Antes de someter a la alta penetración de
vuestra eminencia las breves indicaciones que se sirvió pedirme por su carta
de mayo último, me parece conveniente señalar aquí los límites que yo mismo me
he impuesto en la redacción de estas indicaciones.
Entre los errores contemporáneos no hay
ninguno que no se resuelva en una herejía; y entre las herejías contemporáneas
no hay ninguna que no se resuelva en otra, condenada de antiguo por la Iglesia.
En los errores pasados, la Iglesia ha condenado los errores presentes y los
errores futuros. Idénticos entre sí cuando se les considera desde el punto de
vista de su naturaleza y de su origen, los errores ofrecen, sin embargo, el
espectáculo de una variedad portentosa cuando se les considera desde el punto
de vista de sus aplicaciones.
Por lo que hace al siglo en que estamos no
hay sino mirarle para conocer que lo que lo hace tristemente famoso entre
todos los siglos no es precisamente la arrogancia en proclamar teóricamente sus
herejías y sus errores, sino más bien la audacia satánica que pone en la aplicación
a la sociedad presente, de las herejías y de los errores en que cayeron
los siglos pasados.
Hubo un tiempo en que la razón humana, complaciéndose
en locas especulaciones, se mostraba satisfecha de sí cuando había logrado
oponer una negación a una afirmación en las esferas intelectuales; un error a
una verdad en las ideas metafísicas; una herejía a un dogma en las esferas
religiosas. Hoy día esa misma razón no queda satisfecha si no desciende a las
esferas políticas y sociales, para conturbarlo todo, haciendo salir, como por
encanto, de cada error un conflicto, de cada herejía una revolución, y una
catástrofe gigantesca de cada una de sus soberbias negaciones.
El árbol del error parece llegado hoy a su
madurez providencial; plantado por la primera generación de audaces
heresiarcas, regado después por otras y otras generaciones, se vistió de
hojas en tiempos de nuestros abuelos, de flores en tiempos de nuestros padres,
y hoy está, delante de nosotros y al alcance de nuestra mano, cargado de
frutos. Sus frutos deben ser malditos con una maldición especial, como lo
fueron en los tiempos antiguos las
flores con que se perfumó, las hojas que le cubrieron, y el tronco que las
sostuvo y los hombres plantaron.
Los errores contemporáneos son infinitos;
pero todos ellos, si bien se mira, tienen su origen y van a morir en dos
negaciones supremas: una, relativa a Dios, y otra, relativa al hombre. La sociedad
niega de Dios que tenga cuidado de sus criaturas, y del hombre, que sea
concebido en pecado. Su orgullo ha dicho al hombre de estos tiempos dos cosas,
y ambas se las ha creído: que no tiene lunar y que no necesita de Dios; que es
fuerte y que es hermoso; por eso le vemos engreído con su poder y enamorado de
su hermosura.
Supuesta la negación del pecado, se niega,
entre otras muchas, las cosas siguientes: que la vida temporal sea una vida de
expiación y que el mundo en que se pasa esta vida debe ser una valle de
lágrimas; que la luz de la razón sea flaca y vacilante; que la voluntad del
hombre esté enferma; que el placer nos haya sido dado en calidad de tentación,
para que nos libremos de su atractivo; que el dolor sea un bien, aceptado por
un motivo sobrenatural, con una aceptación voluntaria; que el tiempo nos haya
sido dado para nuestra santificación;
que el hombre necesite ser santificado.
Supuestas estas negaciones se afirman, entre
otras muchas, las cosas siguientes: que la vida temporal nos ha sido dada para
elevarnos por nuestros propios esfuerzos, y por medio de un progreso indefinido,
a las más altas perfecciones; que el lugar en que esta vida se pasa puede y
debe ser radicalmente transformada por el hombre; que siendo sana la razón del
hombre no hay verdad ninguna a que no pueda alcanzar; y que no es verdad
aquella a que su razón no alcanza; que no hay otro mal sino aquel que la razón
entiende que es mal, ni otro pecado que aquel que la razón nos dice que es pecado;
es decir, que no hay otro mal ni otro pecado sino el mal y el pecado
filosófico; que siendo recta de suyo, no necesita ser rectificada la voluntad
del hombre; que debemos huir el dolor y buscar el placer; que el tiempo nos ha
sido dado para gozar del tiempo, y que el hombre es bueno y sano de suyo.
Estas negaciones y estas afirmaciones con
respecto al hombre conducen a otras negaciones y a otras afirmaciones
análogas con respecto a Dios. En la suposición de que el hombre no ha caído
procede negar, y se niega, que el hombre haya sido restaurado. En la
suposición de que el hombre no haya sido restaurado procede negar, y se niega,
el misterio de la Redención y el de la Encarnación, el dogma de la
personalidad exterior del Verbo y el Verbo mismo. Supuesta la integridad
natural de la voluntad humana, por una parte, y no reconociendo, por otra, la
existencia de otro mal y de otro pecado sino del mal y del pecado filosófico,
procede negar, y se niega, la acción santificadora de Dios sobre el hombre, y
con ella el dogma de la personalidad del Espíritu Santo. De todas estas
negaciones resulta la negación del dogma soberano de la Santísima Trinidad,
piedra angular de nuestra fe y fundamento de todos los dogmas católicos.
De aquí nace y aquí tiene su origen un vasto
sistema de naturalismo, que es la contradicción radical, universal, absoluta
de todas nuestras creencias. Los católicos creemos y profesamos que el hombre
pecador está perpetuamente necesitado de socorro y que Dios le otorga ese
socorro perpetuamente por medio de una asistencia sobrenatural, obra
maravillosa de su infinito amor y de su misericordia infinita. Para nosotros,
lo sobrenatural es la atmósfera de lo natural; es decir, aquello que, sin hacerse
sentir, lo envuelve a un mismo tiempo y lo sustenta.
Entre Dios y el hombre había un abismo
insondable: el Hijo de Dios se hizo hombre; y juntas en El ambas naturalezas,
el abismo fue colmado. Es menester ver, cómo los hombres andan perdidos y
ciegos por este laberinto de la Historia, que van construyendo las
generaciones humanas sin que ninguna sepa decir ni cuál es su estructura, ni
dónde está su entrada, ni cuál es su salida.
Todo este vasto y espléndido sistema de
sobrenaturalismo, clave universal y universal explicación de las cosas humanas,
está negado implícita y explícitamente por los que afirman la concepción
inmaculada del hombre, y los que esto afirman hoy no son algunos filósofos
solamente, son los gobernadores de los pueblos, las clases influyentes de la
sociedad y aun la sociedad misma, envenenada con el veneno de esta herejía
perturbadora.
Aquí está la explicación de todo lo que vemos
y de todo lo que tocamos, a cuyo estado hemos venido a parar por esta serie de
argumentos. Si la luz de nuestra razón no ha sido obscurecida, esa luz es
bastante, sin el auxilio de la fe, para descubrir la verdad. Si la fe no es
necesaria la razón es soberana e independiente. Los progresos de la verdad
dependen de los progresos de la razón; los progresos de la razón
dependen de su ejercicio; su ejercicio consiste en la discusión; por eso la
discusión es la verdadera ley fundamental de las sociedades modernas y el
único crisol en donde se separan, después de fundidas, las verdades de los errores.
En este principio tienen su origen la libertad de imprenta, la inviolabilidad
de la tribuna y la soberanía real de las asambleas deliberantes. Si la
voluntad del hombre no está enferma, le basta el atractivo del bien para seguir
el bien sin el auxilio sobrenatural de la gracia; si el hombre no necesita de
ese auxilio, tampoco necesita de los sacramentos que se lo dan ni de las
oraciones que se lo procuran; si la oración no es necesaria, es ociosa; si es
ociosa, es ociosa e inútil la vida contemplativa; si la vida contemplativa es
ociosa e inútil, lo son la mayor parte de las comunidades religiosas. Esto
sirve para explicar por qué en donde quiera que han penetrado estas ideas han
sido extinguidas aquellas comunidades. Si el hombre no necesita de sacramentos,
no necesita tampoco de quien se los administre; y si no necesita de Dios,
tampoco necesita de mediadores. De aquí el desprecio o la proscripción del
sacerdocio, en donde esas ideas han echado raíces. El desprecio del sacerdote
se resuelve en todas partes en el desprecio a la Iglesia, y el desprecio de la
Iglesia es igual al desprecio de Dios en todas partes.
Negada la acción de Dios sobre el hombre y
abierto otra vez (en cuanto esto es posible) entre el Criador y su criatura un
abismo insondable, luego al punto la sociedad se aparta instintivamente de
la Iglesia a esa misma distancia; por eso, allí donde Dios está relegado en el
cielo, la Iglesia está relegada en el santuario; y, al revés, allí donde el
hombre vive sujeto al dominio de Dios, se sujeta también natural e instintivamente
al dominio de su Iglesia. Los siglos todos atestiguan esta verdad, y lo mismo
la testimonian el presente que los
pasados.
Descartado así todo lo que es sobrenatural y
convertida la religión en un vago deísmo, el hombre que no necesita de la
Iglesia, escondida en su santuario, ni de Dios, atado a su cielo como Encélado
a su roca, convierte sus ojos hacia la tierra y se consagra exclusivamente al
culto de los intereses materiales. Esta es la época de los sistemas
utilitarios, de las grandes expansiones del comercio, de las fiebres de la
industria, de las insolencias de los ricos y de las impaciencias de los pobres.
Este estado de riqueza material y de indigencia religiosa es seguido siempre
de una de aquellas catástrofes gigantescas que la tradición y la historia graban
perpetuamente en la memoria de los hombres. Para conjurarlas se reúnen en
consejo los prudentes y los hábiles; el huracán, que viene rebramando, pone
en súbita dispersión a su consejo y se los lleva juntamente con sus conjuros.
Consiste esto en que es imposible de toda
imposibilidad impedir la invasión de las revoluciones y el advenimiento de las
tiranías, cuyo advenimiento y cuya invasión son una misma cosa; como que ambas
se resuelven en la dominación de la fuerza, cuando se ha relegado a la Iglesia
en el santuario y a Dios en el cielo. El intento de llenar el gran vacío que en
la sociedad deja su ausencia con cierta manera de distribución artificial y
equilibrada de los Poderes públicos, es loca presunción e intento vano;
semejante al de aquel que en la ausencia de los espíritus vitales quisiera
reproducir a fuerza de industria, y por medios puramente mecánicos, los
fenómenos de la vida. Por lo mismo que ni la Iglesia ni Dios son una forma, no hay
forma ninguna que pueda ocupar el gran vacío que dejan cuando
se retiran de las sociedades humanas. Y al revés, no hay manera ninguna de
gobernación que sea esencialmente peligrosa cuando Dios y su Iglesia se mueven
libremente, si por otro lado les son amigas las costumbres y favorables los
tiempos.
De donde se sigue no sólo que el catolicismo
no es amigo de las tiranías ni de las revoluciones, sino que sólo él las ha
negado; no sólo que no es enemigo de la libertad, sino que sólo él ha
descubierto en esa misma negación la índole propia de la libertad verdadera.
Otros hay que persuadidos por un lado, de la
necesidad en que está el mundo, para no perecer, del auxilio de nuestra santa
religión y de nuestra Iglesia santa, pero pesarosos, por otro lado, de
someterse a su yugo, que si es suave para la humildad es gravísimo para el
orgullo humano, buscan su salida en una transacción, aceptando de la religión y
de la Iglesia ciertas cosas y desechando otras que estiman exageradas. Estos
tales son tanto más peligrosos cuanto que toman cierto semblante de imparcialidad
propio para engañar y seducir a las gentes; con esto se hacen jueces del campo,
obligan a comparecer delante de sí al error y a la verdad, y con falsa moderación
buscan entre los dos no sé qué medio imposible. La verdad, esto es cierto,
suele encontrarse y se encuentra en medio de los errores; pero entre la verdad
y el error no hay medio ninguno; entre esos dos polos contrarios no hay nada
sino un inmenso vacío; tan lejos está de la verdad el que se pone en el vacío
como el que se pone en el error; en la verdad no está sino el que se abraza con
ella.
Supuesta la inmaculada concepción del
hombre, y con ella la belleza integral de la naturaleza humana, algunos se han
preguntado a sí propios: ¿por qué, si nuestra razón es luminosa y nuestra
voluntad recta y excelente, nuestras pasiones que están en nosotros como
nuestra voluntad y nuestra razón, no han de ser excelentísimas? Otros se
preguntan: ¿por qué, si la discusión es buena como medio de llegar a la
verdad, ha de haber cosas substraídas a su jurisdicción soberana?. Otros no
atinan con la razón de por qué, en los anteriores supuestos, la libertad de pensar,
de querer y de obrar no ha de ser absoluta. Los dados a las controversias
religiosas se proponen la cuestión que consiste en averiguar por qué, si Dios
no es bueno en la sociedad, se le consiente en el cielo, y por qué si la
Iglesia no sirve para nada se la ha de consentir en el santuario. Otros se
preguntan por qué siendo indefinido el progreso hacia el bien no se ha de
acometer la hazaña de levantar los goces a la altura de las concupiscencias y
de trocar este valle lacrimoso en un jardín de deleites.
Hay todavía, aunque la cosa parezca
imposible, un error que, no siendo ni con mucho tan detestable, considerado en
sí es, sin embargo, más trascendental por sus consecuencias que todos estos:
el error de los que creen que éstos no nacen necesaria e inevitablemente de los
otros. Si la sociedad no sale prontamente de este error, y si saliendo de él
no condena a los unos como consecuencia, y a los otros como premisa, con una
condenación radical y soberana, la sociedad, humanamente hablando, está
perdida.
Por lo que hace al comunismo, me parece
evidente su procedencia de las herejías panteísta y de todas las otras con
ellas emparentadas. Cuando todo es Dios y Dios es todo, Dios es, sobre todo,
democracia y muchedumbre; los individuos, átomos divididos y nada más, salen
del todo, que perpetuamente los engendra, para volver al todo, que perpetuamente
lo absorbe. En este sistema, lo que no es el todo no es Dios, aunque participe
de la divinidad; y lo que no es Dios, no es nada, porque nada hay fuera de
Dios, que es todo. De aquí ese soberbio desprecio de los comunistas por el
hombre y esa negación insolente de la libertad humana. De aquí esas
aspiraciones inmensas a una dominación universal por medio de La futura demagogia,
que ha de extenderse por medio de todos los continentes, y ha de tocar a los
últimos confines de la tierra. De aquí esa furia insensata con que se propone
confundir y triturar todas las familias, todas las clases, todos los pueblos,
todas las razas de las gentes en el gran mortero de sus trituraciones. De ese
obscurísimo y sangrientísimo caos debe salir un día el Dios único, vencedor de
todo lo que es vario; el Dios universal, vencedor de todo lo que es
particular; el Dios eterno, sin principio ni fin, vencedor de todo lo que nace
y pasa; ese Dios es la demagogia, la anunciada por los últimos profetas, el
único sol del futuro firmamento, la que ha de venir traída por la tempestad,
coronada de rayos y servida por los huracanes. Ese es el verdadero todo, Dios
verdadero, armado con un solo atributo, la omnipotencia, y vencedor de las
tres grandes debilidades del Dios católico: la bondad, el amor y la
misericordia. ¿Quién no reconocerá en ese Dios a Luzbel, dios del orgullo?
Cuando se consideran atentamente estas
abominables doctrinas es imposible no echar de ver en ellas el signo
misterioso, pero visible, que los errores han de llevar en los tiempos apocalípticos.
Si un pavor religioso no me impidiera poner los ojos en esos tiempos formidables,
no me sería difícil apoyar en poderosas razones de analogía la opinión de que
el gran imperio anticristiano será un colosal imperio demagógico, regido por
un plebeyo de satánica grandeza, que será el hombre de pecado.
El primer error religioso, en estos últimos
tiempos, fue el principio de la independencia y de la soberanía de la razón
humana; a este error en el orden religioso corresponde en el político el que
consiste en afirmar la soberanía de la inteligencia; por eso la soberanía de la
inteligencia ha sido el fundamento universal del Derecho público en las
sociedades combatidas por las primeras revoluciones. En él tienen su origen las
Monarquías parlamentarias, con su censo electoral, su división de Poderes, su
imprenta libre y su tribuna inviolable.
El segundo error es relativo a la voluntad,
y consiste, por lo que hace al orden religioso, en afirmar que la voluntad,
recta de suyo, no necesita para inclinarse al bien del llamamiento ni del
impulso de la gracia; a este error en el orden religioso corresponde en el político
el que consiste en afirmar que no habiendo voluntad que no sea recta, no debe
haber ninguna que sea dirigida y que no sea directora. En este principio se
funda el sufragio universal y en él tiene su origen el sistema republicano.
El tercer error se refiere a los apetitos, y
consiste en afirmar, por lo que hace al orden religioso, que supuesta la
inmaculada concepción del hombre, sus apetitos son excelentes; a este error en
el orden religioso corresponde en el político el que consiste en afirmar que
los Gobiernos todos deben ordenarse a un solo fin: a la satisfacción de todas
las concupiscencias; en este principio están fundados todos los sistemas socialistas
y demagógicos, que pugnan hoy por la dominación y que, siguiendo las cosas su
curso natural por la pendiente que llevan, la alcanzarían más adelante.
De esta manera la perturbadora herejía, que
consiste, por un lado, en negar el pecado original, y por
otro, en negar que el hombre está necesitado de una dirección divina,
conduce primero a la afirmación de la soberanía de la inteligencia y luego a la
afirmación de la soberanía de la voluntad, y, por último, a la afirmación de la
soberanía de las pasiones; es decir, a tres soberanías perturbadoras.
No hay como saber lo que se afirma o se niega
de Dios en las regiones religiosas para saber lo que se afirma o se niega del
Gobierno en las regiones políticas; cuando en las primeras prevalece un vago
deísmo, se afirma de Dios que reina sobre todo lo criado y se niega que lo gobierne.
En estos casos prevalece en las regiones políticas la máxima parlamentaria de
que el rey reina y no gobierna.
Cuando se niega la existencia de Dios se
niega todo del Gobierno, hasta la existencia. En estas épocas de maldición
surgen y se propagan con espantable rapidez las ideas anárquicas de las
escuelas socialistas.
Por último, cuando la idea de la divinidad y
la de la creación se confunden hasta el punto de afirmar que las cosas criadas
son Dios, y que Dios es la universalidad de las cosas criadas, entonces el
comunismo prevalece en las regiones políticas, como el panteísmo en las
religiosas; y Dios, cansado de sufrir, entrega al hombre a la merced de
abyectos y abominables tiranos.
La teoría de la igualdad entre la Iglesia y
el Estado da ocasión a los más templados regalistas para proclamar como de la
naturaleza laical lo que es de naturaleza mixta, y como de naturaleza mixta, lo
que es de naturaleza eclesiástica, siéndoles forzoso acudir a estas
usurpaciones para componer con ellas la dote o el patrimonio que el Estado
aporta a esta sociedad igualitaria. En este sistema, casi todos los puntos son
controvertibles, y todo lo que es controvertible, se resuelve por avenencias y
concordias; en él es de Derecho común el pase de las bulas y de los breves
apostólicos, así como la vigilancia, la inspección y la censura, ejercida
sobre la Iglesia en nombre del Estado.
La teoría que consiste en afirmar que la
Iglesia nada tiene que ver con el Estado da ocasión a la escuela revolucionaria
para proclamar la separación absoluta entre el Estado y la Iglesia; y, como
consecuencia forzosa de esta separación, el principio de que la manutención del
clero y la conservación del culto debe correr por cuenta exclusiva de los
fieles.
Por lo dicho se ve que estos errores no son
sino la reproducción de los que vimos ya en otras esferas; como quiera que a
las mismas afirmaciones y negaciones erróneas a que da lugar la coexistencia
de la Iglesia y del Estado da lugar, en el orden político, la coexistencia de
la libertad individual y de la autoridad pública; en el orden moral, la
coexistencia del libre albedrío y la gracia; en el intelectual, la coexistencia
de la razón y de la fe; en el histórico, la coexistencia de la Providencia
divina y de la libertad humana; y en las más altas esferas de la
especulación, con la coexistencia del orden natural y del sobrenatural, la
coexistencia de dos mundos.
Todos estos errores, en su naturaleza idénticos,
aunque en sus aplicaciones varios, producen por lo funestos los mismos
resultados en todas sus aplicaciones. Cuando se aplican a la coexistencia de la
libertad individual y de la autoridad pública producen la guerra, la anarquía y
las revoluciones en el Estado; cuando tienen por objeto el libre albedrío y
la gracia, producen primero la división y la guerra interior, después la exaltación
anárquica del libre albedrío y luego la tiranía de las concupiscencias en el
pecho del hombre. Cuando se aplican a la razón y a la fe,
producen primero la guerra entre las dos, después el desorden, la anarquía y
el vértigo en las regiones de la inteligencia humana. Cuando se aplican a la
inteligencia del hombre y a la Providencia de Dios, producen todas las
catástrofes de que están sembrados los campos de la Historia. Cuando se
aplican, por último, a la coexistencia del orden natural y del sobrenatural,
la anarquía, la confusión y la guerra se dilatan por todas las esferas y están
en todas las regiones.
Por lo dicho se ve que en el último análisis
y en el último resultado todos estos errores, en su variedad casi infinita, se
resuelven en uno solo, el cual consiste en haber desconocido o falseado el orden
jerárquico, inmutable de suyo, que Dios ha puesto en las cosas. Ese orden
consiste en la superioridad jerárquica de todo lo que es sobrenatural sobre
todo lo que es natural, y, por consiguiente, en la superioridad jerárquica de
la fe sobre la razón, de la gracia sobre el libre albedrío, de la Providencia
divina sobre la libertad humana y de la Iglesia sobre el Estado; y, para
decirlo todo de una vez y en una sola frase, en la superioridad de Dios sobre
el hombre.
El derecho reclamado por la fe de alumbrar a la
razón y de guiarla no es una usurpación es una prerrogativa conforme a su
naturaleza excelente; y al revés, la prerrogativa proclamada por la razón de
señalar a la fe sus límites y sus dominios, no es un derecho, sino una pretensión
ambiciosa, que no está conforme con su naturaleza inferior y subordinada. La sumisión
a las inspiraciones secretas de la gracia es conforme al orden universal, porque
no es otra cosa sino la sumisión a las solicitaciones divinas y a los divinos
llamamientos; y al revés, su desprecio, su negación, o la rebeldía contra
ella constituyen al libre albedrío en un estado interior de indigencia y en un
estado exterior de rebelión contra el Espíritu Santo. El señorío absoluto de
Dios sobre los grandes acontecimientos históricos que El obra y que El permite
es su prerrogativa incomunicable, como quiera que la Historia es como el espejo
en que Dios mira exteriormente sus designios; y al revés, la pretensión del
hombre cuando afirma que él hace los acontecimientos y que él teje la trama
maravillosa de la Historia, es una pretensión insostenible, como quiera que
él no hace otra cosa sino tejer por sí solo la trama de aquellas de sus
acciones que son contrarias a los divinos mandamientos y ayudar a tejer la
trama de aquellas otras que son conformes a la voluntad divina. La
superioridad de la Iglesia sobre las sociedades civiles es una cosa conforme
a la recta razón, la cual nos enseña que lo sobrenatural es sobre lo
natural y lo divino sobre lo humano; y al revés, toda aspiración por parte
del Estado a absorber la Iglesia, o a separarse de la Iglesia, o a prevalecer
sobre la Iglesia o a igualarse con la Iglesia, es una aspiración anárquica, preñada
de catástrofes y provocadora de conflictos.
De la restauración de estos principios
eternos del orden religioso, del político y del social depende exclusivamente
la salvación de las sociedades humana. Estos principios, empero, no pueden
ser restaurados sino por quien los conoce, y nadie los conoce sino la Iglesia
católica; su derecho de enseñar a todas las gentes, que le viene de su
fundador y maestro, no se funda sólo en ese origen divino, sino que está justificado
también por aquel principio de la recta razón, según el cual toca aprender al
que ignora y enseñar al que más sabe.
La cuestión de la enseñanza, agitada en
estos últimos tiempos entre los universitarios y los católicos franceses,
no ha
sido planteada por
los últimos en sus verdaderos términos, y la
Iglesia universal no puede aceptarla en los términos en que viene planteándose.
Supuesta, por un lado, la libertad de cultos, y supuestas, por otro, las
circunstancias especialísimas de la nación francesa, es cosa clara a todas
luces que los católicos franceses no están en estado de reclamar otra cosa
para la Iglesia sino la libertad que es aquí derecho común, y que por serlo
podía servir a la verdad católica de amparo y de refugio. El principio, empero,
de la libertad de la enseñanza, considerado en sí mismo, y hecha abstracción de
las circunstancias especiales en que ha sido proclamado, es un principio falso
y de imposible aceptación para la Iglesia católica. La libertad de la
enseñanza no puede ser aceptada por ella sin ponerse en abierta contradicción
con todas sus doctrinas. En efecto, proclamar que la enseñanza debe ser libre
no viene a ser otra cosa sino proclamar que no hay una verdad ya conocida que
deba ser enseñada, y que la verdad es cosa que no se ha encontrado y que se
busca por medio de la discusión amplia de todas las opiniones; proclamar que la
enseñanza debe ser libre es proclamar que la verdad y el error tienen derechos
iguales. Ahora bien: la Iglesia profesa, por un lado, el principio de que la
verdad existe sin necesidad de buscarla, y por otro, el principio de que el
error nace sin derechos, vive sin derechos y muere sin derechos, y que la
verdad está en posesión del derecho absoluto. La Iglesia, pues, sin dejar de
aceptar la libertad, allí donde otra cosa es de todo punto imposible, no puede
recibirla como término de sus deseos, ni saludarla como el único blanco de sus
aspiraciones.
Tales son las indicaciones que creo de mi
deber hacer sobre los más perniciosos entre los errores contemporáneos; de su
imparcial examen resultan, a mi entender, demostradas estas dos cosas: la
primera, que todos los errores tienen un mismo origen y un mismo centro; la
segunda, que considerados en su centro y en su origen, todos son religiosos.
Tan cierto es, que la negación de uno solo de los atributos divinos lleva el desorden
a todas las esferas y pone en trance de muerte a las sociedades humanas.
Si yo tuviera la dicha de que estas
indicaciones no parecieran a vuestra eminentísima enteramente ociosas, me
atrevería a rogarle que las pusiera a los pies de Su Santidad, juntamente con
el rendido homenaje de profundísima veneración y de altísimo respeto que
profeso como católico hacia su sagrada persona, hacia sus juicios infalibles
y hacia sus fallos inapelables.
Dios guarde a vuestra eminentísima muchos
años.
París, 19 de junio de 1852.
—Eminentísimo señor.
— Besa la mano de vuestra eminentísima su atento seguro servidor,
—Eminentísimo señor.
— Besa la mano de vuestra eminentísima su atento seguro servidor,
Juan Donoso
Cortés, El
marqués de Valdegamas, p.
613-630 de Obras Completas de Donoso Cortés. Tomo
II.