En estos tiempos en los cuales, a
fuerza de sólo pensar en términos de mal menor y de bien posible, rehúye
el hombre el combate por un ideal y tiende a la conciliación y a la
coexistencia pacífica de la verdad con el error y del bien con el mal. Cuando
olvidado el sentido cristiano de la vida, como época de lucha, de prueba, y de
expiación, únicamente se preocupa por los intereses de orden temporal y
terreno. Cuando en fin, rechazado el reino social de Nuestro Señor Jesucristo
se juzga inevitable la victoria absoluta de la Revolución, es no sólo justo y
debido, sino sumamente provechoso, recordar y exaltar a unos hombres que, por
llevar el Santo Nombre de Cristo en el corazón y en sus labios, sus mismos
enemigos dieron el nombre de Cristeros.
Renunciando estos hombres a la vida
y a todo interés temporal y terreno, sin más recursos que su Fe y su valor,
gallardamente aceptaron el reto de la Revolución universal y se lanzaron al
combate proclamando la realeza de Cristo. Y al grito de ¡Viva Cristo Rey!
luchaban. Y al grito de ¡Viva Cristo Rey! morían. Esta
heroica cruzada y verdadera epopeya, una de las más gloriosas de todos los
tiempos, y sin duda, la más pura y gloriosa del siglo XX, no fue prevista ni
preparada por la jerarquía católica o la clase dirigente en general. Surgió espontáneamente
de la entraña del mismo pueblo mexicano. No fue una guerra de campesinos, sino
la guerra de todo un pueblo de sincera y profunda raigambre católica, cuyo modo
de ser y de sentir se manifestó en todo el esplendor de su pureza y su vigor.
Cristeros eran, animados por el mismo espíritu, no sólo quienes combatían en el
campo con las armas en la mano, sino todos aquellos, de diferentes edades, sexo
y condiciones sociales, que arrostrando todos los peligros, la muerte, la
prisión, el ultraje, el despojo, el destierro y los más grandes sufrimientos y
penalidades en ciudades, pueblos y aldeas, y en las más diversas formas, se
oponían a la Revolución y proveían a los combatientes de elementos para vivir y
combatir.
No obstante que esa verdadera cruzada no tenía más móvil o
fin que el religioso, no mereció ser proclamada como tal por la jerarquía
católica. Lo que más pudo lograr, porque no podía ir contra la evidencia, fue
ser considerada como lícita, sin por ello contar con su apoyo, ni siquiera
moral, y nunca desapareció la indiferencia, y aun la hostilidad contra la misma
de no pocos prelados.
Ninguna potencia ayudó a esa
cruzada que luchaba heroicamente contra un poder público opresor
sostenido por la mayor potencia del mundo con la complicidad de todas las
demás. Y después de más de ciento cincuenta años de combate contra la
Revolución universal, el pueblo mexicano estaba empobrecido hasta la miseria, y
la clase dirigente deprimida y desmoralizada. No había ejército, ni jefes, ni
personalidades relevantes, ni armas, ni recursos de ninguna clase. Sólo con un
viejo fusil, escopeta o pistola, o sin nada, animosamente se lanzaban los
cristeros al combate. Y «Dios los ayudaba en la medida de su fe».
Además de la misma sorprendente y
espontánea reacción los habitantes de ciudades, pueblos, y aldeas, abundan los
hechos difícilmente explicables por el sólo orden natural de las
cosas. Sin ningún conocimiento o experiencia en el arte de la guerra, sobre
todo al iniciarse la insurrección, cometían los cristeros errores que podrían
conducir a su aniquilamiento, y sin embargo salían ilesos. Se resistían a las
convenientes y oportunas retiradas, y su ardor y arrojo los llevaba a
enfrentarse y aun a atacar a fuerzas enemigas a veces abrumadoramente
superiores, y siempre perfectamente armadas, obteniendo brillantes victorias o
saliendo airosos, pareciendo increíble la desproporción entre sus bajas y las
sufridas por su adversario.
El Ilmo. Arzobispo Primado de México,
Monseñor José Mora y del Rió, desgraciadamente fallecido en el
destierro en 1928, en carta fechada en marzo de 1927 dirigida a Mons. Emeterio
Valverde y Tellez, Obispo de León y Secretario de la Comisión de Obispos
Mexicanos residentes en Roma, daba su testimonio:
«Por aquí estamos todos muy
optimistas respecto al resultado próximo de la actual contienda y estos mismos
(los revolucionarios callistas perseguidores) se consideran imposibilitados
para sostenerse, pero oponen resistencia tenaz. A los soldados, el grito de
¡Viva Cristo Rey! les causa tal efecto que dicen no poder disparar sus armas de
modo que lo que alienta a los heroicos defensores amilana a los
contrarios».
El Episcopado participaba de la
tendencia en boga en los altos medios eclesiásticos de conciliación con la
Revolución, imponiendo la obligación moral de tratar de reconciliarse y aceptar
lo que llamaban “autoridades constituidas” o establecidas. No obstante que
tenían su origen en revoluciones fraguadas por la secta masónica, a cuyos
fines servían, y en las hordas que habían asolado, y que continuaban asolando
al país, consideraban que su existencia estaba ligada al bien común, aún cuando
sus graves y obstinados ataques a los derechos más sagrados y a los esenciales
de la sociedad y de la persona humana, eran absolutamente opuestos a dicho bien
común y el mal mayor consistía en la consolidación de las mismas, y de los
principios que encarnaban.
La clase dirigente en general,
era la que se había formado en la época de la ignominiosa u oprobiosa tiranía
de Porfirio Díaz y de la transición de Francisco I. Madero, en un ambiente muy
influenciado por el catolicismo liberal y la democracia. Carecía de claras
ideas y objetivos del orden político. A raíz del establecimiento de la
república Federal Laica, la clase dirigente se mantenía en la idea del rechazo
absoluto de la Constitución de 1857 y de las Leyes de Reforma, como
intrínsecamente perversas, sosteniendo que debían ser derogadas. Durante el
porfirismo y maderismo se cambió hacia la práctica aceptación de las mismas. No
existía verdadera aristocracia, y los ricos, preocupados por sus propios
intereses y negocios, tenían pocas ideas religiosas, patrióticas o políticas.
Por todo ello y solo con algunas
brillantes y heroicas excepciones que surgieron en el curso del conflicto
religioso, faltaban relevantes personalidades eclesiásticas, militares o
civiles. Se estaba en franca decadencia. Sólo iban a destacarse y a brillar la
fe, el buen sentido, y la generosidad y heroísmo del pueblo en
general.
¡Que las Naciones Católicas conserven de ella el
precioso recuerdo! ¡Que se narre de padres a hijos esta gesta de maravilla,
como se relatan las hazañas de los Cruzados, de los Chuanes de la Vendée o de
los campesinos de Flandes, que en su tiempo empuñaron las armas por Cristo! Esa
epopeya pregona la perpetuidad del espíritu de martirio de la Iglesia Católica.
Recuerda a la juventud que, en este siglo aplastado por las preocupaciones
materialistas, el heroísmo no ha de ninguna manera desaparecido.
Héroes y
mártires que murieron con el mismo grito de la victoria: ¡Viva Cristo rey!
Visto en: EcceChristianvs.