Ernesto Hello (1828 - 1885).
El rasgo característico, absolutamente característico del hombre mediocre, es su deferencia por la opinión pública. No habla jamás, siempre repite. Juzga a un hombre por su edad, su posición, su éxito o su fortuna. Siente el más profundo respeto por aquellos que son conocidos, no importa en virtud de qué títulos; por aquellos que han impreso mucho. Haría la corte a su más cruel enemigo si ese enemigo llegara a ser célebre; pero no hiciera caso de su mejor amigo, si no lo elogiara nadie. No concibe que un hombre todavía obscuro, un hombre pobre con el cual todos se codean, a quien se trata sin cumplidos, a quien se tutea, pueda ser un hombre de genio.
Así fueses el más grande de los hombres, si te conoció niño, creerías hacerte demasiado honor comparándote con Marmontel[1]. No habrá algo en que se atreva a tomar la iniciativa. Sus admiraciones son prudentes, sus entusiasmos son oficiales. Menosprecia a los jóvenes. Tan sólo cuando se haya reconocido tu grandeza, exclamará: ¡Bien lo había adivinado! Pero, ante la aurora de un hombre ignorado todavía, no dirá nunca: ¡He ahí el porvenir y la gloria! Quien a un trabajador desconocido pueda decirle: “¡Hijo mío, eres un hombre de genio!” tiene merecida la inmortalidad que promete. Comprender es igualar, ha dicho Rafael.
El hombre mediocre puede tener determinada aptitud especial: puede tener talento. Pero la intuición le está vedada, no la tendrá jamás. Puede aprender, no puede adivinar. Admite algunas veces una idea, pero no la sigue en sus diversas aplicaciones; y, si se la presenta en términos diferentes, ya no la reconoce: la rechaza.
Admite algunas veces un principio; pero, si llegas a las consecuencias de ese principio, te dirá que exageras.
Si la palabra exageración no existiese, el hombre mediocre la inventaría.
El hombre mediocre piensa que el cristianismo es una precaución útil, sin la cual sería imprudente pasarse. Sin embargo, lo detesta interiormente; también algunas veces tiene para con él cierto respeto, el mismo respeto que tiene para los libros que están de moda. Pero tiene horror al catolicismo: lo encuentra exagerado; le gusta más el protestantismo, al que considera moderado. Es amigo de todos los principios y de todos los contrarios de estos principios.
El hombre mediocre puede tener en estima a la gente virtuosa y a los hombres de talento.
Tiene miedo y horror a los Santos y a los hombres de genio; los encuentra exagerados.
Pregunta para qué sirven las órdenes religiosas, sobre todo las órdenes contemplativas. Admite las hermanas de San Vicente de Paul, porque su acción se hace a lo menos parcialmente, sobre el mundo visible. Pero las carmelitas, dice, ¿para qué sirven?
Si el hombre naturalmente mediocre llega a ser seriamente cristiano, cesa absolutamente de ser mediocre. Puede no llegar a ser un hombre superior, pero le arranca de la mediocridad la mano que empuña la cuchilla. El hombre que ama, nunca es mediocre.
Ernesto Hello, “El Hombre. La vida, la ciencia, el arte”, Editorial “Difusión”, Segunda edición, Buenos Aires, 1946. Págs. 64-66.
[1] Amigo de Voltaire, tipo del literato mediocre, quien tuvo cierta fama en su tiempo (1723-1799).