ciudad entera sufre a causa de un hombre malvado/ que peca y proyecta sacrilegas tramas»: Hesíodo).
Si ya en el siglo XII Gualterio de Lille podía cantar: «Et quia non metuunt animae discrimen, / principes in habitan verterunt hoc crimen, / virum viro turpiter jungit novus hymen» [«Y porque no temen perder el alma, / los notables trocaron en hábito esta culpa, / y el hombre se une al hombre de manera repugnante en un nuevo himeneo»] (Carmen IV, XXVIII), ¿qué deberíamos escribir nosotros de nuestros gobernantes?
Conclusiones.
La santa madre Iglesia recuerda: – A los poderes temporales, que «reconocer legalmente las uniones homosexuales, o bien equipararlas con el matrimonio, significaría no sólo aprobar un comportamiento desviado, lo que entrañaría su conversión en un modelo para la sociedad actual, sino, además, ofuscar los valores fundamentales que pertenecen al patrimonio común de la humanidad» (Cons., 11).
Al parlamentario, o a cualquier otro le gislador católico, dos cosas, a saber:
1a) Que frente a proposiciones de ley tendentes al reconocimiento legal de las uniones homosexuales, «tiene el deber moral de expresar clara y públicamente su desacuerdo y votar en contra del proyecto de ley, pues conceder el sufragio de su voto a un texto legislativo tan nocivo para el bien común de la sociedad es un acto gravemente inmoral» (Cons., 10).
2a) Que en relación con leyes que acaso estén ya en vigor, «debe oponerse como pueda y hacer conocer su oposición: se trata de un acto obligado de testimonio de la verdad» (Cons., 10).
- A todos los fieles, que «están obligados a oponerse al reconocimiento legal de las uniones homosexuales» (Cons., 10).
- A los homosexuales, que están obliga dos a la abstinencia sexual.
Ya en 1986 la Suprema y Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe denunciaba la tentativa, en acto en algunas naciones, de «manipular a la Iglesia, granjeándose el apoyo de sus pastores, con la mira puesta en cambiar las normas de la legislación civil. El fin de tal acción es conformar dicha legislación con la concepción propia de estos grupos de presión, según la cual la homosexualidad es, como mínimo, una realidad perfectamente inocente, si es que no algo totalmente bueno» (Cura, 9). El ex Santo Oficio recordaba, ante tan diabólica acción, que la doctrina moral «no puede modificarse bajo la presión de la legislación civil o de la moda del momento» (Cura, 9), y que a los grupos que operan, incluso en el seno de la Iglesia, en pro de la aceptación de la homosexualidad y de la legitimación de los actos homosexuales, «los mueve una visión opuesta a la verdad sobre la persona humana (…). Manifiestan una ideología materialista, que niega la naturaleza trascendente de la persona humana, así como la vocación sobrenatural de todo individuo» (Cura, 8).
La exigencia que hace la Suprema Congregación a los obispos de que «estén particularmente alertas en relación con los programas que intentan de hecho ejercer una presión sobre la Iglesia para que cambie su doctrina» (Cura, 14) suena aún más perentoria y vinculante una vez constatada la general degradación moral de los propios católicos. En efecto: el ministerio episcopal les impone a los obispos la obligación de rechazar, censurar y combatir «las opiniones teológicas contrarias a la enseñanza de la Iglesia, que sean ambiguas respecto de ésta o que hagan caso omiso de ella por completo» (Cura, 17).
Aunque, como pusimos de manifiesto más arriba, se ha difundido también en el mundo católico la idea según la cual condenar los actos homosexuales sería una forma de “racismo” inconciliable con el evangelio, el magisterio, en cambio, enseña la bondad moral de una justa discriminación con base en las tendencias homosexuales, porque «la tendencia sexual no constituye una cualidad paran-gonable a la raza, al origen étnico, etc., respecto de la no-discriminación, puesto que, al contrario que éstas, la tendencia homosexual es un desorden objetivo y requiere una preocupación moral» (Algunas cons., 10), «visto que no hay derecho alguno a la homosexualidad» (Algunas cons., 13).
A la luz de lo expuesto se patentiza toda la inmoralidad de las legislaciones civiles que vuelven «ilegal una discriminación sobre la base de la tendencia homosexual» (Algunas cons., Premisa)[3] y llegan hasta perseguir penalmente a cuantos recuerden la naturaleza desviada y pecaminosa de la homosexualidad, con lo que impiden de hecho la misión de la Iglesia (el 29 de junio del 2004 un tribunal sueco condenaba a la cárcel al pastor luterano de Borgholm, el dr. Ake Green, por haber criticado, en el sermón dominical, los denominados matrimonios gays, mientras que, en Andalucía [España], el reverendo sacerdote don Domingo García Dobao fue denunciado por haberle infligido una humillación pública a un conocido sodomita al negarle el Santísimo).
Si Dios les exige a los homosexuales, por conducto de la ley moral natural y de la revelación que le confió a la Iglesia, que sean castos en la abstinencia, el único camino para conseguirlo es practicar constantemente la castidad con una fuerza de voluntad sostenida por la gracia sacramental y por la plegaria, de manera que el alma se revista del hábito moral de la castidad (los hábitos morales no se poseen por una oscura suerte, sino que se adquieren con la práctica constante). Pero, por el contrario, cada vez que un homosexual cede a la tentación y realiza un acto homosexual, no sólo comete un pecado mortal gravísimo, sino que refuerza en su interior «una inclinación sexual desordenada» (Cura, 7), con lo que se convierte en esclavo de un vicio abominable.
Baldasseriensis, tomado del Blog “El Cruzamante”, Doctrina Tradicional.
Documentos eclesiales citados:
Cura = Suprema Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe: Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre el cuidado pastoral de las personas homosexuales (1 de octubre de 1986).
Cons. = Suprema Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe: Consideraciones sobre los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales (3 de junio del 2003).
Algunas cons. = Suprema Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe: Algunas consideraciones relativas a la respuesta a proposiciones de ley sobre la no-discriminación de las personas homosexuales.
Notas:
[1] a) En la hora presente, interesa poner de manifiesto, más que la existencia actual de la brujería(cf. Inocencio VIII, Summis desiderantes affectibus; padres Heinrich Institor y Jacob Sprenger, Malleus maleficarum; fray Johannes Nieder, Fornicarius, etc.), el lazo íntimo que se da entre sodomía y presencia satánica: los cuerpos humanos se transforman “in delubra demonum” “en santuarios de demonios” (Visio Wettini, 19), razón por la cuál «los santos Padres se preocuparon mucho de sancionar (en el concilio de Ancira, canon 17) que los sodomitas rogasen junto con los endemoniados, porque no dudaban de que estuviesen poseídos por el espíritu diabólico» (San Pedro Damiano, Líber Gomorrhianus).
[2] Recordemos también las proposiciones de ley nn. 2990/ 1961, 1920/ 1962 y 759/ 1963,que se presentaron en la Cámara de los Diputados con el intento de penalizar los actos homosexuales: la primera era del honorable Romano Bruno (PSDI), las otras, del honorable Clemente Manco (MSI) y otros. La casi totalidad de los ordenamientos jurídicos reconoció, hasta mediados del siglo pasado, la naturaleza criminal de los actos homosexuales: p. ej., el § 175 del Código Penal Alemán contó entre los delitos a los actos homosexuales hasta el 25/ VI/ 1969, y reconoció su intrínseca inmoralidad hasta el 23/XU 1973. Aunque en Italia Giuseppe Zanardelli había despenalizado la sodomía ya en el 1889, el Ministerio del Interior dictaba todavía, el 30/ IV/ 1960, una circular sobre la represión de la homosexualidad.
[3] Como ya lo denunció Juan Pablo II en su “Memoria e identidad” (p. 23), el Parlamento Europeo muestra una particular solicitud por la tutela jurídica del presunto derecho al vicio abominable de la homosexualidad; cf. las resoluciones 8/1/ 1994; 20/ IX/ 1996; 17/ IX/ 1998.
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