El riesgo de lo demasiado
humano
Si en la
historia de la Iglesia han existido casos de pontífices abdicantes -algunos de
ellos, incluso, formalmente elevados a los altares, sin que la tal dimisión, al
parecer, resultara obstáculo-; y si el mismo Derecho Canónico prevé la
posibilidad de tan excepcional resolución, lo primero que con cierta
simplicidad podría decirse es que la Iglesia seguirá su curso bajo un nuevo
Papa, próximo a elegirse; y que nosotros, los fieles de a pie, continuaremos
aportando lo nuestro hasta que Dios nos llame. No habría lugar para la
aflicción o el enojo.
Pero no
estamos seguros de que corresponda tanta simpleza de análisis. Por lo pronto,
por el texto mismo en que Benedicto explica su actitud. Nos duele como propio
el abatimiento que confiesa. Sangra nuestra misma herida al saberlo preso de la infirmitas.
Desvélanos el mismo insomnio ante la encrucijada y la peripecia, y nos admira
que aún así, ofrezca sus últimas fuerzas para servir a la Iglesia con la
oración y la clausura. Pero todo esto es demasiado humano, y si se nos permite
la franqueza, podría resultar más cálculo que pálpito, más desconfianza en la
fragilidad de los años que abandono confiado a la Divina Providencia. Tal vez,
incluso, podría resultar demasiado común y corriente para tratarse del Vicario
de Cristo. O excesivamente ordinario para quien sabe que la silla petrina antes
tiene la forma de una cruz testa al piso que la de una mecedora. Importa
nada lo que piense el mundo, pero importa todo no pensar u obrar como el mundo.
Acaso por esta
distinción que enunciamos se explique que dos voceros de la nadería progresista
pudieron traducir a términos inequívocamente modernos y mundanos cuanto ocurre.
Mejía, hablando de stress; y Bergoglio celebrando el “gesto
revolucionario”, ante quienes, hasta ahora, lo acusaban de conservador a Benedicto
XVI. Si el uno psicologiza y el otro ideologiza lo sucedido, no es únicamente
por las sendas y burdas deformaciones doctrinales que padecen, sino por la
naturaleza misma del hecho que, como decimos, trasunta una cierta perspectiva
demasiado humana. Es un trono bendito el que se está abandonando. No puede ser
considerado como una jubilación por invalidez. Tampoco como quien declara
clausa una oficina el último día hábil de mes, en el horario de cierre, tras
una despedida con aplausos y emociones a granel.
Extraños encomios a la
debilidad
El segundo
factor que conspira contra la llaneza del análisis es la larga serie de
conjeturas que se han echado al ruedo, sin que puedan ser sofrenadas con alguna
prueba contundente en sentido contrario. Diríase que a dos campos se acomodan
las tales hipótesis.
En uno surge
la inevitable posibilidad de una oscura maquinación palaciega que haya forzado
la dimisión. Sobran las razones para pensarlo, pues en todos estos años los
sectores progresistas no han hecho otra cosa más que pedirle al Papa la
caducidad de su mandato. El tenebroso manifiesto de Hans Küng y los suyos,
lanzado formalmente hacia el 2010, ha visto sus cláusulas cumplidas con esta
penosa noticia anunciada en la festividad de la Virgen de Lourdes. ¿Era
inevitable entregarles tamaño trofeo al coro enorme de tránsfugas que no cesan
de festejar lo acontecido? ¿No había, no hay, entre la grey y los egregios,
fuerzas suficientes para evitar el atropello? ¿No se supone, por sobre todo, que
el heredero de Cefas, el fiel y rudo Pescador de Galilea, debe conducir la
Barca tanto más cuanto las tempestades del mundo lo sacuden “por cuestiones de
gran relieve para la vida de la fe”, como reza el mismo y doliente texto del
desistimiento?
¿Coopera a
contrarrestar este “eclipse del sentido de lo sagrado”, y estas divisiones “que
desfiguran el rostro de la Iglesia y ponen en peligro su unidad”, males ambos
de los que habló el pasado Miércoles de Ceniza, el que se presente el mismo
Santo Padre eclipsado o doblegado por los achaques de un tiempo convulso y de
una ancianidad avanzada? ¿Guarda congruencia tamaño reconocimiento, con lo
dicho dos años atrás a Peter Seewald, cuando desde las páginas de la obra Luz
del mundo sostuvo que “no se puede escapar en el momento de peligro y
decir: que se ocupe otro”? ¿Hay acaso peligro mayor que constatar el
eclipse del sentido de lo sagrado?
Se equivocan
quienes deifican al Papa -quienquiera sea- o quienes lo suponen nimbado de los
atributos de los antiguos titanes. Se equivocan además quienes lo conciben al
modo de un soberano hiératico, cuyo ánimo sería tan inconmovible y rígido como
ciertos barrocos oropeles. Y rechazo grande sentimos por cuantos reclaman duro
calvario al Pontífice desde el carnaval en que habitan. Los corajudos en
pellejo ajeno nunca sirvieron de mucho. Pero vaya si yerran cuantos lo
pretenden o justifican como al uomo qualunque, desvinculando su
persona, necesariamente frágil, al igual que la de todos nosotros, de la misión
que le cabe, necesariamente férrea y acerada, como la de ninguno de nosotros.
Por algo decía el monje San Norberto de Magdeburgo, que “la silla de Pedro exige
la conducta de Pedro”. El Papa no tiene dos naturalezas, como Aquél de quien es
vicario. Pero tal vicaría, libremente aceptada, lo obliga al heroísmo. Al
heroísmo cristiano, entiéndase; no al del Olimpo o el Walhalla. A un heroísmo que
no busca el protagonismo o el resplandor personal, pero sí el de la
Divina Persona, cuyos nudos le tocó atar y desatar en la tierra. No somos niños
para ilusionarnos con un pontífice repartiendo tiarazos al galope.
Pero dado que no la calma sino la tempestad arrecia -intensa y dañina, como
pocas veces- tampoco puede ser lo más aconsejable andar desmontando la
cabalgadura.
Desconcierta
un poco, en consecuencia, este elogio de la debilidad o de la rendición que
algunos plantean. No nos resulta posible imaginar a un Cristo que se pone tres
caídas como plazo máximo para subir al Gólgota. Y si amamos estremecidos
aquellas desplomaduras gloriosas, es porque de todas ellas, el Caído, recuperó
la vertical del cielo. Ha sido el Padre Diego de Jesús, en su notable libro Mito,
plegaria y misterio, el que nos recordó un texto de Lewis, según el cual,
“Dios es más que un dios; no menos”. Y comentándolo acota: “el majestuoso Logos
eterno, al ingresar a nuestro opaco mundo fáctico, lo hace sin dejar colgada su
divinidad en el perchero del zaguán trinitario”. Los intérpretes de esta
renuncia petrina como el triunfo de la relativización del Pontificado, de la
kénosis del vicario para que sólo quede la guía de Jesús, parecería que quieren
dejar colgada la irrepetible y singularísima y exigente majestad de la vicaría
en algún perchero sin brillo de los despachos vaticanos.
Lo estratégico por encima de
lo sobrenatural
En el otro
campo se mueven las conjeturas de quienes ven tras la renuncia una cuidada estrategia ajedrecística
para asegurar la continuidad de “la misma línea”, pero en manos de un joven y vigoroso
timonel. Estamos escuchando demasiado esta especie, con tanto desagrado como la
de los apologistas de la responsabilidad petrina reducida no más que a la de
ese hombre que cruza la calle, del que hablara Merleau Ponty.
Haría falta la
capacidad y la ciencia de Malachi Martin para descifrar esta segunda clave de
la renuncia pontificia. Y aunque las novelas del célebre irlandés poseen
entramados auténticos y veraces, aquí la crasa realidad sobrepuja cualquier
legítima figura literaria. A fe nuestra hemos de sostener que no vemos en la personalidad
del Papa Benedicto XVI ningún rasgo dominante que lo acerque al perfil de un
diestro maniobrador de poderes. Antes bien, sus fragilidades y defectos, con
repercusiones incluso en el delicado terreno de la integridad doctrinal, más
resultan ser la consecuencia de una inhabilidad para el gobierno, que de una
destreza para hacerse continuar. Se lo ve tan honorablemente ajeno a la
problemática del poder, diría Guardini, como puede estarlo un hombre de
contemplación y de seriedad en el estudio.
Pero aún así,
y si fuera cierta esta maniobra sucesoria tramada con un puñado de seguidores, el
Santo Padre no puede ignorar que su retiro desata entonces algunos de los
demonios de la democratización de la Iglesia, convirtiendo un sitial
tradicionalmente monárquico en un puesto sujeto al voto arreglado. Una especie
de fraude patriótico, reemplazando los atrios de Balvanera o
Pompeya por los corrillos de Roma, de donde nunca se dijo que el humo de Satán
se retirara. No queremos que suba Pío XIII por haber ganado las
internas, tras estudiada táctica de Ratzinger. Queremos que El Espíritu
Santo impere, sane, salve y vivifique.
Algunos
entendidos, que no es nuestro caso, han hecho notar que uno es el poder
del orden y otro el poder de jurisdicción; y que si el ordinis
potestas fuera indeleble, y por tanto inabdicable, como todo lo indica,
tendríamos, tras el próximo cónclave, el caso potencialmente anómalo de un
doble pontificado virtual. Si el sucesor de Benedicto lo hereda
espiritualmente, será una cosa. Si lo contraría, la bicefalidad se hará
notoria, siquiera por tácito contraste. Otra vez los interrogantes nos asaltan:
¿Era necesario, en medio de tamaña crisis eclesial, como pocas veces grave y
confusa, someter a la Esposa y a sus hijos a tamaño estremecimiento? ¿O es que
el verdadero nombre de la crisis -y ahora se nos revela- es el estremecimiento
de la Esposa, que no puede evitar siquiera su Pastor Universal? ¿O es que el
otro nombre de la crisis, no menos intranquilizante, es que, a fuer de habituamiento,
los bautizados crean que ella no existe y que sólo es un exageración de algunos
tradicionalistas?
No ha dicho aún las últimas
palabras
Conocido y
útil es el principio que nos dice: interius non iudicat Ecclesia. Nadie
sino Dios puede saber y pesar con justicia lo que acontece en el alma
atribulada del Cardenal Ratzinger. Que se bajó de la Cruz, no podría decirse
sin liviandad manifiesta. Su cuerpo y su alma, hace largo tiempo, que semejan
la convexidad y la concavidad del Leño. Pero que la llevó hasta el final,
tampoco podríamos decirlo; entre otras cosas, porque aún no ha sucedido ese
final.
En efecto, mientras
trazamos estas líneas, el Papa sigue hablando como tal; y parece querer
decirnos cosas que antes no había dicho. El 14 de febrero, en el Aula Paulo VI,
improvisó una jugosísima charla ante el clero de Roma, cuyo núcleo central fue
el Concilio Vaticano II. Daría la misma para un análisis aparte, si estuviéramos
en condiciones de hacerlo. Porque, por un lado, describió y ratificó su
entusiasmo puesto desde el principio en aquella discutida asamblea. Entusiasmo
provocado por objetables razones, digamos de paso. Por otro, desenmascaró
valientemente la maniobra periodística iniciada conjuntamente con el
Concilio para desnaturalizarlo y tergiversarlo, hasta el punto de que “el
Concilio virtual era más fuerte que el Concilio real”. Pero a modo de corolario,
selló sus palabras diciendo: “Me parece que después de cincuenta
años, vemos cómo este Concilio virtual se rompe, se pierde y aparece el
Concilio auténtico, con toda su fuerza espiritual”.
Es difícil ver
los bienes que se han seguido de esta supuesta irrupción del Concilio
auténtico, cuando es el mismo Papa el que se despide retratando con agobio que
la cizaña ocupa mayor lugar que el trigo dentro de la Iglesia. Y cuando con una
lucidez llamativa reconoce ésto, que no debemos perder de vista como objeto de
reflexión: “En retrospectiva, creo que fue muy bueno comenzar por la
liturgia [en el Concilio]. Así se mostraba la primacía de Dios, la primacía de
la adoración [...]. Luego estaban los principios: la inteligibilidad, para no
estar encerrados en un idioma que no se conoce y no se habla; y la
participación activa. Por desgracia, estos principios a veces se malinterpretaron. La
inteligibilidad no quiere decir trivialidad, ya que los grandes textos de la
liturgia -aún cuando estén, gracias a Dios, en la lengua materna- no son
fácilmente inteligibles; necesitan una formación permanente del cristiano para
que crezca y entre más profundamente en el misterio, y así pueda entender”.
Si el sucesor
recoge este breve programa: no al falso participacionismo litúrgico y a la trivialización
de la inteligibilidad mistérica, no será en balde su legado. Pero si esto se
pensó desde siempre, ¿por qué no se fue más categórico para impedir el conjunto
de “calamidades, problemas y miserias”, como llama el mismo Santo Padre en su
coloquio, a los efectos de ese predominio del “Concilio virtual”? ¿Por qué no
se tiene en cuenta la posibilidad de que tales males no hayan sido sólo ni
principalmente causados por los medios distorsionadores, sino por algunos de
los mismos padres conciliares y del apartamiento de la ortodoxia?
Te acordarás del Viento
ingobernable
Lo que
juzgamos aquí, con amor filial y respeto de súbditos, son hechos; tomando la
palabra juicio, principalmente en su acepción lógica. Y ese enjuiciamiento
lógico de lo que sucede nos embarga de inquietud y de perplejidad. Hubiéramos
anhelado que ciertos y valiosos pasos que se dieron bajo el pontificado de Benedicto
XVI para hacer respetar la Tradición, hubieran sido completados y conducidos a
su plenitud. Hubiéramos deseado, simétricamente, que aquellos otros pasos
vacilantes o erráticos o desencaminados, se revirtieran definitivamente. Sobre
todo, porque no fueron leves esos pasos torcidos, y un fruto al menos de los
mismos hoy se torna patente. Pues es muy raro que la renuncia de un
Papa sea más llorada en el Estado de Israel que entre el clero católico. Ahora
sólo queda confiar en el Paráclito. Confiar y rezar intensamente; y pedir
perdón por nuestros pecados, sin excluir el que podría constituir el no haber
hecho lo suficiente para que las fuerzas del Pontífice no llegaran a esta
extenuación.
A falta de
mejores acentos, golpeados por la tristeza doblemente cuaresmal del momento,
nos alimenta en algo la esperanza, el canto dedicado a Pedro del
inolvidable fraile Antonio Vallejo:
“No siempre navegaba
según su arbitrio: alguna
vez, un viento
de incierto origen y
de humor venático,
lo arrastró a
imprevisible derrotero[...].
Siendo viejo,
a punto, ya, de
coronar la suma
autoridad con el
honor supremo,
se acordará del
Viento ingobernable[...].
Lo sentirá cimbrar; y
oirá un revuelo
de águilas y de
togas; y la infame
algazara del circo. En
el recuerdo
adorable, también
oirá, concreta,
clara, la obscura
frase del Maestro:
-En verdad, en
verdad te digo, Cefas:
cuando más joven,
eras tu muy dueño
de ceñirte y de
andar por dondequiera;
extenderás, un
día, siendo viejo,
tu diestra y tu
siniestra;
y otro, no tú, te
habrá ceñido y puesto
donde tú no
quisieras.”
Dios
le dé a Benedicto, “siendo viejo”, y a su sucesor, siendo quien fuere, la
gracia de no desertar del Viento, ni del Duc in altum, ni de la
pesca milagrosa. La gracia de no ser dueño de “andar por donde quiera”, sino de
preferir la diestra y la siniestra ceñidas al Madero, para salvar con sangre el
honor de la Verdad.