Comiendo la
fruta del árbol prohibido, Adán transgredió los preceptos de vida (Gn 3,6). En
cuanto a nosotros, reduciendo lo que comemos, en cuanto no es posible, nos
levantaremos y recobraremos la alegría del Paraíso. Que nadie crea que esta
abstinencia puede bastar. Por el profeta, Dios nos dice al respecto: “¿no
sabéis cuál es el ayuno que me agrada? Comparte tu pan con el hambriento,
alberga a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo, no te desentiendas de
los tuyos” (Is 58,5-7). Este es el ayuno que Dios aprueba: el que presenta sus
manos llenas de limosnas, un corazón lleno de amor hacia los otros, un ayuno
totalmente amasado por la bondad. Aquello de lo que te privas personalmente,
dalo a otro. Así tu penitencia corporal contribuirá al mayor bienestar corporal
de los que están necesitados.
Comprende por
otra parte este reproche del Señor por boca del profeta: “¿cuándo ayunasteis o
gemisteis, era por amor a mí? Cuando comíais y bebíais ¿no comíais y bebíais en
provecho propio?” (Za 7,5-6) esto es comer y beber para sí mismo, no compartir
con los pobres, los alimentos destinados a alimentar el cuerpo; son dones
hechos por el Creador a la comunidad de los hombres.
También es
ayunar para sí mismo, el hecho de privarse por un tiempo, pero reservarse lo
que se ha privado para consumirlo más tarde. “Santificad vuestro ayuno”, dice
el profeta (Jl 1,14)... ¡Qué cese la cólera; qué desaparezcan las disputas! La
mortificación del cuerpo es vana, si el corazón no se impone una disciplina
para refrenar sus deseos desordenados... El profeta dijo: “el día del ayuno
hacéis vuestros negocios y apremiáis a vuestros servidores. Ayunáis para
querellas y litigios y herís con furibundos puñetazos” (Is 58,3-4)... En efecto
sólo si perdonamos, Dios no nos devolverá nuestra propia injusticia.