viernes, 23 de noviembre de 2012

La libertad explicada por Pío XII.




Quien, como Pío XII, tantas veces denunció y condenó el es­tatismo y la mecanización de la vida contemporánea, no podía ser sino un ardiente defensor de la libertad personal. En efecto, proclamó que ésta, rectamente entendida, constituye una de los fundamentos de la reconstrucción social; no es posible edificar tal reconstrucción prescindiendo de ella.

[Los católicos y todos aquellos que reconocen y adoran a un Dios personal y observan su Decálogo] sean conscientes de cuanto ellos, y solamente ellos, pueden contribuir real y eficaz­mente a la obra de reconstrucción, persuadidos al mismo tiempo de que esta obra no podrá llegar nunca a feliz término si no se funda sobre el derecho, sobre el orden y sobre la libertad. Sobre la libertad, queremos decir, de tender a lo que es verdadero y bueno, sobre una libertad que esté en armonía con el bienestar de cada pueblo en particular y de toda la gran familia de los pue­blos. De esta libertad la Iglesia ha sido siempre sostenedora, tutora y vindicadora.

(Alocución al Sacro Colegio de Cardenales, lº junio 1946.)

Lo dicho al final de este párrafo acerca de la preocupación de la Iglesia Católica por la libertad del hombre se explica perfec­tamente si se tiene en cuenta la íntima vinculación que existe entre esta libertad y la de la misma Iglesia.

Cuando ella [la Iglesia] combate por conquistar o defender su propia libertad, es también por la verdadera libertad, por los de­rechos primordiales del hombre que lo hace.

(Alocución a los miembros del Congreso Internacional de  Estudios Humanistas, 25 setiembre 1949.)

Tero el término “libertad” se presta a interpretaciones equívo­cas. El Padre Santo se preocupó por precisarlo y por distinguir­lo de la licencia.

La verdadera libertad, la que merece verdaderamente este nombre y hace la felicidad de los pueblos, no tiene nada de co­mún con la licencia desenfrenada, el desborde de la desvergüen­za; la verdadera libertad es, al contrario, la que garantiza la actuación y la práctica de lo verdadero y de lo justo en el domi­nio de los mandamientos divinos y en el cuadro del bien públi­co. Por lo tanto, tiene necesidad de justos límites.

(Radiomensaje  al pueblo suizo, 20 setiembre 1946.)

Los hombres, tanto los individuos como la sociedad humana, y su bien común están siempre ligados al orden absoluto de los valores establecido por Dios. Ahora bien, para realizar y hacer eficaz esta vinculación de una manera digna de la naturaleza humana, ha sido dada al hombre la libertad personal, y la tutela de esta libertad es el fin de todo ordenamiento jurídico mere­cedor de tal nombre. Pero de ahí también se sigue que no puede haber la libertad y el derecho de violar aquel orden absoluto de valores. Se vendría a lesionarlo y a afectar la defensa de la moralidad pública, que es sin duda un elemento primordial para el mantenimiento del bien común por parte del Estado si, para citar un ejemplo, se concediera, sin miramiento a aquel or­den supremo, una libertad incondicionada a la prensa y al “film”.

(Alocución al patriciado y a la nobleza romana, 8 enero 1947.)

La genuina libertad es un conjunto de derechos y deberes.

La libertad, base de las relaciones humanas normales, no pue­de ser entendida como desenfrenada licencia, se trate de individuos, o de partidos, o de todo un pueblo —la colectividad, co­mo se dice hoy—, o aun de un Estado totalitario que, con abso­luta indiferencia, usa cualquier medio para alcanzar sus fines. No, la libertad es algo muy diferente. Es un templo de orden moral erigido sobre líneas armoniosas; es el conjunto de derechos y deberes entre los individuos y las familias, y algunos de estos de­rechos son imprescriptibles aun cuando un bien común aparente pueda oponerse; derechos y deberes entre una nación o Estado y la familia de naciones y Estados. Estos derechos y deberes están cuidadosamente medidos y equilibrados por las exigencias de la dignidad de la persona humana y de la familia, de una parte, y del bien común, por la otra.

(Alocución al Embajador de Gran Bretaña, 23 junio 1951.)

En la lid con la nueva forma de vida del Este materialista, Occidente afirma que toma cartas en pro de la dignidad y de los derechos del hombre y en particular por la libertad del individuo. Pero no puede dejar de ver que la dignidad y los derechos del hombre —especialmente su libertad personal— se vuelven con­tra él, se neutralizan a sí mismos si no son tomados junto con las obligaciones y los deberes a los cuales el orden de la naturaleza, tanto como el de la gracia, los ha unido indisolublemente y los ha impuesto al hombre en los mandamientos de la ley de Dios y la ley de Cristo.

(Carta al Obispo de Augsburgo con motivo del milenario de la batalla de Lechfeld, 27 julio 1955.)

La libertad sólo puede ser bien entendida si se la considera en un plano trascendente, con criterio sobrenatural

No olvidéis que la libertad terrenal no es un bien sino cuando se expande en una libertad más elevada, si sois libres en Dios, libres frente a vosotros mismos, si conserváis vuestra alma libre y abierta para recibir los raudales del amor y de la gracia de Jesucristo, de la vida eterna que es El mismo.

(Alocución con motivo de la canonización de Nicolás de Flüe, 16 ma­yo 1947.)

El concepto elevado y amplio sostenido por la Iglesia choca con la alarmante tendencia hodierna a la disminución progresi­va de la libertad y de la responsabilidad personal; tal tendencia existe incluso en las naciones que se llaman “libres”. Esto se vincula con los tremendos problemas de la colectivización y de la mecanización de la vida moderna, que el Vicario de Cristo denunció tantas veces.

Es un hecho doloroso que hoy ya no se estima o no se posee la verdadera libertad. [... ] Los que, por ejemplo, en el campo económico o social pretenden hacer a la sociedad responsable de todo, aun de la dirección y de la seguridad de su existen­cia; o los que esperan hoy su único alimento espiritual diario cada vez menos de sí mismos —es decir, de sus propias conviccio­nes y conocimientos— y cada vez más de la prensa, la radio, el cine, la televisión, que se lo ofrecen ya preparado, ¿cómo po­drán estimarla y desearla, si no tiene ella lugar alguno en su vida? No son más que simples ruedas en los diversos organismos sociales; ya no son hombres libres, capaces de asumir y de acep­tar una parte de responsabilidad en las cosas públicas [...]
Esta es la situación dolorosa con que tropieza también la Igle­sia en sus esfuerzos por la paz, en sus llamadas a la conciencia de la verdadera libertad humana, elemento indispensable, según la concepción cristiana, del orden social, considerado como orga­nización de paz. En vano multiplicará ella sus llamamientos a hombres privados de esa conciencia, y aún más inútilmente los enderezará hacia una sociedad que ha quedado reducida a puro automatismo.
Tal es la demasiado difundida debilidad de un mundo que gusta llamarse con énfasis “el mundo libre”. O se engaña o no se conoce a sí mismo: no se asienta su fuerza en la verdadera libertad. [... ] De ahí proviene también, en no pocos hombres autorizados del llamado “mundo libre”, una aversión contra la Iglesia, contra esta importuna amonestadora de algo que no se tiene pero que se pretende tener y que, por una rara inversión de ideas, se le niega con injusticia precisamente a ella: hablamos de la estima y del respeto de la genuina libertad.
Mas la invitación de la Iglesia todavía encuentra menor re­sonancia en el campo opuesto. Aquí, en verdad, se pretende estar en posesión de la verdadera libertad, porque la vida social no fluctúa sobre la inconsciente quimera del individuo autóno­mo, ni hace al orden público lo más indiferente posible a va­lores presentados como absolutos; antes bien, todo está estrecha­mente ligado y dirigido a la existencia o al progreso de una determinada colectividad.
Pero el resultado del sistema de que hablamos no ha sido feliz, ni ha hecho más fácil la acción de la Iglesia: porque aquí está menos tutelado aún el verdadero concepto de la libertad y de la responsabilidad personal. Y ¿cómo podría ser de otro modo, si Dios no tiene allí su puesto soberano, si la vida y la activi­dad del mundo no gravitan en torno a Él ni tienen, a El por cen­tro? La sociedad no es más que una enorme máquina, cuyo or­den es sólo aparente, porque ya no es el orden de la vida, del espíritu, de la libertad, de la paz. Como en una máquina, su ac­tividad se ejercita materialmente, destruyendo la dignidad y la libertad humanas.

(Radiomensaje de Navidad, 24 diciembre 1951.)

Quien encontrase infundada nuestra solicitud por la verdade­ra libertad al referirnos, como lo hacemos, a la parte del mundo que suele llamarse “mundo libre”, debería considerar que tam­bién en él, primero la guerra propiamente dicha, luego la “gue­rra fría”, han conducido forzosamente las relaciones sociales en una dirección que inevitablemente restringe el ejercicio de la libertad misma.

(Radiomensaje de Navidad, 24 diciembre 1952.)

Para asegurar la libertad del hombre, preciso es que la so­ciedad esté ordenada de acuerdo a su estructura natural, o sea conforme al supremo Ordenador, dando de lado a la "idolatría" tecnológica y mecanicista.

La religión y la realidad del pasado enseñan que las estructu­ras sociales, como el matrimonio y la familia, la comunidad y las profesiones mancomunadas, la unión social dentro de la pro­piedad personal, son células esenciales que aseguran la libertad del hombre y, con ésta, su papel en la historia. Son intangibles, por lo tanto, y la sustancia de ellas no puede estar sujeta a ar­bitrarias revisiones.
Quien de veras busca la libertad y la seguridad, debe resti­tuir la sociedad a su verdadero y supremo Ordenador, persua­diéndose de que solamente el concepto de sociedad que deriva de Dios lo protege en sus empresas más importantes. El ateísmo teórico y aun práctico de quienes idolatran la tecnología y el proceso mecánico de los acontecimientos, acaba necesariamente por Convertirse en enemigo de la verdadera libertad humana, puesto que trata al hombre como a las cosas inanimadas en el laboratorio.

(Radiomensaje de Navidad, 23 diciembre 1956.)

Selección tomados de César H. Belaúnde, “La política en el pensamiento de Pío XII”, EMECÉ editores, Buenos Aires, 1962, págs. 143-148.