¿En qué consiste, pues, esa dignidad que la mujer ha recibido de Dios?
Preguntad a la naturaleza humana, tal como el
Señor la ha formado, elevado, redimido con la sangre de Cristo. En su dignidad
personal de hijos de Dios, el hombre y la mujer son absolutamente iguales,
como también lo son con respecto al fin último de la vida humana, que es la
eterna unión con Dios en la felicidad del cielo. Gloria imperecedera de la
Iglesia es haber restituido a su luz y a su debido honor esta verdad y haber
libertado a la mujer de una degradante servidumbre contraria a la naturaleza. Pero el hombre y la mujer no pueden mantener
y perfeccionar esta su igual dignidad, sino respetando y realizando las
cualidades peculiares que la naturaleza ha dado al uno y a la otra, cualidades
físicas y espirituales indestructibles, cuyo orden no es posible trastornar sin
que la misma naturaleza de nuevo venga siempre a restablecerlo. Estos
caracteres peculiares, que distinguen a los dos sexos, se revelan con tal
claridad a los ojos de todos que sólo una obstinada ceguera o un doctrinarismo
no menos funesto que utópico podrían desconocer o casi ignorar su valor en los
ordenamientos sociales. Más aún. Los dos sexos, por sus mismas cualidades
peculiares, están ordenados el uno al otro de tal suerte que esa mutua coordinación ejerce su influjo en todas
las múltiples manifestaciones de la vida humana social. Por su especial
importancia nos limitaremos Nos, en este momento, a recordaros dos de ellas; el
estado matrimonial y el del celibato voluntario según el consejo evangélico.
El estado
matrimonial.
El fruto de una verdadera vida común conyugal
comprende no sólo los hijos, cuando Dios los concede a los esposos, y los
beneficios materiales y espirituales que la vida de familia ofrece al género
humano. Toda la civilización en cada
uno de sus aspectos, los pueblos y la sociedad de los pueblos, la Iglesia
misma, en una palabra, todos los verdaderos bienes de la humanidad sienten sus
felices efectos, allí donde esta vida conyugal florece en el orden, allí donde
la juventud se habitúa a contemplarla, a honrarla, a amarla como un santo
ideal.
Nefastas
consecuencias del egoísmo.
Allí, empero donde los dos sexos, olvidando
la íntima armonía querida y establecida por Dios, se entregan a un perverso
individualismo; donde no son mutuamente sino objeto de egoísmo y de pasión;
donde no cooperan en mutuo acuerdo al servicio de la humanidad, según los
designios de Dios y de la
naturaleza; donde la juventud, despreocupada de sus responsabilidades, ligera y
frívola en su espíritu y en su conducta, se convierte moral y físicamente en
inepta para la santa vida del matrimonio; allí el bien común de la sociedad
humana, tanto en el orden espiritual como en el temporal, se encuentra
gravemente comprometido, y aun la misma Iglesia de Dios tiembla, no por su
propia existencia -¡ella tiene las promesas divinas!- sino por el mayor fruto
de su misión entre los hombres.
El celibato voluntario según el consejo evangélico.
Pero ved cómo desde hace casi veinte siglos,
en todas las generaciones, millares y millares de hombres y de mujeres, entre los mejores, renuncian libremente, para
seguir el consejo de Cristo, a una propia familia, a los santos deberes y
sacros derechos de la vida matrimonial. El bien común de los pueblos y de la
Iglesia, ¿queda tal vez por ello expuesto a peligro? Muy al contrario; esos
espíritus generosos reconocen la asociación de los dos sexos en el matrimonio
como un alto bien. Pero, si se apartan de la vida ordinaria, del sendero
trillado, ellos, lejos de desertar de él, conságranse al servicio de la
humanidad, mediante el completo desasimiento de sí mismos y de sus propios
intereses, con una actividad incomparablemente más amplia, total, universal.
Contemplad a esos hombres y a esas mujeres: vedles dedicados a la oración y a
la penitencia; consagrados a la instrucción y a la educación de la juventud y
de los ignorantes; inclinados junto a la cabecera de los enfermos y de los
agonizantes; con el corazón abierto a
todas las miserias y a todas las debilidades, para rehabilitarlas, para
confortarlas, para reanimarlas, para santificarlas.
La joven cristiana queda sin casarse a su pesar.
Cuando se piensa en las jóvenes y en las
mujeres que voluntariamente renuncian al matrimonio, para consagrarse a una
vida más alta de contemplación, de sacrificio y de caridad inmediatamente salta a los labios una luminosa palabra: ¡la vocación! Es la única palabra que
se ajusta a sentimiento tan elevado. Esta vocación, esta llamada de amor, se hace sentir en las formas
más diversas, como son infinitamente diversas, las modulaciones de la voz
divina: invitaciones irresistibles, inspiraciones que apremian afectuosamente,
dulces impulsos. Pero también la joven cristiana, que a pesar suyo ha
quedado sin casarse, pero que firmemente cree en la Providencia del Padre
celestial, en las vicisitudes de la vida reconoce la voz del Maestro: El
Maestro está aquí y te llama (I Jn., 11, 28). Ella responde; ella renuncia
al dulce sueño de su adolescencia y de su juventud: ¡tener un compañero fiel en
la vida, formarse una familia! y, ante la imposibilidad del matrimonio,
vislumbra su vocación; entonces, con el corazón quebrantado pero sumiso,
también ella se entrega, toda por completo, a las obras de bien más nobles y
más variadas.
La maternidad, oficio natural de la mujer.
Tanto en uno como
en otro estado, el oficio de la mujer aparece netamente trazado por los rasgos,
por las aptitudes, por las facultades privativas de su sexo. Ella colabora con el hombre,
pero en el modo que le es propio, según su natural tendencia. Ahora bien; el
oficio de la mujer, su manera, su inclinación innata, es la maternidad. Toda
mujer está destinada a ser madre: madre en el sentido físico de la palabra, o
bien en un sentido más espiritual y elevado, pero no menos real. A ese fin ha
ordenado el Creador todo el ser propio de la mujer, su organismo, pero también
su espíritu, y, sobre todo, su exquisita sensibilidad. De modo que la mujer,
verdaderamente tal, no puede ver ni comprender a fondo todos los problemas de
la vida humana, sino tan sólo bajo el
aspecto de la familia. Por ello el sentimiento refinado de su dignidad
la conmueve siempre que el orden social o político amenaza con dañar a su
misión maternal, al bien de la familia. Tales son hoy, desgraciadamente, las
condiciones sociales y políticas: y aun pudieran tornarse más inseguras para la
santidad del hogar doméstico, y, por ende, para la dignidad de la mujer.
Vuestra hora ha sonado, mujeres y jóvenes católicas; la vida social tiene
necesidad de vosotras: a cada una de vosotras puede decirse: ¡Se trata de lo
tuyo! (Horat. Epist. L. I, Ep. XVIII, 84.)
El campo de la actividad de la mujer.
La actividad femenina se desarrolla en gran parte en los trabajos y en las ocupaciones de la
vida doméstica, que contribuyen, más y mejor de lo que generalmente podría
pensarse, a los verdaderos intereses de la comunidad social. Pero estos
intereses requieren, además, una falange de mujeres que dispongan de mayor
tiempo para poder dedicarse a aquéllos más directa e íntegramente.
Esta parte directa, esta colaboración
efectiva en la actividad social y política, en nada altera el carácter propio
de la actividad normal de la mujer. Asociada a la obra del hombre en el campo
de las instituciones civiles, ella se
aplicará principalmente a aquellas materias que exigen tacto, delicadeza,
instinto maternal, antes que rigidez administrativa. ¿Quién mejor que
ella puede comprender lo que requieren la dignidad de la mujer, la integridad y
el honor de la joven, la protección y la educación del niño? Y en todas estas
materias, ¡cuántos problemas reclaman la atención y la actividad de gobernantes
y legisladores! Sólo la mujer sabrá, por ejemplo, templar con la bondad, sin
daño para la eficacia, la represión del libertinaje; sólo ella podrá encontrar
los caminos para salvar de la humillación y educar en la honradez y en las
virtudes religiosas y civiles a la niñez moralmente abandonada; sólo ella podrá
hacer fructífera la obra del patronato y de la rehabilitación de los libertados
de la cárcel o de las jóvenes caídas; sólo ella hará salir de su corazón el
eco del grito de las madres, a las que un Estado totalitario, cualquiera que
sea su nombre, querría arrebatar la educación de sus hijos.
La preparación y formación de la mujer para la vida social
y política.
Claro es que el oficio de la mujer, así comprendido, no se improvisa. El
instinto materno es en ella un instinto humano, no determinado por la
naturaleza hasta en los últimos detalles de sus aplicaciones. Está dirigido
por una voluntad libre, y ésta se halla guiada a su vez por el entendimiento.
De aquí su valor moral y su dignidad,
pero también su imperfección, que tiene necesidad de ser compensada y
rescatada con la educación.
La educación
femenina de la
joven, y no pocas veces también la de la mujer adulta, es, por lo tanto, una condición necesaria de su preparación y de su
formación para una vida digna de ella. Evidentemente el ideal sería que
esta educación pudiera comenzar ya en la infancia, en la intimidad de un hogar
cristiano, bajo el influjo de la madre. Por desgracia no siempre sucede así, ni
siempre es posible. Sin embargo, puede al menos suplirse en parte esta
deficiencia, procurando a la joven, que por necesidad tiene que trabajar fuera
de su casa, una de aquellas ocupaciones que en cierto modo son el aprendizaje y
el entrenamiento para la vida a que se halla destinada. A ello se encaminan
también aquellas escuelas de economía doméstica, que aspiran a hacer de la niña
y de la joven de hoy la mujer y la madre del mañana.
La familia será verdaderamente la célula
vital de los hombres, que procuran honestamente su felicidad terrenal y
eterna. Todo esto lo comprende perfectamente la mujer verdaderamente tal.
Pío XII, extractos de “Questa grande”, del 21 octubre de 1945. Alocución a las
Delegadas de las Asociaciones Femeninas Católicas de Italia.