sábado, 3 de diciembre de 2011

Contra serviles y rebeldes.


“Los límites de la obediencia son la caridad y la prudencia. No se puede obedecer contra la caridad: en donde se ve pecado, aun el más mínimo, hay que detenerse, porque “el que despreciare uno de los preceptos estos mínimos, mínimo será llamado en el Reino de los Cielos”. Y no se puede obedecer una cosa absurda; porque “si un ciego guía a otro ciego, los dos se van al hoyo”.

Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Esto dijeron los Apóstoles ante el Sinedrio, que los conminaba a cesar su predicación. Pedro, Santiago y Juan resistieron a las autoridades religiosas con esta palabra. ¿Adónde iríamos a parar? Conozco un cristiano que escribió esta palabra a una autoridad religiosa, y recibió esta respuesta: “¡Eso lo han dicho todos los herejes!”. ¿Qué me importa a mí? Eso prueba que está en la Sagrada Escritura; y que los herejes lo hayan malusado, no lo borra de la Escritura. En uno de esos “volantes anónimos” que hay ahora*, se lee: “El Evangelio enseña que la primera virtud del cristiano es obedecer a la jerarquía”. Pueden leer todo el Evangelio y no encontrarán esa “enseñanza” de este teólogo improvisado. Al contrario, Jesucristo anda todo el tiempo aparentemente levantado contra las autoridades eclesiásticas, quiero decir, religiosas. Aparentemente, he dicho.

Un ironista inglés ha dicho con gracia: “los que conocen el punto exacto en el cual hay que desobedecer, ésos son pocos y les va mal; pero son grandes bienhechores de la humanidad”**. El punto exacto es cuando los mandatos de hombres interfieren con los mandatos divinos, cuando la autoridad humana se desconecta de la autoridad de Dios, de la cual dimana. En ese caso hay que “acatar y no obedecer”, como dice Alfonso el Sabio en Las Partidas: es decir, reconocer la autoridad, hacerle una gran reverencia; pero no hacer lo que está mal mandado; lo cual sería incluso hacerle un menguado favor. Si esto que digo no fuese verdad, no habría habido mártires. (…)

Jesucristo dijo que había que pagar el tributo al César –de hecho, El lo pagó una vez de un modo curioso- y obedecerle en lo que era autoridad: de hecho, los judíos, al no tener moneda propia, reconocían no tener soberanía. Octavio Augusto César era un individuo hipócrita, soberbio, y lujurioso, que por increíble buena suerte habíase apoderado del Imperio fundado por el héroe su tío; al cual los judíos llamaban “tirano”: Jesucristo no se dio por entendido. Después de él, sus discípulos Pedro y Pablo mandaron la obediencia a los príncipes seculares legítimos, incluso si no son cristianos, “incluso si son díscolos”, dijo San Pablo; y dio la razón: “porque toda autoridad viene de Dios”. San Pablo añade luego otra razón que indica los límites de esa obediencia; y por qué ella se puede extender a veces incluso a los “tiranos”: “porque ya véis que él tiene la Espada”. La doctrina católica acerca de la tiranía –que es el peor mal que puede caer sobre una nación- estatuye que es lícito y aun obligatorio –para el que puede- levantarse contra ella y deponerla; pero con tres condiciones, la primera de las cuales es que ello sea factible, que no sea un amago temerario e insensato, el cual sólo sirve para traer males mayores; como fue por ejemplo la famosa Conspiración de la Pólvora, contra Jacobo I de Inglaterra.

Acerca del Imperio Romano, Jesucristo guardó una singular prescindencia: no dijo una sola palabra de tacha, ni una sola palabra de entusiasmo. Yerra el Dante Alighieri en su libro De Monarchia al aducir que Cristo aprobó el Imperio Romano, porque quiso nacer en él, empadronarse en Belén, y ser por tanto súbdito del César. Cristo aceptó o soportó el Imperio, como se acepta el clima, el paisaje o la geología de una comarca: como una cosa inevitable. Esa mezcla de bienes y males que era la creación política de Julio César –que había de degenerar después bajo un Nerón o un Calígula en monstruosa tiranía-, no le arrancó ningún entusiasmo “patriótico”. Las prescindencia de Cristo no es negativa sino positiva y voluntariosa: no es mera apatía, falta de visión o indiferencia hacia la moral política, de “un joven campesino galileo incapaz de ver más allá de su rincón, más allá de los pequeños problemas de la moral individual”, como blasfemó Renan. No. Cristo estaba en medio de los torbellinos políticos de su nación y su época, había leído los Profetas; y no era indiferente, muy al contrario, al sino desastroso de Jerusalén, el cual predijo y lloró.

Cristo prescindió inconmovible de la política, porque tenía que prescindir: no había nada que hacer en política para los palestinos. La idea de los Zelotes de alzar mano armada contra el enorme Imperio era netamente insana: de hecho los llevó al desastre. Más tarde será otra cosa: en la formación de los grandes reinos cristianos de Europa entraron y tomaron parte hombres religiosos, discípulos fieles de Cristo. Era ya otra cosa. El “entrar en política” puede ser un deber religioso en algunos casos para un cristiano, que tenga vocación política. En ese caso, no se da al César lo que es de Dios; sino simplemente a Dios, a través de la Patria. “Ningún hombre religioso se entromete en negocios seculares”, dijo San Pablo. Pero en el caso de Hildebrando, o el cardenal Cisneros, o si me apuran, monseñor Seipel el austríaco, ésos ya no eran negocios seculares. Para ellos, ésos eran asuntos religiosos. Lo mismo el apoyo activo prestado por muchos nobles sacerdotes argentinos al alzamiento del general Lonardi.

Todo esto es claro en teoría, pero es enredado y espinoso en la práctica; y más hoy día. Las naciones occidentales, perdida la religiosidad, se van convirtiendo de más en más en las Fieras de la Escritura. El Estado moderno se vuelve de más en más tirano. El Estado es una consecuencia del pecado original, no es una creación directa de Dios, es la “creación más grande de la razón práctica” del hombre, enseña Santo Tomás. En el Paraíso terrenal, si Adán no hubiera caído, hubiese habido gobierno, por cierto; pero no gobierno estatal, sino familiar y paterno. Eso no se puede obtener ya con perfección. Entre los extremos del gobierno tiránico y el gobierno paterno, oscilan todos los regímenes políticos humanos, después del Pecado. (…)

Los hombres hoy día prefieren tener encima a tiranuelos irresponsables, agitados y pasajeros, que los opriman en nombre de “la libertad”. Las condiciones han cambiado, los hombres ya no pueden fiarse tanto unos de otros como para poner a la cabeza del bien público a una familia permanente e inamovible, con poderes absolutos. Por tanto se ha vuelto más fácil el advenimiento de la Fiera, que es el otro extremo del eje político, el polo opuesto al Padre. Los grandes imperios paganos que precedieron a Cristo: Asiria, Persia, Grecia Macedónica y Roma, fueron pintados por el profeta Daniel en figura de cuatro fieras; y con mucha razón.

En la actual economía del mundo, el rechazo de Cristo lleva necesariamente al otro extremo de la ordenación política; es decir, al Estado pagano duro e implacable. De la cuarta fiera, el Imperio Romano, que Daniel describe como una mezcla de las otras tres y la más poderosa y temible de todas, profetizó el Vidente que surgirá después de muchos siglos y diversos avatares, la Bestia del Mar o sea el Anticristo: un poder pequeño que se hará grande, un poder muerto que resucitará, un poder inicuo que a causa de la apostasía del mundo llegará a enseñorearse de todo el mundo; afortunadamente, por muy poco tiempo.

Entretanto tenemos que ir viviendo y tendiendo al gobierno paternal en lo político y a la obediencia noble y caballeresca; aunque sean ideales hoy día casi inasequibles, por lo menos en este pobre país sin esqueleto; quiero decir, sin “estructuración política”; sin “Instituciones”.

El doctor Carlos Ibarguren conoció cuando muchacho en Salta a un viejo guerrero de la Independencia, al cual ha retratado en La Historia que he vivido. Era un catamarqueño que ingresó casi adolescente todavía en los ejércitos de Mayo, hizo todas las campañas de Chile y del Perú, y murió centenario. Cuando regresó al país después de Ayacucho, cosido a cicatrices, pidió ver al “tirano” Rosas para pedirle su retiro y un pasaporte para Montevideo.

“-¿Por qué se va de la nación?- le preguntó Rosas.

“-Porque francamente no me gusta la manera de su gobierno; y además, yo no sabría usar mi sable contra el general Lavalle, que me lo regaló.

“-Entonces debe irse con Lavalle y usarlo contra mí -le dijo el gobernador de Buenos Aires, ceñudo.

“-Yo no sabría usar mi sable contra Su Excelencia, porque creo que es la autoridad legítima.

“-Vuelva mañana por su pase.

“Volvió con bastante aprensión y halló que Rosas le dio su pase y 500 pesos fuertes, se cuadró ante él, lo abrazó y le dijo:

“-No forzaré la voluntad de un soldado de la Independencia”.

El sargento retirado volvió pronto de Montevideo, nadie le exigió su reintegro al ejército; y subió a Salta, donde se dedicó a fabricar botas y aperos de montar, en lo que era habilidoso. Esta es obediencia cristiana y caballeresca, señoril. Esto es virtud; y el servilismo por un lado y la rebelión por el otro, son vicios”.


*Nota Reduco: Hoy habría que hablar no de “volantes anónimos” sino de “blogs anónimos” que cunden por Internet irresponsablemente. Anónimos o seudónimos de quienes se erigen a sí mismos en “maestros” y “teólogos de café” (o de la Red), difundiendo herejías, desobediencias, ofensas, chismes, o citando indiscriminadamente y razonando mal citas tras citas para confundir más a los confundidos católicos de estos días.

**Nota Reduco: Es nuestro parecer que uno de esos grandes bienhechores ha sido otro gran “desobediente” –además del Padre Castellani-: Monseñor Marcel Lefebvre.

R. P. Leonardo Castellani, “Domingo vigesimosegundo después de Pentecostés”, fragmentos, en “El Evangelio de Jesucristo”, Ediciones Dictio, 1977.