Los diversos métodos de “regulación de la
prole” fundados en el uso del matrimonio en los días agenésicos, es decir,
aquellos en que la mujer es naturalmente infecunda, se han divulgado y
difundido de modo masivo.
Somos testigos de una propaganda
descontrolada en favor del control de la natalidad bajo el nombre de “planificación
familiar”, “maternidad consciente”, “paternidad responsable”. etc. A pesar
de su aparente verdad, las razones presentadas como imperiosas por esta
propaganda,, son generalmente motivos sentimentales, cuando no mentiras. En
vez de hablar tanto de la “paternidad responsable”, mejor sería hablar
de la “responsabilidad de la paternidad”; y en lugar de la “maternidad
consciente”, de la “conciencia de la maternidad”.
¿Qué dice la moral?
El problema que la llamada continencia periódica plantea en sus
relaciones con la moral católica no puede resolverse de una manera simplista.
Se pueden sentar principios fundamentales, pero también se deben considerar
todas las circunstancias que rodean cada caso particular para poder emitir un
juicio certero y justo.
Existe un texto fundamental, que debe servir
de punto de partida de todo estudio y análisis. Se trata del luminoso discurso
de S. S. Pío XII a
las obstetras de Roma, el 29 de octubre de 1951 (A. A. S. 43, 850
ss.). Leamos los pasajes principales del gran pontífice en el que se refiere a
este asunto:
Ley
fundamental de las relaciones conyugales
“Nuestro Predecesor Pío XI, de feliz memoria, en su Encíclica
Casti connubii, del 31 de diciembre de 1930, proclamó de nuevo solemnemente la
ley fundamental del acto y de las relaciones conyugales: que todo atentado de
los cónyuges en el cumplimiento del acto conyugal o en el desarrollo de sus
consecuencias naturales, atentado que tenga por fin privarlo de la fuerza a él
inherente e impedir ¡a procreación de una nueva vida, es inmoral; y que ninguna
«indicación» o necesidad puede cambiar una acción intrínsecamente
inmoral en un acto moral y lícito (cfr. A. A. S., vol. 22, págs. 559 y sigs.).
“Esta prescripción sigue en pleno vigor lo
mismo hoy que ayer, y será igual mañana
y siempre,
porque no es un simple precepto de derecho humano, sino la expresión de una ley
natural y divina.
“Sean Nuestras palabras una norma segura para
todos los casos en que vuestra profesión y vuestro apostolado exigen de
nosotras una determinación clara y firme.
La cuestión de los períodos agenésicos.
“Se presenta, además, estos días el grave
problema de si la obligación de la pronta disposición al servicio de la
maternidad es conciliable y en qué medida con el recurso cada vez más difundido
a las épocas de la esterilidad natural (los llamados períodos agenésicos de la
mujer), lo cual parece una clara expresión de la voluntad contraria a aquella
disposición (...)
(...) “Es
preciso, ante iodo, considerar dos hipótesis:
“1º) Si la práctica de aquella teoría no quiere
significar otra cosa sino que los cónyuges pueden hacer uso de su derecho
matrimonial también en los días de esterilidad-natural, no hay nada que oponer;
con esto, en efecto; aquéllos no impiden ni perjudican en modo alguno la
consumación del acto natural y sus ulteriores consecuencias. Precisamente en
esto la aplicación de la teoría de que hablamos se distingue esencialmente del
abuso antes señalado, que consiste en la perversión del acto mismo.
“2º) Si, en cambio, se va más allá, es decir, se
permite el acto conyugal exclusivamente en aquellos días, entonces la conducta
de los esposos debe ser examinada más atentamente.
“Y aquí de nuevo se presenta a Nuestra
reflexión dos hipótesis:
“a) Si, ya en ¡a celebración del matrimonio,
al menos uno de los cónyuges hubiese tenido la intención de restringir a los
tiempos de esterilidad el mismo «derecho» matrimonial y no sólo su «uso», de modo
que en los otros días
el otro cónyuge no tendría ni siquiera el derecho a exigir el acto, esto
implicaría un defecto esencial del consentimiento matrimonial que llevaría
consigo la invalidez del matrimonio mismo, porque el derecho que deriva del
contrato matrimonial es un derecho permanente, ininterrumpido, y
no intermitente, de cada uno de los cónyuges con respecto al otro.
“b) Si en cambio, aquella limitación del
acto a los días de esterilidad natural se refiere, no al derecho mismo, sino
sólo al uso del derecha, la validez del matrimonio queda fuera de discusión;
sin embargo, la licitud moral de tal conducta de ¡os cónyuges habría que
afirmarla o negarla según la intención de observar constantemente aquellos
tiempos estuviera basada o no sobre motivos morales suficientes y seguros.
La Ley del Estado Matrimonial.
“La razón es porque el matrimonio obliga a
un estado de vida que, del mismo modo que confiere ciertos derechos, impone
también el cumplimiento de una obra positiva que mira al estado mismo. En este
caso se puede aplicar el principio general de que una prestación positiva puede
ser omitida si graves motivos, independientes de la buena voluntad de aquellos
que están obligados a ella, muestran que tal prestación es inoportuna o prueban
que no se puede pretender equitativamente por el acreedor a tal prestación (en
este caso el género humano).
“El contrato matrimonial que confiere a los
esposos el derecho de satisfacer la inclinación de la naturaleza, les constituye en un estado de
vida, el estado matrimonial; ahora bien a los cónyuges que meen uso
de él con el acto específico de su estado, la Naturaleza y el Creador les imponen
la función de proveer a la conservación del género humano. Esta es la
prestación característica que constituye el valor propio de su estado, el
bonum prolis. El individuo y la sociedad, el pueblo y el Estado, la Iglesia misma,
dependen para su existencia, en el orden establecido por Dios, del matrimonio
fecundo. Por lo tanto, abrazar el estado matrimonial, usar continuamente de la
facultad que le es propia y sólo en él es lícita, y, por otra parte,
substraerse siempre y deliberadamente sin un grave motivo a su deber primario,
sería pecar contra el sentido mismo de la vida conyugal.
Existencia o no de graves motivos.
“De esta prestación positiva obligatoria pueden
eximir, incluso por largo tiempo y hasta por la duración entera del
matrimonio, serios motivos, como los que no raras veces existen en la llamada “indicación”
médica, eugenésica, económica y social. De aquí se sigue que la observancia de
los tiempos infecundos puede ser “lícita” bajo el aspecto moral; y en las condiciones
mencionadas es realmente tal. Pero si no hay, según un juicio razonable y
equitativo, tales graves razones personales o derivantes de las circunstancias
exteriores, la voluntad de evitar habitualmente la fecundidad de la unión,
aunque se continúe satisfaciendo plenamente la sensualidad, no puede menos de
derivar de una falsa apreciación de la vida y de motivos extraños a las rectas
normas éticas”.
Principios.
Los principios fundamentales que establece
esta enseñanza son:
1) Existe una diferencia radical
entre “impedir la procreación de una nueva vida” y la “limitación del
acto a los días de esterilidad natural”. Lo primero es absoluta e intrínsecamente inmoral y no hay ni habrá jamás razón para autorizarlo.
Lo segundo, en cambio, es de suyo lícito, ya que el acto, en lo que depende
del hombre, se realiza con toda corrección y normalidad, sobreviniendo la
falta de generación únicamente por razones naturales.
2) Es perfectamente lícito el uso
del matrimonio tanto en los días agenésicos como en los días fecundos, cuando
no se hace ninguna discriminación entre ellos.
3) El uso del matrimonio exclusivamente
en los días agenésicos, evitándolo deliberadamente en los días fecundos, es
lícito si hay causas suficientes para ello.
Las
causas suficientes señaladas por el papa Pío XII son;
a) Por indicación médica. Es decir, el
temor fundado de que un nuevo nacimiento ponga la vida o la salud de la madre
en grave peligro.
Es
evidente que solamente un médico calificado y concienzudo puede dar una tal
indicación. Hoy en día los médicos son demasiado impetuosos y absolutos al
recomendar evitar los hijos.
b) Por indicación eugenésica. Existe
cada vez que los esposos tienen una casi certeza de engendrar hijos con taras
físicas o psíquicas.
c) La angustia económica. No
hay que entender el simple temor de no poder constituir una familia más
numerosa, ni la perspectiva de verse comprometido en el plano económico por un
nuevo nacimiento. Por indicación económica hay que entender una situación que
de hecho obligue a los esposos a comprobar que, en el estado actual de su
condición económica, moralmente no deben tener un nuevo hijo.
d) Serías razones de orden social.
Presentamos, como ejemplo,
un caso bien concreto que exige seria meditación para no caer por temeridad o
por pusilanimidad en ningún error.
La familia numerosa exige una serie de
condiciones que no son siempre realizables; entre ellas se encuentran, no sólo
la salud física de la madre, sino también las cualidades espirituales de ambos
progenitores: prudencia, espíritu de decisión, fuerza de carácter, equilibrio
nervioso, calma, etc.
El fin primario del matrimonio es la
procreación y educación de la prole. La Iglesia reconoce el beneficio
de la educación, especialmente de la formación cristiana, que sobrepasa
infinitamente al del simple nacimiento.
La doctrina católica no adopta de ninguna
manera las tesis natalistas a ultranza; de tal suerte que la prudencia puede
desaconsejar a veces nacimientos demasiado seguidos que obstaculizarían la
educación.
Por
otra parte, no hay que olvidar que la familia
numerosa ofrece un medio de suyo favorable para la adquisición y
práctica de las virtudes: abnegación, amor al trabajo,
pobreza, ayuda mutua, corrección fraterna, etc. La familia de uno o dos hijos
no favorece la educación cristiana.
Existe un equilibrio virtuoso que debe ser
establecido (conforme a las condiciones físicas y espirituales de los
esposos, así como también a las circunstancias en las que la sociedad moderna
anticristiana “obliga” a vivir a las familias católicas) teniendo solamente
en vista la mayor gloria de Dios y la salvación de sus almas y la de sus hijos.
Evidentemente que en esto, más que en otros casos, es necesario el consejo de
un sacerdote.
Dios solo, porque es el autor de la vida y
quien da la fecundidad y la esterilidad, puede limitar el número de los
nacimientos en un hogar en que los esposos hacen uso del matrimonio; los
cónyuges no deben hacerlo. Ellos deben tener todos los hijos que Dios quiere que tengan, y no necesariamente todos los
hijos que puedan tener; la diferencia es muy importante.
La voluntad de Dios en el dominio de la
procreación se manifiesta a los esposos por todos los acontecimientos de su
vida doméstica, que no escapan a la Divina Providencia.
En resumen, según que tal acontecimiento
providencial se traduzca por una dificultad de orden médico, eugenésico, económico
o social, los esposos reconocerán en él la voluntad de Dios sobre ellos; permitiéndoles,
en ese caso, y mientras dure, una continencia periódica, compatible con la ley
de Dios.
4) La continencia periódica practicada
sin razón suficiente, o sea, por puro egoísmo y sensualidad, deriva de “una
falsa apreciación de la vida y de motivos extraños a las rectas normas éticas”.
En efecto, el fin primario del matrimonio es
la procreación y educación de los hijos, y el deber de fecundidad tiene una
importancia y grandeza capital, tanto para las sociedades religiosa y civil,
como para los mismos esposos.
Es necesario distinguir bien entre ESTADO DE
VIDA CONYUGAL y ACTO
CONYUGAL, cada uno con su propia ley.
La esencia del acto conyugal ha sido
instituida por el Creador, y el hombre no tiene nunca el derecho, bajo ningún
pretexto, de desnaturalizarla o profanarla. Es un deber negativo que obliga “siempre
y en cada caso”.
Por el estado de vida conyugal los esposos
deben contribuir a la perpetuación del género humano. Se trata de un deber
positivo que no obliga “siempre y en cada caso”.
Por eso Pío XII dice: “Abrazar el
estado matrimonial, usar continuamente de la facultad que le es propia y sólo
en él es lícita, y, por otra parte, substraerse
siempre y deliberadamente sin un grave motivo a su deber primario, sería pecar
contra el sentido mismo de la vida conyugal. De esta prestación positiva
obligatoria pueden eximir serios motivos, incluso por largo tiempo y hasta por
la duración entera del matrimonio”.
Aplicación.
Los esposos que tienen legítimos motivos
para espaciar o limitar los nacimientos pueden, sin ningún pecado, realizar el
acto matrimonial exclusivamente en los días infecundos. Ellos están en regla
coa la doble ley, la del acto conyugal y
la del estado de vida conyugal.
Si los esposos no tienen motivos válidos
para limitar o espaciarlos nacimientos y mantienen relaciones normales,
limitándose a los días infecundos, ellos están en regla con la ley del acto
conyugal, pero no lo están respecto de la ley del estado conyugal.
Sobre si esta práctica constituye pecado
mortal o pecado venial, no hay uniformidad entre los moralistas.
Pío XII dice que “no puede menos de derivar de una
falsa apreciación de la vida y de motivos extraños a las recias normas éticas”;
pero no aclara la especie del pecado.
Unos moralistas sostienen que siempre y en
todo caso sería únicamente pecado venial,
con tal que el acto se realice correctamente, sea cual fuere la intención de los
cónyuges.
Otros estiman que constituiría un pecado mortal.
Dicho pecado no sería contra la castidad
(puesto que el acto se realiza correctamente entre legítimos esposos), sino
contra el propio deber de estado y la obligación de contribuir al bien común.
Sería un pecado contra la justicia legal.
¿Cada acto así realizado sería pecado mortal?
Como en los pecados de injusticia el más o
el menos cambia la especie teológica del acto (transformándole de venial en
mortal), en nuestro caso constituiría de suyo materia grave aquella cantidad
de nacimientos impedidos que infiera un daño notable al bien común, que quedaría
seriamente comprometido sí pudiera realizarse sin culpa grave esa clase de
actos. En efecto, la Iglesia y el Estado tienen derecho de esperar de los esposos
el fruto que debería seguirse del uso del matrimonio.
Puestos a precisar la cantidad de hijos
impedidos que se debe alcanzar para constituir materia grave podemos decir que:
a) si el uso exclusivo del matrimonio en los días agenésícos obedece a un propósito deliberado de evitar perpetuamente la generación de los hijos, sin más razón que el propio egoísmo y sensualidad, por el que se quiere gozar del matrimonio sin aceptar las cargas inherentes al mismo, se comete efectivamente el pecado mortal ya desde el primer acto conyugal realizado con esa intención.
b) cuando se hace uso del matrimonio exclusivamente en los días infecundos sin intención de evitar perpetuamente la generación de la prole, habrá pecado mortal cuando dos o tres hijos no hayan sido dados a luz como consecuencia de esa práctica.
Conclusión.
Como conducía práctica antes de llegar a la
continencia periódica, los esposos, además de consultar a un sacerdote, deben
interrogarse lealmente delante de Dios: ¿tenemos una razón legítima para
evitar un nuevo nacimiento?; ¿estamos seguros de no obrar por debilidad, falta
de esfuerzo, egoísmo, comodidad?; ¿estamos en regla con el gran deber de la
fecundidad que impone el estado matrimonial?
En todo caso, el uso sistemático de los
períodos infecundos supone, para no caer en el hedonismo denunciado por Pío XII,
una verdadera generosidad manifestada por una especie de disgusto por no poder procrear
prudentemente nuevos hijos.
Apéndice.
¿Qué hacer cuando un nuevo embarazo
debe ser absolutamente evitado? También a este interrogante respondió
magistral-mente Pío XII en su discurso a las
obstetras, antes citado. He aquí sus palabras:
“Ahora bien, acaso insistáis, observando que
en el ejercicio de vuestra profesión os encontráis a veces ante casos muy
delicados en que no es posible exigir que se corra el riesgo de la maternidad,
lo cual tiene que ser absotutamente evitado, y en los
que, por otra parte, la observancia de tos períodos agenésicos o no. da
suficiente seguridad o debe ser descartada por otros motivos. Y entonces
preguntáis cómo se puede todavía hablar de un apostolado al servicio de la maternidad. Si, según
vuestro seguro y experimentado juicio, las condiciones requieren absolutamente
un «no»; es decir, la exclusión de la maternidad, sería un error y una
injusticia imponer o aconsejar un «sí». Se trata aquí verdaderamente de hechos
concretos y, por lo tanto, de una cuestión no teológica, sino médica; ésa es,
por lo tanto, competencia vuestra. Pero en tales casos los cónyuges no piden de
vosotras una respuesta médica necesariamente negativa,
sin la aprobación de una «técnica» de la actividad conyugal asegurada contra
el riesgo de la maternidad. Y he aquí que con esto sois llamadas de nuevo a ejercitar
vuestro apostolado en cuanto que no tenéis que dejar ninguna duda sobre que,
hasta en estos casos extremos, toda maniobra preventiva y todo atentado directo
a la vida y al desarrollo del germen está prohibidlo y excluida en conciencia y
que sólo un camino permanece abierto: es decir, el de
la abstinencia
de toda actuación completa de la facultad natural. Aquí vuestro apostolado os
obliga a tener un juicio claro y segura y una tranquila firmeza.
“Pero se objetará que tal abstinencia es
imposible, que tal heroísmo es impracticable. Esta objeción la oiréis
vosotras, la leeréis con frecuencia hasta por parte de quienes, por deber y por competencia,
deberían estar en situación de juzgar de modo muy distinto. Y como prueba se
aduce el siguiente argumento: «Nadie está obligado a lo imposible, y ningún legislador razonable
se presume que quiera obligar con su ley también a lo imposible. Pero para los
cónyuges la abstinencia durante un largo período es imposible. Luego no están
obligados a la abstinencia. Le ley divina no puede tener este sentido».
“De este modo, de premisas parciales
verdaderas se deduce una consecuencia falsa. Para convencerse de ello basta invertir
los términos del argumento: «Dios no obliga a lo imposible. Pero Dios obliga a
los cónyuges a la abstinencia si su unión no puede ser llevada a cabo según las
normas de la Naturaleza. Luego en estos casos la abstinencia es posible». Como
confirmación de tal argumento, tenemos la doctrina del Concilio de Trento, que
en el capítulo sobre la observancia necesaria y posible de los mandamientos,
enseña, refiriéndose a un pasaje de San Agustín: «Dios no manda cosas imposibles,
pero cuando manda advierte que hagas lo que puedes y que pidas lo que no
puedes y El ayuda para que puedas»”.
R.P. Juan Carlos Ceriani, tomado de la revista Iesus Christus.