domingo, 3 de julio de 2011

El Cuerpo y las Llagas del Sagrado Corazón ¿Resucitó Glorioso el Cuerpo de Cristo?


Objeciones por las que parece que el cuerpo de Cristo no resucitó glorioso.

1.  Los cuerpos gloriosos son resplandecientes, según aquellas palabras de San Mateo, 13, 43: Los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. Pero los cuerpos resplandecientes son vistos por causa de la luz, no por razón del color. Por consiguiente, habiendo sido visto el cuerpo de Cristo bajo la forma del color, como también era visto antes, da la impresión de que no fue glorioso.
2.   El cuerpo glorioso es incorruptible.  Pero el cuerpo de Cristo parece no haber sido incorrupti­ble, puesto que fue palpable, como Él mismo dice: Palpad y ved (San Lucas, 24, 39). Dice Gregorio: Es necesario que se corrompa lo que se palpa, y no puede palparse lo que no se corrompe.  Luego el cuerpo de Cristo no fue glorioso.
3.   El cuerpo glorioso no es animal sino espiritual, como es manifiesto por I Corintios, 15, 35 ss. Ahora bien, parece que el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, fue animal, puesto que comió y bebió con los discípulos, como se lee en San Lucas, 24, 41 y subsiguientes, y en San Juan, 21, 9 y subs. Luego da la impresión de que el cuerpo de Cristo no fue glorioso.

En cambio está lo que dice el Apóstol en Filipenses, 3, 21: Transformará el cuerpo de nuestra bajeza, conformándolo con su cuerpo glorioso.

Se debe decir: El Cuerpo de Cristo fue glorioso en su resurrección. Y esto déjase ver por tres motivos. Primero, porque la resurrección de Cristo fue el ejemplar y la causa de nuestra resu­rrección, como se lee en I Corintios, 15, 12 y subsiguientes. Y los santos, en su resurrección, tendrán cuerpos gloriosos, como se dice en el mismo pasaje (versículo 43): Se siembra en vileza y se levanta­rá en gloria. De donde, por ser la causa superior a lo causado y el ejemplar a lo copiado, con mucha mayor razón fue glorioso el cuerpo de Cristo resucitado. Segundo, porque mediante la humillación de la pasión mereció la gloria de la resurrección. Por lo cual decía Él mismo en San Juan, 12, 27: Ahora mi alma está turbada, cosa que pertenece a la pasión; y luego añade (versículo 28): Padre, glorifica tu nombre, con lo que pide la gloria de la resurrección. Tercero, porque el alma de Cristo fue glo­riosa desde el principio de su concepción a causa de su perfecta fruición de la divinidad. Pero, por una disposición divina, sucedió que la gloria no redundase; del alma en el cuerpo, a fin de que con su pasión realizase el misterio de nuestra redención. Y, por tanto, una vez cumplido el misterio de la pasión y la muerte de Cristo, su alma comunicó en seguida la gloría al cuerpo, rea­sumido en la resurrección. Y, de este modo, aquel cuerpo se tornó glorioso.

Respuesta a las objeciones:

1.  Lo que se recibe en un sujeto, se recibe en conformidad con el modo de ser de quien lo recibe. Por consiguiente, como la gloria del cuerpo se deriva del alma, según dice Agustín, el resplandor o la claridad del cuerpo glorioso es conforme al color natural del cuerpo humano, así como el cristal de diversos colores recibe el resplandor de la iluminación del sol en conformidad con el modo de ser de su propio color. Así como está en manos del hombre glorificado el que su cuerpo se vea o deje de verse, así también está en su poder el que se vea o no se vea su claridad. Por lo cual puede ser visto en su propio color sin claridad de ninguna clase. Y éste es el modo en que Cristo se apareció a sus discípulos después de la resurrección.
2.  Se afirma que un cuerpo es palpable, no sólo por razón de la resistencia, sino también por razón de su consistencia. Pero a lo ralo y a lo denso siguen lo grave y lo leve, lo cálido y lo frío, y otras cua­lidades contrarias por el estilo, que son los principios de la corrupción de los cuerpos elementales. De donde, el cuerpo que es palpable al tacto humano, es corruptible por naturaleza. Ahora bien, el cuer­po de Cristo, después de la resurrección, siguió compuesto de elementos, conservando en sí mismo las cualidades tangibles, de acuerdo con lo que requiere la naturaleza del cuerpo humano; y, por tal moti­vo, era naturalmente palpable. Y, de no haber tenido algo que sobrepasase la naturaleza del cuer­po humano, hubiera sido incluso corruptible. Pero tuvo alguna otra cosa que lo volvía inco­rruptible: la gloria que redunda del alma bienaventurada, porque, como dice Agustín, Dios hizo el alma de una naturaleza tan poderosa, que de su bienaventuranza plenísima redundase sobre el cuer­po la plenitud de la salud, es decir, la fuerza de la incorrupción. Y por eso, como escribe Gregorio, el cuerpo de Cristo, después de la resurrección, muestra que era de la misma naturaleza, pero de distin­ta gloria.
3.  Como escribe Agustín, Nuestro Salvador, después de la resurrección, ya en una carne espiritual sin duda, pero verdadera, comió y bebió con sus discípulos, no porque tuviese necesidad de alimen­tos, sino por el poder que para esto tenía. Porque, como dice Beda, de una manera absorbe el agua la tierra sedienta, y de otra el rayo ardiente del sol; aquélla, por necesidad; éste, por su fuerza. Comió, por consiguiente, después de la resurrección, no como si necesitase de comida, sino para demostrar de ese modo la naturaleza del cuerpo resucitado. Y por esto no se sigue que su cuerpo fuese animal, que es el que necesita comida.

¿El Cuerpo de Cristo debió resucitar con las llagas?

Objeciones por las que parece que el cuerpo de Cristo no debió resucitar con las llagas.

1.  En I Corintios, 15, 52 se dice que los muertos resucitarán incorruptos. Pero las llagas y las heri­das implican una cierta corrupción y una especie de defecto. Luego no fue conveniente que Cristo, autor de la resurrección, resucitase con las llagas.
2.   El cuerpo de Cristo resucitó íntegro. Pero las aberturas de las heridas son contrarias a la inte­gridad del cuerpo, porque rompen la continuidad del cuerpo. Luego no parece haber sido convenien­te que quedasen en el cuerpo de Cristo las aberturas de las heridas, aun cuando permaneciesen en él ciertas señales de éstas; las suficientes para la figura ante la que creyó Tomás, a quien le fue dicho: Porque me has visto, Tomás, has creído (San Juan, 20, 29).
3. Escribe el Damasceno que, después de la resurrección, ciertas cosas se dicen de Cristo con ver­dad, pero no conforme a la naturaleza, sino por divina disposición, para certificar que el cuerpo que resucitó es el mismo que padeció; tal acontece con las llagas. Pero, al cesar la causa, cesa el efecto. Luego parece que, una vez certificados los discípulos sobre su resurrección, no tuvo en adelante las llagas. Pero-no convenía a la inmutabilidad de la gloria que tomase cosa alguna que no permanecie­se perpetuamente en Él. Parece, por consiguiente, que, en la resurrección, no debió reasumir el cuer­po con las llagas.
En cambio está lo que dice el Señor a Tomás, en San Juan, 20, 27: Mete aquí tu dedo, y mira mis manos; alarga tu mano y métela en mi costado.
Se debe decir: Fue conveniente que el alma de Cristo reasumiese, a la hora de la resu­rrección, el cuerpo con las llagas. Primero, por la gloria del propio Cristo. Dice, en efecto, Beda que conservó las llagas no por la incapacidad de curarlas, sino para llevar siempre los hono­res del triunfo de su victoria. Por lo cual también escribe Agustín, que, tal vez en aquel reino vere­mos en los cuerpos de los mártires las llagas de las heridas que sufrieron por el nombre de Cristo; no será en ellos una deformidad sino un honor; y brillará en su cuerpo cierta belleza, no del propio cuer­po sino de la virtud. Segundo, para confirmar los ánimos de los discípulos en lo tocante a la fe de su resurrección. Tercero, para mostrar siempre al Padre, al rogar por nosotros, la clase de muerte que sufrió por el hombre. Cuarto, para dar a conocer a los redimidos con su muerte cuan misericordiosa­mente fueron socorridos, poniéndoles delante las señales de esa misma muerte. Finalmente, para hacer saber en el mismo lugar cuan justamente son condenados en el juicio. De donde, como escribe Agustín, Cristo sabía la razón ,de conservar las llagas en su cuerpo. Así como las mostró a Tomás, que no estaba dispuesto a creer sin tocar y ver, así también habrá de mostrar sus heridas a los enemigos, para que, convenciéndolos, la Verdad diga: He aquí el hombre a quien crucificasteis. Veis las heri­das que le hicisteis. Reconocéis el costado que atravesasteis. Porque por vosotros, y por vuestra causa, fue abierto; pero no quisisteis entrar.

Respuesta a las objeciones:

1.   Las llagas que permanecieron en el cuerpo de Cristo no atañen a corrupción o defecto, sino a un mayor cúmulo de gloria, porque son unas señales de virtud. Y en los lugares de las heridas se deja­rá ver una especial hermosura.
2.  La abertura de las heridas, aunque implique cierta discontinuidad, todo eso queda compensado con un mayor resplandor de la gloria, de modo que el cuerpo no es menos íntegro sino más perfecto. Tomás no sólo vio sino que también tocó las heridas, porque, como dice el papa León, bastó para su propia fe ver lo que había visto; pero a nosotros nos benefició, tocando lo que veía.
3.  Cristo quiso conservar en su cuerpo las llagas de las heridas no sólo para confirmar la fe de sus discípulos, sino también por otros motivos. Por ellos se deja ver que aquellas llagas quedarán siem­pre en su cuerpo. Porque, como escribe Agustín: Yo creo que el cuerpo del Señor está en el cielo tal como era cuando subió al cielo. Y Gregorio dice que si alguna cosa pudo mudarse en el cuerpo de Cristo después de la resurrección, el Señor, después de la resurrección, volvió a la muerte, contra el dictamen verídico de Pablo. ¿Quién, o qué necio, se atreverá a decir esto, sino el que niegue la ver­dadera resurrección de la carne? De donde resulta evidente que las llagas que Cristo muestra en su cuerpo, después de la resurrección, nunca desaparecieron en adelante de su cuerpo.

Santo Tomás de Aquino, Summa, IIIa  Pars, Q. LIV, a. 2 y a.4. Publicado originalmente en el boletín dominical “Fides”, nº 966.