RENUNCIA DEL ROMANO PONTÍFICE
1. Los precedentes
históricos. 2. La posibilidad de la renuncia y sus causas. 3. El carácter
constitutivo de la renuncia. 4. La libertad de la renuncia. 5. Manifestación de
la renuncia. 6. Irrevocabilidad de la renuncia.
La renuncia del Romano
Pontífice, llamada también abdicación o dimisión, consiste en el abandono
voluntario del oficio primacial por el Papa. Dado el carácter específico de la
misión del Sucesor de Pedro, no le son aplicables todas las causas jurídicas de
la pérdida del oficio eclesiástico (cf cc. 184-196). Aparte del fallecimiento
del Papa que conste con certeza y que se considera un modo ordinario de la
cesación del Romano Pontífice en su oficio, que por su evidencia no viene
explícitamente contemplado en el CIC (en cambio sí en la Const. ap. Universi
Dominici gregis, de Juan Pablo II, 22.II.1996, AAS 88 [1996] 305-343), la
renuncia, reconocida como un mecanismo extraordinario del cese de la
titularidad del oficio primacial, es tratada en la legislación canónica como
una causa paralela e idéntica en cuanto a las consecuencias jurídicas de
producirse la vacante de la Sede Apostólica. La UDG en el n. 77 concreta el
sentido de la sede vacante y establece de manera general que todas las
disposiciones relativas al gobierno interino de la Iglesia y a la elección del
Papa han de observarse también en el caso de la renuncia del Romano Pontífice.
La doctrina, pero no la legislación canónica, considera también otros modos de
la cesación en el papado: la pérdida cierta e incurable del uso de la razón y el
caso hipotético del incurrimiento del Obispo de Roma en herejía notoria,
apostasía o cisma.
1. Los precedentes
históricos
En la historia de la
Iglesia se indican algunos casos en las que los Sumos Pontífices renunciaron a
su cargo. Algunos de estos acontecimientos son sólo legendarios, otras
dimisiones eran en mayor o menor medida forzadas y por esta razón no siempre
pueden calificarse como renuncias, sino más bien como deposiciones o
destituciones del oficio supremo. La más conocida e incuestionable 930 fue la
abdicación de san Celestino V (1294), que suscitó después fuertes discusiones
doctrinales sobre si la renuncia del Obispo de Roma es posible. Estas polémicas
se dieron también por los oponentes de la elección de Bonifacio VIII, que
intentaban poner en duda la validez del cónclave en el que fue elegido este
sucesor de Celestino V. Algunos canonistas, invocando los principios «Sancta
Sedes a nemine iudicatur» y «nemo iudex in causa sua», sostenían que el Papa no
podía juzgarse a sí mismo y tampoco podía dimitir porque no tenía superior que
pudiera aceptar la renuncia. Otro argumento que se aducía en contra era la
existencia del lazo espiritual indisoluble contraído entre cada Pontífice y la
Sede Romana, a semejanza del vínculo matrimonial. El mismo Bonifacio VIII
mediante una decretal (c. 1, de renuntiatione, I, 7, in VI) puso fin a esta
discusión doctrinal y confirmó la legitimidad de la renuncia papal con tal de
que esta se hiciera libremente. Este responsum, en cuanto normativa canónica,
se hizo fuente del c. 221 del CIC de 1917, y esta prescripción sucesivamente
pasó a convertirse en el actual c. 332 § 2: «Si aconteciere que el Romano
Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia
sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie».
2. La posibilidad de la
renuncia y sus causas
El c. 332 § 2 en primer
lugar –haciéndose eco de la discusión medieval– indica claramente que el Romano
Pontífice puede dimitir. Del mismo modo que el Papa es elegido por los
cardenales y consiente libremente en esta elección, también puede retirar su
consentimiento sobre la permanencia en el oficio supremo. No obstante, por la
expresión usada en el texto del canon («si contingat ut [...] renunciet »), no
se formula de modo positivo el derecho de renunciar legítimamente, como decretó
Bonifacio VIII («Romanum Pontificem posse libere resignare»), sino más bien
viene indicado el carácter excepcional y extraordinario de la decisión de
dimitir. Consecuentemente, según la opinión de los canonistas, la causa de la
renuncia del Papa debe ser proporcionada a la importancia del oficio, y por eso
–en el caso del Obispo de Roma– gravísima, aunque queda a la libre valoración y
a la conciencia del Sumo Pontífice. Para la validez de la dimisión no se
requiere ninguna causa concreta, pero en la doctrina se indican
genéricamente: la necesidad o utilidad de la Iglesia universal y la salvación
del alma del Papa mismo. En la historia se enumeraban también algunas
circunstancias concretas: irregularidad canónica, pública conciencia de un
delito cometido, el odium plebis que no se podía corregir o tolerar, el deseo
de evitar el escándalo, la falta de discreción de juicio, enfermedad, vejez,
inhabilidad para ejercer su misión, deseo de llevar la vida religiosa o
eremítica. Al Romano Pontífice no se refiere formalmente la invitación a
presentar la renuncia por edad avanzada (considerada como 75 años cumplidos) o
por otros motivos (cf c. 401 §§ 1 y 2). La renuncia sin causa legítima o con
causa leve sería ilícita y moralmente culpable, pero válida, ya que es
suficiente sólo la libre voluntad del Obispo de Roma de cesar en su cargo.
Tampoco la manifestación expresa del motivo es condición de validez de la
renuncia.
3. El carácter
constitutivo de la renuncia
La abdicación papal es un
ejemplo clásico de la renuncia constitutiva, o sea aquella que produce su
efecto inmediatamente, en virtud de la misma presentación de la renuncia, sin
exigirse que esta sea aceptada por alguien. La razón por la cual el ordenamiento
canónico excluye la aceptación de la dimisión del Papa por cualquier instancia
es el rango supremo de este cargo en la Iglesia: no hay instancia superior que
pudiera aceptar la renuncia. Es también una consecuencia del principio «Romanus
Pontifex a nemine iudicatur» (cf c. 1404). La falta de obligación de la
aceptación de la renuncia es propia de los oficios obtenidos a través de la
elección constitutiva (cf cc. 189 § 3; 430 § 2) y precisamente este carácter
tiene la elección del Romano Pontífice (cf c. 332 § 1). Ante todo, no están
legitimados para aceptar la dimisión del Papa los cardenales electores (aunque
sean ellos quienes lo elijan) –se decía explícitamente en el c. 221 del CIC de
1917– ni el concilio ecuménico.
4. La libertad de la
renuncia
Los requisitos de validez
de la renuncia del Sumo Pontífice expresamente indicados en el c. 332 § 2 son
dos: debe hacerse libremente («libere fiat») y ha de ser debidamente
manifestada («rite manifestetur»). En cuanto a la libertad de la dimisión, los
comentadores remiten al c. 187 del CIC, que para la validez de la renuncia
exige que esta sea efectuada por 931 quien se halla en su sano juicio («sui
compos »), y al c. 188, que recoge las circunstancias que hacen inválida
cualquier renuncia al oficio eclesiástico: el miedo entendido como amenaza
externa y humana, que sólo puede evitarse cesando en el oficio supremo (en el
caso del Romano Pontífice no puede limitarse al miedo injustamente provocado);
el error substancial que consiste en el juicio equivocado sobre algún elemento
esencial de la renuncia; el dolo, o sea, el engaño producido para causar la
renuncia (por ejemplo, falseando el diagnóstico médico del Papa para incitarle
a la dimisión) y la simonía. A estos cuatro factores causantes la nulidad hay
que añadir la violencia física (vale para cada acto jurídico, cf c. 125 § 1).
Algunos canonistas incluyen también la enfermedad psíquica –excluidos los
intervalla lucida–; otros, no obstante, prefieren calificar esta situación como
causa autónoma del cese del Papa en su oficio, o bien como una circunstancia
que provoca la imposibilidad de ejercer la función primacial y en consecuencia
produce el estado de sede impedida, caso en el que el c. 335 remite a las leyes
especiales. En su decisión de dimitir, que es un acto personal suyo y por eso
no delegable, el Papa no tiene obligación de seguir ejemplo ni es condicionado
por ninguna indicación de sus antecesores, ni siquiera tiene que observar una
ley especial al respecto, si esta hubiera sido eventualmente promulgada por
algún predecesor suyo. Sería una cosa extremamente delicada, ardua y de
consecuencias muy peligrosas para la Iglesia abrir post factum discusiones y
poner en tela de juicio la validez de la renuncia del Papa, dada su situación
canónica tras la dimisión (pérdida total de la potestad primacial), si
ocurrieran algunas circunstancias que pudieran influir en la validez de este
acto. La misma advertencia se refiere también al modo de presentar la eventual
dimisión, que debe realizarse de manera inequívoca y segura para disipar
cualquier duda.
5. Manifestación de la
renuncia
El c. 332 § 2 exige que la
renuncia del Romano Pontífice sea formalmente manifestada. No parece, como
opinan algunos, que sea requerida una ley especial que regule la dimisión. No
está prevista (de modo diferente que en el c. 189 § 1 para los demás oficios)
ninguna forma determinada de la renuncia del Papa. Basta que sea legítimamente
manifestada. El Romano Pontífice es libre para precisar cómo dar a conocer su
decisión a la Iglesia. Puede hacerlo por escrito o de palabra, a través de los
medios de comunicación o de viva voz, ante el colegio cardenalicio, como hizo
Celestino V, o en presencia de cualquier otra persona. No obstante, en orden a
la certeza y seguridad jurídicas, la voluntad de renunciar ha de ser
manifestada de tal modo que haya constancia clara y unívoca de la misma,
siempre posible de probar de manera que permita excluir cualquier duda.
Obviamente, una renuncia dudosa e incierta sería causa de graves inconvenientes
para la Iglesia. Esta misma razón hace razonable que sea el Papa mismo quien
manifieste personalmente su decisión, sin mediar ningún plenipotenciario (en
cambio, la renuncia de otros oficios puede hacerse por procurador). El carácter
universal del oficio primacial requiere que la eventual dimisión del Sumo
Pontífice tenga carácter público, de tal manera que llegue de modo inequívoco y
seguro a toda la Iglesia. Tanto más cuanto que no se prevé ningún destinatario
concreto de este acto, que pudiera simplemente recibir la renuncia (no en
sentido de poder aceptarla o rechazarla) y comprobarla oficialmente, dando con
esto inicio formal a la vacante de la Sede Apostólica, de modo análogo a como
ocurre en la muerte del Obispo Romano. En todo caso, parece lógico que la noticia
de la renuncia del Papa llegue en primer lugar a los cardenales, ya que son
ellos quienes han de proceder a la elección de su sucesor. Particular
dificultad podría comportar una renuncia presentada de modo complejo, con su
eficacia aplazada en el tiempo, cuando el Papa condicionara su dimisión al
concurrir algún hecho, cuya verificación se dejaría a unas personas
determinadas o al colegio cardenalicio. Por ejemplo a Juan Pablo II se atribuye
un escrito de renuncia, en el cual manifiesta su voluntad de dimitir en caso de
enfermedad larga que se presumiese incurable y que le impidiera un suficiente
ejercicio de su ministerio apostólico (cf S. ODER-S. GAETA, Perché è santo. Il
vero Giovanni Paolo II raccontato dal postulatore della causa di
beatificazione, Milano 2010, 130). En tal caso, a los cardenales indicados por
el Papa competería comprobar si se verifica alguna de las circunstancias
mencionadas. Hay que señalar en este contexto algunas dudas y dificultades que
surgen con relación a este modo de presentar la dimisión. Una pri- 932 mera es
la sutil diferencia, que en la práctica no siempre puede resultar tan clara y
nítida, entre la mera verificación de circunstancias que harían efectiva la
renuncia y la decisión sustancial al respecto, cuando la renuncia del Papa
fuera verdaderamente subordinada a la decisión de otro sujeto, que en efecto
podría llegar a ser una disimulada depositio. Otra segunda complicación es la
imposibilidad de que el Papa retire su decisión de resignar, si el estado de
salud le impidiera tomar decisiones, y en este caso podría cuestionarse la
libertad de la renuncia requerida para la validez de este acto. Lo mismo podría
objetarse si el Papa condicionara su dimisión al cumplimiento de una
determinada edad y antes de llegar a ella hubiera caído en enfermedad mental,
de tal modo que ya no hubiera podido revocar su renuncia antes de que esta
hubiese quedado operativa.
6. Irrevocabilidad de
la renuncia
Con la renuncia libre y
debidamente manifestada, el Romano Pontífice pierde todo su poder primacial.
Una vez realizada la dimisión, el Papa no puede posteriormente revocarla, pues
ya ni tiene potestad de hacer este acto, ni puede recuperar la jurisdicción que
tenía en cuanto Obispo de Roma y que ha perdido en el momento de presentar su
renuncia. La Sede Apostólica ha quedado ipso facto vacante y el único modo
válido de provisión es la elección del nuevo Romano Pontífice. Por esa misma
razón no vale una renuncia del Papa bajo condición, por ejemplo hecha en favor
a otro o reservándose algunas competencias por el que dimite. Del mismo modo,
carece de eficacia jurídica cualquier mandato, disposición, condicionamiento,
simple recomendación o deseo del Pontífice dimitido respecto al futuro cónclave
o para con el próximo Papa. No obstante, en la doctrina canonística se ha
discutido la posibilidad de que el Romano Pontífice pueda designar su sucesor,
admitiendo algunos autores tal eventualidad. Pero no sería posible este sistema
sin cambiar la regulación actual de la elección del Obispo de Roma.
¿Cuál sería la posición
canónica del Romano Pontífice dimitido en la Iglesia? ¿Sería solamente un
episcopus consecratus más? Parece que nada obsta que al «Papa emérito» puedan
aplicarse, guardando las debidas proporciones, algunas de las indicaciones de
carácter teológico del documento del la Cong Episc, Il vescovo emerito, del
2008, sobre todo en cuanto a la participación en la corresponsabilidad en la
Iglesia. El Código nada dice sobre si el Papa que renunció a su oficio conserva
la dignidad cardenalicia. Los autores no ofrecen respuestas concordes al
respecto. Si se admitiese que el Obispo Romano tras su dimisión sigue siendo
cardenal (teniendo en cuenta que se trata de una dignidad y no de un oficio),
podría participar en la elección de su sucesor, con tal de que no haya superado
los 80 años. Independientemente de esto, el Papa dimitido conserva la voz
pasiva y –por lo menos en teoría– podría volver a ser elegido para la Sede de
San Pedro.
Bibliografía
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(2009) 275-282.
Piotr MAJER REO Vid.
también: ENMIENDA DEL REO; INOCENCIA [PRESUNCIÓN DE] SUMARIO: 1. Concepto. 2.
El autor del delito. 3. Delitos comunes y delitos propios. 1. Concepto Reo es
todo aquel que delinque, es decir, el sujeto activo del delito. En el CIC de
1983 el término reus aparece varias veces, tanto en el libro VI (De
sanctionibus in Ecclesia) como en la parte IV del libro VII (De processu
poenali).
Se debe destacar, sobre
todo en lo que se refiere a la parte dedicada al proceso penal canónico, que se
hace uso de dicho término para designar a quien está sometido a juicio (por
ejemplo, en los cc. 1720, 1º; 1723 §§ 1-2; 1724 § 2; 1726 y 1727). Es oportuno,
no obstante, subrayar que, al definir al inculpado como «reo», se le atribuye,
desde el mismo inicio del proceso penal,
Piotr Majer, fuente: Multimedia
Opus Dei