Por Juan Carlos Monedero
(h)
1. Cómo hablamos y cómo discutimos
2. Cada palabra, una llama.
Criminalización de los términos
3. La confusión instalada.
Cuatro ejemplos
4. Cómo se nos confunde
5. Un momento: ¿no estamos
exagerando?
6. Eliminar toda palabra que remita a un
“en sí”
7. Conclusión
“Mucho me temo que no conseguiremos librarnos
de Dios
mientras sigamos creyendo
en la gramática”.
Nietzsche, El ocaso de los ídolos
“Hay mentiras expresas que corren el mundo,
mentiras completas en cuanto a su fórmula;
pero hay también mentiras que forman parte de lo sobreentendido”.
Ernest Hello, El hombre
“Quien considere
debidamente estas cuestiones,
encontrará que hay una
cierta brujería o fascinación en las palabras,
que las hace actuar como
una fuerza que va más allá de lo que podemos explicar”.
South[1]
–“Cuando yo uso una
palabra”, dice Humpty Dumpty en tono de desprecio,
“significa justamente que yo entiendo darle
ese significado, ni más ni menos”.
–“La cuestión es saber”,
contesta Alicia,
“si usted puede
hacer escribir a las palabras tantos significados diversos”.
–“La cuestión es quién debe
ser el amo. Eso es todo”.
Lewis Carroll, Alicia en el país de las Maravillas
1. Cómo hablamos y cómo
discutimos
La
palabra humana, como todas las cosas hechas por Dios, posee una determinada naturaleza.
No podemos tratarla de cualquier manera so pena de inhabilitarla para el fin
que fue pensada. Ella es la moneda de intercambio más usada por nosotros: todos
los días la pronunciamos, se encuentra en todas partes; en los diarios, en los
locales, en los programas de televisión, en los libros, en los apuntes de
estudio, en las revistas de entretenimiento, en la radio, en las marcas de
ropa, en los nombres comerciales; cada vez que conversamos, que pedimos un
favor, que damos una clase, que redactamos algo. No terminaríamos nunca de enumerar
las cosas que portan palabras.
Por lo general, tanto
una conversación pero, sobre todo, una discusión estaba caracterizada por la
confrontación de posturas que se disputaban el trofeo –tener o estar en la razón– apelando a distintos argumentos, luego
de haberse enunciado. Todo debate veía la realidad como medida de las tesis: aquélla las juzgaba y las tesis eran comparadas
con la realidad, ya para confirmarlas o desecharlas, con el fin de conducir
a nuestro oyente ocasional hasta el borde mismo de la contradicción. Éste era y
sigue siendo el presupuesto natural –frecuentemente implícito– de toda
polémica. La contradicción siempre tuvo un enorme valor aleccionador porque
“cuando la inteligencia se percata de que no es posible afirmar una cosa y su contradictoria, atisba con ello la existencia de lo verdadero y lo falso. Y, por allí, se da cuenta del ser”[2].
Sin embargo, los rumbos
del pensamiento actual introducen un imperceptible pero fundamental viraje en
este punto. Porque esta evidencia –una realidad objetiva e independiente del
pensamiento, una realidad que juzga nuestras
ideas y frente a la cual nosotros debemos adecuarnos– es cuestionada justamente
por el relativismo, que es como sabemos una ideología absolutamente dominante. Dominación
que no sólo genera un descreimiento respecto de la verdad de las cosas sino
también una incapacidad para que posiciones encontradas se escuchen mutuamente.
¿Cómo podría importarme lo que otro puede decirme si mis opiniones valen únicamente
porque “emanan” de mi subjetividad?
El sólo hecho de
comparar una con la otra –buscando la correcta– se convierte en odioso. Han
convertido a la verdad y, por ende, a la palabra verdad en algo odioso. La
Verdad, uno de los Nombres de Dios, causa escozor en muchos
oídos. Permanecer callado ante quien desea transmitirnos algo equivale a
restringir nuestra libertad de expresión. Se olvida que sólo es posible
percibir la realidad –es decir, filosofar–
guardando silencio:
“solo el que calla oye. Y, además, cuanto más radicalmente se dirige al todo la voluntad de oír, tanto más profundo y perfecto debe ser el silencio. Y así el filosofar… significa: oír en forma tan absoluta y total, que este silencio que oye no se vea perturbado ni interrumpido por nada, ni siquiera por una pregunta”[3].
Se trata de un largo
proceso que lleva mucho tiempo y que, en el punto que nos interesa, afecta
principalmente al lenguaje. En la etapa actual, este cambio tiene lugar
mediante la negación de las notas arriba mencionadas, modificándose el modo en
que las personas discuten. Ésto, por un lado. Pero otro rasgo consiste, además,
en que ya no se enuncia lo que uno piensa, sino únicamente aquello que se
rechaza. Dice Juan Pablo Vitali: “A veces
no nos damos cuenta hasta dónde estamos influidos por esa forma de pensar.
Elegimos palabras pensando en su opuesto, como ideas que no representan lo
que se es, sino que son el reflejo de aquello a lo cual nos queremos oponer…”[4].
Inadvertidamente hacemos una opción por el no-ser, por la nada.
El abuso de las
descalificaciones, previamente acordadas y nunca examinadas, se encuentra
también a la orden del día. No se lleva al otro a la contradicción, ni se
explica en qué consiste el error, ni se pretende sumar ejemplos particulares
que refuten una tesis universal, amén de otros recursos. Simplemente se escupe
con la palabra, sin perseguir otro fin que no sea la desautorización del
adversario, desentendiéndose de la de-velación de un mensaje: “En la fraseología
política de nuestro tiempo aparecen constantemente términos-pretexto como
autocracia, absolutismo, sistema autoritario, dictadura, despotismo, tiranía,
totalitarismo o, en la vereda de enfrente, liberalismo, democracia, socialismo:
muletillas que, cada una en su “frente ideológico”, se usan indistintamente
para designar tal o cual preferencia, tal o cual enemistad…”. Y sigue diciendo nuestro autor:
“Conveniente será apuntar de entrada que los primeros de estos términos-pretexto, empleados, sea para condenar situaciones supuestamente definidas por ellos, sea para sostenerlas con vistas a su mejor cumplimiento final, no corresponden en absoluto a la verdad de las cosas”[5].
Resulta imposible
confrontar cualquier posición en términos de verdad o falsedad: ya no hablamos
con quien disentimos sino con el hipotético interlocutor que, de antemano,
coincidirá con nosotros. Las tesis no se rozan siquiera, quedando encapsuladas
cada una en su mundo, como si no hubiese comunicación posible. El método
socrático, que dejaba hablar al interlocutor para cual judoka utilizar “su
propia fuerza”, se encuentra ausente. Ya no se expresa un qué. Se recubren ideas únicamente con palabras de –como mínimo–
discutible significado.
Tiene lugar, pues, una
verdadera guerra de las palabras, como muchos autores ya han alertado al
respecto. Puesto que no son ya tesis, falsas
o verdaderas, las que entran en combate; no son ya contenidos los que luchan,
al menos explícitamente. Son términos, son vocablos que se “revolean” a fin de
calificar de antemano a una postura, en la esperanza de que cierto sector no se
atreverá a sostenerla viéndola adjetivada de esa forma. Y son palabras huecas,
términos vacíos, locuciones enmascaradas, porque ya no hay un pensamiento que
las sustente.
Las palabras –volando
como dardos– no resultan vehículos de una significación previamente acordada.
Tampoco tiene lugar un discernimiento sobre su comprensión y extensión. Léase:
a nadie le importa ni qué significan
ni a cuántos se les pueden aplicar.
Como bien dice Falcionelli, “se entremezcla todo
aquello que se quiere eliminar”. Es decir, se
confunde deliberadamente aquellas realidades que se desea suprimir,
volviéndolas sinónimos de aquéllas que, pálidamente, las imitaron. Los ejemplos
son conocidos. Se
suprime la autoridad presentándola exclusivamente en su faz abusiva; se elimina
la justa discriminación emparentándola con la discriminación injusta; se
desacredita al varón como cabeza de su esposa haciéndolo pasar por machista; se
desautoriza la moral católica asemejándola a la protestante. En una palabra, se
convierten en odiosas todas las cosas buenas.
Para los que manosean
las palabras no existen verdades a manifestar sino impulsos que conducir, previamente desencadenados por los abusos
lingüísticos. Esta adulteración del lenguaje es resabio de la influencia
marxista sobre el mismo, tan bien descripta por Jean Ousset:
“¿Y las palabras? No serán utilizadas en razón del ser que representan, sino por la fuerza que irradian, una suerte de encantamiento, por su sentido dinámico, no literal. Por ejemplo, las palabras pueblo, progreso, libertad, democracia, fascismo, etc. ¿Se piensa que sirven para designar el ser? No. Lo que se busca con su uso es poner fuerzas en movimiento”.
Y señalaba los motivos
de esta práctica: “Estas palabras no
tienen, para el marxista, realmente ningún sentido real. No sirven para
expresar el pensamiento. Sirven para la acción”[6].
Lo que cuenta –y no sólo para la mentalidad de izquierda–, lo único que tiene
sentido, es el movimiento, la acción, porque nos da el poder sobre las
personas. Somos tratados como animales, buscando que reaccionemos
condicionadamente; hemos sido adiestrados para responder de manera particular ante
determinados términos. De ahí que Lewis Carroll, en Alicia en el país de las Maravillas, ponga la siguiente afirmación en
boca de un inescrupuloso Humty Dumpty, mientras discutía con la protagonista:
–Cuando
yo uso una palabra significa justamente que yo entiendo darle ese significado,
ni más ni menos.
–La
cuestión es saber si usted puede
hacer escribir a las palabras tantos significados diversos.
–La
cuestión es quién debe ser el amo. Eso es todo.
Este programa de domesticación
supone el conocimiento de las facultades humanas, tanto superiores como
inferiores. Debido a esto, la lógica de los discursos va dirigida a la
psicología y no a la inteligencia de la persona. La gente se distancia de
ciertas posturas al experimentar la descalificación
social y mediática que padecen quienes la sostienen. No se distancia porque
las juzgue falsas. Por otra parte, la
persona sólo avala aquello que “todos” parecen avalar, aunque un breve análisis
resultara suficiente para impugnarlo[7].
Sus ideas, lejos de ser
responsables adhesiones a lo visto como verdadero, terminan siendo el modo de
integrarse, de ser “tenido en cuenta” en el medio social en que se desenvuelve,
de estar “en la corriente” y no en la “minoría”. En una palabra, su forma de
pensar le permite a la persona no quedar aislada del afecto grupal o del
entorno, creyendo obtener así cierto “reconocimiento”.
La mentalidad de grupo –otros piensan como yo; yo pienso como otros– y la posibilidad
de descalificar a los réprobos le infunde seguridad, lo colocan en el lado de
“los muchos”. Comienza a gestarse así ese criterio que oportunamente Don
Quijote reprochó a Sancho: En esto se
nota que eres villano: en que eres capaz de gritar ¡viva quien vence!
No siempre fue así.
2. Cada
palabra, una llama. Criminalización de los términos
La
finalidad de la palabra se cumple cuando remite a la realidad, cuando ella se
convierte en signo de las cosas, tal como son. Por ende, cumple su objetivo si
designa los objetos lo más claramente posible. La infinidad de cosas existentes
reclama por lo mismo una infinidad de palabras distintas para convocarlas
ante nuestra mente.
De ahí la importancia de
un vocabulario rico, pues en la medida en que incorporemos más palabras –conociendo,
claro, su significado– entendemos mejor la realidad. Esto no responde a una
vana erudición sino al habla más correcta de las cosas.
Mientras más palabras conocemos, mejor podemos llamar a las
cosas por su nombre.
Enriquecer el lenguaje, profundizar las significaciones, diferenciar los
sentidos o matices de las palabras y agudizar al máximo la capacidad de nombrar
las cosas, implica borrar la confusión en la medida en que mejor conocemos la
naturaleza de la realidad. “La palabra
humana constituye la última perfección de las cosas sensibles”, afirma el
Padre Petit de Murat. Se encuentra en el horizonte entre la realidad sensible y
no sensible. Y por eso la palabra
“Cuando nombra a una de ellas (las cosas sensibles), la define, manifiesta su peso y medida ónticos y, por último, le señala su lugar en el orden del universo con respecto de las causas y dentro de las concertadas multitudes de las criaturas. Por eso se puede afirmar que el logos humano corona con una epifanía del ser al mundo sensible”[8].
La manifestación del ser se da por la palabra. Ella es más propia del
hombre que el cuerpo mismo, dejó dicho Aristóteles desde las páginas de la Retórica.
Ha sido dada para mostrar la identidad de su propia
inteligencia con la realidad. Por eso es muy útil la aclaración del Padre
Castellani:
“La mentira no es un mal en cuanto es palabra, la palabra es un bien, sino en cuanto es palabra desviada del fin de la palabra, palabra torcida, palabra que carece de identidad con la mente, carece de verdad moral. Uno toma una cosa creada por Dios para el bien, que es la palabra, y la desvía de su fin”[9].
Si lo anterior es cierto, advertiremos los males
que pueden seguirse del empobrecimiento del lenguaje, tanto si ocurre una
adjetivación superficial de las ideas como si son relegados al olvido ciertos
vocablos incorrectos. Porque,
efectivamente, hay toda una gama de palabras abandonadas. Mientras que la
cantidad y diversidad de las cosas no cambia, esta práctica conduce
paulatinamente a su olvido: palabras omitidas son el preámbulo de realidades
que ya no “pesan” en nuestra existencia, porque no aparecen ante nuestra mente.
Por tal razón, su sola mención trae aparejada un resquemor, una incomodidad y
hasta una desconfianza para el que la ha pronunciado. Como los nacidos de
probetas en Un mundo feliz de Aldous Huxley –que se ruborizaban ante la
“obscenidad” de la palabra madre– hoy
existe un generalizado desconcierto cuando ciertos vocablos son pronunciados.
Entre ellos la palabra normal, que
por contraste permite referir conductas anormales. Si la pronunciación de este
término supone la posesión del discernimiento entre normalidad y anormalidad,
no tardaremos en escuchar «¿Usted quién
se cree que es? ¿El dueño de la verdad? ¡Defina qué es normal!»:
“Cuanto más limitada sea nuestra habla, más limitados serán nuestro poder de reflexión, nuestra profundidad de pensamiento y, también, la elevación de nuestro espíritu”[10].
Muy acertadamente
–aunque no compartimos su postura sobre otros temas– la periodista británica
Melanie Phillips dijo, respecto de la promoción de la ideología homosexualista,
que se trataba de “una campaña implacable
y despiadada… para destruir el concepto mismo de conducta sexual normal”. La
claridad de la cita nos exime de profundizaciones, limitándonos a señalar “el
ring de pelea”: la mente humana. Los
conceptos. Lo mismo reconoció Pierre Trotignon[11]
durante el mayo francés, asumiendo la función de saboteador de las cabezas
humanas:
“Somos los vietcongs del
pensamiento”.
¿Qué determina la
omisión de ciertas palabras? Su criminalización. Vocablos estigmatizados hasta
el punto de ensuciar la fama del que los pronuncia. Términos y personas acosadas.
Palabras que huelen mal y dicciones que comprometen la vida social tanto como
la continuidad laboral. De este modo, el nombre original de las cosas comienza
a caer en desuso hasta perderse. El ser humano se encuentra en oscuridad respecto
de estas cosas “no dichas”. Cada vez más realidades van quedando fuera de su
alcance, porque se manejan cada vez menos palabras.
Cada palabra era una
llama, era fuego, era luz; al ser omitida, la realidad por ella ilumina se
desvanece, queda en la oscuridad.
Es el proceso
exactamente inverso al aprendizaje de la infancia, en que cada vez que el niño
expresa una idea a través de un vocablo –por más frágil e imperfecta que sea– parece
como si una lucecita se encendiese en su inteligencia. Por motivos distintos, el
programa de calculadas omisiones que estamos criticando es también semejante al
deterioro que ocurre a cierta edad en las facultades de la memoria: las “velas”
de nuestra inteligencia –que irradiaban luz– son “sopladas”, apagadas, alguien
las apaga. Como si en una habitación se cerrara completamente las ventanas, se cortara
la luz y todas las cosas que se encuentran allí dejaran de ser vistas. Como si
fueran quedando negras, oscuras, veladas, sin color.
Adelantándose, Juan
Ramón Jiménez reclamaba esta función docente e iluminadora del lenguaje: “¡Inteligencia, dame el nombre exacto de las
cosas!”:
“Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
…que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas”[12].
Los que las olvidan, las
olvidan porque la palabra ya no es la
cosa misma. Su nombre exacto es
sistemáticamente ocultado.
Por el poder de la
palabra, el hombre puede iluminar lo que desee: igual que con la televisión, la
realidad termina siendo únicamente “lo mencionado”. Lo que no se dice es como
si no existiera:
“La palabra implica, pues, un cierto y misterioso poder. Consideremos también (…) dos momentos claves y antitéticos en los que el lenguaje juega un papel central: Babel (Gén. 11, 9) y Pentecostés (Hechos 2, 4). Allí lo vemos degradado y exaltado. La palabra que lleva confusión y la palabra que ilumina. Todo acto de lenguaje humano tiende hacia uno de estos dos extremos”[13].
Examinaremos ciertos
vocablos extraviados. Los discursos sociales, políticos y religiosos están
padeciendo, a nuestro entender, un intencionado empobrecimiento del lenguaje.
3. La
confusión instalada. Cuatro ejemplos
Proponemos
considerar ciertos ejemplos que nos permitan advertir la vigencia y efectos de
la guerra de las palabras. Señalaremos el reemplazo y el olvido de ciertos
vocablos. Conciente o inconcientemente, con culpa o sin ella, hablamos mal pero podemos hablar mucho mejor.
Respecto del discutido
proyecto de “matrimonio” entre homosexuales, se escuchó decir que tanto sus
promotores como sus objetores sostenían un pensamiento intolerante, pretendiendo imponer
a las mayorías una forma de
pensar propia de una minoría (ejemplo
N°1).
Las facciones
encontradas se calificaron recíprocamente como sostenedoras de ideas ilegales y anticonstitucionales (ejemplo N°2).
Las acusaciones de discriminación también fueron mutuas: el
lobby pro homosexualista «acusaba» a los defensores del Orden Natural de discriminar, mientras que de nuestro
lado algunos hacían lo mismo. La palabra quedó tan desvalorizada que la
sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) –según la cual “no
sería discriminación” negar el seudo matrimonio homosexual– fue festejada y
pronunciada como un argumento de los que se oponían al proyecto. De pareceres
semejantes dan cuenta, dentro del mundo católico, las declaraciones con ocasión
de las persecuciones en Medio Oriente e Irak, pero también en Europa,
atribuidas nuevamente a la discriminación
(ejemplo N°3) tanto como a la intolerancia[14].
Veremos por último la
denominación de desadaptados e intransigentes (ejemplo N°4) dirigida a
quienes ofenden y ridiculizan imágenes sagradas.
Pediremos
encarecidamente que no se utilicen estas palabras para calificar estos hechos.
¿Por qué? Si desea conocer nuestra respuesta, siga leyendo.
Examen del
primer ejemplo
Muchas veces fue acusado
el INADI –entidad promotora, entre otras, del “matrimonio igualitario”– de
practicar la intolerancia y de imponer un determinado pensamiento
frente a quienes no lo aceptaban. Fue un argumento que se barajó numerosas
veces. Veamos detenidamente las palabras. Parece elemental distinguir entre el
modo en que una idea es difundida y su admisibilidad. Yendo a nuestro ejemplo,
la ideología antidiscriminatoria es inaceptable de cualquiera manera en que se
presente; tanto impuesta a sangre y fuego como pacíficamente consensuada.
Estas ideas –como las
entidades que las promuevan– deben ser calificadas por sus verdaderos nombres: falsedades, estafas, imposturas, fraudes. Es el fondo y no la forma lo
repudiable.
Si nos limitáramos a
críticas decorativas; si nos atáramos a objetar el maquillaje de estas ideas,
cabría preguntarse: ¿sería menos perjudicial la ideología del género, si sus
promotores dialogaran en vez de combatir por ella? Si sus conclusiones fuesen
consensuadas, ¿serían legítimas porque ya no son fruto de una imposición? En
una palabra: ¿el problema está en lo
que imponen o en el hecho mismo de
imponer?
Dígase lo mismo de
cierto reproche a la energía con que suele calificarse su verborragia. Sin
embargo, nos animamos a decir que esta energía es –en sí misma– lo único que no
sería reprensible. Se trata sólo de una fuerza, de una voluntad que ante nada
se doblega. Su calificación depende de los motivos que defienda. Fortaleza sin Justicia es palanca para el mal,
dice San Agustín. Lo cual no es una razón para extirpar la Fortaleza sino para
ordenarla a lo Justo.
De ahí que el término intolerancia sea el leitmotiv de quienes pretenden la coexistencia pacífica del trigo y
la cizaña, de San Miguel y el demonio. El adalid de la tolerancia no está
contra el error sino contra el ardor, provenga de donde provenga. Y por eso la
proclamación categórica de la verdad le quita el sueño:
“Muchas
personas que nada saben, acusan a la verdad de ser intolerante. Es necesario explicarse
acerca de esta palabra.
Al escucharlas, dijérase que la
verdad y el error son dos seres que pueden tratar de igual a igual; dos
monarcas, ambos legítimos, que deben vivir en paz cada cual en su reino; dos
divinidades que comparten el mundo, sin que la una tenga el derecho de arrancar
a la otra su dominio”.
Ernest Hello se
sorprende de estas personas que se consideran a sí mismos como “por encima” de
la verdad y el error, rindiendo culto a la indiferencia. Pues para nuestro
autor “el odio que grita es mucho más explicable, dado el
pecado original, que el odio que se calla”. El
«odio que grita» es
la herejía o el error militante. Y continúa: “Lo que asombra es no oír la blasfemia salir de una boca humana. El
pecado original está ahí; la libertad del hombre está ahí; la blasfemia tiene
su explicación. Pero lo que me hunde en una estupefacción absolutamente
indecible, es la neutralidad”. Por eso desenmascara el corazón de los que eluden
tomar partido:
“La indiferencia es un odio de un género aparte, odio frío y durable, que se disfraza a sí misma y algunas veces, a los demás odios, tras de un aire de tolerancia, pues jamás es real la indiferencia. Esta es el odio forrado de mentira” [15].
Pensemos también en el
binomio mayoría–minoría; se suele
hablar tanto de protección de las
minorías como de posturas
mayoritarias. Y desafortunadamente no falta quien use como argumento
–pretendiendo defender, por ejemplo, la permanencia de los crucifijos en los
lugares públicos– que tal o cual cosa “está respaldada por la mayoría del
pueblo”.
Ahora bien, ¿algo es
válido porque es apoyado por muchos? Podríamos preguntarnos, entonces, si retiraríamos
el crucifijo cuando su permanencia ya no tenga respaldo mayoritario. Si fuese
así, Cristo sería como un vendedor ambulante al que puede despacharse con la
misma naturalidad con la que le abrimos la puerta de nuestra casa. ¿Tiene
sentido esto? Obviamente, NO. ¿Qué agrega decir que tal cosa es mayoritaria para quienes afirman que la
realidad es independiente de la subjetividad humana? Los únicos que pueden ser
conmovidos por este argumento son quienes juzgan que la verdad varía con las
opiniones.
Lamentablemente, para
defender nobles causas muchos apelan a la mentalidad democrática, sin advertir
que ella es precisamente el problema[16].
En atención a este tipo de dificultades, Charles Maurras decía: “La Revolución verdadera no es la Revolución en la calle,
es la manera de pensar revolucionaria”.
En relación al precitado
vocablo tolerancia, cabe decir que no es casual que este
término constituya una carta de presentación que abre infranqueables puertas.
Ser tolerante significa ser potable,
políticamente correcto. Una persona tolerante no desentona. Es un invitado
que cae siempre bien porque cree que todas las opiniones son igualmente válidas.
Mientras que los grupos
pro homosexualistas «acusaban» de intolerancia a quienes negamos legitimidad al
entonces proyecto legislativo, algunos de los que acertaban al defender la
naturaleza del matrimonio devolvían la acusación en los mismos términos. De
suerte que la palabra más dura que salía para adjetivar a los promotores de estos
vicios era la de intolerantes. Lo
malo del INADI y otros grupos sería, en este planteo, su intransigencia.
Ampliemos, pues, nuestra
primera respuesta a fin de desmontar los supuestos del uso del término: todos
son intolerantes con aquello que realmente rechazan y los cultores de la
tolerancia no son excepción. En sí mismo, tolerar es un acto neutro. La salud
de nuestro cuerpo está garantizada por la intolerancia de los glóbulos blancos;
los mártires de los primeros siglos del cristianismo no toleraron los falsos
dioses romanos; los idólatras de la corrección política tampoco toleran los
factores desestabilizadores. Véase cómo el mismo John Locke –en su Carta sobre la tolerancia– señalaba una
serie de personas que no debían ser toleradas. Otro tanto puede leerse en El Contrato Social. Y Karl Popper tiene la suficiente astucia para no
llevar la tolerancia hasta el suicidio[17].
Todos son intolerantes;
lo hemos dicho, pero no todos destruyen el Orden Natural. No queda la ideología
del INADI, así, designada según lo que es. La palabra resulta confusa.
Pero más aún: si
desaprobamos toda intolerancia,
desautorizamos sin advertirlo también a aquellos que defienden con firmeza la Verdad. De esta manera,
el celo por lo sagrado comienza imperceptiblemente a entibiarse: acabamos
defendiendo con menos ímpetu y ardor lo inalterable, por temor a ser blanco de
tramposos adjetivos.
Tal recurso, al tiempo
que desmoviliza las propias filas –creando un sinfín de artificiales problemas
de conciencia–, no detiene en absoluto al lobby
pro homosexualista. Tiene razón por tanto Gómez Dávila cuando caracterizó a la
tolerancia como “una firme decisión de
permitir que insulten todo lo que pretendemos querer y respetar, siempre que no
amenacen nuestras comodidades materiales”.
El único efecto de estos
argumentos pacifistas es paralizar el ímpetu de los nuestros, perturbados por
escrúpulos. Por el contrario, tómese nota que tal recurso jamás ha servido para
intimidar a los ideólogos y militantes de la Revolución Permanente. El abandono de este
argumento es urgente. Es excelente al respecto la frase del P. Garrigou
Lagrange:
“La Iglesia es intolerante en los principios porque
cree; pero es tolerante en la práctica porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes en
los principios porque no creen; pero son intolerantes en la práctica porque no
aman”.
Examen del
segundo ejemplo
Respecto del precitado
debate sobre el seudo matrimonio, se habló muchas veces en términos de legalidad o ilegalidad, como también se argumentó según la adecuación, o no,
del proyecto legislativo con la Constitución Nacional.
No sería justo decir que los argumentos relativos al Orden Natural fueron
omitidos, pues no fue así. Pero demasiadas veces el argumento puramente legal
fue la regla.
Es evidente que leyes
injustas son reprobables, principalmente,
por ser inmorales, ilegítimas. Desde
ya que lo óptimo sería ver la injusticia en el marco de lo ilegal, pero centrar el debate sobre la ley del seudo
matrimonio en torno a su concordancia con leyes positivas preexistentes –y
relegar su contenido como “materia opinable”– comporta la adopción del lenguaje
propio del positivismo jurídico, ciego para distinguir entre legalidad y
legitimidad.
El binomio
legalidad-legitimidad puede aplicarse al proyecto aprobado de “matrimonio”
entre personas del mismo sexo –recientemente discutido en nuestro país– pero también
puede extenderse a temas como el divorcio y el aborto.
Esta forma de hablar,
independientemente de las intenciones, provoca una enorme confusión.
Entiéndase
bien lo dicho, a fin de no desestimar acciones justas. No estamos diciendo que
la resistencia legal a estas iniquidades no es legítima. Siempre estará bien
que las aberraciones jurídicas encuentren un freno: todos los recursos legales
y legítimos que impidan o demoren un mal no deben ser desaconsejados. Así lo
hicieron numerosos profesionales y ha sido un gran bien.
Lo objetado no es el
retraso legal de estas infamias sino la reducción del argumento de fondo a los
argumentos secundarios. Por efecto de
esta reducción queda impedido el camino hacia los últimos grados de
resistencia, pues –en efecto– la resistencia legal no comporta el máximo
grado de oposición ante leyes injustas.
Obsérvese además que el
argumento puramente legal es un callejón sin salida: si barajamos únicamente
cuestiones legales, entonces no tendríamos razones
ante la legislación argentina para
oponernos al aborto en los casos en que ya está permitido, al divorcio, al
“matrimonio igualitario”, ni a otros tantos engendros jurídicos ya existentes,
ya legales.
En una palabra: si el
seudo matrimonio está mal sólo
“porque es ilegal”, el aborto en caso de violación de mujer idiota o demente
estaría bien “porque es legal”.
Lo diremos una vez más,
a fin de justipreciar los esfuerzos de aquellos que con todos los recursos de
la ley defendieron y defienden la cultura de la vida. No objetamos lo que ellos
hacen. Objetamos la adopción del vocabulario positivista, definida –como dijimos–
por la reducción del planteo moral al
planteo legal.
Cabe remarcar que esta
forma de hablar es solidaria de determinada cosmovisión: el positivismo
jurídico. Y su principal efecto es mucho menos la demora de los males –que es
un bien– y mucho más el olvido respecto de
la misma doctrina de la resistencia legal. Doctrina que enseña que una vez
agotada la primera, el camino queda abierto a otros tipos resistencia, más
enérgicos. Si nuestro vocabulario no deja entrever la existencia de una
resistencia más robusta, caemos en el error de defender causas verdaderas con
argumentos y palabras equivocadas. Legalizada una injusticia, nuestros motivos
para oponernos públicamente no pueden ser legales. Neguémonos a hablar según el
agnosticismo kelseniano.
Examen del
tercer ejemplo
Tanto
se ha dicho respecto de la palabra “discriminación”, que antes que explicar
nada no podemos sino preguntarnos por qué quienes conocen la ideologización de
este término, lo utilizan ideológicamente[18].
Es imposible que las persecuciones a los católicos –tanto
en Irak como en Europa– sean fruto de la discriminación; sencillamente porque
todos discriminamos, pero no todos realizamos persecuciones.
Al condenar toda
discriminación, deberíamos por lo mismo reprocharle a la membrana plasmática su
función separatista, tan pronto como objetarnos a nosotros mismos cuando
distingamos lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo, lo natural de lo
contranatural. Si alguno pensaba que el sistema de donaciones de sangre se
salvaba de las críticas, se equivocó. El 14 de junio de este año, Día Mundial
del Donador de Sangre, la Comunidad
Homosexual Argentina presentó un recurso de amparo ante la Justicia de Buenos Aires,
protestando por el reglamento guía para donaciones de sangre[19],
porque tales exigencias “serían
igualmente discriminatorias para nuestra comunidad”. El sistema
circulatorio sería próximamente demandado.
Repitámoslo una vez más:
usar peyorativamente la palabra discriminación es hacerle el juego a la
ideología del género: “Se trata aquí de
emplear la lengua como arma. Se obliga a la gente a aceptar determinada idea
sin que tenga clara conciencia de ello, «contrabandeando» contenidos más o
menos encubiertos por formas de decir”[20].
Ya decía Santo Tomás, citando a San Jerónimo, que
“con los herejes no debemos tener en común ni siquiera las palabras, para que no dé la impresión de que favorecemos su error”[21].
¿Cómo nosotros nos
atrevemos a consentir esta adulteración del lenguaje?
“El lenguaje es un inapreciable instrumento de penetración y dominio. Es la savia misma de la vida social y cultural. Quien imponga un determinado lenguaje impondrá junto con éste un modo de entender la realidad, una cosmovisión subyacente, valores morales, culturales y políticos, pautas de conducta”[22].
Todo un «modo de
entender la realidad, una cosmovisión subyacente», se pretende difundir condenado esta palabra: odio a la
inteligencia, desprecio de las distinciones, rechazo de las diferenciaciones
naturales, aversión al Orden Natural. No nos quedaremos con las ganas de citar
nuevamente a Ernest Hello:
“Hay mentiras expresas que corren el mundo, mentiras completas en cuanto a su fórmula; pero hay también mentiras que forman parte de lo sobreentendido, mentiras inconscientes que se deslizan en el mundo por la conversación, por la lectura, por el hábito de lo que se llama la vida, y que es en realidad la muerte. Esas mentiras son las que dominan el mundo; consisten en una falsa asociación de ideas”[23].
Si la inteligencia es la
imagen de Dios en el hombre, mal podemos nosotros aceptar el bastardeo
ideológico de esta bella palabra. Discriminar es distinguir. Y distinguir es lo
contrario de confundir.
Examen del
cuarto ejemplo
Fueron denominados como desadaptados e intransigentes aquellos que ofendieron, profanaron, destruyeron o
impidieron la exhibición de imágenes religiosas[24].
Vayamos sobre este último ejemplo.
Es significativo que tal
adjetivo no saliera de la boca de un intendente, sino de una figura
eclesiástica. Por lo pronto, la reprobación en estos términos de las profanaciones
no deja de ser insuficiente: un policía honesto estará «desadaptado» en una
comisaría corrupta, tanto como un buen médico practicará la más rigurosa
«intransigencia» con la enfermedad de su paciente.
¿Es algo reprochable, en
sí mismo, estar desadaptado o no transigir algo?
Hablando así, se oculta
el verdadero problema –la ofensa de lo sacro– detrás de términos como
“perturbación del orden social”, perspectiva horizontalista que así ocupa el
primer plano. Y el hombre, ante una nueva oportunidad, ya no quiere hablar de
Dios.
“Los que Lo odian se pasan toda la vida recordando Su
Nombre”, escribió
Papini. No son ni desadaptados ni
intransigentes. No son vándalos ni intolerantes: tales profanaciones fueron obra de personas inmorales, resentidas,
tal vez posesas. Personas cuya obsesión principal es Nuestro Señor: caso
representativo fue Gramsci, compositor de jaculatorias ateas, pensadas a fin de
evitar ‘sucumbir’ a la conversión, cuando permanecía preso por conspirar contra
su patria. Como resulta también gráfico ese desdichado médico abortista –que
Hugo Wast noveló en Autobiografía del
hijito que no nació– que en su lecho de muerte invocaba al demonio junto
con sus colegas ateos, a fin de impedir su propio arrepentimiento.
Los verdaderos nombres
de los que atacan los sagrados iconos son otros: cristofóbicos, inmorales, impiadosos, sacrílegos. El que destruye
una imagen religiosa está «desadaptado» si es el único.
Estos otros términos,
tan pronto como califican inequívocamente, operan como resonancias de
realidades: un Cristo que es temido por quienes lo odian, una moral vulnerada,
una piedad ultrajada. Será imposible que tales profanaciones muevan a la
indignación de los fieles si reducimos el lenguaje utilizando palabras medrosas
y timoratas –que no definen. La guerra cristera no se hizo para defender
espacios administrativos. Y Satanás no es el desadaptado de las falanges
angélicas.
Cabe señalar el
auténtico origen de las persecuciones y profanaciones: ellas son fruto del odium Christi. Su explicación última se
encuentra en la oposición entre las dos
ciudades. Omitido ésto, la atmósfera general –indiferente en materia
religiosa– sigue sin oír ni leer lo que podría ser su remedio: una palabra que
hable de Cristo, que remita a Nuestro Señor.
Muchos hombres aún creen
en Dios, ciertamente, pero no tanto. No tanto como para abandonar explicaciones
mundanas o por lo menos horizontales y proclamar respuestas trascendentes que
expliquen por qué sus fieles son perseguidos, por qué sus iconos son
derribados. Comúnmente no se observa ninguna referencia al misterio
sobrenatural, que debería ser normativo a la hora de entender estos
acontecimientos. La permisión divina de estas persecuciones, las pruebas por la
que pasan los fieles, el carácter anticristiano del mundo, todo queda disimulado bajo la cortina de humo de perfil
puramente sociológico cuando no ideológico.
La palabra que confunde
pareciera ser elegida con la misma precisión con que se evita nombrar el
vocablo correcto.
4. Cómo
se nos confunde
Aún cuando el juicio
temerario sobre las conciencias nos está prohibido, debemos desentrañar un
ardid que –independientemente de las intenciones– no sería razonable negar que
“ha sido pensado” por alguien.
Pasemos a desarmarlo teniendo presente la distinción entre esencia y
accidentes.
Ante la multiplicidad de
individuos existentes, si los denomináramos en virtud de sus accidentes nunca lograríamos entendernos: efectivamente,
las cosas coinciden con facilidad en sus accidentes. Lo que existe son las
cosas rojas, por ejemplo, pero no existe el
color rojo como algo en sí. Las sustancias existen en sí, los accidentes –en
cambio– existen en otro. Si
agrupáramos las cosas sólo por sus accidentes –no por su esencia– tendríamos en
el mismo grupo a las manzanas rojas, a los libros rojos, a las banderas rojas,
etc.
La primera distinción de
las cosas no pasa por sus accidentes, sino por sus esencias. La palabra tiene
por fin significar principalmente su
definición, que debe manifestar su esencia; y sólo secundariamente sus accidentes. Teniendo ésto presente, veamos a
partir de Ferrater Mora lo que sigue:
“La falsa ecuación, llamada también sofisma del accidente, es la adscripción del atributo de una cosa a cada uno de los accidentes de esta cosa”[25].
Sostenemos que los errores comentados tienen su origen en la confusión
de los atributos esenciales y accidentales. Pero, ¿cómo demostramos ésto? Poniendo bajo
nuestra consideración que estas palabras pueden ser usadas para cosas muy
diversas, según hemos adelantado más arriba:
·
El
poseso y el laicista no tolera el crucifijo tanto como el santo no tolera el
pecado.
·
La
imposición puede ser tanto un acto de orden, subordinado a una norma justa,
como aplicación de una ley injusta.
·
Las
mayorías pueden estar en el error y las minorías acertadas.
·
Algo
puede ser ilegal y anticonstitucional pero legítimo. Y al revés.
·
Los
hombres pueden discriminar tanto con justicia como sin ella.
·
Un
médico será intransigente con las enfermedades de su paciente
·
Un
policía honesto se sentirá desadaptado en un espacio donde la corrupción sea
habitual.
Agrega entonces Ferrater
Mora:
“Se
llama impropiamente ‘definición por el accidente’ a la que tiene lugar mediante
la indicación de los caracteres o notas accidentales del objeto-sujeto. Cuando
esta determinación pretende ser una verdadera definición se habla de ‘sofisma
del accidente’”[26].
El
sofisma del accidente provoca la confusión entre lo esencial y lo que no lo es.
5. Un
momento: ¿no estamos exagerando?
Tal
vez el lector, llegado este punto, respire aliviado al leer este subtítulo y
aproveche para formular una objeción que permanecía hace rato en su cabeza: ¿No
estamos exagerando con esta preocupación por la higiene verbal? ¿No ha
traspasado acaso los límites del justo medio? ¿No es acaso excesiva? Además:
¿discutimos palabras o discutimos cosas? ¿Es necesario pelear por las palabras?
¿No deberíamos ocuparnos en cosas más importantes que los vocablos?
Aceptemos la legitimidad
de esta inquietud. Hay algunos que piensan que las palabras no importan tanto como parece. Otros, extremando el argumento,
afirman que se pierde tiempo discutiendo palabras. Que da igual los términos
mientras todas tengan una buena intención detrás. Que es propio de un
puntillismo y erudición inútiles, hasta arrogantes. Que los que discuten
palabras deberían utilizar mejor su tiempo en otras cosas: «hablar menos y
hacer más». Y que estas palabras pueden usarse tanto en un buen sentido como en
uno malo, indistintamente.
Que la pluma de Félix
Sardá y Salvany nos ahorre explicaciones: “¡Que
las palabras, dices, no tienen importancia! Más de lo que te figuras, amigo
mío. Las palabras vienen a ser la fisonomía exterior de las ideas, y tú sabes
cuán importante es a veces en un asunto una buena o mala fisonomía”. Y
ponía como ejemplo a los mismos enemigos de la Iglesia:
“Si las palabras no tuviesen importancia alguna, no cuidarían tanto los revolucionarios de disfrazar el Catolicismo con feas palabras; no andarían llamándole a todas horas oscurantismo, fanatismo, teocracia, reacción, sino pura y sencillamente Catolicismo; ni harían ellos por engalanarse a todas horas con los hermosos vocablos de libertad, progreso, espíritu del siglo, derecho nuevo, conquistas de la inteligencia, civilización, luces, etc., sino que se dirían siempre con su propio y verdadero nombre: Revolución”[27].
También Chesterton nos
respalda desde su novela La esfera y la Cruz:
–Matar es pecado
–dijo el inconmovible montañés–. Verter sangre no es pecado.
–Bueno, no
disputemos por una palabra –dijo el otro, bromeando.
–¿Y por qué no?
–dijo MacIan con súbita aspereza–. ¿Por qué no habíamos de disputar sobre una
palabra? ¿De qué sirven las palabras si no tienen importancia bastante para
disputar sobre ellas? ¿Por qué escogemos una palabra con preferencia a otras si
no difieren entre sí? Si a una mujer le llama usted chimpancé en lugar de ángel,
¿no habría disputa por una palabra? Si usted no quiere discutir sobre palabras,
¿sobre qué va usted a discutir? ¿Pretende usted convencerme moviendo las
orejas?[28].
Otro tanto el precitado
Hello:
“Una palabra cuanto más bella, resulta más peligrosa. Es indecible la importancia del lenguaje. Los vocablos son pan o veneno, y es la confusión universal uno de los caracteres de nuestra época. Los signos del lenguaje son instrumentos temibles por lo complacientes. De ellos se puede hacer el abuso que se quiera, pues no protestan, dejan que se les deshonre, y la alteración de las palabras revélase tan sólo por la íntima perturbación que produce en las cosas”[29].
Sardá y Salvany hundirá
aún más el bisturí analítico, declarando el origen de las cuestiones religiosas
que la Iglesia
en el orden dogmático ha padecido: “Todas
las herejías han empezado por ser juego de palabras, y han acabado por ser
lucha sangrienta de ideas”[30]. No en vano San Atanasio disputó con
los herejes arrianos por la palabra homoiousios,
contraponiéndola a homoousios, esta
última la expresión correcta: en esa iota unum, se jugaba nada más y nada
menos que la Divinidad
de Cristo.
A fin de aventar dudas
respecto al tiempo dedicado en estudiar y analizar el lenguaje, será oportuno
tomar nota de las coincidencias con adversarios ideológicos. Veamos lo que dice
Eduardo Grüner en el espacio que el diario absolutamente subsidiado y mantenido
por el gobierno actual (también conocido como Página 12) le concede:
“la “industria cultural” en
general, y los grandes media en particular, pero también una “sedimentación” de
odios de clase larvados (…) han conseguido enfermarnos a todos con la creencia
de que las palabras no tienen más importancia que la de proyectiles lanzados
contra el enemigo, disimulando el hecho de que es al interior de esas mismas
palabras, en sus diferenciales acentuaciones sociales, que se juega la línea
divisoria amigo/enemigo”.
Grüner reprueba esta posición: “Las
palabras son, así, como pares de medias que uno se saca o se pone según haga
frío o calor: meros instrumentos que se usan según la ocasión”[31].
Hernán Fair
–formado en la UBA
y en FLACSO– recordando al mismo Grüner en su precitado
artículo, escribió:
“el discurso no es un
componente superestructural, en el sentido que le otorgaba la clásica metáfora
arquitectónica marxista, sino que es el lugar principal donde se realiza la
lucha política”.
Y por eso,
asumiendo la camiseta propia de un pensamiento de izquierda, escribe: “Hoy en día, cuando el concepto de clase
social ha perdido la centralidad identitaria que en su momento tuviere (…)
podríamos decir mejor que la lucha de clases se realiza y adquiere sentido en
la lucha cultural por la definición legítima de las palabras”. Por eso
hablará más adelante de una “lucha
ideológica inclaudicable” por los términos. De ahí que afirme de forma
categórica:
“la actual lucha de clases es, y lo será siempre (…) la lucha por imponer legítimamente las significaciones sociales”[32].
El
último testimonio lo tomamos prestado de Ionesco, dramaturgo del “teatro del
Absurdo”:
“Renovar el lenguaje es renovar la concepción, la visión del mundo. Una revolución consiste en llevar a cabo un cambio de actitudes mentales”[33].
6. Eliminar toda palabra
que remita a un “en sí”
Demostrada la
importancia del lenguaje y la palabra –tanto por amigos y enemigos, tirios y
troyanos– debemos desplegar finalmente nuestro juego. ¿Por qué se pretende la
eliminación de ciertos vocablos? ¿Qué llevan estas palabras? ¿Qué tienen de
especial? Para responder esto, sigamos haciendo un poco de historia porque es
en la observación de las diferencias donde se descubre la razón de los cambios.
A la hora de
pronunciarse sobre los grandes temas –como adelantamos al principio de nuestro
trabajo–, el hombre siempre había hablado en estos términos: verdadero, correcto, falso, equivocado,
incorrecto, erróneo. Respecto del mundo moral, siempre utilizó las
palabras: legítimo, justo, honesto,
inmoral, ilegítimo, injusto, deshonesto.
Ahora bien, ¿por qué nos
acostumbramos –lenta pero inexorablemente– a calificar las ideas en mayoritarias o minoritarias, tolerantes o
fanáticas? ¿Por qué hablamos de ideas
discriminatorias frente a ideas inclusivas? ¿Por qué nos cuesta tanto
hablar, simplemente, de ideas verdaderas y falsas?
No puede desconsiderarse
lo dicho por el precitado Juan Pablo Vitali, quien explica agudamente:
“Toda guerra es semántica. De
significados y conceptos. De palabras, de símbolos, de «dadores de sentido».
Así se marcan los límites, se generan los contenidos que representan la
existencia o la inexistencia de valores, se dibuja el mapa que nos guía en la
acción”.
Juega un papel
importante, dentro de la guerra de las palabras, la confrontación semántica.
Mientras Vitali recuerda su paso por la militancia política juvenil, afirma la
razón de sus progresos: “Imponíamos
nuestra agenda semántica, por eso avanzábamos”. Creemos innecesario marcar
una distancia con el autor en este punto, pues no compartimos su opción
política. Pero sí es importante atender a lo esencial de su mensaje, resumido
magníficamente:
“Si los demás hablan con nuestro
lenguaje, estamos avanzando. Si nosotros hablamos con el lenguaje de los demás,
estamos retrocediendo”[34].
Nuestro lenguaje lo
conocemos bien: remite a la verdad, a lo que es bueno objetivamente, a la
realidad plena de sentido, llena de logos (λóγος). Una realidad que en sí misma es maravillosa, que provoca admiración.
Una realidad que existe en sí, sin
depender del pensamiento ni de la voluntad humana para ser lo que es. Una
realidad que procede de Dios y sobre la cual Él se ha revelado: ha quitado el velo que la cubría, manifestando el secreto
de Su Intimidad. Pero hay otro lenguaje, expresión de otro pensamiento, que
sólo ve lo accidental, lo puramente adjetivo y fenoménico, porque no cree en la
capacidad de conocer realmente las cosas. Sólo sabe de fuerzas capaces de ser
desencadenadas.
Ahora estamos en
condiciones de dar a conocer la máxima principal de la guerra de las palabras, al
menos en este punto que venimos estudiando. Creemos no equivocarnos al
caracterizarla de esta manera:
ESCONDER las palabras claras, que evocan la realidad, que
las denominan según su verdadero nombre –y que por tanto remiten a lo que es
“en sí”– para REEMPLAZARLAS por otras que las califiquen extrínsecamente o que
las definan en relación al ser humano; de modo tal que el orden natural de las
cosas –anteriormente señalado por esos términos precisos– sea, primero,
desdibujado y quede tambaleante en la mente del hombre hasta llegar a su
posterior ANIQUILACIÓN.
Por ese camino también será abolida la diferencia entre lo
verdadero y lo falso, junto con el discernimiento de lo bueno y lo malo.
Se busca enterrar aquella
palabra que remita al SER, porque éste es emisario de la ciencia suprema, la Metafísica, que –como
enseña Aristóteles– pertenece a Dios. Visto de
arriba para abajo, la verdad me lleva a la Verdad porque las verdades
que el hombre conoce no son sino participaciones de una Única Fuente Superior. Quien
trae un mensaje que no se quiere escuchar –por esta razón– es eliminado. Sin
embargo, no se trata sólo de abolir una o muchas palabras: se trata también del
lenguaje mismo. Son atacadas las mismas estructuras lingüísticas y gramaticales.
Aquí cobra sentido el aserto de Nietzsche que principió nuestro trabajo:
“Mucho me temo que no conseguiremos
librarnos de Dios mientras sigamos creyendo en la gramática” (El ocaso de los ídolos).
¿Por qué la gramática es
un enemigo? Porque ella nos remite, quieras que no, al orden natural. Y el
orden natural nos remite a su Autor: por éso se la combate. Veamos cómo.
La gramática fue, para
Nietzsche, la estructura lingüística que impregnó en los hombres el pensamiento
metafísico, pero no por una aceptación deliberada sino por el simple hecho de
hacer uso de ella. La gramática, por sí misma, estaba embebida de orientación
metafísica. Las razones de esto podrían ser tres:
1. La estructura de Sujeto y Predicado.
2. La primacía del verbo ser en toda oración.
3. La capacidad de la
palabra de significar varias y/o muchas cosas a la vez.
En cuanto a lo primero,
la sola existencia de un sujeto y un predicado muestra cómo una determinada
propiedad (ser mortal) puede decirse
de un determinado individuo (el hombre). Por ejemplo: Todo hombre es mortal. El juicio “Todo A es B”, por su lado, toma el
verbo ser como elemento unificador de
dos realidades distintas. Esto significa que una oración tan simple –que apela
a una estructura que, dándonos cuenta o no, usamos cotidianamente– desmiente
con su sola pronunciación tanto al escepticismo como al nominalismo, dos ideas
que dominaban en época de Nietzsche como también dominan hoy. Al escepticismo, porque
algo del hombre se puede inferir a partir de otra cosa; más aún, porque algo se puede decir de otra cosa. Y al
nominalismo, porque hemos llegado a un juicio universal: no se trata de “algún A” o “algunos A” sino de “Todo A”,
juicio que supone la generalización.
Ahora bien, si hay generalización
no hay nominalismo: las cosas no son absolutamente
distintas sino que existe algo común
que puede darse en muchas a la vez. La filosofía tradicional triunfa por el sólo
hecho de que los hombres hablar respetando las leyes gramaticales, observando cosas
distintas bajo la óptica de su semejanza. De esta suerte el mencionado escepticismo
–negador de juicios universales y conocimientos válidos para todos los casos–
es rechazado, antes por la estructura gramatical que por las ideas mismas.
Para Nietzsche –pero
también para los actuales nominalistas–, la capacidad humana de generalizar es un
espejismo que el hombre proyecta en las cosas, sin ningún fundamento. Yo
“construyo” a las cosas y yo soy el que cree ver en ellas una propiedad “general”
o “común” para, luego, sentirme autorizado a “generalizar”. Pero no pasa de una
percepción personal y arbitraria. El mundo no sería un cosmos sino un caos[35].
Todo concepto
metafísico, que remita a la regularidad, tendría un origen pura y
exclusivamente psicológico: sólo existe en nuestra cabeza y no fuera. Si el
intelecto, como dice Nietzsche, opera “fingiendo”, también finge cuando cree
ver “cosas” que permanecen a pesar de los cambios. La inteligencia congela una
realidad que, de por sí, es puro dinamismo. Por eso hablará de “la mentira de la unidad, la mentira de la
coseidad, de la sustancia, de la permanencia...”, arremetiendo duramente el
“fetichismo” del lenguaje. Dice en El
ocaso de los ídolos:
“Ese fetichismo ve por todos los lados a
gentes y actos: cree que la voluntad es la causa en general; cree en el «yo»,
que el yo es un ser, una sustancia, y proyecta sobre todo la creencia en el yo
como sustancia. Así es como crea el concepto de «cosa»”.
Para Nietzsche, “el
error relativo al ser” –cuyo origen ubica en la doctrina de Parménides de Elea–
se alimenta
“con cada palabra, con cada frase que
pronunciamos”.
El odio a la razón, como
producto de estas fábulas y supercherías, le hizo escribir: “¡Esa vieja embustera que es la razón se
había introducido en el lenguaje!”.
Si gracias a una única
palabra el hombre da a entender muchas cosas a la vez, este “poder significante”
no puede ser para Nietzsche sino una alucinación. Su crítica es total: todo
lenguaje está al asedio. Explica Eugenio Molera:
“La misma
palabra no puede servir para referirnos adecuadamente
a dos cosas distintas, pues si cubre bien la
realidad de una de ellas no puede cubrir también la de la segunda, ya que
la primera es inevitablemente distinta de la segunda
(pues no existen las esencias o realidades
universales presentes en varios objetos)”[36].
El verbo ser, como hemos
adelantado, tiene una importancia decisiva en la gramática; la palabra “ser” –que
conecta sujeto y predicado– remite además a la cosa real, concreta, fuera de mi
pensamiento. No se trata de la cosa pensada –lo único que puede conocerse para
buena parte de la filosofía actual– sino del ser que piensa. Piensa porque es,
se conoce porque antes de conocerse, existe. Exactamente a contracorriente de
las orientaciones filosóficas y lingüísticas contemporáneas.
Nietzsche vio que la
gramática recorre el pensamiento incluso a niveles inconscientes, fortaleciendo
involuntariamente una determinada cosmovisión:
“allí donde se da una comunidad lingüística es inevitable que en virtud de la común filosofía de la gramática [...] todo esté desde un principio preparado para un paralelismo de desarrollo y orden de sucesión de los sistemas filosóficos, estando por otra parte como cortado el acceso a ciertas otras posibilidades de interpretación del mundo”[37].
Si para Nietzsche no existen hechos sino interpretaciones, entonces
no hay “cosas en sí” que puedan ser conocidas. Todo es interpretación, opinión,
perspectiva, punto de vista, pero las cosas en su intimidad nos serían
inalcanzables: “la mayor fábula que se ha inventado nunca es la del
conocimiento. Siempre quiere saberse cómo está constituida la cosa en
sí: pero lo cierto es que no hay cosas ‘en sí’”.
Por ende, hablar a la manera
tradicional (aunque conscientemente se la niegue y combata) comporta una
concesión a la mentalidad “substancialista”, que en su imperdonable candidez
creía que existían cosas en sí: substancias
capaces de permanecer más allá de los cambios. Ahora bien, si no hay substancias,
¿por qué hablar como si las hubiera?
En una palabra, la
gramática fuerza a la mente de antemano
hacia supersticiosas conclusiones, que sólo son efecto de un inadvertido punto
de partida:
“la gramática actúa como una especie de gafas que nos obligan a mirar el mundo de una determinada manera, desenfocando, convirtiéndolo o mejor dicho: degradándose la pluralidad de las cosas en la (falsa) unidad de los conceptos” [38].
Debido a las razones
comentadas, es evidente que por el simple hecho de hablar podemos estar
peleando la más trascendental de las batallas. Mostrar esta evidencia, hacerla
patente, es el objetivo de nuestro trabajo. He aquí por qué existen palabras
que no pueden ser pronunciadas: están vedadas, reprobadas, estigmatizadas.
Quien las pronuncie se convierte en reo de un crimen imperdonable: quien
pretenda discutir en términos de “verdad” y “falsedad” comete el sacrilegio de
creer, todavía, en algo más allá de las opiniones humanas. Quien en un debate
busque alcanzar la postura “correcta”, admite tácitamente una objetividad, un
orden dado –no construido– hacia el cual debe ordenar los pensamientos. Pero
esto es inaceptable.
Otras palabras –empapadas
también de contenido metafísico– llevan la misma suerte, como la palabra normal. Un término que, como dijimos,
comienza a tener mala prensa: ¿Cómo atrevernos a distinguir entre lo normal y
lo anormal? ¿Qué sería lo anormal?
¿La homosexualidad, la bisexualidad? Pero esto no es tolerable para el relativismo.
Ahora bien, quien no pronuncia
estas palabras –hoy prohibidas– se degrada.
Porque lo que diferencia
a las voces y sonidos de bestias, animales e insectos de las voces humanas –es
decir, lo que define al lenguaje humano en
tanto humano– es precisamente el pronunciarse sobre las esencias. Dice
Aristóteles:
“Es verdad que la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor, y así no les falta a los demás animales, porque su organización les permite sentir estas dos afecciones y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida para expresar el bien y el mal, y, por consiguiente, lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los animales…”[39].
Renunciando a los
juicios categóricos y absolutos, el ser humano queda castrado en su vocación
metafísica, trascendente y más aún religiosa. Y entonces, la palabra humana es deshonrada
y desciende en caída libre hacia los niveles biológicos más elementales,
prácticamente sin distinguirse de las voces sonoras de los irracionales. Ella
quedaría ceñida a expresar “la alegría y
el dolor”, tal como el perro chilla contento y gime triste, pero
incapacitada para pronunciarse sobre la verdad de las cosas:
“La crisis de una
forma verbal es la crisis del ser mismo que existe en y por esa forma”[40].
La degradación de la palabra humana tiene lugar
cuando sus alas para ascender hacia la Verdad increada son extirpadas.
El
escepticismo y el relativismo, afirmados rotundamente, son modos de negar esta
vocación trascendente, pero modos categóricos que comienzan a ser reemplazados
por sofísticos mecanismos de refinada sutileza: “toda guerra es primero semántica, y quien
imponga el alcance y el sentido del lenguaje será el triunfador”[41]. Este “alcance” y “sentido” del lenguaje es precisamente
su contenido. De ahí la última cita de Vitali:
“Quien posee los contenidos posee el pensamiento, y quien posee el pensamiento posee a la persona”[42].
7. Conclusión
La fidelidad al logos –Dios
mismo–, el Verbo, la Palabra,
Jesucristo, nos exige la pronunciación responsable y testimonial de la verdad
conocida.
Pronunciar la palabra es
cosa seria, porque toda palabra es –en última instancia– una participación de
Otra Palabra superior. Y si la perfección de la palabra está en tender hacia su
máxima conformidad con su propio Arquetipo, el lenguaje humano no debe volverse
equívoco ni transformarse en constantes ambigüedades y elipsis. Dijo el Padre
Pío: “¡Reflexiona sobre lo que escribes, porque el Señor te pedirá cuentas de
ello!”.
Tan
necesario como predicar una palabra concisa y poseer una recta semántica es no
admitir en boca de otros sino lo mismo: “Hay
que regresar al coraje de pronunciar las palabras que ya no pronuncia nadie”
escribe Antonio Caponnetto[43].
Sólo podemos pronunciar
ante los hombres aquella palabra que define si antes la hemos contemplado
interiormente –en silencio– por el verbo
interior, causa de la expresión oral y sensible. Pero el acto de pronunciar
la palabra humana puede adquirir una seriedad aún mayor:
“Si queremos buscar entre las actividades
propias del hombre, la que está más próxima y es más semejante al Acto de
Crear, la encontraremos en la actividad intelectual más pura y más desprendida
de lo material; el acto de conocer, de comprender, de afirmar objetivamente lo
que es; o lo que es lo mismo, el acto de nombrar
un ser, de llamarlo por su nombre, indicando quién es y haciéndolo venir a
presencia”.
Comúnmente
explicamos el acto de creación comparándolo con el hacer humano, estableciendo las diferencias correspondientes. Pero
no es el “hacer humano” el término de comparación más propio, aunque sea
legítimo, sino el acto de nombrar. Así como Dios, según nos enseña el Génesis,
participó su ser a las cosas por el poder de Su Palabra, también nosotros
–guardando la distancia de la creatura al Creador– convocamos, invocamos a los seres cuando
pronunciamos su nombre.
Mencionar algo o alguien
implica ponerlo en la conversación con el otro, como si estuviera físicamente
allí, cuando evidentemente está muy lejos. Que la palabra prorrumpa como un trueno tiene una importancia fundamental: las
cosas ya no son las mismas. Llega el momento de las definiciones. La confusa
vaguedad de la materia sin sentido queda reducida a la unidad de la palabra y
–con ella– a la unidad de la significación. Esta palabra tiene su fuerza porque ella es portadora de
verdad.
La palabra porta el ser, lo lleva consigo, declara
el ser. Y si el ser que ella porta es tremendo, la fuerza de la palabra será
temible. Se trata del maravilloso misterio del lenguaje humano: donación y
manifestación, ontofanía. Por eso dijo
el precitado Jordán Bruno Genta que:
“Hablar con propiedad, llamar a las cosas por su nombre, saberlas distinguir y jerarquizar; esta actividad especulativa, teórica, cuya plenitud se alcanzaría en la Contemplación pura, es la que mejor y más adecuadamente nos permite comprender el Acto de la Creación”[44].
La similitud de la palabra humana con La Palabra Divina alcanza alturas
increíbles: “Hablar es cosa santa.
Hablar no es mover los labios y hacer ruido. Hablar es manifestarse; en el
siglo que vivimos, muchos mueven los labios, y aún con estrépito; casi nadie
habla. Casi nadie manifiesta”. La verticalidad
con la que pensaba Hello le permitió escribir:
“Afirmar es el acto inicial de la palabra. Todo verbo contiene el verbo ser. Toda palabra tiene a Dios por sostén. El que es, es el fundamento del discurso”[45].
Francisco Quevedo
también ha entrevisto el misterio de la Primera y la Última Palabra, replicando así a sus
objetores:
“Pues sepa quien lo niega, y quien lo
duda,
que es lengua la verdad del Dios severo.
Y la lengua de Dios nunca fue muda”.
La palabra envuelve un
compromiso y Cristo mismo, el Verbo Encarnado, también se ha comprometido. Ha
dado Su Palabra: En verdad, en verdad os
digo… Si quien firma un compromiso coloca su nombre, Nuestro Señor ha
firmado con el derramamiento de Su Sangre todo aquello que pronunció: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis
palabras no pasarán” (Mt. 24, 35). Todo
lo dicho por Su boca se cumplirá, tarde o temprano.
“la palabra de Dios es viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos, y penetra hasta la división de alma y el espíritu, hasta las coyunturas y la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón”[46].
Dios mismo –el Poeta, el Maestro Interior, al decir de Gerardo Diego y San Agustín– revela
en nuestras mentes la melodía de la creación. Y pediremos prestado al Padre
Castellani sus versos para que él manifieste bellamente –y cerrando estas
páginas– lo que nosotros balbuceamos, poniéndolo en boca de Santo Tomás de
Aquino:
“Luz de la luz y rosa de la rosa
foco y fuente de todo lo que es vida
que pretendo apresar con mi atrevida
torre de silogismos rigurosa…
Tripersonal natura misteriosa
inaccesible intelectual guarida
de quien el hombre sueña y el suicida
muere, y el cosmos vive, el ángel
goza...”[47].
Libremos
el combate por las palabras, haciendo de cada palabra, un alcázar. Como los
guerreros del Alcázar de Toledo, que durante 72 días resistieron el asalto de
fuego marxista, que cada palabra sea blindada en su auténtico significado.
Decíamos que Dios es «Luz de la luz». Nuestra luz es luz de la Luz, y Dios es Palabra de
nuestras palabras. Queda en nosotros ser voz de la Voz.
Pascua de Resurrección
2012
[1] Citado en El significado del significado. Una investigación acerca de la influencia
del lenguaje sobre el pensamiento y de la ciencia simbólica, Buenos Aires,
Paidós, 1954, p. 49.
[2] Federico Mihura Seeber.
Carta abierta a los responsables de la
educación católica superior, Revista Separata, Nº 8, noviembre de 1991.
[3] Josef Pieper. Defensa de la Filosofía,
Barcelona, Herder, 1976, p. 53.
[4]
http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=2893
[5] Alberto
Falcionelli, Notas sobre política y
lenguaje, en Moenia. Las murallas
interiores de la República,
N° II, Buenos Aires, 1980, p. 13-14. La negrita es mía.
[6] Jean
Ousset. El Marxismo Leninismo, Buenos
Aires, Iction, 1963, p. 19. La negrita es mía.
[7] Lo realmente
preocupante es que aquella mentalidad fáustica, nota distintiva del marxismo,
comience a ingresar en los ambientes doctrinariamente adversos; penetración que
tiene lugar por efecto derrame, impregnando no tanto por una “conversión”
conciente, sino más bien a nivel de las palabras. Aquí yace, a nuestro
entender, una de las actuales etapas de la colonización ideológica.
[8] Fray Petit de
Murat. El último progreso de los tiempos
modernos: la palabra violada, Tucumán, Ediciones de Cultura Regional, cap.
II, sin numeración.
[9] Leonardo Castellani. San Agustín y Nosotros, Buenos Aires, Jauja, 2000, p. 177.
[10] Alina Diaconú. El lenguaje zarpado. Cfr.
http://boletinchasqui.blogspot.com/search/label/N%C2%BA%2018
[11] En L’arc N° 3, citado
por Antonio Caponnetto, Pedagogía y
Educación, Buenos Aires, Colección Ensayos Doctrinarios, 1981, p. 78.
[12] Juan Ramón Jiménez. Libros de poesía, Madrid, Aguilar, 1957, p. 575.
[13] Jorge Norberto Ferro. La contaminación del lenguaje por los medios
masivos de comunicación, en “La
contaminación ambiental”. Editor: Patricio Randle, Buenos Aires, Oikos,
1979, p. 186.
[14]
http://aica.org/index.php?module=displaystory&story_id=23695&format=html&fech=2010-10-04
;
http://www.aica.org/index.php?module=displaystory&story_id=21169&edition_id=1223&format=html&fech=2010-04-19
[15] Ernest Hello. El hombre, Buenos Aires, Difusión, 1941, p. 48.
[16] También los adversarios advierten estas
“jugadas”, en las cuales pretendemos ser más
piolas que aquellos con quienes discutimos sin advertir nuestras
inconsistencias. Cfr.
http://www.legosalogos.com.ar/2010/03/democracia-democracia-cuando-nos.html.
Este bloggero no pierde oportunidad de burlarse no de la doctrina católica sino
de la incoherencia argumentativa.
[17] “Menos
conocida es la paradoja de la tolerancia: La tolerancia ilimitada debe conducir
a la desaparición de la tolerancia. Si
extendemos la tolerancia ilimitada aún a aquellos que son intolerantes; si no
nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra las
tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de los
tolerantes y, junto como ellos, de la tolerancia. Con este planteamiento no queremos significar, por ejemplo, que siempre
debamos impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes; mientras
podamos contrarrestarlas mediante
argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su
prohibición sería, por cierto, poco prudente. Pero debemos
reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, pues bien
puede suceder que no estén destinadas a imponérsenos en el plano de los
argumentos racionales, sino que, por el contrario, comiencen por acusar a todo
razonamiento; así, pueden prohibir a sus adeptos, por ejemplo, que prestan
oídos a los razonamientos racionales, acusándolos de engañosos, y que les
enseñan a responder a los argumentos mediante el uso de los puños o las armas.
Reclamar entonces, en nombre de la tolerancia,
el derecho a no tolerar a los intolerantes. Deberemos exigir que todo
movimiento que predique la intolerancia quede al margen de la ley y que se
considere criminal cualquier incitación a la intolerancia y a la persecución,
de la misma manera que en el caso de la incitación al homicidio, al secuestro o
al tráfico de esclavos”. Karl Popper. La
sociedad abierta y sus enemigos, Buenos Aires, Paidós, 1981, p. 512.
[18] Se nos dispensará que no ahondemos ahora
esta cuestión, pero la hemos analizado largamente en El lenguaje es discriminatorio, ¿y qué? (http://elblogdecabildo.blogspot.com/2010/08/de-pluma-ajena.html) y Qué
hay detrás de la ideología de la no discriminación (Revista Gladius N° 79,
Buenos Aires, Fundación Gladius, Navidad 2010, p. 111-140).
[19] http://www.perfil.com/contenidos/2011/06/14/noticia_0016.html
[20] Jorge Norberto Ferro. La contaminación…, ídem, p. 188.
[21] Suma Teológica, III, q. 16, art. 8,
corpus.
[22] Jorge Norberto Ferro. La contaminación…, ídem, p. 188.
[23] Ernest Hello. El hombre…, ídem, p. 38.
[24]
http://www.reportero24.com/2011/06/lara-nuevo-ataque-a-murales-de-la-divina-pastora/
; http://www.elmundo.es/elmundo/2011/01/24/andalucia/1295867897.html
[25] José Ferrater Mora. Diccionario de
Filosofía, Madrid, Alianza, 1981, art. Sofisma.
[26] Ídem, art. Accidente.
Ferrater Mora distingue la falacia
del sofisma con este criterio: falacia es el error lógico no
intencionado, el descuido. Mientras que sofisma es el error maliciosamente
pronunciado: una mentira.
[27] Félix Sardá y Salvany. El liberalismo es pecado, Buenos Aires,
Cruz y Fierro, 1977, p. 68-69.
[28] Chesterton. La esfera y la Cruz,
Buenos Aires, Espasa Calpe, 1952, p. 58.
[29] Ernest Hello. El hombre…, ídem, p. 85.
[30] Félix Sardá y Salvany. El liberalismo…, ídem, p. 69.
[31] Cfr. http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-137657-2009-12-27.html
[32] Cfr.
http://www.razonypalabra.org.mx/N/N73/Varia73/14Fair_V73.pdf
[33] Eugène Ionesco, Le Coeur n’est pas sur
la Main, Cahiers
des Saisons, n° 15. París, 1959. Citado por Alberto Boixadós. Arte y Subversión, Buenos Aires, Areté,
1977, p. 115
[34]
http://elgritodelpueblo.wordpress.com/2009/12/17/la-guerra-semantica/
[35] Recomendamos el
siguiente artículo en torno al pensamiento de Nietzsche:
http://iesolorda.org/departaments/fi/El_vitalismo_de_Nietzsche.pdf,
escrito por Eugenio Molera. Cfr. puntos 7.2, 7.3, 7.4, 7.5 y 16.1.
[36] Ídem, 7.2.
[37] Ídem, 7.5.
[38] Ídem, 16.1.
[39] Aristóteles. La política, Libro I, Cap. I. Madrid,
Espasa-Calpe, 1980, p. 23-24.
[40] E. Nicol. El porvenir de la inteligencia, citado
por Antonio Caponnetto. Pedagogía y
Educación, Buenos Aires, Colección Ensayos Doctrinarios, 1981, p. 167.
[41]
http://hispaniainfo.wordpress.com/category/juan-pablo-vitali/
[42]
http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=2893
[43] Antonio
Caponnetto. Lenguaje y Educación. Crítica
a la psicogénesis de la lectoescritura, Buenos Aires, Ediciones del
Cruzamante, 1990, p. 14.
[44] Genta, Jordán
Bruno. La idea y las ideologías, Buenos
Aires, Ediciones del Restaurador, 1949, p.
210.
[45] Hello, Ernest. Palabras de Dios.
Reflexiones sobre algunos textos sagrados, Buenos
Aires, Difusión, 1946, p. 92.
[46] Carta a los Hebreos 4,
12.
[47] La poesía lleva por nombre “Oración de Santo Tomás por la sabiduría”. Así
continúa: “En piedra de razón, luz de sagrario/ y cemento de humano pensamiento/
de mi Summa el andamio extraordinario/ he levantado en inaudito intento.../
Quiero que un soplo tuyo lo haga viento/ lo haga música mística tu aliento/ y
un rayo lo haga polvo de incensario”.