“Yo quiero estar dispuesto para reñir esa batalla. Y si caigo en el combate antes de ver ese glorioso final, ¡no importa! Porque, con los ojos fijos con la última mirada en los del Redentor agonizando en la cruz, aún podrán decirle, trémolos, mis labios: ‘¡Señor! ¡Señor! Cuando las muchedumbres que redimiste de doble servidumbre, enloquecidas por el viento de la impiedad te maldecían. Cuando los sofistas se mofaban de Ti y Te escarnecían saludándote con el Ave rex iudaeorum! Cuando los perseguidores echaban suertes sobre tus vestiduras, y los escribas y fariseos se concertaban para infamarte, y los cobardes pactaban con ellos, y discípulos pusilánimes te confesaban en silencio.., ¡Señor!, Tú bien lo sabes, yo no te negué. Y en horas muy amargas se levantó hasta Ti como una oración mi propia pesadumbre, para decirte: Que sea tu nombre el último que pronuncien mis labios; y que, cuando mi lengua quede muda, todavía con el postrer esfuerzo de mi brazo se alce mi pluma como una espada que te salude militarmente al rendirse a la muerte, peleando por tu causa”.
Juan Vázquez de Mella, discurso del 29 de julio
de 1902.