En la condena del justo hay siempre algo que nos
estremece, porque todos tenemos muy arraigada, casi podríamos decir que
inscrita en los genes (aunque muchos traten de oscurecerla), una noción natural
de la justicia; y si la conculcación de la justicia es siempre aborrecible,
cuando sirve para condenar al inocente resulta aberrante. A quienes estudian
leyes se les debería proponer el análisis del proceso a Jesús, en el que la
injusticia adquiere una densidad rabiosa, pululante de irregularidades que lo
convierten en una monstruosidad jurídica: el Sanedrín se reunió en el tiempo
pascual, cosa que le estaba vedada; los testimonios contra Jesús fueron falsos
y contradictorios; no hubo testigos de descargo, ni se permitió que el reo dispusiera
de defensor; la sentencia del Sanedrín no fue precedida de la preceptiva
votación; se celebraron dos sesiones en el mismo día, sin la interrupción legal
establecida entre la audición y la sentencia; el sentenciado fue después
enviado a la autoridad romana, que el Sanedrín no reconocía como legítima y
que, además (como el propio Pilatos observa), no tenía jurisdicción sobre
delitos religiosos; el delito de conspiración contra el César, que los miembros
del Sanedrín promovieron después, no estaba penado con la crucifixión, a menos
que hubiese mediado sedición armada, cosa que manifiestamente no hizo Jesús; y,
en fin, dejando aparte otras irregularidades, el procurador romano lo mandó a
la muerte sin pronunciar la sentencia oficial, cosa que un juez no puede hacer,
pues es tanto como abdicar de su oficio.
Son solo algunas de las irregularidades que pueblan
este proceso; y cualquiera de ellas bastaría para que se considerase nulo. Pero
quizá lo que más nos conturba de este proceso oprobioso no sea la actitud
furibunda o fanática de los miembros del Sanedrín, sino la cobarde y frívola
del procurador Poncio Pilatos, que tras reconocer públicamente la inocencia del
acusado («No encuentro culpa en él») lo manda sin embargo a la muerte,
entregándolo para que lo crucifiquen, por miedo a la chusma. Analizando
este pasaje evangélico, Hans Kelsen, el célebre teórico del Derecho y pope del
positivismo jurídico, concluye que Pilatos se comporta como un perfecto
demócrata, al menos en dos ocasiones. La primera, cuando en el interrogatorio
primero que hace a Jesús, este le responde: «Todo el que es de la verdad
escucha mi voz»; a lo que Pilatos replica con otra pregunta: «¿Qué es la
verdad?». Para Kelsen, un demócrata debe guiarse por un necesario
escepticismo; las indagaciones filosóficas o morales en torno a la verdad deben
resultarle, pues, por completo ajenas. La segunda ocasión en la que Pilatos, a
juicio de Kelsen, se comporta como un perfecto demócrata es cuando, ante la
supuesta imposibilidad de determinar cuál es la verdad, se dirige a la multitud
congregada ante el pretorio y le pregunta: «¿Qué he de hacer con Jesús?». A lo
que la multitud responde, sedienta de sangre: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!».
Pilatos resuelve el proceso de forma plebiscitaria; y puesto que la mayoría
determina que lo que debe hacerse con Jesús es crucificarlo, Pilatos acata ese
parecer.
La exposición de Kelsen puede parecernos brutal, pero nadie podrá negar que, en efecto, Pilatos es un modelo de político demócrata: escéptico hasta la médula, considera inútil tratar de determinar cuál es la verdad; y, en consecuencia, somete a votación popular el destino de Jesús. Y esta es la encrucijada en la que se debaten las democracias: renunciando a emitir un juicio ético objetivo (renunciando, en definitiva, a establecer la verdad de las cosas), el criterio de la mayoría se erige en norma; y, de este modo, la norma ya nunca más obedecerá a la justicia, sino a las preferencias caprichosas o interesadas de dicha mayoría. Es una solución relativista que está gangrenando las democracias; y que, de no corregirse, acabará destruyéndolas desde dentro, que por lo demás es como han sucumbido siempre todas las organizaciones humanas que no han preservado un núcleo de nociones morales netas; y en las que, inevitablemente, el justo acaba siendo perseguido y condenado, como un criminal cualquiera, para regocijo de los auténticos criminales.
Pero Kelsen tenía razón: Pilatos es un perfecto demócrata; por lo que las democracias relativistas deberían alzarle monumentos en los parques públicos e instituir fiestas –con lavatorio de manos incluido– que celebren su memoria.
Juan Manuel De Prada,
de la columna “Animales de compañía”
publicado en “XL Semanal”,
Finanzas.com.