A propósito de la pretendida igualdad jurídica
entre las uniones matrimoniales y las parejas homosexuales
Introducción
Motivan nuestras reflexiones lo ocurrido en torno a las peticiones formuladas y obtenidas por diferentes parejas homosexuales, que pretenden ser reconocidos como “matrimonio”, como también las presiones de los diferentes organismos que encarnan el lobby “gay” –eufemismo utilizado para volver simpáticos ciertos comportamientos.
La pretensión de lograr la igualdad jurídica entre quienes practican la contranatura y los verdaderos matrimonios está fundamentada en la ideología de la no discriminación. A su vez, esta “no discriminación” se presenta como ligada, de forma necesaria, con el planteo de los derechos humanos.
La ideología de la no discriminación no nace como fruto de nobles preocupaciones por la equidad en el trato de personas diferentes, ni como un deseo de evitar la acepción de personas, evangélicamente considerada, sino que su origen se halla en la pretensión de ser un ariete más levantado contra el Orden Natural, al pretender que toda distinción –por el sólo hecho de ser tal– sea mala. Hablar en términos de varones y mujeres, mencionar que existen comportamientos contra la naturaleza equivaldría, para esta ideología, a un acto ilegítimo, que debe ser penado por la ley y condenado por la opinión pública.
Cómo entra la cuestión de la tolerancia
Al respecto del debate sobre el supuesto matrimonio entre homosexuales, fue falaz la invitación a aceptarlo con el argumento que el mismo “no volvía la homosexualidad obligatoria” sino solamente reconocía su carácter “opcional”, protegiéndolo con la fuerza de la ley. Pero veamos qué implica la tolerancia irrestricta.
Si el error, no por virtudes propias sino por una obvia coherencia del discurso, pretende exclusividad, cuánto más –y cuán legítimamente– la verdad debe exigir lo mismo. Lutero, por ejemplo, no sólo buscaba la divulgación de su herejía sino que además buscaba aplastar aquellas tesis opuestas a la suya.
El culto a la tolerancia propone la búsqueda de una pretendida convivencia pacífica del error y la verdad, de lo feo y lo bello, de lo malo y de lo bueno, de los comportamientos antinaturales y los naturales. En el tema que nos ocupa, verdad equivale a naturaleza, mientras que error equivale a contranaturaleza.
¿Advertimos que nos están pidiendo que toleremos entonces, junto al modelo natural y recto, las uniones entre invertidos? La tolerancia de estas conductas parece poco: no obstante, hay una verdadera trampa. ¿En qué consiste? En ésto: cuando quienes se comportan conforme a la naturaleza toleran los comportamientos perversos y desordenados, la primera opción –la buena– no puede sino ir perdiendo su carácter exclusivo y volverse “una alternativa más” y no “la alternativa” a la hora de descubrir el verdadero sentido, origen y finalidad de la sexualidad humana.
La palabra «matrimonio»
Pero ¿por qué buscan que se admita a la unión que ellos fomentan bajo el término matrimonio? ¿Acaso no podría pensarse otra palabra? ¿No les basta hacer lo que quieren, al margen de todo código moral?
Estamos en el meollo de la guerra de las palabras. La importancia que ellos conceden a la palabra matrimonio es signo de algo que no debe pasar inadvertido. Descubramos el principal objetivo de la ideología de la no discriminación: el vaciamiento del significado de las palabras, para obtener deliberadamente la ruptura de la capacidad del discernimiento en las inteligencias.
Como reseñó el boletín Notivida el 9 de noviembre de 2009, María José Lubertino, hoy ex titular de la INADI, se expresó como sigue. Ella “destacó que al Plan Nacional contra la Discriminación adhirieron 21 provincias y que ese Plan tiene un acápite que contempla la no discriminación por orientación sexual; en este acápite, dijo, está la unión de homosexuales, aunque no prevé que sea «matrimonio», denominación que ella considera «sustantiva»”.
Lubertino advierte la importancia de tomar el control de la palabra y refugiar bajo su paraguas tanto la verdadera familia como las uniones contra la naturaleza. Sustantiva debe entenderse como no negociable, como objetivo principal, el cual –de no lograrse– implicaría la derrota.
En el mismo sentido, Antonio Poveda –Presidente de la Federación Estatal de Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales de España– dijo: “Tiene que ser matrimonio, lo contrario es discriminatorio”.
¿Es tan importante la palabra matrimonio? ¿No son acaso cuestiones de palabras, pero no de cosas? ¿No podría valer lo mismo cualquier otra palabra? ¿Acaso nosotros estamos discutiendo palabras o estamos discutiendo cosas?
Tanto por el fundamento que la palabra tiene, como por el interés de los enemigos del Orden Natural, queda patente qué importancia tiene el control de un vocablo. Las palabras significan cosas y cada una de ellas contiene, en sí misma, una capacidad directa de influir sobre las mentes:
“Esta vía de influencia mental es tan real y tan profunda, que ha podido decirse que quien posea el arte de manejar las palabras poseerá la de manejar los espíritus. Su influencia será cada vez mayor a medida que las generaciones nazcan ya en el seno de un lenguaje manipulado y «dialectizado»”[1].
¿Qué es lo que sucede cuando una misma palabra ya no significa única y exclusivamente una cosa sino que, también, puede significar su contradictoria? ¿Qué ocurre? Sucede la funesta tolerancia y coexistencia de la verdad con el error, al amparo del mismo techo.
La tolerancia de la verdad para con el error es lo que comienza a ablandar y a suavizar, lenta pero inflexiblemente, la doctrina. Si el mismo término («matrimonio») comienza a significar, indistintamente, tanto una realidad natural como otra contra la naturaleza, la norma legal que termine autorizándolo desdibujará y, si fuera posible, aniquilará la diferencia entre lo natural y lo antinatural. Donde no hay límite que distinga todo está permitido, porque no hay nada que diferencie lo permitido de aquello no-permitido.
Lo oculto y lo manifestado
El INADI se dedica a condenar a aquellas acciones que señala como “discriminatorias”. Pero hagamos una aclaración importantísima. Nuestro camino para oponernos frontalmente al INADI pasará por restaurar el hábito noble y diferenciador de las palabras. No es el caso demostrar que el Orden Natural no es discriminatorio: el caso es demostrar que no toda discriminación es, en sí misma, injusta.
El caso es demostrar que aquellos que defienden y fomentan la ideología de la no discriminación, están interesados –por lo mismo– en que no haya luz, porque sus obras son malas.
Si lograran hacernos creer que no hay línea divisoria entre la naturaleza y la contranaturaleza, entonces “tendrían derecho” a hacer de sus vidas lo que se les antoje. Así las cosas, nos preguntamos: ¿Qué hay detrás de la ideología de la no discriminación? ¿Qué es lo que se manifiesta y qué lo que se oculta en esta pretensión?
El odio a la luz.
La luz distingue. La luz marca el límite, marca la definición.
Definir significa marcar el fin, el límite, la línea y el contorno de las cosas: “A partir de aquí esto es, a partir de allí esto no es”. La definición implica un “sí” tanto como implica un “no”.
En nuestro caso, la luz a la cual nos referimos es la luz de la inteligencia, el logos participado en el hombre.
Pero para obrar el mal, sin amonestaciones ni alarmas a su conducta, es necesario que los hombres se quiten los ojos. Para quitarse los ojos deben negar el hábito diferenciador y discriminatorio de la inteligencia: la facultad del discernimiento.
“¡Ay de aquellos que llaman bien al mal y mal al bien…!”
La heterosexualidad es lo natural, la homosexualidad lo antinatural. Esto es así y ningún artilugio semántico o lingüístico puede disimular el hecho de que la complementariedad entre los órganos sexuales masculino y femenino no es convencional, no es arbitraria, no es histórica, no es fruto de un contrato entre sociedades. Esta complementariedad, “vinculación”, “adaptación” de una función a su facultad, tampoco es convencional, tampoco puede ser fruto de decisiones humanas, ni es sujeta a los cambios del tiempo, ni es fruto de diversas estructuras de pensamiento de cada sociedad.
¿Y con qué palabra designamos a lo que ni es convencional, ni arbitrario, ni histórico ni fruto de la sociedad? ¿Con qué palabra designamos a lo que no está sujeto a la voluntad ni a los contratos ni a las estructuras del cambiante pensamiento del hombre?
Con la palabra “naturaleza”.
¿Esto es “discriminación”? Sí, pues es distinción. Discriminación justa.
¿Esto debe ser penado por la ley, como pretende el INADI? No, porque es la verdad.
¿Nuestra tarea? Predicar la verdad y condenar el error. Practicar la naturaleza y reprobar la sodomía.
Es necesario predicar la buena, sana y santa intolerancia de la verdad para con el error, de lo bueno para con lo malo, de lo bello para con lo feo y, finalmente, de los comportamientos ordenados, en la línea y en el deseo del plan de Dios, para con los comportamientos y acciones desordenadas:
“¡Ay de aquellos que llaman bien al mal y mal al bien, que cambian las tinieblas en luz y la luz en tinieblas…!”[2].
Si la ideología de la no discriminación tiene entre sus principales preocupaciones la manipulación y el manoseo del lenguaje, señal es que es precisamente allí en donde nosotros debemos librar la batalla de restaurar el noble y luminoso significado de las palabras.
Así las cosas, la palabra discriminación se convierte en una «palabra-talismán». Debe desenmascararse el sofisma central de esta ideología, que consiste en desvincular el acto de su objeto, para condenar de forma anticipada e inapelable –manipulando las emociones y los sentimientos que causa la sola mención de este vocablo– el acto mismo, aunque éste reciba su calificación moral según su objeto y sólo según su objeto. La ideología de la no discriminación omite y se desentiende deliberadamente de las cuestiones principales: la verdad y justicia del acto discriminatorio.
Un diagnóstico autorizado
Ciertamente es un consuelo para nosotros encontrarnos en buena compañía al tener que describir un diagnóstico de este tenor. El Dr. Mario Sacchi explica que
“la aversión reciente a la discriminación lleva a repudiar la discriminación esencial y perentoria entre el bien y el mal, de donde no puede disimular su ambición de destruir el mismo principio del orden moral, que descansa en la máxima discriminatoria bonum faciendum, malum vitandum…”.
El Dr. Sacchi señala también grotescas contradicciones internas: “Estos revoltosos, quienes decían recusar toda discriminación, discriminaban a los discriminadores (nosotros) y a los enemigos de la discriminación (ellos) y pedían discriminatoriamente castigos para sus discriminados, i. e., los hombres que discriminan”. Y cierra el párrafo firmemente: “En suma, la logomaquia antidiscriminatoria hoy en pleno auge no puede disimular sus raíces cabalmente sofísticas”. ¿Y por qué logomaquia y sofística? Porque la logomaquia es aquella discusión en que se atiende a las palabras y no al fondo del asunto. Quienes la practican eluden pronunciarse sobre las cosas –porque quedaría patente su no conformidad con las mismas–, relegando el respectivo juicio a una eterna nebulosa. Y es sofística, porque la ideología de la no discriminación entra en la categoría de las siguientes tipos de argumentaciones: aquellas que prueban una cosa y su contraria.
Por último, Sacchi hace una seria advertencia:
“es motivo de alarma el que ni los filósofos ni los teólogos se muestren interesados en salir al cruce de la actual inmoralidad antidiscriminatoria, sobre todo cuando la tradición de la ética y de la moral cristiana se halla suficientemente anoticiada de la existencia de un vicio y de un pecado, de inveterada presencia en la historia humana, cuyo estudio teológico y filosófico ha puesto de manifiesto en qué consiste la malicia de la discriminación injusta y la bondad de la discriminación justa y necesaria, esto es, la aceptación de personas, que es el pecado opuesto a la justicia distributiva”[3].
En síntesis: el meollo de la cuestión pasa por la justicia de los actos, y no por los actos en sí mismos. Es aquí donde los católicos debemos colocar el centro de la cuestión y no desplazarlo precisamente donde el enemigo quiere; no preguntarnos, pues, si tal o cual actitud es o no discriminatoria. Preguntémonos, por el contrario, si cabe pensar una discriminación justa.
Conclusión
Creemos que en lo que respecta a este problema el caso es, por último, denunciar la oscuridad del logos en un mundo que no quiere distinguir ni discriminar, pero no porque pretenda acoger desinteresadamente a los extranjeros, no porque desee un trato caritativo y respetuoso para blancos, negros y amarillos; sino porque rechaza a la luz objetiva de la verdad, rechaza el límite que marca diferencias entre lo que es y lo que no es.
Así justifica la homosexualidad. Así justifica, en última instancia, la reducción de la sexualidad humana –traspasada siempre de espíritu, o más aún, ella misma penetrada por lo espiritual– a la pura y desencarnada genitalidad, en donde mientras más próxima está la carne, más lejos están las personas unas de otras; esas uniones homosexuales –contra la naturaleza– donde ocurre la fusión de los cuerpos pero nunca, nunca, la fusión de las almas; en donde la persona queda reducida a materia prima experimentable e intercambiable, como lo atestigua el altísimo índice de promiscuidad de los comportamientos homosexuales. Porque los mismos que ahora luchan por el “matrimonio gay” son los que escriben en graffitis “Ni te cases ni te embarques”. No les interesa el “compromiso” “matrimonial” entre dos personas del mismo sexo; les interesa el desvirtuar una institución natural para que no quede ya sombra de la señorial distinción del intelecto.
Es tal el misterio de la sexualidad que respecto a su despliegue –nos dice Gustave Thibon– no caben términos medios:
“La sexualidad humana está fatalmente colocada en esta alternativa: o fiscalizada y sobrealzada por el amor del espíritu, o prostituida por el pecado del espíritu”[4].
Quienes levantan la bandera de la no discriminación se encuentran –lo sepan o no– desesperados. No cabe duda de que se están negando a sí mismos: rechazan su sexualidad tal como la tienen, ya fuera masculina, ya fuera femenina; rechazan la vocación propia de su cuerpo, rechazan el sentido espiritual, psicológico y biológico de la fusión con el sexo opuesto. Es un sistema de negaciones.
Hay aquí un enfrentamiento con la naturaleza. Una toma de postura inicial y previa, una oposición radical a todo lo que nos sea dado, a todo lo que escapa a nuestro arbitrio.
Proclamemos la verdad, sin suavizarla y sin matizarla indebidamente. Proclamemos que hay discriminaciones y discriminaciones: unas justas, hijas de la inteligencia que es luz; otras injustas, hijas del desorden de las pasiones y de la voluntad. La luz del entendimiento pone en evidencia, hace patente, las cosas; por eso Ernest Hello decía que si quieres desenmascarar a un asesino, nómbrale. Y el nombre es principio de distinción, principio de luz.
Pidámosle a Nuestro Señor que nos de la gracia de siempre amar la luz de la Verdad, sabiendo que si somos fieles a Ella, el Dios Verdadero –el cual recompensa a los trabajadores fieles y laboriosos– nos brindará ya en la otra vida la visión de la Belleza con la cual Se engalana y de la cual, en este valle de lágrimas, sólo atisbamos fragmentos. Belleza que no es sino Él mismo.
Cristo, Logos Eterno y Verbo Increado del Padre, nos dé la gracia de restaurar el logos participado en nosotros mismos, nuestras familias, nuestra sociedad, nuestra Patria.
Juan Carlos Monedero (h), tomado de Gacetillas de Stat Veritas.
[1] Rafael Gambra. El lenguaje y los mitos, Ediciones Nueva Hispanidad, Buenos Aires, 2001, págs. 23-24.
[3] Mario Enrique Sacchi. Discriminación e incriminación de la discriminación, Revista Sapientia, 1992, Vol. XLVII, págs. 190-191.
[4] Gustave Thibon. Lo que Dios ha unido (Ensayo sobre el amor), Editorial Librería, Buenos Aires, 1952, pág. 164.