El pensamiento del hombre moderno, del hombre que ha
renegado de Dios (o lo hizo a su medida, lo cual es esencialmente lo mismo), lo
ha llevado a creer en que él, por sí mismo, puede hacer las leyes a su medida
prescindiendo totalmente de toda ley moral objetiva fuera del sí mismo. Tal
error filosófico se lo llama positivismo
jurídico. Este error, ha llevado a que los hombres hagan las leyes según conveniencias
políticas y económicas de poder, generalmente guiados por la ambición y la
soberbia, ha conducido al poder legislativo hasta la locura de legalizar
crímenes como el aborto y leyes la contra la misma naturaleza humana, como ocurre
en las llamadas “uniones” entre personas del mismo sexo o “matrimonio”
homosexual.
EL POPSITIVISMO JURÍDICO
Estrechamente ligada con el estatismo se
halla la doctrina del positivismo jurídico, que quita al derecho su verdadera
base: la ley divina natural y positiva, y pretende reemplazarla por la voluntad
del legislador. El Santo Padre, en varias ocasiones, lo denunció e hizo notar
las funestas consecuencias a que conduce. Así, en 1949 realizó un penetrante
análisis del mismo, señalando su origen y su actual vinculación con el
totalitarismo, y haciendo referencia, además, a los procesos contra los “criminales
de guerra”.
Las causas de tales crisis [en la
administración de la justicia] han de buscarse principalmente en el
positivismo jurídico y en el absolutismo del Estado; dos manifestaciones que a
su vez derivan y dependen una de otra. En efecto, sustraída al derecho su base
constituida por la ley divina natural y positiva, y por lo mismo inmutable, no
queda sino fundarlo sobre la ley del Estado como norma suprema, y he aquí
puesto el principio del Estado absoluto. A su vez este Estado absoluto buscará
necesariamente someter todas las cosas a su arbitrio y, especialmente, hacer
servir el mismo derecho a sus propios fines. [... ]
En el campo de la acción humana consciente
del bien y del mal, del precepto, del permiso y de la prohibición, la voluntad
ordenadora del Creador se manifiesta mediante el mandato moral de Dios
inscripto en la naturaleza y en la revelación, y también mediante el precepto
o la ley de la legítima autoridad humana en la familia, en el Estado y en la
Iglesia. Si la actividad humana se regula y se dirige según esas normas,
permanece por sí misma en armonía con el orden universal querido por el
Creador.
En esto encuentra su respuesta la cuestión
del derecho verdadero y falso. El simple hecho de ser declarado por el poder
legislativo norma obligatoria del Estado, tomado sólo y por sí, no basta para
crear un verdadero derecho. El “criterio del simple hecho” vale sólo para Aquél
que es el autor y la regla soberana de todo derecho, Dios. Aplicarlo al
legislador humano indistinta y definitivamente, como si su ley fuese la norma
suprema del derecho, es el error del positivismo jurídico en el sentido propio
y técnico de la palabra; error que está en la base del absolutismo del Estado y
que equivale a una deificación del mismo Estado.
El siglo XIX es el gran responsable del positivismo jurídico.
Si sus consecuencias han tardado en hacerse sentir con toda su gravedad en la
legislación, se debe al hecho de que la cultura estaba aún impregnada por el
pasado cristiano y a que los representantes del pensamiento cristiano podían
todavía, casi en todas partes, hacer oír su voz en las asambleas legislativas.
Debía venir el Estado totalitario de sello anticristiano, el Estado que —por
principio o al menos de hecho— rompía todo freno ante el supremo derecho
divino, para revelar al mundo la verdadera faz del positivismo jurídico.
Hay que volver muy atrás en la historia para
encontrar un así llamado “derecho legal”, que despoja al hombre de toda dignidad
personal; que le niega el derecho fundamental a la vida y a la integridad de
sus miembros, refiriendo una y otra al arbitrio del partido y del Estado; que
no reconoce al individuo el derecho al honor y al buen nombre; que discute a
los padres el derecho sobre sus hijos y el deber de su educación; que,
sobre todo, considera el reconocimiento de Dios, supremo Señor, y la
dependencia del hombre hacia El cómo sin interés para el Estado y la comunidad
humana. Este “derecho legal”, en el sentido expuesto, ha dislocado el orden
establecido por el Creador; ha llamado al desorden orden, a la tiranía
autoridad, a la esclavitud libertad, al delito virtud patriótica.
Tal era y tal es aún, debemos decirlo, en
algunos lugares, el “derecho legal”. Todos hemos sido testigos del modo cómo algunos,
que habían obrado según este derecho, han sido después llamados a rendir
cuentas ante la justicia humana. Estos procesos no sólo han entregado a
verdaderos criminales a la suerte que merecían; han demostrado también la
intolerable condición a que puede ser reducido, por una ley del Estado
completamente dominada por el positivismo jurídico, un funcionario público que,
por su naturaleza y librado a sus sentimientos, habría sido un hombre probo.
Se ha observado cómo, según los principios
del positivismo jurídico, aquellos procesos habrían debido concluir en otras
tantas absoluciones, aun en los casos de delitos que repugnan al sentimiento
humano y llenan de horror al mundo. Los acusados se encontraban, por así
decirlo, cubiertos por el “derecho vigente”. ¿De qué eran culpables, sino de
haber hecho lo que este derecho prescribía o permitía?
No pretendemos ciertamente excusar a los
verdaderos culpables. Pero la mayor responsabilidad recae sobre los profetas,
sobre los propugnadores, sobre los creadores de una cultura, de un poder del
Estado, de una legislación, que no reconoce a Dios y sus derechos soberanos.
Dondequiera que estos profetas estaban o están todavía actuando, debe surgir la
renovación y la restauración del verdadero pensamiento jurídico.
Es necesario que el orden jurídico se sienta
nuevamente ligado al orden moral, sin permitirse traspasar los confines de
éste. Ahora bien, el orden moral está esencialmente fundado en Dios, en su
voluntad, en su santidad, en su ser. Incluso la más profunda o más sutil
ciencia del derecho no podría indicar otro criterio para distinguir las leyes
injustas de las justas, el simple derecho legal del verdadero derecho, que aquel perceptible con la sola luz
de la razón en la naturaleza de las cosas y en el mismo hombre, el de la ley
escrita por el Creador en el corazón humano (cfr. Rom., 2, 14-15) y
confirmada expresamente por la revelación. Si el derecho y la ciencia jurídica
no quieren renunciar a la única guía capaz de mantenerlos en el recto camino,
deben reconocer las "obligaciones éticas" como normas objetivas válidos
también para el orden jurídico.
(Alocución
a la Sacra Romana Rota, 13 noviembre 1949.)
También
mostró el Sumo Pontífice la coincidencia de criterio que en esta materia existe
entre dos concepciones políticas aparentemente opuestas, cuales son el
liberalismo y el totalitarismo.
Por su actitud acerca de la opinión pública,
la Iglesia se coloca como una barrera en frente del totalitarismo, el cual,
por su misma naturaleza, es necesariamente enemigo de la verdadera y libre
opinión de los ciudadanos. En efecto, es por su misma naturaleza por lo que
rechaza este orden divino y la relativa autonomía que éste reconoce a todos los
dominios de la vida, en cuanto que tienen su origen en Dios.
Esta oposición se ha afirmado de nuevo
manifiestamente con ocasión de los dos discursos en que Nos quisimos
recientemente hacer luz sobre la posición del juez respecto a la ley[1].
Nos hablábamos entonces de las normas objetivas del derecho, del derecho divino
natural, que garantiza a la vida jurídica de los hombres la autonomía requerida
por una viva y segura adaptación a las condiciones de cada tiempo. Que los
totalitarios no nos hayan comprendido, ellos para quienes la ley y el derecho
no son más que instrumentos en las manos de los círculos dominantes, Nos lo
esperábamos ya. Pero comprobar las mismas incomprensiones de parte de ciertos
medios que por largo tiempo se habían constituido como campeones de la
concepción liberal de la vida, que habían condenado a hombres por el solo
pecado de sus relaciones con leyes y preceptos contrarios a la libertad, he ahí
algo que es muy para sorprendernos. Porque, en fin, que el juez al pronunciar
la sentencia se sienta atado por la ley positiva y obligado a interpretarla
fielmente, no hay en ello nada incompatible con el reconocimiento del derecho
natural; más aún, es una de sus exigencias. Pero lo que no se podría
legítimamente conceder es que este vínculo sea anudado exclusivamente por el
acto del legislador humano de quien emana la ley. Esto sería reconocer a la
legislación positiva una seudomajestad que no se diferenciaría en nada de la
que el racismo o el nacionalismo atribuía a la producción jurídica totalitaria,
poniendo bajo sus pies los derechos naturales de las personas físicas y
morales.
(Alocución
al I Congreso Internacional de la Prensa Católica, 17 febrero 1950.)
El positivismo jurídico puede dar base a los
peores excesos, como lo demuestra la historia antigua y reciente.
El positivismo jurídico extremo no se puede
justificar ante la razón. Representa el principio: “El derecho abarca todo
cuanto está establecido como “derecho” por el poder legislativo en la comunidad
nacional o internacional, y nada más que eso, independientemente por completo
de cualquier exigencia fundamental de la razón o de la naturaleza”. Si se va a
la aplicación de este principio, nada puede impedir que un contrasentido
lógico y moral, la pasión desencadenada, los caprichos y la violencia brutal
de un tirano y de un criminal lleguen a constituir “el derecho”. La historia,
como se sabe, nos proporciona más de un ejemplo de esta
posibilidad que ha llegado
a ser realidad.
(Alocución
a los miembros del Congreso de Derecho Penal Internacional, 3 octubre 1953.)
Citas
tomadas de la obra de César H. Belaúnde,
“La política en el pensamiento de Pío XII”,
EMECÉ editores, Buenos Aires, 1962, págs. 138-142.
[1] Se
trata de la alocución a la Sacra Romana Rota, ya citada, y de otra a los
participantes en el Congreso de la Unión de Juristas Católicos Italianos, el 6
de noviembre de 1949. En esta última el Papa se refirió a la aplicación
judicial de leyes injustas.