La primera palabra del hombre mediocre que juzga un libro, se dirige siempre contra un detalle, y habitualmente contra un detalle de estilo. Está bien escrito, dice, cuando el estilo es fluido, tibio, incoloro, tímido. Está mal escrito, dice, cuando la vida circula en tu obra, cuando hablando creas tu lengua, cuando expresas tus pensamientos con esa lozanía que es la franqueza del escritor. Apetece la literatura impersonal, detesta los libros que obligan a la reflexión. Gústanle aquellos que se parecen a todos los restantes aquellos que entran en sus hábitos, que no hacen estallar su molde, que no salen de su marco, los que se saben de memoria antes de leerlos, porque se parecen a cuantos se leen desde que se ha aprendido a leer.
El hombre mediocre dice que Jesucristo debiera haberse limitado a predicar la caridad, y no hacer milagros; pero detesta más todavía los milagros de los Santos, los de los Santos modernos sobre todo. Si le citas un hecho a la vez sobrenatural y contemporáneo, dirá que las leyendas pueden hacer buen efecto en la vida de los Santos, pero que allí deben dejarse; si le haces observar que la potencia de Dios es la misma ahora que en los pasados tiempos, contestará que exageras.
El hombre mediocre dice que en todas las cosas hay algo bueno y algo malo, que no se debe ser absoluto en los juicios, etc.
Si afirmas la verdad enérgicamente, el hombre mediocre dirá que tienes hasta confianza en ti mismo. ¡El, que tiene tanto orgullo, no sabe qué es el orgullo! Es modesto y orgulloso, sumiso ante Voltaire y sublevado contra la Iglesia. Su divisa es el grito de Joab: ¡Audaz contra Dios tan sólo!
Ernesto Hello, “El Hombre. La vida, la ciencia, el arte”, Editorial “Difusión”, Segunda edición, Buenos Aires, 1946. Págs. 66-67.