Compartimos la famosa y muy citada homilía del Papa Pablo VI, realizada
en pleno Concilio Vaticano II, en la que afirma que el humo de Satanás ha
penetrado en la Iglesia. Traducción publicada ya hace diez años (viernes 29 de
junio de 2012) por la publicación “Secretum
Meum Mihi” al cumplirse los cuarenta años del Concilio Vaticano II.
S.S. Paulo VI
durante el Concilio Vaticano II
Lamentémonos y lloremos todos amargamente, puesto que en esta fecha hace 40 años, el Papa Paulo VI admitía claramente y sin ambajes que el Diablo había penetrado en la Iglesia. Lo peor de todo: ¡Nadie ha dicho desde entonces que hubiera salido!En efecto, en la Solemnidad de San Pedro y San Pablo de 1972, en su homilía para la ocasión, el Papa Paulo VI pronunció una de sus más famosas homilías (acaso la más de todas). Infortunadamente considerada no tan famosa como para que el propio sitio de internet de la Santa Sede consigne la totalidad de sus palabras, limitándose a hacer una simple síntesis en italiano.Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que muchos citan pasajes de esta homilía de Paulo VI sin haberla nunca leído por completo, limitándose a tomar los pasajes citados de algún otro que los haya citado previamente y así sucesivamente, obteniéndose una deformación y/o descontextualización de las palabras del Pontífice.Pero no nos sintamos defraudados, aquí está por primerísima vez en internet el texto completo e integral en español de la célebre homilía de S.S. Paulo VI en Jun-29-1972, la cual a veces es denominada “fuertes en la fe”, debido a su último párrafo.
En la solemnidad de San Pedro y San Pablo apóstol
S.S. Paulo VI, Oct-31-1973
Tenemos que
agradecer a vosotros y a cuantos, ausentes de Roma, estáis presentes en
espíritu, la asistencia a este rito que quiere tener una doble intención: la
primera, diría —y es suficiente—, es la de honrar a los santos Pedro y Pablo,
especialmente por estar en la basílica en la que nos hallamos, sobre la tumba y
las reliquias del apóstol Pedro; de honrar a estos príncipes de los apóstoles y
de honrar a Cristo en ellos, y de sentirnos llevados por ellos a Cristo, pues
les somos deudores de esta gran herencia de la fe. Y, además, la otra intención
es que no podemos ser insensibles a conmemorar el noveno aniversario de nuestra
elección —como sucesor de Pedro— al Pontificado romano y, lo decimos temblando,
al puesto de representante visible en la Tierra, vicario de Nuestro Señor
Jesucristo.
Os lo
agradecemos de corazón, también, porque esta presencia nos asegura lo que más
vivo y ardoroso está en nuestros deseos: vuestra adhesión, vuestra fidelidad,
vuestra comunión, vuestra unidad en la oración y en la fe, y en la constitución
de esta misteriosa sociedad visible y terrenal que se llama la Iglesia, y por
sentirnos aquí particularmente Iglesia, unidos en Jesucristo como en un cuerpo
solo y, también, porque confiamos en que esta presencia significa ayuda,
oración, y signifique indulgencia para quien os habla y también oración por
Nos, por nuestro cargo, por la misión que el Señor Nos encomendó para el bien
de la Iglesia y del mundo. Y esta oración Nos servirá verdaderamente de gran
sufragio para cumplir humilde y fuertemente nuestra fatiga.
Nos sentimos
autorizados a ceder la palabra al propio San Pedro y a rogarle que diga una de
sus palabras entre las tantas hermosas que nos dejó en las dos epístolas
canónicas que conservamos en el cuerpo de la Sagrada Escritura, y elegimos las
que hablan de vosotros. San Pedro habla de la comunidad la Iglesia naciente en
la primera carta —extraña, pero expresiva— que envió desde Roma a las iglesias
de Oriente, a las iglesias de Asia Menor, dicen los exégetas informados y que,
según su costumbre, escribió no para hacer nuevas comunicaciones doctrinales
—como solía hacer San Pablo—, sino para exhortar. Se siente el pastor que quiere
incitar, que quiere animar, y que quiere dar conciencia de lo que el pueblo
cristiano es y de lo que debe hacer. En esta primera carta de San Pedro se
toca, con profunda clarividencia y agudeza, toda la gama de los nuevos sentimientos
que deben tener vivencia y brotar con ímpetu del corazón cristiano. Entre las
muchas palabras que la carta contiene, os presentamos éstas que dejamos a
vuestra meditación, con un breve comentario; dice San Pedro: “Vosotros sois una
estirpe elegida, un sacerdocio real, gente santa, pueblo de su propiedad, para
que proclaméis las virtudes de quien os llamó de las tinieblas a la luz
maravillosa. Vosotros que antaño no erais un pueblo, ahora sois pueblo de Dios;
vosotros que antes no fuisteis partícipes de la misericordia, ahora en cambio
participáis de la misericordia del Señor”.
He aquí lo que
Nos, sometemos un momento a vuestra reflexión.
Sacerdocio real
Estas son
palabras que han sido muy estudiadas en los últimos años, especialmente porque
han sido el eje de la doctrina del Concilio en su capítulo principal, es decir,
en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, donde se describe precisamente
este cuadro del pueblo de Dios. Sí; os decimos que en este momento propio de
oración, pobres como somos, el Señor nos inspira para comprender las cosas.
Imaginamos tener delante de Nos, casi extendida en panorama, a toda la Santa
Iglesia Católica, y la vemos —con las características que San Pedro indica— en
una unidad; recogida en este principio —Cristo— para este fin: glorificarle para
este beneficio, salvarse para esta transfiguración, casi para esta metamorfosis
que está iniciada en cada uno de los que componen esta comunidad de orden
sobrenatural, por el descubrimiento de la vocación en cada uno de los
componentes de esta gran masa humana, de este gran mar de la Humanidad, en el
que cada cual está personalmente llamado como miembro de la multitud,
personalmente llamado —según dice el “Apocalipsis”, acerca del último día— a
recibir, como cada uno de los elegidos, un nombre nuevo. Si bien recuerdo, dice
el Señor en el texto, que todos estamos llamados a ejercer, a componer, un
sacerdocio real. Aquí hay una reminiscencia del Antiguo Testamento —la del
Éxodo—cuando Dios, hablando a Moisés antes de entregarle La Ley, dice: “Yo haré
de este pueblo un pueblo sacerdotal y real”. San Pedro recoge esta palabra tan
grande, tan exaltadora, y !a aplica al nuevo pueblo de Dios, heredero y
continuador del Israel dela Biblia, para formar un nuevo Israel, el Israel de
Cristo. Dice San Pedro: “Será el pueblo sacerdotal y real el que glorificará al
Dios de la misericordia, al Dios de la salvación”. Sabemos que esta palabra ha
sido, a veces, mal entendida, como si e! sacerdocio fuera un solo orden, es
decir ,fuese comunicado a cuantos están insertos en el Cuerpo Místico de
Cristo, a cuantos son cristianos. En cierto sentido es verdad, y solemos
llamarlo sacerdocio común, pero el Concilio nos dice —y la Tradición ya nos lo
había enseñado— que existe otro grado, otro estado de sacerdocio: el sacerdocio
ministerial, que tiene facultades, prerrogativas particulares y exclusivas,
precisamente del sacerdocio ministerial.
Pero
detengámonos en lo que interesa a todos: el sacerdocio real. Aquí deberíamos
preguntarnos qué significa sacerdocio, pero las explicaciones no acabarían
nunca, y por ello nos limitamos y conformamos con esto: sacerdote significa
capacidad de rendir culto a Dios, de comunicar con El, de buscarle siempre en
una profundidad nueva, en un descubrimiento nuevo, en un amor nuevo. Este
impulso de la Humanidad hacia Dios, que no ha sido suficientemente alcanzado ni
suficientemente conocido, es el sacerdocio de quien está inserto en el único
sacerdote que, después del advenimiento del Nuevo Testamento, es Cristo. Es que
el cristiano está dotado por ello mismo de esta calidad, de esta prerrogativa
de poder hablar al Señor en términos verdaderos, como de hijo a padre.
Lo que distingue al cristiano
“Audemos
dicere”: podemos en verdad celebrar ante el Señor un rito, una liturgia de la
oración común, una santificación de la vida incluso profana, que distingue al
cristiano del que no es cristiano. Este pueblo es distinto, aunque esté
confundido en la gran marea de la Humanidad. Tiene su distinción, su
característica inconfundible. San Pablo se definió “segregatus”, separado,
distinto del resto de la Humanidad, precisamente por estar investido de
prerrogativas y funciones que no tienen los que no poseen la suma fortuna y la
excelencia de ser miembros de Cristo. Entonces tenemos que considerar que
nosotros, los que estamos llamados a ser hijos de Dios, a participar en el
Cuerpo Místico de Cristo, que somos animados por el Espíritu Santo y hechos templos
de la presencia de Dios, tenemos que realizar este coloquio, este diálogo, esta
conversación con Dios en la religión, en el culto litúrgico, en el culto
privado, y tenemos que extender el sentido de la sacralidad incluso a las
acciones profanas. “Si coméis, si bebéis —dijo San Pablo— hacedlo por la gloria
de Dios”. Y lo dice repetidas veces, en sus cartas, como para reivindicar al
cristiano la capacidad de infundir algo nuevo, de ¡luminar, de sacralizar
también las cosas temporales, externas, efímeras, profanas.
Desacralización
Se nos exhorta
a dar al pueblo cristiano, que se llama Iglesia, un sentido verdaderamente
sagrado. Y afirmándolo así, sentirnos que tenemos que contener la ola de
profanidad, desacralización, secularización, que sube, que oprime y que quiere
confundir y desbordar el sentido religioso en el secreto del corazón —en la
vida privada exclusivamente secreta, o también en las afirmaciones de la vida
exterior— de toda interioridad personal, o incluso hacerlo desaparecer. Se
afirma que ya no hay razón para distinguir un hombre de otro, que no hay nada
que pueda realizar esta distinción. Aún más, hay que devolver al hombre su
autenticidad, hay que devolver al hombre su verdadero ser, que es común a todos
los demás. Pero la Iglesia, y hoy San Pedro, llamando al pueblo cristiano a la
conciencia de sí mismo, le dicen que es el pueblo elegido, distinto, adquirido
por Cristo, un pueblo que debe ejercer una particular relación con Dios, un
sacerdocio con Dios. Esta sacralización de la vida hoy no debe ser borrada,
expulsada de las costumbres y de nuestra vida, como si ya no debiera figurar.
Hemos perdido
los hábitos religiosos, hemos perdido muchas otras manifestaciones exteriores
de la vida religiosa. Respecto a esto hay mucho que discutir y mucho que
conceder, pero es necesario mantener el concepto, y con el concepto también
algún signo de la sacralidad del pueblo cristiano, es decir, de aquellos que
están insertos en Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Ello nos dirá también que
tenemos que sentir un gran fervor religioso.
En la
actualidad hay una parte de los estudios de la Humanidad —la llamada
sociología— que prescinde de este contacto con Dios. Por el Contrario, la
sociología de San Pedro, la sociología de la Iglesia, al estudiar a los hombres,
pone en evidencia precisamente este aspecto sacral, de conversación con el
Inefable, con Dios, con el mundo divino, y ello hay que afirmarlo en el estudio
de todas las diferenciaciones humanas. Por muy heterogéneo que se presente el
género humano, no tenemos que olvidar esta verdad fundamental que el Señor nos
confiere cuando nos da la Gracia: todos somos hermanos en el mismo Cristo. Ya
no hay ni judío, ni griego, ni escita, ni bárbaro, ni hombre, ni mujer. Todos
somos una sola cosa en Cristo, todos estamos santificados, tenemos todos la
participación en este grado de elevación sobrenatural que Cristo nos confirió,
y San Pedro nos lo recuerda; es la sociología de la Iglesia que no debemos
hacer desaparecer ni olvidar.
Defecciones
Volviendo a
mirar aquel panorama a que aludimos —el gran plano de la vida humana, toda la
Iglesia— ¿qué es lo que vemos? Si nos preguntan qué es hoy la Iglesia, ¿se
puede confrontar tranquilamente con las palabras que Pedro nos dejó como
herencia y meditación?, ¿podemos estar tranquilos?, ¿no podemos ver a la
Iglesia en una ideología que nos obliga a alguna reflexión, a alguna actitud, a
algún esfuerzo y a alguna virtud que se convierte en característica del
cristiano?
Pensamos de
nuevo en este momento—con inmensa caridad— en todos nuestros hermanos que nos
abandonan, en muchos que son fugitivos y olvidan, en muchos que tal vez nunca
han conseguido tener conciencia de la vocación cristiana, aunque han recibido
el bautismo. Quisiéramos muy de verdad tender la mano hacia ellos y decirles
que el corazón está siempre abierto, que pasar el umbral es fácil. Mucho
quisiéramos hacerles partícipes de la grande e inefable fortuna de nuestra
felicidad, la de estar en comunicación con Dios, que no nos quita nada de la
visión temporal y del realismo positivo del mundo exterior.
Tal vez ello
nos obliga a renuncias, a sacrificios, pero mientras nos priva de algo,
multiplica sus dones. Nos impone renuncias, pero nos proporciona abundantemente
otras riquezas. No somos pobres, somos ricos, porque tenemos la riqueza del
Señor. Ahora bien; quisiéramos decir a estos hermanos—de los que sentimos el
desgarro en las entrañas de nuestra alma sacerdotal— cuánto les tenemos
presente, cuánto —ahora y siempre, y cada vez más— les queremos, y cuánto
rezamos por ellos, y cuánto procuramos con este esfuerzo que les persigue y les
rodea, suplir la interrupción que ellos mismos hacen de nuestra comunión en
Cristo.
Duda, incertidumbre, inquietud
Luego existe
otra categoría, y a ella pertenecemos un poco todos. Y diría que esta categoría
caracteriza a la Iglesia de hoy. Se diría que a través de alguna grieta ha
entrado, el humo de Satanás en el templo de Dios. Hay dudas, incertidumbre,
problemática, inquietud, insatisfacción, confrontación. Ya no se confía en la
Iglesia, se confía más en el primer profeta profano —que nos viene a hablar
desde algún periódico o desde algún movimiento social— para seguirle y
preguntarle si tiene la fórmula de la verdadera vida; y, por el contrario, no
nos damos cuenta de que nosotros ya somos dueños y maestros de ella. Ha entrado
la duda en nuestras conciencias y ha entrado a través de ventanas que debían
estar abiertas a la luz: la ciencia. Pero la ciencia está hecha para darnos
verdades que no alejan de Dios, sino que nos lo hacen buscar aún más y
celebrarle con mayor intensidad. Por el contrario, de la ciencia ha venido la
crítica, ha venido la duda respecto a todo lo que existe y a todo lo que
conocemos. Los científicos son aquellos que más pensativa y dolorosamente bajan
la frente y acaban por enseñar: “no sé, no sabemos, no podemos saber”.
Es cierto que
la ciencia nos dice los límites de nuestro saber, pero todo lo que nos
proporciona de positivo debería ser certeza, debería ser impulso, debería ser
riqueza, debería aumentar nuestra capacidad de oración y de himno al Señor; y,
por el contrario, he aquí que la enseñanza se convierte en palestra de
confusión, en pluralidad que ya no va de acuerdo, en contradicciones a veces
absurdas.
Se ensalza el progreso para luego
poder demolerlo con las revoluciones más extrañas y radicales, para negar todo
lo que se ha conquistado, para volver a ser primitivos después de haber
exaltado tanto los progresos del mundo moderno.
También en
nosotros, los de la Iglesia, reina este estado de incertidumbre. Se creía que
después del Concilio vendría un día de sol para la historia de la Iglesia. Por
el contrario, ha venido un día de nubes, de tempestad, de oscuridad, de
búsqueda, de incertidumbre y se siente fatiga en dar la alegría de la fe.
Predicamos el ecumenismo y nos alejamos cada vez más de los otros. Procuramos
excavar abismos en vez de colmarlos.
Intervención del Diablo
¿Cómo ha
ocurrido todo esto? Nos, os confiaremos nuestro pensamiento: ha habido un
poder, un poder adverso. Digamos su nombre: él Demonio. Este misterioso ser que
está en la propia carta de San Pedro —que estamos comentando— y al que se hace
alusión tantas y cuantas veces en el Evangelio —en los labios de Cristo— vuelve
la mención de este enemigo del hombre. Creemos en algo preternatural venido al
mundo precisamente para perturbar, para sofocar los frutos del Concilio
ecuménico y para impedir que la Iglesia prorrumpiera en el himno de júbilo por
tener de nuevo plena conciencia de sí misma.
Precisamente
por esto, quisiéramos ser capaces, ahora más que nunca, de ejercerla función
que Dios encomendó a Pedro de confirmar en la fe a los hermanos. Quisiéramos
comunicarnos este carisma de .la certeza que el Señor da a quien le representa,
incluso indignamente, en esta tierra. Y deciros que la fe —cuando está fundada
en la palabra de Dios, aceptada y situada en la conformidad de nuestro propio
ánimo humano— esta fe nos da una certeza verdaderamente segura. Quien crea con
sencillez, con humildad, se sabe por el buen camino, siente que tiene un
testimonio interior que nos confirma en nuestra difícil ideología y nos
conforta en la difícil conquista de la verdad.
El Señor se
manifiesta como luz y verdad al que lo acepta en su palabra, y su palabra no se
convierte en obstáculo a la verdad y al camino hacia el ser, sino en peldaño por
el que podemos subir y ser de verdad conquistadores del Señor, que nos viene al
encuentro y se entrega hoy a través de esta metodología, de este camino de la
fe que es anticipo y garantía de la visión definitiva.
Fuertes en la fe
Y entonces Nos
vemos el tercer aspecto que nos gusta tanto contemplar, la gran extensión de la
Humanidad creyente. Vemos una gran cantidad de almas humildes, simples, puras,
rectas, fuertes, que creen, que son —según dice San Pedro al final de su
epístola— “fortes in fide”. Y quisiéramos que esta fuerza de la fe, está seguridad,
esta paz, triunfase sobre los obstáculos que la vida —nuestra propia
experiencia y la fenomenología de las cosas— ponen delante de nosotros, y que
fuéramos siempre “fuertes en la fe”.
Hermanos, no decimos cosas
extrañas, difíciles ni absurdas. Quisiéramos tan sólo que hicierais la
experiencia de un acto de fe, en humildad y sinceridad; un esfuerzo psicológico
que nos diga a nosotros mismos que tratemos de cumplir una acción consciente.
¿Es cierto, no
es cierto?, ¿acepto, no acepto? Sí, Señor, yo creo en tu palabra; creo en tu
Revelación; creo en quien Tú me has dado como testigo y garantía de esta
Revelación Tuya, para sentir y probar, con la fuerza de la fe, el anticipo de
la bienaventuranza de la vida que con la fe se nos ha prometido.
Fuente de la traducción: Secretum Meum Mihi.