Se da el nombre de Tiempo de
Navidad al período de cuarenta días que va desde la Natividad de nuestro
Señor, el 25 de diciembre, hasta la Purificación de la Santísima Virgen,
el 2 de febrero. Es un tiempo dedicado de manera especial al júbilo que
procura a la Iglesia la venida del Verbo divino en carne humana, y consagrado
particularmente a felicitar a la Santísima Virgen por la gloria de su
maternidad. Ni las fiestas de los Santos que ocurren durante esta temporada, ni
la llegada bastante frecuente de la Septuagésima con sus tonos sombríos, son
capaces de distraer a la Iglesia del inmenso gozo que le anunciaron los
Ángeles en esa noche radiante, durante tanto tiempo esperada por el género
humano, y cuya conmemoración litúrgica ha sido precedida por las cuatro semanas
que forman el Adviento.
1º Misterio del Tiempo de
Navidad.
El Verbo divino, cuya generación
es anterior a la aurora, nace en el tiempo; un Niño es Dios; una Virgen es
Madre sin dejar de ser Virgen; lo divino se entremezcla con lo humano. La
sublime e inefable antítesis expresada por el discípulo amado en aquella frase
de su Evangelio: «El Verbo se hizo carne», se repite en todas las
formas y tonos en las oraciones de la Iglesia, resumiendo admirablemente el
gran prodigio que acaba de verificarse al unirse la naturaleza divina con la
humana. Este misterio, desconcertante para la inteligencia pero dulce al
corazón de los fieles, es la consumación de los designios divinos en el tiempo,
la causa de admiración y de pasmo para los Ángeles y Santos en la eternidad, y
al mismo tiempo el principio y motivo de su felicidad.
1º El día de Navidad. —
Jesucristo, nuestro Salvador, «la luz del mundo», nació en el momento en
que la noche de la idolatría y del pecado tenía sumido al mundo en las más
espesas tinieblas. Y he aquí que el día de ese nacimiento, el 25 de diciembre,
es precisamente el momento en que el sol material, en lucha con las tinieblas y
decreciente frente a ellas, se reanima de repente y se dispone al triunfo.
En el
Adviento advertíamos la disminución de la luz física como un triste símbolo de
estos días de universal espera; con la Iglesia suspirábamos por el divino
«Oriente», por el «Sol de Justicia», el único que podía librarnos de los
horrores de la muerte tanto de cuerpo como de alma. Pero este día de Navidad,
en que la luz comienza a crecer,
es muy a propósito para simbolizar la obra de Cristo, quien, por medio de su
gracia, renueva continuamente nuestro hombre interior.
2º El lugar del Nacimiento. —
Se trata de Belén. «De Belén saldrá el caudillo de Israel». ¿Por qué
razón eligió Dios esta oscura ciudad con preferencia a otra, para ser el
escenario de tan sublime suceso? El nombre de la ciudad de David significa «casa
del Pan»; y por eso la escogió para manifestarse Aquel que es «el Pan
vivo bajado del cielo».
Nuestros
padres «comieron el maná en el desierto y murieron»; pero ahí tenemos al
Salvador del mundo, que viene a alimentar la vida del género humano por medio
de su carne, «que es la verdadera comida».
El Arca de
la Alianza, que contenía sólo el maná corporal, se ve reemplazada por el Arca
de la nueva Alianza, un Arca más pura e incorruptible que la antigua, a saber,
la incomparable Virgen María, que nos ofrece el «Pan de los Ángeles», alimento
que transforma al hombre en Dios; ya que, según lo dijo Jesucristo, «el que
come mi carne, en Mí mora y Yo en él».
Hasta ahora
Dios permanecía alejado del hombre; en adelante, ambos serán una sola cosa. Su
gran deseo es unirse a nosotros, y para eso quiere hacerse nuestro Pan. Su
venida a las almas en este período no tiene otra finalidad. No descansará el
divino amigo hasta que se haya adentrado en nosotros de forma que no seamos ya
nosotros los que vivamos, sino El en nosotros; y para que con más suavidad se
realice el misterio, el Pan vivo de Belén se dispone a entrar en nosotros bajo
la forma de Niño, para ir luego «creciendo en edad y sabiduría delante de Dios
y de los hombres».
2º Formas litúrgicas del
Tiempo de Navidad.
La Iglesia adopta en este tiempo
el color blanco, que solamente deja de lado para honrar la púrpura de los
mártires San Esteban y Santo Tomás de Cantorbery, y para asociarse al duelo de
Raquel que llora por sus hijos, en la fiesta de los Santos Inocentes. Fuera de
estos tres casos, la blancura de los ornamentos sagrados manifiesta la alegría
que los Ángeles comunicaron a los pastores, el brillo del naciente Sol divino,
la pureza de la Virgen Madre y el candor de las almas fieles alrededor de la
cuna del Niño Dios.
Igualmente, la Iglesia mantiene,
incluso en los días de feria, el canto del Gloria in excelsis, que los Ángeles
entonaron en la tierra en el bendito día del Nacimiento del Redentor.
3º Práctica del Tiempo de
Navidad.
«Ha llegado el día de las
bodas del Cordero, y la Esposa está preparada». Ahora bien, esta Esposa es
la Santa Iglesia; y también lo es toda alma fiel. ¿Cuál ha de ser nuestro
ornato para salir al encuentro del Esposo? ¿Cuáles las perlas y joyas con que
hemos de engalanar nuestras almas para tan afortunada cita? La Santa Iglesia
nos instruye sobre este punto en su Liturgia, y lo mejor que podemos hacer es
imitarla en todo, ya que Ella es siempre bien atendida por su divino Esposo, y
también porque, siendo a la vez nuestra Madre, debemos siempre es-cucharla. En
este santo tiempo, la Iglesia ofrece al Niño Dios el tributo de sus profundas
adoraciones, los transportes de sus inefables alegrías, el homenaje de su
agradecimiento infinito, la ternura de su amor incomparable.
Estos
sentimientos de adoración, de alegría, de agradecimiento y de amor, expresan
los actos que también toda alma fiel debe tributar al Emmanuel en su cuna. Las
oraciones de la Liturgia nos prestarán su voz, de modo que penetremos más en la
naturaleza de esos sentimientos para sentirlos mejor y hacer totalmente nuestra
la forma con que los expresa la Santa Iglesia.
1º Adoración. — Nuestro
primer deber ante la cuna del Salvador es la adoración. La adoración es el
primero de los actos de religión; pero puede decirse que, en el misterio de
Navidad, todo parece contribuir a hacer ese deber más sagrado todavía. ¿Qué
hemos de hacer nosotros, pecadores, miembros indignos del pueblo redimido,
cuando el mismo Dios se humilla y anonada por nosotros; cuando, por la más
sublime de las inversiones, los deberes de la criatura para con su Creador son
cumplidos por El mismo? Debemos, en cuanto nos sea posible, imitar los
sentimientos de los Ángeles del cielo, y no acercarnos nunca al divino Niño sin
ofrecerle el incienso de una sincera adoración, las protestas de nuestro
vasallaje y la pleitesía del acatamiento debido a su Infinita Majestad, tanto
más digna de nuestro respeto cuanto más se rebaja por nosotros.
El ejemplo
de la Purísima Virgen María nos ayudará mucho a conservar en nosotros la
humildad debida. María era humilde delante de Dios antes de ser Madre; después
de serlo, es más humilde aún ante Dios y su Hijo. Nosotros, despreciables
criaturas, pecadores mil veces perdonados, adoremos con todas nuestras
potencias a Aquel que desde tan elevadas alturas baja hasta nuestra miseria,
tratando de compensar, con nuestros actos de humildad, ese eclipse de su gloria
que se realiza en la cueva y en los pañales.
2º Alegría. — La Santa
Iglesia no ofrece solamente al Niño Dios el tributo de sus profundas adoraciones;
el misterio del Emmanuel, del Dios con nosotros, es también para
ella fuente de inefable alegría. El respeto debido a Dios se conjuga de
un modo admirable, en sus cánticos sublimes, con la alegría de los Ángeles. Por
eso imita el regocijo de los pastores, que a toda prisa y rebosantes de contento
acudieron a Belén, y también la alegría de los Magos, cuando a su salida de
Jerusalén volvieron a ver la estrella.
Unámonos a
esa jubilosa alegría. Ha llegado el que esperábamos y ha llegado para morar con
nosotros. Como ha sido larga la espera, deberá ser embriagador el gozo de
poseerle.
3º Agradecimiento. — A
esta mística y deliciosa alegría viene a unirse el sentimiento de gratitud para
con Aquel que, sin detenerse ante nuestra indignidad ni ante las
consideraciones debidas a su infinita Majestad, quiso escoger una Madre entre
las hijas de los hombres y una cuna en un establo. Tan empeñado estaba en la
obra de nuestra salvación, en apartar de Sí todo lo que pudiera inspirarnos
miedo o timidez, y en animarnos con su divino ejemplo a seguir el camino de la
humildad, por el que debemos caminar para llegar al cielo perdido por nuestro
orgullo. Es el Hijo único del Padre, de ese Padre que «amó al mundo hasta el
extremo de entregarle su propio Hijo»; y es el mismo Hijo único quien
confirma plenamente la voluntad de su Padre, viniendo a ofrecerse por nosotros «porque
Él lo quiso».
¿Podríamos
ofrecer un agradecimiento proporcionado al regalo, cuando, en el fondo de
nuestra miseria, somos incapaces de estimar su valor? En este misterio, sólo
Dios y el divino Infante, que guarda el secreto en el fondo de su cuna, saben
perfectamente lo que nos dan.
4º Amor. — Si la gratitud
no puede igualar al don, ¿quién podrá saldar esta deuda? Sólo el amor es capaz
de hacerlo, porque, por muy limitado que sea, no tiene medida y siempre puede
ir en aumento. Por eso la santa Iglesia, invadida de inefable ternura, después
de haber adorado, bendecido y dado gracias, y exclama: «¡Qué hermoso eres,
oh Amado mío!». Y todas sus palabras son palabras de amor; la adoración, la
alabanza, la acción de gracias no son en sus cánticos más que expresión variada
e íntima del amor que transforma todos sus sentimientos.
Sigamos
también nosotros a nuestra Madre la Iglesia y llevemos nuestros corazones al
Emmanuel. Los Pastores le ofrendan su sencillez, los Magos le llevan ricos presentes;
unos y otros nos enseñan que nadie debe presentarse ante el divino Infante sin
ofrecerle un digno donativo. Ahora bien, hemos de saber que ningún tesoro
es-tima El tanto como el que ha venido a buscar. El amor lo hizo bajar del
cielo; ¡compadezcamos al corazón que no le entrega su amor!
4º La Vía iluminativa.
El alma que ha entrado en Belén,
en la «Casa del Pan», unida al que es la «Luz del mundo», no
camina en tinieblas. El misterio de Navidad es un misterio de luz, y la gracia
que comunica al alma la sitúa, si se mantiene fiel, en ese segundo estado
conocido con el nombre de «Vía iluminativa». En adelante no tenemos que
afligirnos esperando al Señor: ha venido ya para iluminarnos, y su luz, lejos
de extinguirse, irá creciendo a medida que el Año litúrgico se vaya desenvolviendo.
Verdad es que quien se propone a nuestro conocimiento e imi-tación es el Verbo
divino, la Sabiduría del Padre; pero este Verbo, esta Sabiduría, se presenta
bajo formas infantiles. Nada hay, por consiguiente, que nos impida acercarnos.
No hay aquí un trono sino una cuna; no un palacio sino un establo; no se trata
aún de penas, de sudores, de cruz o de sepultura, pero tampoco de gloria y de
triunfo; sólo aparecen la dulzura, la sencillez y el silencio. «Acercaos,
pues, nos dice el Salmista, y seréis iluminados».