Sermón LII para la dominica vigésimatercia
después de Pentecostés.
Domine, filia mea modo defunca est.
«Señor, una hija mía acaba de morir».
(Matth.
IX, 18)
¡Cuán bueno es Dios! Si hubiésemos de obtener el
perdón de parte de un hombre que tuviese de nosotros algún motivo de queja,
¡cuántos disgustos tendríamos que sufrir! No sucede esto de parte de Dios.
Cuando un pecador se humilla y se postra y le abraza, según aquéllas palabras
de Zacarías: «Convertíos a mí, dice el Señor de los ejércitos y
yo me convertiré a vosotros. (Zach. I, 3). Pecadores, dice el Señor: si yo os
volví las espaldas es porque vosotros me las volvisteis primero. Tornad a mí, y
yo tornaré a vosotros y os ofreceré mis brazos. Cuando el profeta Natán
reprendió a David de su pecado, éste exclamó: Peccavi Domine: «He pecado
contra el Señor»; y Dios le perdonó inmediatamente, como le anunció el profeta
por estas palabras: Dominus quoque transtulit peccatum tuum (II. Reg. XII,
13). Pero vengamos al Evangelio de hoy, en el que se refiere, que cierto
príncipe, cuya hija acababa de morir, recurrió inmediatamente a
Jesucristo, suplicándole que le restituyese la vida: «Señor, -le
dijo-, mi hija acaba de morir, pero ven tu a mi casa, pon la mano sobre ella, y
vivirá». Explicando este texto San Buenaventura, se vuelve hacia el pecador y le
dice: Tu hija quiere decir tu alma, que ha muerto por la culpa; conviértete
presto. Amados oyentes míos, esa hija es vuestra alma que ha muerto por el
pecado; convertíos a Dios; más hacedlo presto, porque si tardáis y diferís la
conversión de día en día, la cólera celeste caerá sobre vosotros, y seréis
precipitados al Infierno. Este es el objeto de la presente plática. En él os
haré ver:
1. El peligro que corre el pecador que tarda en
convertirse.
2. El remedio que debe emplear el pecador que quiere
salvarse.
Punto I
Peligro que correo el
pecador que tarda a convertirse.
1. San Agustín dice, que hay tres especies
de cristianos. Los primeros son aquellos que han conservado su inocencia
después del bautismo. Los segundos, los que después de haber pecado se
convirtieron, y perseveraron en estado de gracia. Y los terceros pertenecen
todos aquellos que cayeron y recayeron en el pecado, y llegan a este estado a
la hora de la muerte. Hablando de los primeros y de los segundos, asegura que
se salvarán, más en cuanto a los terceros, dice que nada presume y que nada
promete; y por estas palabras da claramente a entender, que es muy difícil que
se salven. Santo Tomás enseña, que el que está en pecado mortal no puede vivir
sin cometer otros pecados. Y antes que él lo dijo San Gregorio: «El
pecado que no se borra con la penitencia arrastra a otro pecado con su
misma malicia; de donde resulta, que no solamente es pecado, sino causa del
pecado» (san Greg. I. 3, Mor. c. 9). Y
conforme San Antonino con esta idea, dice: que aún cuando el pecador conozca el
bien que es estar en gracia de Dios, sin embargo, como se halla privado de ella
siempre recae, por más que se esfuerce por no recaer. ¿Y cómo podrá dar fruto
el sarmiento que está separado de la vid? Pues todos los hombres que se hallan
en pecado, son otros tantos sarmientos de la vid, esto es de Jesucristo. Por
esta razón nos dice el Señor: «Al modo que el sarmiento no puede de
suyo producir el fruto, si no está unido con la vid; así tampoco vosotros, si
no estáis unidos conmigo por la gracia». (Joann. XV, 4).
2. Pero yo, dicen algunos jóvenes, quiero
consagrarme presto al servicio de Dios. Esta es la falsa esperanza de los
pecadores, que los conduce a vivir en pecado hasta la muerte, y luego al
Infierno. Tú, que dices que luego te convertirás a Dios, respóndeme: ¿quién te
asegura que tendrás tiempo para hacerlo, y que no te sorprenderá una muerte
repentina que te arrebate del mundo antes de poder practicarlo? Esta
posibilidad manifiesta San Gregorio (Hom. 12 in Evang.),
donde dice: «El Señor que prometió el perdón al que se arrepiente de su
culpa, no prometió conceder tiempo para convertirse al que quiere perseverar en
el pecado». Asegura el pecador que se convertirá después; pero Jesucristo
afirma, que no nos corresponde a nosotros el saber los tiempos y momentos que
Dios tiene reservados a su poder soberano. San Lucas escribe que nuestro divino
Salvador vió una higuera que no había dado fruto en tres años seguidos. (Luc. XIII,
7). Por lo cual dijo al que cultivaba la viña : «Córtala; ¿para que ha
de ocupar terreno en balde?» (Ibid). Tú pecador, que dices que
después te dedicarás al servicio de Dios, respóndeme: ¿para que te conserva
vivo el Señor? ¿Acaso para que sigas pecando? No, sino para que abandones el
pecado y hagas penitencia. (Rom. II, 4). Y ya que no quieres
enmendarte, diciendo que después lo harás, teme no sea que diga el Señor: Córtale;
pues ¿para que ha de vivir en la tierra? ¿Acaso para seguir ofendiéndome? ¡Ea!
Cortadle presto y echadle al fuego, porque es árbol que no da fruto. Omnis
ergo arbor, quæ non facit fructum bonum, excidetur, et in ignem mittetur. (Matth.
III, 10).
3. Más supongamos que el Señor te dé
tiempo para convertirte; si no lo haces ahora, ¿lo harás acaso después? Sepas
que los pecados son otras tantas cadenas que sujetan al pecador, y le impiden
entrar por el camino de la gracia. Hermano mío, si no puedes romper las cadenas
que te atan al presente, ¿podrás por ventura, romperlas después, cuando sean
más fuertes por los nuevos pecados que cometas? Esto mismo demostró el Señor un
día al abad Arsenio, como se refiere en las Vidas de los Padres. Para darle a
entender a dónde llega la locura de los que dilatan la penitencia, le hizo ver
un etíope que no pudiendo levantar del suelo un haz de leña, el
seguía aumentándolo; por lo cual le era imposible levantarlo. Y luego le dijo:
Lo mismo hacen los pecadores: desean verse libres de los pecados cometidos, y
cometen otros nuevos. Estos nuevos pecados los inducen luego a cometer otros de
mayor malicia, y en mayor número. Vemos el ejemplo de esto en Caín, que,
primeramente, tuvo envidia a su hermano Abel, luego le aborreció, después le
mató, y últimamente, desesperó de la divina misericordia,
diciendo: «Mi iniquidad es tan grande, que no merece perdón». (Gen. IV,
13). Del mismo modo Judas, primeramente, cometió pecado de avaricia, después
entregó a Jesucristo, y, últimamente, se quitó la vida. Todos estos efectos son
del pecado; porque atan al pecador, y le esclavizan de tal modo, que el
desgraciado conoce su ruina y la busca: Iniquitates suæ capiunt
impium. (Prov. v, 22).
4. Los pecados, además, agravan tanto al
pecador, que no le permiten pensar en el Cielo ni en su salvación eterna.
Dominado de esta idea David, exclamaba: «Mis maldades sobrepujan por
encima de mi cabeza, y como una carga pesada, me tienen agobiado». (Psal.
XXXVII, 5). Viéndose en semejante estado el desgraciado pecador, pierde el uso
de la razón, no piensa sino en los bienes de la tierra, y se olvida del juicio
divino, como dice Daniel (13, 9), por estas palabras: «Perdieron el
juicio, y desviaron sus ojos para no mirar al Cielo, y para no acordarse de los
justos juicios del Señor». Su ceguedad llega hasta el punto de odiar la luz
temiendo que la luz turbe sus indignos placeres; porque quien obra mal,
aborrece la luz, como dice San Juan (III, 20): Qui male agit, odit
lucem. De esta ceguedad dimana, que estando sin vista estos infelices,
andan de pecado en pecado, y todo lo desprecian: amonestaciones, divinas
inspiraciones, Infierno, Gloria y al mismo Dios. Porque como se lee en los
Proverbios: «De nada ya hace caso el impío cuando ha caído en el abismo
de los pecados». (Proverb. XVIII, 3).
5. Dice Job (16, 15) : «Me ha
despedazado con heridas sobre heridas; el cual gigante se ha arrojado sobre mí».
Cuando el hombre vence una tentación, adquiere mayor fuerza para vencer la
segunda, y el demonio la pierde. Pero, al contrario; cuando cede a la
tentación, el demonio adquiere fuerzas de gigante, y el hombre queda tan
debilitado, que no tiene fuerzas para resistirlo. Al sentirse uno herido de la
mano del enemigo, le faltan las fuerzas; si luego recibe otra, queda tan
debilitado, que ni siquiera podrá defenderse. Pues esto mismo sucede a los
necios que dicen: Después me dedicaré al servicio de Dios. ¿Cómo han de poder
resistir al demonio, después que hayan perdido las fuerzas y se hayan
gangrenado sus heridas? Con razón clamaba el real Profeta, diciendo: «Enconáronse
y corrompiéronse mis llagas a causa de mi necedad». (Psal.
XXXVII, 6). En un principio es cosa fácil curar las llagas; pero, después que
se han gragrenado, es cosa muy difícil, porque entonces es preciso aplicarles
el fuego; y aún con esta medicina, hay muchas personas que no curan.
6. Más, dirá alguno:San Pablo dice: que
Dios quiere que todos se salven: Omnes homines vult salvos fieri. (I. Tim.
I, 15). Y Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores, como lo asegura
el mismo Apóstol: Christus Jesus venit in hunc mundum peccatores salvos
facere. (I,Tim. I, 15). He aquí la contestación: Sí; Dios
quiere que todos los hombres se salven; ¿quién lo niega? Pero aquellos que
quieren salvarse; más no aquellos que quieren su condenación. También es
verdad, que Jesucristo vino a salvar a los pecadores; más no a pecadores
obstinados que aman el pecado y desprecia a Dios. Para salvarnos necesitamos dos
cosas: la primera, la gracia de Dios; la segunda, nuestra cooperación. Por esta
razón dice el Señor: «Yo estoy a la puerta de vuestro corazón, y llamo:
si alguno escuchase mi voz y me abriere la puerta, entraré en él». (Apoc.
III, 20). Luego , para que la gracia de Dios entre en nosotros, es necesario
que obedezcamos a su voz y le demos entrada a nuestra salvación con temor y
temblor. Con estas palabras nos manifiesta, que debemos contribuir con nuestras
buenas obras al logro de nuestra salvación; porque, de otro modo, el Señor nos
dará sólo la gracia suficiente y no la eficaz, sin la cual, como dicen los
teólogos, no nos salvaremos. Y la razón de esta conducta es la siguiente: El
que esté en pecado y sigue pecando, cuanto más apego tiene a la carne, más se
aleja de Dios. ¿Cómo, pues, puede Dios acercársenos con su gracia, cuando
nosotros nos estamos alejando más de Dios por el pecado? Es claro que entonces
Dios se retira de nosotros, y cierra la mano que antes tenía abierta para
dispensarnos mercedes; lo cual confirma el mismo Dios por el profeta Isaías con
estas palabras: «Y dejaré que se convierta la tierra en un erial, y
mandaré a las nubes que no lluevan gota sobre ella». (Isa. V, 6).
Esta tierra es el alma del pecador que Dios va abandonando; y las nubes son sus
inspiraciones y su gracia que fecundan nuestras almas, así como el agua de las
nubes fecundiza la tierra. Cuando el alma sigue ofendiendo a Dios, el Señor la
abandona y le niega sus auxilios. Entonces la desgraciada carece del
remordimiento de la conciencia y de la luz, y se aumenta su ceguedad y la
dureza de su corazón; y, finalmente, se hace insensible a las divinas
inspiraciones y a las máximas evangélicas, y sigue los funestos ejemplos de
otras almas rebeldes como ella, que fueron por sus pecados a parar en el abismo
del Infierno.
7. A pesar de todo esto, el pecador
obstinado suele decir: Más ¿quién sabe si Dios se apiadará de mí, como ya lo ha
hecho con otros grandes pecadores? Pero a esta pregunta responde San Juan
Crisóstomo de este modo: «Dices, que quizá se apiadará. ¿Porqué dices
quizá? Es cierto que sucede alguna vez; pero piensa que tratas de la
salvación de tu alma». (S. Joan Crysost. Hom. 22, in 2 Cor.)
Es cierto digo yo también, que Dios ha salvado a grandes pecadores por medio de
ciertas gracias extraordinarias; pero estos son casos rarísimos, son prodigios
y milagros de la gracia, con los cuales ha querido Dios demostrar a los
pecadores la grandeza de su misericordia. Y, regularmente, con aquellos
pecadores indecisos que no acaban a determinarse, se determina el mismo Dios a
enviarlos al Infierno, con arreglo a las amenazas que les ha hecho Dios tantas
veces, como consta en la Sagrada Escritura. Dice el Señor: «Menospreciasteis
todos mis consejos y ningún caso hicisteis de mis reprensiones: yo
también miraré con risa vuestra perdición a la hora de la muerte». (Prov.
I, 25 et 26). Y en el v. 28 añade: «Entonces me
invocarán, y no les oiré». Dios sufre las ofensas, más no las sufre
siempre; y cuando llega el momento de castigarlas, castiga las pasadas y las
presentes.
8. Empero, Dios está lleno de
misericordia, dice el pecador. Cierto que está lleno de misericordia; pero no
obra sin razón ni juicio. El usar siempre de misericordia con el que quiere
seguir ofendiéndole, no sería bondad en Dios, sino estupidez. Y el Señor dice
por San Mateo (XX, 15):«¿Has de ser tu malo porque yo soy bueno?». El
Señor realmente es bueno, pero también es justo, y por lo mismo nos exhorta a
que observemos sus mandamientos si queremos salvarnos.Si Dios tuviese
misericordia de los buenos y de los malos, de modo, que concediese la gracia de
convertirse indistintamente a todos antes de morir, esta manera de obrar sería
hasta para los buenos una grande tentación de perseverar en el pecado. Más no
lo hace así; sino que cuando ha apurado su misericordia, castiga y no perdona. «En
el invierno no se puede trabajar por el frío, y el sábado porque
lo prohíbe la ley». Las palabras de San Mateo significan que
vendrá tiempo para los pecadores impenitentes, que querrán dedicarse al
servicio de Dios, y se lo impedirán sus malos hábitos.
Punto II
Remedio para salvarse
el que se halla en pecado.
9. Preguntó uno a Jesucristo, cuando iba
enseñando por las ciudades y aldeas de camino para Jerusalén: Señor, ¿Es verdad
que son pocos los que se salvan? Él en respuesta, dijo a los oyentes:«Procurad
entrar por la puerta angosta; porque os aseguro que muchos buscarán como
entrar, y no podrán». (Luc. XIII, 23 et 24). Dice el Señor por
estas palabras, que muchos quieren entrar en el Cielo, más no entran. ¿Y porqué
no entran? porque quieren entrar sin incomodidad, y sin hacerse violencia
para abstenerse de los placeres. La puerta del Cielo es angosta, y es
menester fatigarse y esforzarse para entrar en ella. Y debemos persuadirnos,
que no siempre podremos hacer mañana lo que podremos hacer hoy. El no creer
esta verdad es lo que conduce a tantas almas al Infierno. El alma que hoy es
fuerte, mañana será más débil, como hemos dicho antes, estará más obcecada y
más dura, le faltarán los auxilios divinos; y de este modo morirá en su
pecado. Puesto que conoces, ¡Oh pecador! que es necesario dejar el pecado para
salvarte, ¿porqué no lo dejas en el instante que Dios te llama? Si le has de
dejar alguna vez, decía San agustín, ¿porque no le dejas ahora? La ocasión que
tienes al presente de poner remedio a tu mala vida, quizá no la tendrás
después; y aquella misericordia que Dios usa ahora contigo, quizá no la usará
mañana. Por tanto, si quieres salvarte, haz presto lo que tendrías que hacer
tarde. Confiésate cuanto antes puedas, y teme que cualquier tardanza puede
causar la ruina de tu alma.
10. Escribe San Fulgencio: Si estuvieses
enfermo, y el médico te ofreciese un remedio seguro para sanarte, ¿dirías acaso
entonces, no quiero sanar ahora porque espero sanar mañana? Y cuando se trata
de la salud del alma, ¿hemos de querer perseverar en el pecado, diciendo: espero
que Dios también será misericordioso conmigo mañana? Y si el Señor no quiere
serlo mañana por sus altos juicios, ¿cuál será tu muerte? ¿No quedarás
condenado para siempre? He ahí porqué nos dice el Apóstol, que obremos el bien
mientras tenemos el tiempo. Y por lo mismo nos exhorta el Señor a estar en vela
y defensa de nuestras almas, «porque no sabemos cuando ha de venir a
tomarnos cuenta de nuestra vida». (Matth. XXV, 13).
11. «Tengo siempre mi alma en la
mano en un hilo», decía el real Profeta. El que lleva en un dedo un
diamante de gran valor, mira en cuando su mano para asegurarse si está allí el
diamante. Pues el mismo cuidado debemos tener de nuestra alma, que es el
diamante más precioso que poseemos. Y si por desgracia la perdemos por algún pecado,
debemos tomar inmediatamente todas las medidas para recobrarla, recurriendo a
nuestro divino Salvador, como lo hizo la Magdalena, que corrió a postrarse a
los pies de Jesucristo, luego que conoció el estado en que se hallaba, y lloró
hasta obtener el perdón. Escribe San Lucas: Jam enim securis ad radicem
arborum posita est. (Luc. III, 9). Sabed, pecadores, que la
segur de la justicia divina esta amenazando al que vive en pecado. Temblad del
golpe que va a descargar su venganza. Pero al mismo tiempo, alentaos almas
cristianas; y si os domina algún mal hábito romper sin tardanza sus ligaduras,
y no seáis esclavas del demonio. «¡Oh hija de Sión, que vives cautiva! -dice
Isaías a las almas de los pecadores-, sacude de tu cuello el yugo».
(Isa. LII, 2). Y San Ambrosio añade: «Has puesto el pie sobre la
boca del volcán, que es el pecado que conduce a la puerta del Infierno;
levántate y retrocede; porque de otro modo caerás en un abismo de donde no
podrás salir».
Yo
tengo un mal hábito que me domina, exclama el pecador. Pero si tu quieres dejar
el pecado, ¿quién te obligará a pecar? Todos los malos hábitos y todas las
tentaciones del Infierno se vencen con la gracia de Dios. Encomiéndate a
Jesucristo, pídele su amparo, y Él te dará fuerzas para vencer. Cuando, empero,
te veas en alguna ocasión próxima de pecar, es necesario que se evite
prontamente, porque, de otro modo, volverás a caer. San Jerónimo dice: que no
debemos detenernos a desatar la tentación, sino que debemos cortarla de un
golpe: Potius præscinde, quam solve. Ve presto, hermano mío, a buscar un
confesor, y él te dirá lo que debes practicar. Y si por desgracia cometieses
después algún pecado mortal, confiésale aquél mismo día, o aquella noche si
puedes. Escucha, finalmente, lo que ahora te digo: Dios está dispuesto a
socorrerte, y tu salvación depende de tí. Tiembla, pues ¡Oh Cristiano! porque
estas palabras mías te atormentarán como otras tantas espadas por toda la
eternidad en el Infierno si ahora las desprecias.
San
Alfonso María de Ligorio,
visto en Ecce Christianvs.