sábado, 21 de abril de 2012

Las piruetas de los nabos.



Las tres de la tarde de un día lluvioso del mes de diciembre. Es la hora del trabajo, y como es sábado y hace mucho frío, no se sale al campo. Vamos a trabajar a un almacén donde se limpian las lentejas, se pelan patatas, se trituran las berzas, etc... Le llamamos el “laboratorio”[1].
En él hay una mesa larga, y unos bancos, una ventana y encima un crucifijo.

El día está triste. Unas nubes muy feas, un viento “si es no es” fuerte, algunas gotas de agua que caen como de mala gana y que lamen los cristales y, dominándolo todo, un frío digno del país y de la época.
Lo cierto es que, aparte del frío, que lo noto en mis helados pies y refrigeradas manos, todo esto se puede decir que casi me lo imagino, pues apenas he mirado a la ventana. La tarde que hoy padezco es turbia y turbio me parece todo. Algo me abruma el silencio, y parece que unos diablillos, están empeñados en hacerme rabiar, con una cosa que yo llamo recuerdos... Paciencia y esperar.
En mis manos han puesto una navaja y delante de mí un cesto con una especie de zanahorias blancas muy grandes y que resultan ser nabos. Yo nunca los había visto al natural, tan grandes... y tan fríos... ¡Qué le vamos a hacer!, no hay más remedio que pelarlos.
El tiempo pasa lento y mi navaja también, entre la corteza y la carne de los nabos que estoy lindamente dejando pelados.
Los diablillos me siguen dando guerra. ¡¡Qué haya yo dejado mi casa para venir aquí con este frío a mondar estos bichos tan feos!! Verdaderamente es algo ridículo esto de pelar nabos con esa seriedad de magistrado de luto.
Un demonio pequeñito, y muy sutil, se me escurre muy adentro y de suaves maneras me recuerda mi casa, mis padres y hermanos, mi libertad, que he dejado para ence­rrarme aquí entre lentejas, patatas, berzas y nabos.
El día está triste... No miro a la ventana, pero lo adivino. Mis manos están coloradas, coloradas como los diablillos; mis pies ateridos... ¿Y el alma? Señor, quizá el alma su­friendo un poquillo... Más no importa,... Refugiémonos en el silencio.
Transcurría el tiempo, con mis pensamientos, los nabos y el frío, cuando de repente y veloz como el viento, una luz potente penetra en mi alma... Una luz divina, cosa de un momento... Alguien que me dice que ¡qué estoy haciendo! ¿Que qué estoy haciendo? ¡Virgen Santa!... ¡Qué pregunta! Pelar nabos..., ¡Pelar nabos!... ¿Para qué?... Y el corazón dando un brinco contesta medio alocado: pelo nabos por amor..., por amor a Jesucristo.
Ya, nada puedo decir que claramente se puede entender, pero sí diré que allá adentro, muy adentro del alma, una paz muy grande, vino en lugar de la turbación que antes tenía; sólo sé decir que el sólo pensar que en el mundo se pueden hacer de las más pequeñas acciones de la vida, actos de amor de Dios..., que el cerrar o abrir un ojo hecho en su nombre nos puede hacer ganar el cielo... Que el pelar unos nabos por verdadero amor a Dios, le puede a El dar tanta gloria y a nosotros tantos méritos, como la conquista de las Indias. El pensar que por sólo su misericordia tengo la enorme suerte de padecer algo por El..., es algo que llena de tal modo el alma de alegría, que si en aquellos momentos me hubiera dejado llevar de mis impulsos inte­riores, hubiera comenzado a tirar nabos a diestro y sinies­tro, tratando de hacer comunicar a las pobres raíces de la tierra, la alegría del corazón... Hubiera hecho verdaderas filigranas malabares con los nabos, la navaja y el mandil.
Me reía a "moco tendido" (quizá por el frío) de los diablillos rojos, que asustados de mi cambio, se escondían entre los sacos de garbanzos y en un cesto de repollos que allí había.
¿De qué me puedo quejar? ¿Por qué entristecerse de lo que es sólo motivo de alegría? ¿A qué más puede aspirar un alma, que a sufrir un poco por un Dios crucifica­do?
Nada somos y nada valemos; tan pronto nos ahogamos en la tentación como volamos consolados al más pequeño toque del amor divino.
Cuando comenzó el trabajo, nubes de tristeza cubrían el cielo. El alma sufría de verse en la cruz; todo la pesaba: la Regla..., el trabajo, el silencio, la falta de luz de un día tan triste, tan gris y tan frío. El viento, soplando entre los cristales, la lluvia y el barro..., la falta de sol. El mundo tan lejos..., tan lejos..., y yo mientras tanto, pelando mis nabos sin pensar en Dios.
Pero todo pasa, incluso la tentación... Ha pasado el tiempo, ya llegó el descanso, ya se hizo la luz, ya no me importa si el día está frío, si hay nubes, si hay viento, si hay sol. Lo que me interesa es pelar mis nabos, tranquilo, feliz y contento, mirando a la Virgen, bendiciendo a Dios.
Qué importa el pesar de un momento, el sufrir un instante... Lo que sé decir es que no hay dolor que no tenga compensación en ésta o en la otra vida, y que en realidad para ganar el cielo se nos pide muy poco. Aquí en una Trapa, quizá sea más fácil que en el mundo, pero no es por el género de vida éste o aquél, pues en el mundo se tienen los mismos medios de ofrecer algo a Dios. Lo que pasa es que el mundo distrae y se desperdicia mucho. El hombre es el mismo aquí que allí; su capacidad para sufrir y para amar es la misma; adonde quiera que vaya llevará cruz[2].
Sepamos aprovechar el tiempo... Sepamos amar esa bendita cruz que el Señor pone en nuestro camino, sea cual sea, fuere como fuere.
 Aprovechemos esas cosas pequeñas de la vida diaria, de la vida vulgar... No hace falta para ser grandes santos grandes cosas, basta el hacer grandes las cosas pequeñas.
En el mundo se desaprovecha mucho, pero es que el mundo distrae... Tanto vale en el mundo el amar a Dios en el hablar, como en la Trapa en el silencio; la cuestión es hacer algo por El..., acordarse de El... El sitio, el lugar, la ocupación, es indiferente.
Dios me puede hacer tan santo pelando patatas que gobernando un imperio.
Qué pena que el mundo esté tan distraído..., por­que he visto que los hombres no son malos..., y que todos sufren, pero no saben sufrir...
Si por encima de la frivolidad, si por encima de esa capa de falsa alegría con que el mundo oculta sus lágrimas, si por encima de la ignorancia de lo que es Dios, elevaran un poco los ojos a lo alto..., seguramente les ocurriría lo que al fraile de los nabos..., muchas lágrimas se enjugarían, mu­chas penas se endulzarían y muchas cruces se amarían para poder ofrecerlas a Cristo.
Cuando terminó el trabajo, y en la oración me puse a los pies de Jesús muerto..., allí a sus plantas deposi­té un cesto de nabos peladitos y limpios... No tenía otra cosa que ofrecerle, pero a Dios le basta cualquier cosa ofrecida con el corazón entero, sean nabos, sean Imperios.
La próxima vez que vuelva a pelar raíces, sean las que sean, aunque estén frías y heladas, le pido a María no permita se me acerquen diablillos rojos a hacerme rabiar. En cambio, la pido me envíe a los ángeles del cielo, para que yo pelando y ellos, llevando en sus manos el producto de mi trabajo, vayan poniendo a los pies de la Virgen María rojas zanahorias; a los pies de Jesús, blancos nabos, y patatas y cebollas, coles y lechugas...
En fin, si vivo muchos años en la Trapa voy a hacer del cielo una especie de mercado de hortalizas, y cuando el Señor me llame y me diga basta de pelar..., suelta la navaja y el mandil y ven a gozar de lo que has hecho..., cuando me vea en el cielo entre Dios y los Santos, y tanta legumbre..., Señor Jesús mío, no podré por menos de echarme a reír.

Hno. Rafael Arnaiz Barón, tomado de su “Obras completas”, Mi cuaderno - San Isidro, 12 de diciembre de 1936, Sábado, 25 años.


[1] Laboratorio: “Estará en cuanto sea posible, al lado de la cocina; en él se preparan las legumbres para las comidas. Habrá mucha limpieza y se observará silencio, no hablando más que lo tocante al trabajo. Los hospederos no introducirán seglar alguno, mientras estén los religiosos”. (Libro de USOS, cap. VIII, n.° 304).
[2] “Imitación de Cristo”, Libro II, cap. 12.