La
Iglesia, nuestra Madre, regida por el Espíritu Santo, no contenta con proponer
cada día en particular alguno o algunos de los que habitan la celestial
Jerusalén, junta hoy todos aquellos héroes por materia de su culto, porque
siendo nuestros poderosos intercesores y abogados, derrame Dios sobre nosotros
los tesoros de su misericordia y las gracias para imitarlos. Ellos
fueron lo que somos nosotros, y algún día podemos ser nosotros como fueron
ellos. La gloria que gozan merece nuestro culto y es un objeto digno de
nuestros deseos. Tributamos en este día veneración a aquellos santos, cuyos
nombres sólo están escritos en el libro de la vida, y aunque no los
conozcamos, no por eso son menos dignos de nuestra veneración y respeto.
Antiguamente se
solemnizaba esta fiesta entre las dos Pascuas de Resurrección y Pentecostés,
pero no comprendía más que a María Santísima, Reina de todos los Santos y
Apóstoles y Mártires, cuyo glorioso triunfo se celebraba en aquel tiempo con
alegría y regocijo. El famoso panteón de Roma, templo de todos los dioses, era
el edificio más suntuoso, reputado por maravilla del arte y el último esmero de
la arquitectura, al que se le dio el nombre de Panteónpara denotar
que en él se tributaban adoraciones a todos los dioses. Dió ocasión para la
grande fiesta Bonifacio IV, quién purificó y consagró este soberbio
edificio, que se conservó hasta su tiempo, el que dedicó a la Reina de los
Ángeles y a Todos los Santos, e hizo trasladar a él veintiocho carros de huesos
de santos mártires, sacándolos de las catacumbas.
La época
de esta festividad se debe colocar en el pontificado de Gregorio III,
quién por los años de 732 hizo erigir una capilla en la iglesia de San Pedro,
en honor del Salvador, de su Santísima Madre y de Todos los Santos que reinan
con Cristo en el Cielo, y fue colocada entre las fiestas de mayor solemnidad.
Habiendo pasado a Francia el papa Gregorio IV en el año de
835, mandó que se celebrase solemnemente la fiesta de Todos los Santos, para
que todos fuesen en un mismo día venerados, en oprobio de los gentiles que en
otro día igual tributaban veneraciones a todos los falsos dioses. En el reino
de Inglaterra era fiesta de precepto aun después del cisma y de la herejía que
desterraron casi todas las otras. El papa Sixto IV mandó que
se celebrase con octava, y que fuese una entre las más solemnes de la Iglesia
universal.
Grande es
el número de los santos cuya memoria celebra cada día la santa Iglesia; pero es
mucho mayor el nombre de aquellos cuyos nombres, virtudes y méritos se ocultan
a su noticia. Éstos los conoció Dios, los premió abundantemente y los hará
gloriosos a los ojos de los hombres en el gran día de los premios y de los
castigos. En esta festividad nos presenta la Iglesia a todos estos privados del
Altísimo, no sólo para que los veneremos con su culto, sino para que los
imitemos con el ejemplo; porque estos escogidos de Dios fueron de nuestro mismo
sexo, condición, estado, empleo y de nuestro nacimiento. Hoy tributamos honores
al pobre oficial, al humilde labrador, y al ínfimo criado, que en los penosos
ejercicios de su abatido ministerio supieron ser santos, haciendo una vida
inocente, devota y cristiana.
Honramos
a San Luis, a San Fernando, San Eduardo, Santa Clotilde, y a Santa Isabel, en
la elevación del trono por sus grandes virtudes. A San Isidro, labrador en el
campo; a San Homobono en su taller, y a Santa Blandina en su cocina. Tantos
santos como vivieron como nosotros dentro de una misma ciudad, de una misma
comunidad y de nuestra familia, son argumentos convincentes de que todos podemos
practicar las virtudes cristianas y ser santos.
Hoy en
los púlpitos se predican alabanzas a Todos los Santos; ¿llegará acaso el día en
que se prediquen las nuestras? Pero si no llega este día, ¿cuál será nuestra
desgraciada suerte?
San Beda:
«Ea pues, hermanos míos, -exclama el
venerable Beda-, emprendamos con esfuerzo y alegría el camino de la vida,
porque el Cielo es nuestra Patria, y estamos en él escritos como ciudadanos
suyos; suspiremos por aquella celestial mansión, y llevemos con paciencia las
amarguras de este destierro: somos en la tierra huéspedes, forasteros y
caminantes; y supuesto que todos los santos son realmente nuestros
compatriotas, algún día hemos de ser sus compañeros en la ciudad de Dios, sus
herederos y coherederos de Jesucristo, si tenemos parte en sus trabajos y queremos
participar de su gloria: ¿Cómo es posible que no se dirijan todos nuestros
suspiros y ansias hacia aquella dichosa ciudad?»
Dice San Cipriano:
«Ella nos está
esperando. Una multitud de parientes y amigos nuestros. Pongámonos los ojos en
aquella numerosa tropa de nuestros hermanos, conocidos y de nuestros hijos, que
asegurados de su dichosa suerte y solícitos de la nuestra, nos están convidando
sin cesar a participar de la misma corona. Sean, hermanos míos, todos nuestros
suspiros, todos nuestros deseos, ambición y anhelo, por merecer el mismo
premio. ¡Oh, grandes Apóstoles, Gloriosos Mártires, Confesores y Vírgenes,
mirad que nos hallamos luchando en el golfo peligroso de éste mundo;
socorrednos con vuestra poderosa intercesión; alcanzadnos del Señor aquella
gracia particular, para que imitando vuestros ejemplos, nos anime vuestra
gloria a vivir como debemos.»
Visto en Ecce Cristianvs.