“Unus Dominus, una fides, unum baptista”
“No hay más que un solo Señor, una sola fe, un
solo bautismo”
(San Pablo a los Efesios, IV, 5)
(San Pablo a los Efesios, IV, 5)
Un sabio ha dicho que las acciones
del hombre son las hijas de su pensamiento, y nosotros mismos hemos comprobado
que tanto los bienes como los males de una sociedad son fruto de los principios
buenos o malos que ella profesa.
La verdad en el espíritu y la virtud
en el corazón son dos cosas que se corresponden casi puntualmente: cuando el
espíritu se ha entregado al demonio de la mentira, el corazón — no obstante que
el desorden no haya comenzado por él — está muy cerca de abandonar-se al
demonio del vicio. La inteligencia y la voluntad son dos hermanas, entre las
cuales la seducción es contagiosa: si ven que la primera se ha abandonado al
error, corren un velo sobre la honra de la segunda.
Y porque esto es así, mis hermanos,
porque no existe ningún daño, ninguna lesión en el orden intelectual que no
tenga consecuencias funestas en el orden moral y aún en el orden material, es
que concedemos importancia a combatir el mal en su origen, a secarlo en su
fuente, esto es, en sus ideas.
Mil prejuicios se han popularizado
entre nosotros: el sofisma, asombrado de sentirse atacar, invoca la
prescripción; la paradoja se vanagloria de haber adquirido carta de
nacio-nalidad y derechos de ciudadanía. Los mismos cristianos, viviendo en
medio de esta atmós-fera impura, no han evitado totalmente su contagio: aceptan
demasiado fácilmente muchos de los errores. Fatigados de resistir en los puntos
esenciales, a menudo cansados de luchar, ceden en otros puntos que les parecen
menos importantes, y no advierten nunca — a veces porque no quieren percatarse
— hasta dónde podrán ser llevados por su imprudente debilidad.
Entre esta confusión de ideas y de
falsas opiniones nos toca a nosotros, sacerdotes de la incorruptible verdad,
salir al paso y censurar con la acción y la palabra, satisfechos si la rígida
inflexibilidad de nuestra enseñanza puede detener el desborde de la mentira,
des-tronar principios erróneos que reinan orgullosamente en las inteligencias,
corregir axiomas funestos admitidos ya por la convalidación del tiempo,
esclarecer finalmente y purificar una sociedad que amenaza hundirse, que
envejece en un caos de tinieblas y de desórdenes, donde no será ya posible
distinguir la índole y, menos aún, el remedio de sus males.
Nuestra época grita: “¡Tolerancia!
¡Tolerancia!” Se admite que un sacerdote debe ser tolerante, que la religión
debe ser tolerante. Mis hermanos: en primer lugar, nada iguala a la franqueza,
y yo vengo a decirles sin rodeos que no existe en el mundo más que una sola
sociedad que posee la verdad, y que esta sociedad debe ser necesariamente
intolerante.
Pero antes de entrar en materia, y
para entendernos bien, distingamos las cosas, determinemos el sentido de las palabras
y no confundamos nada.
La tolerancia puede ser o civil o
teológica. La primera no es de nuestra incumbencia, y yo me permito sólo una
palabra al respecto: si la ley pretende decir que ella autoriza todas las
religiones porque ante sus ojos todas ellas son igualmente buenas, o aun hasta
porque el poder público es incompetente para tomar partido sobre este tema, la
ley es impía y atea; ella profesa, no ya la tolerancia civil tal como vamos a
definirla, sino la tole-rancia dogmática, y — por una neutralidad criminal —
ella justifica en los individuos la indiferencia religiosa más absoluta.
Por el contrario, si, aunque
reconociendo que una sola religión es buena, ella tolera y permite el libre
ejercicio de las otras, la ley en cuestión — como otros lo han observado antes
que yo — puede ser sabia y necesaria, según las circunstancias. Si hay tiempos
en que es necesario decir, con el famoso condestable: “Una fe, una ley”, habrá
otros donde es preciso decir, como Fenelón a los hijos de Jacobo II: “Conceded
a todos la tolerancia civil, aunque no aprobando todo como indiferente, sino
sufriendo con paciencia lo que Dios sufre”.
Pero dejo de lado este campo erizado
de dificultades y, ateniéndome a la cuestión propiamente religiosa y teológica,
expondré estos dos principios:
1. La religión que viene del cielo es verdad, y ella es intolerante con las otras doctrinas.
2. La religión que viene del cielo es caridad, y ella está llena de tolerancia hacia las personas.
Roguemos a María que venga en
nuestra ayuda e implore para nosotros el Espíritu de verdad y caridad: Spiritum
veritatis et pacis. Ave María.
Condenar la verdad a la tolerancia es forzarla al suicidio.
I. Es de la esencia de toda verdad
no tolerar el principio contradictorio. La afirmación de una cosa excluye la
negación de esa misma cosa, como la luz excluye las tinieblas. Allí donde nada
es cierto, donde nada es definido, los sentimientos pueden estar divididos, las
opiniones pueden variar.
Yo comprendo y pido la libertad en
las cosas discutibles: In dubiis libertas. Pero cuando la verdad se presenta
con los distintivos de certeza que la distinguen, por lo mismo que es verdad
ella es afirmativa, es necesaria y, por consecuencia, es una e intolerante: In
necessariis unitas. Condenar la verdad a la tolerancia es forzarla al suicidio.
La afirmación se aniquila si ella
duda de sí misma, y duda de sí misma si permanece indiferente a que la negación
se coloque a su lado. Para la verdad, la intolerancia es el anhelo de la
conservación, el ejercicio legítimo del derecho de propiedad. Cuando se posee,
es preciso defenderse, bajo pena de ser en breve totalmente despojado.
Por eso, mis hermanos, por la
necesidad misma de las cosas, la intolerancia es necesaria en todo, porque en
todo hay bien y mal, verdad y falsedad, orden y desorden; en todas partes lo
verdadero no soporta lo falso, el bien excluye el mal, el orden combate el
desorden. ¿Qué más intolerante, por ejemplo, que esta proposición: “dos y dos
son cuatro“? Si usted viene a decirme que dos y dos son tres, o que dos y dos
son cinco, le res-pondere que dos y dos son cuatro. Y si usted me dijera que no
impugna mi manera de contar, pero que mantiene la suya, y que me pide ser tan
indulgente con usted como usted lo es conmigo, permaneciendo yo totalmente
convencido de que tengo razón y que usted está equivocado, posiblemente yo me
callare, en rigor, porque después de todo me importa muy poco que haya sobre la
tierra un hombre para el que dos más dos sean tres o cinco.
Sobre un cierto número de asuntos, donde la verdad fuera menos absoluta o las con-secuencias fueran menos graves, yo podría hasta cierto punto transigir con usted. Seré conciliador si usted me habla de literatura, de política, de arte, de ciencias amenas, porque en todas estas cosas no hay un modelo único y determinado. Ahí lo bello y lo cierto son, más o menos, convenciones; y, por lo demás la herejía, en esta materia, no incurre en otros anatemas que los del sentido común y del buen gusto.
Sobre un cierto número de asuntos, donde la verdad fuera menos absoluta o las con-secuencias fueran menos graves, yo podría hasta cierto punto transigir con usted. Seré conciliador si usted me habla de literatura, de política, de arte, de ciencias amenas, porque en todas estas cosas no hay un modelo único y determinado. Ahí lo bello y lo cierto son, más o menos, convenciones; y, por lo demás la herejía, en esta materia, no incurre en otros anatemas que los del sentido común y del buen gusto.
Pero si se trata de la verdad
religiosa, enseñada o revelada por Dios mismo; si va en ello vuestro destino
eterno y el de la salvación de mi alma, por consiguiente ninguna transacción es
posible. Me encontrareis inflexible, y debo serlo. Es condición de toda verdad
el ser intolerante, pero siendo la verdad religiosa la más absoluta y la más
importante de todas las verdades, es por lo tanto también la más intolerante y
la más exclusivista.
Mis hermanos: nada es tan exclusivo
como la unidad; por lo tanto, escuchad la palabra de San Pablo: “Unus Dominus,
una fides, unum baptista”. No hay en el cielo más que un solo Señor: Unus
Dominus. Ese Dios, cuyo gran atributo es la unidad, no ha dado a la tierra más
que un solo símbolo, una sola doctrina, una sola fe: Una fides.
Y esta fe, este símbolo, El no los
ha confiado más que a una sola sociedad visible, a una sola Iglesia, todos
cuyos niños son señalados con el mismo sello y regenerados por la misma gracia:
Unum baptisma. De este modo la unidad divina, que reside desde toda la
eternidad en los esplendores de la gloria, se manifiesta sobre la tierra por la
unidad del dogma evangélico, cuyo depósito ha sido dado en custodia por
Jesucristo a la unidad jerárquica del sacerdocio: Un Dios, una fe, una Iglesia
(“Unus Dominus, una fides, unum baptista”).
Un pastor inglés ha tenido la osadía
de escribir un libro sobre la tolerancia de Jesucristo, y el filósofo de
Ginebra ha dicho, hablando del Salvador de los hombres: “Yo no veo para nada
que mi divino Maestro se haya andado con ambigüedades acerca del dogma”. Nada
más cierto, mis hermanos: Jesucristo no se ha andado para nada con ambigüedades
acerca del dogma. El ha traído a los hombres la verdad, y ha dicho: “Si alguno
no fuera bautizado en el agua y en el Espíritu Santo; si alguien rehusase comer
de mi carne y beber de mi sangre, no tendrá ninguna parte en mi reino”. Lo
reconozco, allí no hay ninguna ambigüedad: es la intolerancia, la exclusión más
indudable, la más franca. Y además, Jesucristo ha enviado a sus Apóstoles a
predicar a todas las naciones, es decir, a violentar todas las religiones
existentes para establecer la única religión cristiana por toda la tierra y
sustituir, por la unidad del dogma católico, todas las creencias adoptadas por
los diferentes pueblos. Y previendo las revueltas y las divisiones que esta
doctrina va a provocar sobre la tierra, El no se detiene y declara que no ha
venido a traer la paz sino la espada, a encender la guerra no solamente entre
los pueblos sino aún en el seno de una misma familia, y separar — al menos en
cuanto a las convicciones — a la esposa creyente del esposo incrédulo, al yerno
cristiano del suegro idólatra. Esto es así, y el filósofo tiene razón:
«Jesucristo no se ha andado con ambigüedades acerca del dogma».
El mismo sofista dice en otro lugar,
en su Emilio: “Yo hago como San Pablo, y coloco la caridad bien por encima de
la fe. Pienso que lo esencial de la religión consiste en que, en la práctica,
no solamente es preciso ser hombre de bien, humano y caritativo, sino que a
todo el que es verdaderamente tal le basta con creer para ser salvado, no
importa cuál religión profese”.
Tenemos ciertamente, mis hermanos,
un hermoso comentario de San Pablo que dice, por ejemplo, que sin la fe es
imposible complacer a Dios; de San Pablo que declara que Jesucristo no está de
manera alguna dividido, que en El no existe el sí y el no: solamente el sí; de
San Pablo que afirma que, si por un imposible, un ángel viniera a evangelizar
con otra doctrina que la doctrina apostólica, será necesario declararlo
anatema. ¡San Pablo, apóstol de la tolerancia! ¡San Pablo, que marcha
derribando toda ciencia orgullosa que se levanta contra Jesucristo, reduciendo
todas las inteligencias a la servidumbre de Jesucristo!
Se nos habla de la tolerancia de los
primeros siglos, de la tolerancia de los Apóstoles. Mis hermanos, ¡ni lo
penséis! Muy por el contrario, el establecimiento de la religión cristiana ha
sido por excelencia una obra de intolerancia religiosa.
En tiempos de la predicación de los
Apóstoles el universo entero poseía, poco más o menos, esa tolerancia dogmática
tan elogiada: como todas las religiones eran igualmente falsas e igualmente
erróneas, tanto las unas como las otras, ellas no se hacían la guerra; como
todos los dioses se ayudaban entre ellos — en tanto que demonios — no eran para
nada exclusivistas, se toleraban; Satanás no está divido contra sí mismo. Roma,
al multiplicar sus conquistas multiplicaba sus divinidades, y el estudio de su
mitología se complicaba en la misma proporción que el de su geografía.
El triunfador que subía al Capitolio
hacía marchar delante suyo a los dioses con-quistados, con mayor orgullo aún
con el que arrastrara a su zaga a los reyes vencidos. Muy a menudo, en virtud
de un senado-consulto, los ídolos de los bárbaros se confundían en lo sucesivo
con el territorio de la patria, y el Olimpo nacional se agrandaba como el
imperio.
El cristianismo, al momento de
aparecer (anoten esto, mis hermanos, pues son es-quemas históricos de indudable
valor relacionados con la cuestión presente); el cristianismo, en su primera
aparición, no fue rechazado de plano.
El paganismo se preguntaba si, en
lugar de combatir a esta religión nueva, no debía darle cabida en su seno: la Judea se había convertido en
provincia romana; Roma, acostumbrada a recibir y conciliar todas las
religiones, acogía inicialmente sin mucho esfuerzo al culto venido de la Judea. Un emperador
colocaba a Jesucristo tanto como a Abraham entre las divinidades de su
oratorio, como se vio más tarde a otro Cesar proponer rendirle homenajes
solemnes.
Pero la palabra del profeta no
tardaría en verificarse: la multitud de ídolos, que veían de ordinario sin
celos a los dioses nuevos y foráneos venir a situarse a su lado, a la llegada
del Dios de los cristianos repentinamente profirieron un grito de espanto y,
sacudiendo su apacible polvo, se estremecieron sobre sus altares amenazados: “Ecce
Dominus ascendit, et commovebuntur simulacra a facies ejes”.
Roma estuvo atenta a ese
espectáculo, y pronto, cuando se advirtió que ese Dios nuevo era el
irreconciliable enemigo de los otros dioses; cuando se vio que los cristianos,
cuyo culto se había admitido, no querían admitir el culto de la nación; en una
palabra, cuando se hubo comprobado el espíritu intolerante de la fe cristiana,
fue entonces cuando comenzó la persecución.
Escuchen cómo los historiadores de
la época justificaban las torturas a los cristianos: ellos no dicen nada malo
de su religión, de su Dios, de sus prácticas; no fue sino más tarde que se
inventaron las calumnias. Ellos les reprochan solamente el no poder soportar
ninguna otra religión que la suya. “Yo no dudaba — dice Plinio el Joven — sea
lo que fuere su dogma, que no fuese necesario castigar su testarudez y su
obstinación inflexible: Pervicaciam et inflexibilem óbstinationem”.
“No son en absoluto criminales —
dice Tácito — pero son intolerantes, misántropos, enemigos del genero humano. Tienen
dentro de ellos una fe obstinada a sus principios, y una fe exclusiva que
condena las creencias de todos los otros pueblos: Apud ipsos fides obstinata,
sed adversus omnes alios hostiles odium”. Los paganos decían bastante
frecuentemente de los cristianos lo que Celso ha dicho de los judíos, quienes
fueron confundidos mucho tiempo con ellos porque la doctrina cristiana había
tenido su nacimiento en Judea: “Que estos hombres adhieran inalterablemente a
sus leyes — decía este sofista — yo no se lo censuro; ¡yo no censuro más que a
aquellos que abandonan la religión de sus padres para abrazar una diferente! Pero
si los judíos o los cristianos quieren darse aires de una sabiduría más sublime
que la del resto del mundo, diré que no debe creerse que ellos sean más
agradables a Dios que los otros”.
De esta suerte, mis hermanos, la
principal queja contra los cristianos era la rigidez demasiado rigurosa de su
ley y, como se decía, el humor insociable de su teología. Si sólo se hubiera
tratado de un dios más, no habría habido reclamos, pero era un Dios incompatible
que excluía a todos los otros: he ahí el por que de la persecución.
Así, el establecimiento de la Iglesia fue una obra de
intolerancia dogmática y, de la misma manera, toda la historia de la Iglesia no es más que la
historia de esa intolerancia.
¿Qué son los mártires? Unos
intolerantes en materia de fe, que desean más los suplicios que profesar el
error.
¿Qué son los símbolos? Fórmulas de
intolerancia, que reglamentan lo que se debe creer y que imponen a la razón
misterios necesarios.
¿Qué es el Papado? Una institución
de intolerancia doctrinal, que por la unidad jerárquica mantiene la unidad de
la fe.
¿Para qué los concilios? Para
detener los desvíos del pensamiento, condenar las falsas interpretaciones del
dogma, anatematizar las proposiciones contrarias a la fe.
Nosotros somos, por consiguiente, intolerantes, exclusivistas en materia de doctrina: en suma, somos decididos. Si no lo fuéramos, es que no tendríamos la verdad, puesto que la verdad es una y, en consecuencia, intolerante. Hija del cielo, al descender sobre la tierra la religión cristiana ha presentado los títulos de su origen, ha ofrecido al examen de la razón hechos incontestables y que prueban indiscutiblemente su divinidad.
Nosotros somos, por consiguiente, intolerantes, exclusivistas en materia de doctrina: en suma, somos decididos. Si no lo fuéramos, es que no tendríamos la verdad, puesto que la verdad es una y, en consecuencia, intolerante. Hija del cielo, al descender sobre la tierra la religión cristiana ha presentado los títulos de su origen, ha ofrecido al examen de la razón hechos incontestables y que prueban indiscutiblemente su divinidad.
Por lo tanto, si ella viene de Dios;
si Jesucristo, su autor, ha podido decir: “Yo soy la verdad, Ego sum veritas”,
es indispensable, por forzosa conclusión, que la Iglesia cristiana conserve
íntegramente esta verdad tal como ella la ha recibido del mismo cielo; es
ineludible que ella rechace, que excluya todo lo que es contrario a esa verdad,
todo lo que la destruiría.
Reprochar a la Iglesia católica su
intolerancia dogmática, su afirmación absoluta en materia de doctrina, es
hacerle un reproche muy honroso: es reprochar a la centinela por ser demasiado
fiel y demasiado vigilante; es reprochar a la esposa por ser demasiado delicada
y demasiado exclusiva.
Nosotros los toleramos bien, dicen
algunas veces las sectas a la
Iglesia, ¿por qué, entonces, vosotros no nos toleráis? Mis
hermanos, es como si las esclavas dijesen a la es-posa legítima: Nosotras os
soportamos bien ¿por qué ser más exclusiva que nosotras?
Las intrusas soportando a la esposa,
¡es un gran favor, verdaderamente! Y la esposa es muy injusta por pretender
para ella sola los derechos y los privilegios, de los cuales de-sean dejarle
una parte, ¡al menos hasta lograr alejarla del todo!
¡Observen, pues, esta intolerancia
de los católicos! — se dice a menudo a nuestro alrededor — ¡No pueden soportar
ninguna otra iglesia que la suya!; ¡los protestantes los toleran bien!
Mis hermanos: vosotros estáis en la
tranquila posesión de vuestra casa y de vuestra finca, y unos hombres armados
se abalanzan sobre ellas, apoderándose de vuestra cama, de vuestra mesa, de
vuestro dinero; en una palabra, ellos se instalan en vuestra casa, pero no os 6
expulsan: tienen la condescendencia hasta de cederles vuestra parte. ¿De qué
tenéis que quejaros? ¡Sois demasiado exigente al no contentaros con la porción
conveniente!
Los protestantes afirman que uno
puede salvarse en nuestra Iglesia. ¿Por qué pretendéis vosotros que uno no
pueda salvarse en la suya? Mis hermanos: trasladémonos a una de las plazas de
esta ciudad; un viajero me pregunta por la ruta que conduce a la capital, y yo
se la indico.
Entonces uno de mis conciudadanos se
aproxima y me dice: “Yo reconozco que esa ruta conduce a París: se lo concedo. Pero
usted me debe consideraciones recíprocas, y no me discutirá que esta otra ruta
—la ruta de Burdeos, por ejemplo— conduce igualmente a París”.
En verdad esta ruta de París será
muy intolerante y exclusivista al no querer que una ruta que le es directamente
opuesta conduce a la misma meta. Ella no tiene un espíritu conciliador, incluso
¿no incurre en el abuso y el fanatismo?
Mis hermanos, yo podría incluso
hasta admitirlo, pues las rutas más opuestas terminarán tal vez por
reencontrarse, luego de haber dado la vuelta al mundo, en tanto que se seguirá
eternamente el camino del error sin llegar jamás al cielo. Entonces, no nos
pregunten más por que, mientras los protestantes reconocen que uno puede
salvarse en nuestra religión, nosotros nos rehusamos a reconocer que —generalmente
hablando y excepto el caso de buena fe e ignorancia invencible— uno puede
salvarse en la suya. Los espinos pueden admitir que la viña produce racimos,
sin que la viña este obligada a reconocer a los espinos la misma propiedad.
Mis hermanos, a menudo estamos
desconcertados de lo que escuchamos decir sobre todas estas cuestiones a
personas, por lo demás, sensatas. Les falla completamente la lógica tratándose
de religión. ¿Es la pasión, es el prejuicio lo que los ciega? Es lo uno y lo
otro.
En el fondo, las pasiones saben bien
lo que quieren cuando buscan trastornar los fundamentos de la fe, hasta colocar
a la religión entre las cosas sin consistencia. No ignoran que, demoliendo el
dogma, se preparan una moral fácil. Se ha dicho con perfecta exactitud: “Es más
bien el decálogo que el símbolo lo que hace a los incrédulos”. Si todas las
religiones pueden ser colocadas en un mismo nivel, es que todas son válidas; y
si todas son verdaderas, es que todas son falsas; y si todos los dioses se
toleran, es que no hay Dios.
Y cuando se ha podido llegar hasta
allí, ya no queda más moral molesta. ¡Cuántas conciencias estarían tranquilas
el día que la Iglesia
católica diera el beso fraternal a todas las sectas, sus rivales!
La indiferencia de las religiones
es, por consiguiente, un sistema que tiene sus raíces en las pasiones del
corazón humano; pero es necesario decir también que, para muchos hombres de
nuestro tiempo, se debe a los prejuicios de la educación. Ciertamente, ora se
trate de hombres ya avanzados en edad y que han mamado la leche de la generación
precedente, o bien de quienes pertenecen a la nueva generación: los primeros
han buscado el espíritu filosófico y religioso en el Emilio de Juan Jacobo; los
otros, en la escuela ecléctica o progresista de esos semi-protestantes y
semi-racionalistas que retienen hoy día el cetro de la enseñanza.
Juan Jacobo Rousseau ha sido entre
nosotros el apologista y propagador de este sistema de tolerancia religiosa. La
invención no le pertenece, aunque él audazmente superó al paganismo, que jamás
llevó tan lejos la indiferencia.
Veamos, en un breve comentario, los
principales puntos del catecismo ginebrino, lamentablemente popularizado: “Todas
las religiones son buenas”, o dicho de otro modo, a la francesa, “todas las
religiones son malas”. “Es necesario practicar la religión de su país”, es
decir, de la comarca: verdadero de las cumbres para acá, falso tras las
cumbres.
Por consiguiente, lo que es aún más
grave, es necesario o no tener francamente ninguna religión y actuar como
hipócrita en todas partes, o teniendo una religión en el fondo del corazón,
convertirse en apóstata y renegado cuando las circunstancias lo requieran. La
mujer debe profesar la misma religión que su marido, y los niños la misma
religión que su padre; es decir, que aquello que era falso y malo antes del
contrato de matrimonio debe ser verdadero y bueno después, ¡y que resultaría
malo para los niños de los antropófagos apartarse de las excelentes prácticas
de sus padres!
Pero ya los escucho decirme que el
siglo de la Enciclopedia
ha pasado y que una refutación más extensa sería un anacronismo. ¡En buena hora!
Cerremos el libro de la
Educación y abramos en su lugar los eruditos Ensayos, que son
como la fuente común desde donde la filosofía del siglo XIX se irradia por mil
canales escrupulosos sobre toda la superficie de nuestro país. Esta filosofía
se llama ecléctica, sincrética y — con una pequeña modificación — también
progresista.
Este hermoso sistema consiste en
decir que no hay nada de falso; que todas las opiniones y todas las religiones
pueden ser conciliadas; que el error no es posible al hombre, salvo que se
despoje de su humanidad; que el único error de los hombres consiste en creer
poseer exclusivamente toda la verdad, cuando cada uno de ellos no tiene más que
un eslabón y que de la reunión de todos esos eslabones debe formarse la cadena
completa de la verdad.
Así, según esta inconcebible teoría,
no hay religiones falsas, si bien son todas in-completas la una sin la otra. La
verdadera religión sería la religión del eclecticismo sincrético y progresivo,
que reunirá a todas las otras, pasadas, presentes y por venir; todas las otras,
es decir: la religión natural que reconoce un Dios; el ateísmo que no conoce
ninguno; el panteísmo, que lo reconoce en todo y por doquier; el espiritualismo,
que cree en el alma, y el materialismo, que no cree más que en la carne, la
sangre y los humores; las sociedades evangélicas, que admiten una revelación, y
el deísmo racionalista que la rechaza; el cristianismo que cree en el Mesías
venido, y el judaísmo que lo espera todavía; el catolicismo que obedece al
Papa, y el protestantismo que ve al Papa como anticristo. Todo esto es conciliable:
son diferentes aspectos de la verdad, y del conjunto de estos cultos resultará
un culto más amplio, más vasto, el gran culto verdaderamente católico — es
decir, universal — puesto que el contendrá a todos los otros en su seno.
Mis hermanos, esta doctrina, que
todos habréis calificado de absurda, no es para nada de mi creación: ella
satura millares de volúmenes y de publicaciones recientes y, sin que el fondo
varíe jamás, todos los días toma nuevas formas bajo la pluma y sobre los labios
de los hombres en cuyas manos descansan los destinos de Francia. Pero ¿a qué
punto de locura hemos llegado? Hemos llegado, mis hermanos, allí donde debe por
lógica llegar quienquiera que no admita ese principio indiscutible que hemos
señalado, a saber: que la verdad es una, y por consiguiente, intolerante,
excluyente de toda doctrina que no sea la suya.
Y, para resumir en pocas palabras
toda la sustancia de esta primera parte de mi sermón, les diré: ¿Buscan la
verdad sobre la tierra?, busquen a la Iglesia intolerante. Todos los errores pueden
hacerse concesiones mutuas, ellos son parientes próximos porque tienen un padre
común: “Vos ex patre diabolo estis”. La verdad, hija del cielo, es la única que
no capitula jamás.
Y ustedes, puesto que quieren
examinar esta gran cuestión, aprópiense de la sabiduría de Salomón. Si en medio
de esas sociedades diferentes, entre las que la verdad es motivo de litigio así
como estaba ese niño entre las dos madres, desean saber a quien adjudicarlo,
digan que les den una espada, finjan cortar, y examinen la cara que ponen los
pretendientes: habrá muchos que se resignarán, que se contentarán con la parte
que les va a ser entregada.
Digan entonces: ellas no son las
madres. Hay una que, por el contrario, se rehusará a toda componenda, que dirá:
La verdad me pertenece y debo conservarla toda entera; no soportaré jamás que
ella sea disminuida, dividida. Entonces digan: Ésta es la verdadera madre.
Sí, Santa Iglesia católica, tú
tienes la verdad porque tú tienes la unidad, y porque eres intolerante a dejar
deshacer esa unidad.
Éste es, mis hermanos, nuestro
primer principio: La religión que desciende del cielo es verdadera, y en
consecuencia es intolerante en cuanto a las doctrinas. Me queda por añadir: La
religión que viene del cielo es caridad, y en consecuencia, plena de tolerancia
en cuanto a las personas. Una vez más, no haré más que enunciar apenas y no
intentaré su desarrollo.
Tomemos un momento de respiro.
II. Es propio de la Iglesia católica, mis
hermanos, el ser firme e inquebrantable acerca de los principios y mostrarse
dulce e indulgente en su aplicación. ¿Qué tiene de asombroso? ¿No es ella la
esposa de Jesucristo y, como Él, no posee a la vez el coraje intrépido del león
y la mansedumbre pacífica del cordero? ¿Y no representa ella sobre la tierra la
suprema Sabiduría, que tiende con fuerza a su fin y que aplica todo suavemente?
¡Ah!, es también por este signo, es sobre todo por este signo, que la religión
descendida del cielo debe hacerse reconocer: por las indulgencias de la
caridad, por las inspiraciones de su amor.
Por lo tanto, mis hermanos, piensen
en la Iglesia
de Jesucristo y vean con que mi-ramiento infinito, con que respetuosa
consideración procede con sus hijos, sea en la forma con la que presenta sus
enseñanzas a su inteligencia, sea en la solicitud con que obra en su conducta y
sus acciones. Pronto reconocerán que la Iglesia es una madre, que invariablemente enseña
la verdad y la virtud, que no puede aprobar jamás el error ni el mal, pero que
se esmera en hacer su enseñanza amable y trata con indulgencia los yerros de la
debilidad.
Acepten que les trasmita, mis
hermanos, una impresión que seguramente no me es propia y personal, y que han
experimentado como yo todos aquellos de mis hermanos que han tenido la
oportunidad de reflexionar serenamente sobre el incomparable estudio de la
ciencia sagrada.
Desde los primeros pasos que me ha
sido dado hacer en el terreno de la santa teología, lo que me ha causado mayor
admiración, lo que ha hablado más elocuentemente a mi alma, lo que me habría
inspirado la fe si yo no hubiese tenido la felicidad de poseerla ya, es, por
una parte, la tranquila majestad con la que la Iglesia católica afirma lo
que es seguro, y por la otra la moderación y discreción con la que ella deja a
las libres opiniones todo lo que no está definido.
No, no es así como los hombres
enseñan las doctrinas de las cuales son los inventores, no es así como ellos
expresan los pensamientos que son los frutos de su ingenio.
Cuando un hombre ha creado un
sistema, lo sostiene con una tenacidad absoluta, no cede sobre ningún punto. Cuando
se ha prendado de una doctrina nacida de su cerebro, busca hacerla prevalecer
autoritariamente: no le objeten ni una sola de sus ideas; la que se permitan
discutirle es precisamente la más segura y la más necesaria. Casi todos los
libros salidos de la mano de los hombres son muestras de esa exageración y de
esa tiranía.
¿Trátase de literatura, de historia,
de filosofía, de ciencia? Cada uno se erige en oráculo, no quiere ser
contradicho en nada; es un alegato perpetuo, una crítica severa, mezquina,
arrogante, categórica. La ciencia sagrada, al contrario, la santa teología
católica, ofrece una característica totalmente diferente.
Como la Iglesia no ha inventado la
verdad, de la que es solamente depositaria, no se encuentra nada de pasión ni
de exceso en su enseñanza. Plugo al Hijo de Dios descendido sobre la tierra, en
quien residía la plenitud de la verdad, develar claramente ciertos aspectos de
la verdad y dejar solamente entrever los otros.
La Iglesia no lleva más lejos su ministerio y, satisfecha de haber enseñado,
mantenido, reivindicado los principios indiscutibles y necesarios, deja a sus
hijos discutir, conjeturar, razonar libremente sobre los puntos inciertos.
La enseñanza católica ha sido de tal
manera calumniada, mis hermanos, los hombres están tan acostumbrados a juzgarla
con sus prejuicios, que es posible que difícilmente crean lo que voy a
decirles: no hay una sola ciencia en el mundo que sea menos despótica que la
ciencia sagrada.
El depósito de la enseñanza ha sido
confiado a la Iglesia. Ahora
bien ¿saben ustedes lo que la
Iglesia enseña? Un símbolo en doce artículos que no componen
doce líneas, símbolo compuesto por los Apóstoles y que los dos primeros
concilios generales han explicado y desarrollado con la adición de algunas
palabras que llegaron a ser necesarias.
Nosotros los católicos proclamamos
que la interpretación auténtica de las Sagradas Escrituras pertenece a la Iglesia. Ahora
bien, ¿saben ustedes, mis hermanos, con referencia a cuántos versículos de la Biblia la Iglesia ha usado
de ese derecho supremo? La
Biblia encierra alrededor de treinta mil versículos y la Iglesia tal vez no ha
llegado a definir el sentido de ochenta de esos versículos; el resto lo ha
dejado a los comentadores y, puedo decirlo, al libre examen del lector
cristiano de manera que, según la palabra de San Jerónimo, las Escrituras son
un vasto campo en el cual la inteligencia puede recrearse y deleitarse y donde
sólo encontrará, aquí y allá, algunas barreras alrededor de los precipicios, y
también algunos sitios fortificados, donde ella podrá parapetarse y hallar un
auxilio asegurado.
Los concilios son el principal
portavoz de la enseñanza cristiana, por lo que desean-do el Concilio de Trento
resumir en una sola y misma declaración toda la doctrina obligatoria, no le
hicieron falta ni dos páginas para encerrar la más completa profesión de fe.
Y si se estudia la historia de ese
Concilio se observa con admiración que era igual-mente celoso tanto por
mantener los dogmas como por respetar las opiniones, y así es corno una tal
expresión que la asamblea de los Padres rechazó es la que no les ha dejado
reposo hasta no haberla sustituido por otra, ya que su significación gramatical
parecía exceder la medida de la verdad segura y sustraer alguna cuestión a las
libres controversias de los doctores.
Por último, el incomparable Bossuet,
habiendo opuesto a las calumnias de los pro-testantes su celebre “Exposición de
la fe católica”, encontró que esta misma Iglesia, a la que se acusaba de
tiranizar las inteligencias, podía compendiar sus verdades definidas y necesarias
dentro de un cuerpo de doctrina mucho menos voluminoso como resultaría el de
las confesiones, sínodos y declaraciones de las sectas que habían rechazado el
principio de autoridad y profesaban el libre examen.
Ahora bien, lo repito, mis hermanos:
en ese fenómeno extraordinario, que no se encuentra más que en la Iglesia católica, esa
tranquila majestad en la afirmación, esa moderación y esa discreción en todas
las cuestiones no definidas, allí está, a mi parecer, el signo adorable por el
cual debo reconocer la verdad venida del cielo.
Cuando contemplo sobre la frente de la Iglesia esa serena
convicción y esa benigna indulgencia, me arrojo entre sus brazos y le digo: Tú
eres mi madre. Es así como una madre enseña, sin pasión, sin exageración, con
una autoridad calma y una sabia mesura. Y ese carácter de la enseñanza de la Iglesia lo encontrarán
entre sus doctores más eminentes, cuyos escritos ella adopta y autoriza poco
más o menos que sin restricciones.
Agustín emprende su inmortal obra “La
ciudad de Dios”, que será hasta el final de los tiempos uno de los más valiosos
monumentos de la Iglesia,
en la que va a reivindicar las santas verdades de la fe cristiana contra las
calumnias lanzadas por el paganismo. El sentía dentro de sí hervir los ardores
del celo, pero si había leído en las Escrituras que Dios es la verdad, había
leído también que Dios es caridad: Deus charitas est. Comprende entonces que el
exceso de la verdad puede convertirse en déficit de la caridad; se pone de
rodillas y dirige al cielo esta admirable plegaria: “Envíame, Señor, envía a mi
corazón la dulcificación, la moderación de vuestro espíritu, a fin de que
llevado por el amor a la verdad no pierda yo la verdad del amor: Mitte, Domine,
mitigationes in cor meum, ut charitate veritatis non amittam veritatem
charitatis”.
Y, en el otro extremo de la cadena
de santos doctores, oíd estas bellas palabras del bienaventurado obispo de
Ginebra: “La verdad que no es caritativa deja de ser la verdad, pues en Dios,
que es la fuente suprema de la verdad, la caridad es inseparable de la ver-dad”.
Entonces, leed a San Agustín, leed a San Francisco de Sales: encontrarán en sus
escritos la verdad en toda su pureza y, por eso mismo, totalmente impregnada de
caridad y de amor.
¡Oh, sacerdote de Cartago, ilustre
apologista de los primeros tiempos! Yo admiro el nervio de vuestro lenguaje
enérgico, la pujanza irresistible de vuestro sarcasmo, pero ¿cómo decirlo?:
bajo la corteza de tus escritos más ortodoxos yo busco el fervor de la caridad,
mas tus sílabas incisivas no tienen el acento humilde y dulce del amor.
Yo temo que defiendas la verdad como
se defiende un sistema por el sistema mismo, y que un día tu orgullo herido
abandone la causa que tu celo amargo había sostenido.
¡Ah, mis hermanos! ¿Por qué Tertuliano,
antes de consagrar su inmenso talento al servicio del Evangelio, no ha rogado
al Señor, como Agustín, que enviará a su corazón los apaciguamientos, las
moderaciones de su espíritu? El amor lo habría mantenido en la doctrina, pero
porque no se mantuvo en la caridad el perdió la verdad.
Y tú, ¡oh celebre apologista de
estos últimos días!, tú, cuyos primeros escritos fueron saludados por los
aplausos unánimes de todos los cristianos, yo te lo diré, ¡oh gran escritor!:
esa lógica aparente con cuyos nudos deseas asfixiar a tu adversario, esos
razonamientos ansiosos, frondosos, triunfantes con los que lo aplastabas, todo
eso me sugiere algo: tu celo se parece al odio, tratas a tu adversario como
enemigo, tu palabra impetuosa no tiene el fervor de la caridad ni el acento del
amor.
¡Oh, nuestro infortunado hermano en
el sacerdocio! ¿Por qué era necesario que antes de consagrar tu gran talento a
la defensa de la religión hubieras hecho al pie de tu crucifijo la plegaria de
Agustín: “Mitte, Domine, mitigationes in cor meum ut charitate veritatis non
amittam veritatem charítatis”? Más amor en tu corazón, y tu inteligencia no
hubiera hecho una tan deplorable defección: la caridad te hubiera mantenido en
la verdad.
Y si la Iglesia católica, mis
hermanos, presenta a nuestros espíritus la enseñanza de la verdad con tantos
miramientos y dulzura, ¡ah! es aún con mayor condescendencia y bondad que ella
aplica sus principios a nuestra conducta y nuestras acciones. Incapaz de
soportar jamás las malas doctrinas, la Iglesia es tolerante sin medida hacia las
personas; jamás confunde el error con quien lo enseña, ni al pecado con quien
lo comete. Ella condena el error, pero sigue amando al hombre; al pecado lo
denigra, pero al pecador lo persigue con su ternura, ambicionando volverlo
mejor, reconciliarlo con Dios, hacer entrar en su corazón la paz y la virtud.
Ella no hace acepción de personas:
no hay para ella ni judío, ni griego ni bárbaro; ella no se ocupa de las
opiniones de ustedes, no les pregunta si viven en una monarquía o en una
república. Ustedes tienen un alma que salvar: es todo lo que ella necesita. Llámenla,
ella está con ustedes, llega con las manos llenas de gracias y de perdón. Ustedes
han cometido más pecados que pelos tienen en la cabeza: eso no la horroriza,
borra todo en la sangre de Jesucristo.
¿Algunas de sus leyes son para
ustedes demasiado pesadas?, ella accede a acomodarlas a vuestra debilidad, su
rigor cede ante vuestra enfermedad, y el oráculo de la teología, Santo Tomás,
propone como norma que si ninguno puede eximir de la ley divina, por el
contrario la condescendencia no debe ser demasiado difícil en las leyes de la Iglesia en razón de la
suavidad que constituye el carácter de su gobierno: Propter suave regimen Ecclesiæ.
Además, mis hermanos, en tanto que
la ley civil es rígida e inflexible, la ley de la Iglesia es especialmente
dúctil y benigna. ¿Qué otra autoridad sobre la tierra gobierna, administra como
la Iglesia? Suave
regimen Ecclesiæ.
¡Ah! ¡Que el mundo, que nos predica
la tolerancia, sea entonces tan tolerante como nosotros! Nosotros no rechazamos
más que los principios, y el mundo rechaza las personas. ¡Cuántas veces
absolvemos, y el mundo continúa condenando! ¡Cuántas veces, en nombre de Dios,
hemos echado un manto de olvido sobre el pasado, y el mundo lo recuerda siempre!
¿Qué digo? Las mismas bocas que nos reprochan la intolerancia nos censuran
nuestra bondad demasiado crédula y en exceso simple, y nuestra inagotable
paciencia hacia las personas es casi tan combatida como nuestra inflexibilidad
frente a las doctrinas.
Mis hermanos: no nos pidan más,
entonces, la tolerancia con respecto a la doctrina. Alienten, por el contrario,
nuestra solicitud por mantener la unidad del dogma, que es el único vínculo de
la paz sobre la tierra. El orador romano lo ha dicho: “La unión de los espíritus
es la primera condición de la unión de los corazones”. Y este gran hombre hace
entrar en la misma definición de la amistad la unanimidad de pensamiento, por
analogía entre las cosas divinas y humanas: “Eadem de rebus divinis et humanis
cure summa charitate juncta concordia”.
Nuestra sociedad, mis hermanos, es
víctima de mil divisiones: de ello nos lamentamos todos los días. ¿De dónde
proviene ese debilitamiento de los afectos, ese enfriamiento de los corazones? ¡Ah,
mis hermanos! ¿Cómo podrán estar próximos los corazones allí donde los
espíritus están tan alejados? Porque cada uno de nosotros se aísla en su propio
pensamiento, cada uno de nosotros se encierra también en el amor de sí mismo. ¿Queremos
poner fin a esas innumerables disidencias, que amenazan destruir pronto todo
espíritu de familia, de ciudadanía y de patria? ¿Queremos no ser más extraños
los unos para los otros, adversarios y casi enemigos? Volvamos a un símbolo, y
encontraremos pronto la concordia y el amor.
Todo símbolo relativo a las cosas de
aquí abajo está bien lejos de nosotros: miles de opiniones nos dividen y no hay
más verdad humana desde hace mucho tiempo, y no se si se reconstituirá jamás
entre nosotros. Felizmente el símbolo religioso, el dogma divino se ha
mantenido siempre en su pureza en manos de la Iglesia, y de ese modo un
germen precioso de salud nos ha sido conservado.
El día en que todos los franceses
digan: “Yo creo en Dios, en Jesucristo y en la Iglesia”, todos los
corazones no tardarán en acercarse, y encontraremos la única paz verdaderamente
sólida y duradera, la que el Apóstol llama la paz en la verdad.
Así sea.
Así sea.
Louis Edouard Cardenal Pie, Sermón predicado en
la Catedral
de Chartres, publicado en “Obras Sacerdotales del Cardenal Pie”, 1841.