A
principios de 1848 vive en París un periodista que tiene ya dos hijas y espera
el nacimiento de un varón. Se lo participa así a un amigo: “el próximo mes
tenemos que preparar una tercera cuna. Ruegue usted a Dios que ponga un varón
en ella, y sobre todo que le conceda la más alta de las vocaciones humanas. Que
sea un sacerdote , y si es posible un religioso, y si es posible un misionero,
y si es posible un mártir. Dios hará de él lo que quiera. y cuanto haga estará
bien, pero nuestro primer varón ya le está ofrecido y consagrado en nuestros
corazones, pues lo dedicamos a la cruz que salvó al mundo. Se llamará Pedro,
para que crea, para que ame, para que su alma quede preservada de toda ponzoña
herética”.
En vez de
un varón nació una tercera niña, y luego una cuarta y una quinta, aunque los
padres seguían rogando por el nacimiento de Pedro. Cuatro años después, en
julio de 1852, pierde la menor de las hijas, y en Diciembre a la esposa, que
acaba de darle una más. En mayo de 1855 muere la mayor, en julio otra, y un mes
más tarde una más. Ante una sucesión tan impacable de desgracias, los hombres,
por firme que sea su fe, suelen a veces blasfemar de Dios. Este hombre, que
ayer no era más feliz del todo, escribe a un amigo médico esta carta que os voy
a leer:
“Mi querido Enrique. Agradezco tus palabras. Dios me envió una prueba terrible, mas lo hizo a la manera de un padre, misericordiosamente. Han penetrado en mi corazón más luces y consuelos que las lágrimas que lloré. La fe me enseña que mis hijas viven, y yo lo creo. Hasta me atrevo a decir que yo lo sé. Las contemplo en el cielo. Tengo la certidumbre que me ayudarán en lo que debo hacer para reunirme con ellas. Ante sus tumbas niego la muerte, niego hasta la separación. Sólo el pecado es muerte. Dolores como estos encienden en el alma un fuego que la purifica, consumiendo al pecado. Jamás sufrí tanto, y jámas, también, sentí en mi serenidad más celestial. Dios obra con nosotros como tú procedes con tus enfermos. Les suministras amargos menjurjes; tajas, cortas, quemas para curarlos. La ciencia del Señor no es limitada ni falible. Acércate, mi querido amigo, a estas verdades divinas. Lo son todo, y el hombre no es nada sino por ellas. Purifican la alegría, santifican el dolor, dan la solución de todos los enigmas. Si no las tuviera, arrojaría mi fardo, o quedaría aplastado bajo su peso. Con ellas, lo cargo. Si estuvieras aquí con nosotros comprenderías lo que es la religión, viendo a mi hermana. Verías el colmo del dolor y el colmo del valor. Amaba a mis hijas como una madre. Tuvo que sepultarlas, y sus lágrimas corren desde entonces, pero no muestra al mundo sino un rostro sereno y sonriente. No estamos aplastados, sino de rodillas, pues no tenemos que hacer ningún esfuerzo para someternos a la voluntad de Dios, bendiciéndola y amándola.
“Adiós, mi querido amigo. Saludo fraternalmente a tu mujer, y te abrazo con toda la ternura de mi vieja amistad”.
Yo no
conozco en cuanto leí en mis años una página de igual sublimidad. Resplandece
de la grandeza desmesurada y humilde que Dios presta a las almas que arden de
amor por El. Es el grito de un corazón que sufre el mayor dolor de los dolores,
mas lo profiere con serenidad casi sobrenatural.
La suya
es una tremenda voz sonora que clama en Francia, desde hace años, sin miedo de
los grandes ni de los fuertes, contra los enemigos de Dios, contra los
ofensores de la Iglesia de Dios, contra los negadores de la verdad de Dios. Sus
palabras suscitan el odio de unos y el amor de otros, porque es terrible en la
polémica, ardiente en el combate, tesonero en el propósito, duro en el
desprecio, mordaz en el sarcasmo, absoluto en la afirmación, gallardo en la
apostura, tajante en la embestida, impávido ante el ataque, siendo además un
magnífico escritor en cuya prosa el estilo brilla como un infalible instrumento
de eficacia, belleza y persuasión.
Se llama
Louis Veuillot.
Juan
P. Ramos, “Louis Veillot”, Bs. As. Adsum. 1938.