Caritas patiens est.
La caridad es sufrida.
La tierra es lugar de merecimientos, de donde
se deduce que es lugar de padecimientos. Nuestra patria, donde Dios nos tiene
reservado el descanso del gozo eterno, es el paraíso. En este mundo habernos
de estar poco tiempo, y, a pesar de ser poco, son muchos los padecimientos por
que habremos de pasar. El hombre, nacido de mujer, corto de días y harto de
inquietud2. Hay que sufrir; todos tenemos que sufrir; todos,
sean justos o pecadores, han de llevar la cruz. Quien la lleva pacientemente,
se salva, y quien la lleva impacientemente, se condena. Idénticas miserias,
dice San Agustín, conducen a unos al cielo y a otros al infierno. En el crisol
del padecer, añade el mismo santo Doctor, se quema la paja y se logra el grano
en la Iglesia de Dios; quien en las tribulaciones se humilla y resigna a la
voluntad de Dios, es grano del paraíso; y quien se ensoberbece e irrita,
abandonando a Dios, es paja para el infierno.
El día en que se discuta la causa de nuestra
salvación, si queremos alcanzar sentencia de salvación, es preciso que nuestra
vida se halle conforme con la de Jesucristo: Porque a los que de antemano
conoció, también los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo[1]
Para esto se propuso el Verbo eterno venir al mundo, para enseñarnos con su
ejemplo a llevar pacientemente las cruces que el Señor nos enviare: También
Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus pisadas[2].
Para animarnos a padecer quiso Jesucristo padecer ¡Ah!, y ¿cuál fue la vida de
Jesucristo? Vida de ignominias y de penalidades. El profeta llamó a nuestro
Redentor despreciado, abandonado de los hombres, varón de dolores[3],
el hombre despreciado, tratado como el último de todos, el hombre de
dolores; sí, porque la vida de Jesucristo estuvo saturada de trabajos y
dolores.
Pues bien, así como Dios trató a su amadísimo
Hijo, así también tratará a quien le ame y adopte como hijo: A quien ama,
corrígele el Señor, y azota a todo hijo que por suyo reconoce[4].
De ahí que dijera en cierta ocasión a Santa Teresa: «Cree, hija, que a quien
mi Padre más ama, da mayores trabajos.» Por eso la Santa, cuando se veía más
trabajada, decía que no trocaría sus trabajos por todos los tesoros del inundo.
Apareciéndose después de muerta a una de sus religiosas, le reveló que gozaba
de gran premio en el cielo, no tanto por las buenas obras cuanto por los
padecimientos que en vida sufrió con agrado por amor de Dios, y que, si por
alguna causa hubiera deseado tornar al mundo, sería ésta tan sólo la de poder
sufrir alguna cosa por Dios. Quien padece amando a Dios, dobla la ganancia para
el paraíso. San Vicente de Paúl solía decir que el no penar en esta tierra debe
reputarse por gran desgracia; y añadía que una congregación o persona que no
padece y es de todo el mundo aplaudida, está ya al borde del precipicio. Por eso,
el día que San Francisco de Asís pasaba sin algún trabajo por Cristo, temía que
Dios le hubiese dejado de su mano. Escribe San Juan Crisóstomo que, cuando el
Señor concede a alguno favor de padecer por El, dale mayor gracia que si le
concediera el poder resucitar a los muertos, porque, en esto de obrar milagros,
el hombre se hace deudor de Dios; mas en el padecer, Dios es quien se hace
deudor del hombre; y añadía que el que pasa algún trabajo por Cristo, aunque
otro favor no recibiera que el de padecer por Dios, a quien ama, eso sería la mayor
correspondencia, y que la gracia que tuvo San Pablo de ser aherrojado por
Cristo la tenía en más que la de haber sido arrebatado al tercer cielo.
La constancia ha de tener obra perfecta[5]; es decir, que no hay cosa que
más agrade a Dios que el contemplar a un alma que con paciencia e igualdad de
ánimo lleve cuantas cruces le mandare; que esto hace el amor, igualar al amante
con el amado. «Todas las llamas del Redentor—decía San Francisco de Sales—son a
manera de bocas que nos enseñan cómo hemos de padecer trabajos por El. Sufrir
con constancia por Cristo, he ahí la ciencia de los santos y el medio de santificarnos
prestamente». Quien ama a Jesucristo desea que le traten como a Él le
trataron, pobre, despreciado y humillado. Vio San Juan a los bien aventurados vestidos de ropas blancas y
palmas en sus manos[6]
La palma es emblema del martirio, si bien no todos los santos sufrieron el
martirio. ¿Cómo, pues, todos llevan esas palmas? Responde San Gregorio que
todos los santos fueron mártires, o a manos del verdugo o trabajados por la
paciencia; de suerte, añade el Santo, que nosotros sin hierro podemos ser
mártires, con tal que nuestra alma se ejercite en la paciencia.»
En esto estriba el mérito del alma que ama a
Jesucristo, en amar el padecimiento. «Esto me dijo el Señor otro día: ¿Piensas,
hija, que está el merecer en gozar? No está sino en obrar y en padecer y en
amar... Cree, hija, que a quien mi Padre más ama, da mayores trabajos, y a éstos
responde el amor. ¿En qué te lo puedo más mostrar que querer para ti lo que
quise para mí? Mira estas llagas, que nunca llegarán aquí tus dolores.» «Pues
creer que (Dios) admite a su amistad estrecha gente regalada y sin trabajos,
es disparate.» Y añade Santa Teresa, para consuelo nuestro: «Y aunque haya más
tribulaciones y persecuciones, como se pasen sin ofender al Señor, sino holgándose
de padecerlo por El, todo es para mayor ganancia.»
Aparecióse cierto día Jesucristo a la Beata
Bautista Varanis y le dijo que «tres
eran los favores de mayor precio que Él sabía hacer a las almas sus amantes: el
primero, no pecar; el segundo, obrar el bien, que es de más subido valor; y el
tercero, que es el más cumplido, padecer por amor de Él». Conforme a esto,
decía Santa Teresa de Jesús que, cuando alguien hace por el Señor algún bien,
el Señor se lo paga con cualquier trabajo. Por ello, los santos daban en sus
contrariedades gracias a Dios. San Luis, rey de Francia, hablando de la
esclavitud padecida por él en Turquía, decía: «Gózome y doy gracias a Dios,
más por la paciencia que entre las prisiones me ha concedido, que si hubiera
conquistado toda la tierra». Y Santa Isabel, reina de Hungría, cuando, a la
muerte de su esposo, fue expulsada de sus Estados con su hijo, abandonada de
todos, entró en una iglesia de franciscanos e hizo cantar en ella un Te Deum
en acción de gracias porque así la favorecía Dios, permitiéndola padecer
por su amor.
Decía San José de Calasanz que «no sabe ganar
a Cristo el que no sabe sufrir por Cristo». Y antes lo había dicho el Apóstol: Porque
entiendo que los padecimientos del tiempo presente no guardan proporción con
la gloria que se ha de manifestar en orden a nosotros[7].
Extra ordinaria ganancia sería padecer todas las
penalidades sufridas por los santos mártires, durante nuestra vida, a trueque
de disfrutar, aunque fuera sólo un momento, de la gloria del paraíso; luego,
¿con cuánta mayor razón habremos de abrazarnos con nuestra cruz, sabiendo que
los trabajos de esta breve vida nos conquistarán la bienaventuranza eterna? Porque
ese momentáneo, ligero, de nuestra tribulación, nos produce, con exceso
incalculable, siempre creciente, un eterno caudal de gloria[8].
San Agapito, jovencillo de pocos años, cuando el tirano le amenazó con
abrasarle la cabeza con un yelmo encendido, respondió: «Y ¿qué mayor fortuna
podría ser la mía que perder la cabeza para verla coronada luego en la
gloria?» Esto hacía exclamar a San Francisco: «Tan grande es el bien que espero,
que las penas tórnanseme gozos.» Quien quiera la corona del cielo, fuerza es
que pase por tribulaciones y trabajos: Si constantemente sufrimos, también
con El reinaremos[9].
No puede darse premio sin mérito, ni mérito sin paciencia. No es coronado si
no lucha conforme a la ley[10].
Y al que con más paciencia combatiere, le ha de caber mayor corona.
Fuerte cosa es que, cuando se aventuran los
bienes terrenos, procuren sus amadores allegar cuanto más pueden, en tanto que,
tratándose de bienes celestiales, se contenten con decir que les basta un rinconcito
en el cielo. No hablaron así los santos, sino que en la vida se contentaban con
cualquier cosa, y hasta se despojaban de los bienes terrenos, al paso que,
tratándose de los celestiales, se esforzaban en allegar cuantos más podían. Y
es del caso preguntar: ¿Quiénes estaban en lo seguro y conducente?
Y, hablando de la vida presente, es cierto
que quien con más paciencia sufre, disfruta también de mayor paz. San Felipe
Neri acostumbraba decir que en este mundo no hay purgatorio, sino tan sólo
cielo o infierno; quien soporta pacientemente los tribulaciones, disfruta ya
del cielo, y quien las rehúye, padece ya un infierno anticipado. Sí, porque,
como escribe Santa Teresa, quien abraza las cruces que Dios le manda, no las
siente. Hallándose San Francisco de Sales, en cierta ocasión, asediado de
tribulaciones, dijo: «Desde hace algún tiempo, las adversidades y secretas
contradicciones que experimento me proporcionan tan suave y dulce tranquilidad,
que no tiene igual, y son presagio de la próxima y estable unión del alma con
Dios, la cual en toda verdad es la única ambición y el único anhelo de mi
corazón. ¡Cuán cierto es que la paz no puede hallarse donde se vive vida
desconcertada, sino donde se vive vida de unión con Dios y con su santísima
voluntad! Cierto religioso misionero de Indias, asistiendo a un condenado que
se hallaba en el patíbulo, oyóle decir: «Sepa, Padre, que fui de su Orden;
mientras observé fielmente las Reglas, viví contento; mas cuando empecé a
relajarme, en el mismo punto sentí pena y trabajo en todo, de tal manera que,
abandonando la religión, di rienda suelta a los vicios, que, por fin, me trajeron
al estado miserable en que me ve. Le digo esto —añadió— para que mi ejemplo
pueda servir de escarmiento a otros». El Venerable Luis de la Puente decía que
para disfrutar de paz había que tomar las cosas dulces de la vida como amargas,
y las amargas, como dulces. Sí, porque lo dulce, aun cuando agrade a los
sentidos, deja, sin embargo, un amargo remordimiento de conciencia, por la
complacencia desordenada que en ello se tiene, al paso que lo amargo, aceptado
pacientemente, como venido de la mano de Dios, tórnase suave y querido a las
almas que le aman.
Persuadámonos de que en este valle de lágrimas
no es posible que goce verdadera paz de corazón sino quien sobrelleva los
padecimientos y se abraza gustoso con ellos para agradar a Dios; que tal es la
herencia y estado de co rrupción que nos legó el pecado
original. La condición de los justos en la tierra es padecer amando, al paso
que la de los santos en el cielo es gozar amando. Cierto día escribió el P.
Pablo Séñeri, el joven, a una de sus penitentes, para animarla a padecer, que
escribiese a los pies del Crucifijo estas palabras: «Así se ama.» No es tanto
el padecer, cuanto la voluntad de padecer por amor de Jesucristo, la más
cierta señal para ver si un alma le ama. «¿Y qué más ganancia —decía
Santa Teresa— que tener algún testimonio de que contentamos
a Dios?» Pero, ¡ay!, que la mayoría de los hombres desmayan con sólo oír el
nombre de cruz, de humillación y de penalidades. Con todo, no faltan almas
amantes que cifran todo su contento en padecer y andan como inconsolables
cuando les faltan trabajos. «Sólo mirar a Jesús crucificado —decía cierta
persona edificante—me infunde tal amor a la cruz, que se me hace no podría ser
feliz sin padecimientos; el amor de Jesucristo me basta para todo». Este es el
consejo que Jesús da a quien lo quiere seguir, tomar la cruz y seguirlo: Tome
a cuestas su cruz... y sígame[11].
Pero hay que tomarla y seguirlo, no a la fuerza y con repugnancia, sino
con humildad, paciencia y amor.
¡Qué gusto proporcionan a Dios quienes humilde
y pacientemente se abrazan con las cruces que les envía! Decía San Ignacio de
Loyola que no hay leña tan a propósito para encender y conservar el fuego del
amor de Dios como el madero de la cruz, es decir, el amarlo en medio de los
sufrimientos. Cierto día Santa Gertrudis preguntó al Señor qué sería lo que
pudiera ofrecerle más de su agrado, y El le respondió: «Hija mía, con lo que
más me agradarías sería con sufrir pacientemente cuantas tribulaciones te
presentara». Por eso decía la gran sierva de Dios sor Victoria Angelini que más
vale un día clavado en cruz que cien años de ejercicios espirituales. Y el Beato
P. Juan de Ávila añadía: «Más vale en las adversidades un gracias a Dios que
seis mil gracias de bendiciones en la prosperidad». Y, con todo, los hombres
desconocen el valor del padecer por Dios. Decía la Beata Angela de Foligno que,
si conociéramos el mérito de padecer por Dios, robaríamos las ocasiones del
padecimiento. De ahí que Santa María Magdalena de Pazzi, conocedora del valor
del sufrimiento, deseaba que se prolongase su vida, más bien que ir luego a disfrutar
del cielo; porque en el cielo no se puede padecer, decía.
El alma amante de Dios sólo ansia unírsele
por completo, más para alcanzar unión tan perfecta, oigamos lo que decía Santa
Catalina de Génova: «Para llegar a la unión con Dios, son necesarias adversidades,
porque Dios, por medio de ellas, destruye todos los desordenados movimientos
de nuestra alma y de nuestros sentidos. Y, por esto, injurias, desprecios,
enfermedades, pérdidas de parientes y de amigos, humillaciones, tentaciones y
demás contrariedades, nos son sumamente necesarias, para que, batallando y de
victoria en victoria, lleguemos a extinguir en nosotros las perversas
inclinaciones y no las sintamos más. Y no basta que cesen las adversidades de
parecemos desagradables, pues mientras que el amor divino no nos las torne
amables, no llegaremos a la divina unión.» De donde resulta que el alma que
anhele ser toda de Dios, como escribe San Juan de la Cruz, ha de buscar no el
gozo, sino el padecimiento en todas las cosas: «Porque buscarse a sí en Dios es
buscar los regalos y recreaciones de Dios; mas buscar a Dios en sí es no sólo
querer carecer de eso y de es otro por Dios, sino inclinarse a escoger por
Cristo todo lo más desabrido, ahora de Dios, ahora del mundo, y esto es amor de
Dios»; y así ha de abrazar ávidamente todas las mortificaciones voluntarias, y
con mayor avidez aún y amor las involuntarias, porque éstas son más queridas
de Dios. Salomón dijo: Mejor es el sufrido que un héroe[12].
Sin duda que agrada a Dios quien se mortifica con ayunos, cilicios y
disciplinas, porque mortificándose da pruebas de varonil entereza; pero mucho
más agradable es a Dios holgarse en los trabajos y sufrir pacientemente las
cruces que Él nos manda. San Francisco de Sales decía: «Las tribulaciones que
nos vienen de la mano de Dios o de los hombres, son siempre más preciosas que
las que son hijas de la propia voluntad, porque es ley general que donde menos
lugar tiene nuestra voluntad, más contento hay para Dios y provecho para
nuestras almas.» En igual sentido abundaba Santa Teresa: «Y deja casi aniquilada
aquella pena con el gozo que le da ver que le ha puesto el Señor en las manos
cosa que en un día podrá ganar más delante de Su Majestad, de mercedes y
favores perpetuos, que pudiera ser ganara él en diez años por trabajos que quisiera
tomar por sí»; razón por la cual afirmaba Santa María Magdalena de Pazzi no
haber cosa en el mundo, por acerba que fuese, que no la sufriera alegremente,
pensando que procede de la divina mano. Y así fue, porque, en los no pequeños
trabajos que hubo de sufrir en un lustro, bastábale traer a la memoria ser
voluntad de Dios, para recobrar la paz y la tranquilidad. ¡Ah!, que para
conquistar a Dios, inestimable tesoro, todo es nada o de ningún valor. Del P.
Hipólito Durazzo es la siguiente senten cia: «Cueste Dios lo que costare, jamás nos costará muy caro.»
Roguemos, pues, al Señor que nos halle dignos
de amarlo; que, si le amamos perfectamente, todos los bienes terrenos se nos
harán humo y lodo, al paso que las ignominias tornaránse en suavísimos
deleites. Oigamos lo que dice San Juan Crisóstomo del alma que se entrega completamente
a Dios: «Luego que se ha llegado al perfecto amor de Dios, vívese como solo en
la tierra y ni se para en glorias o en ignominias: desprécianse tentaciones y
trabajos y se pierde el gusto y apetito de las cosas terrenas. No encontrando
ayuda ni reposo en cosas del mundo, corre el alma sin tregua ni descanso tras
del amado sin que haya estorbo que la detenga, porque ya trabaje, coma, vele,
duerma, en cuanto haga o diga, cifra su ideal y afanes en la búsqueda del
amado; que en él está su corazón por estar en él su tesoro.»
En este capítulo hemos hablado de la paciencia
en general; en el decimoquinto trataremos en especial de las ocasiones en que
habremos de ejercitarla.
San
Alfonso María de Ligorio, tomado de “Tratado del amor a Jesucrisito”.
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[1] Nam quos praescivit et praedestinavit conformes fieri imaginis Filii sui (Rom., VIII, 29).
[2] Christus passus est pro nobis, vobis relinquens exemplum ut sequamini
vestigia eius (I Petr., II, 21).
[3] Despectum, novissimum virorum, virum dolorum (Is., LIII, 3).
[4] Quem enim diligit Dominus castigat; flagellat
cautem omnem fílium quem recipis (Hebr.,
XII, 6).
[5] Patientia autem opus perfectum habet (Iac, I, 4).
[6] Amicti stolis albis et palmae in manibus eorum (Apoc, VIl, 9).
[7] Non sunt condignae passiones huius temporis ad
futuram gloriam quae revelabitux in nobis (Rom., VIII, 18).
[8] Momentaneum et leve tribulationis nostrae,
supra modum in sublimitate aeternum glorias pondus operatur in nobis (II Cor., IV, 17).
[9] Si sustinebimus, et conregnabimus (II Tim., II, 12).
[10] Non coronatur nisi qui legitime certaverit(ib., 5).
[11] Tollat crucem suam... es sequatur me (Lc, IX,23).
[12] Melior
est patiens viro forti (Prov., XVI, 32).