martes, 20 de noviembre de 2012

Pío XII: el positivismo jurídico.





El pensamiento del hombre moderno, del hombre que ha renegado de Dios (o lo hizo a su medida, lo cual es esencialmente lo mismo), lo ha llevado a creer en que él, por sí mismo, puede hacer las leyes a su medida prescindiendo totalmente de toda ley moral objetiva fuera del sí mismo. Tal error filosófico se lo llama positivismo jurídico. Este error, ha llevado a que los hombres hagan las leyes según conveniencias políticas y económicas de poder, generalmente guiados por la ambición y la soberbia, ha conducido al poder legislativo hasta la locura de legalizar crímenes como el aborto y leyes la contra la misma naturaleza humana, como ocurre en las llamadas “uniones” entre personas del mismo sexo o “matrimonio” homosexual.


EL POPSITIVISMO JURÍDICO

Estrechamente ligada con el estatismo se halla la doctrina del positivismo jurídico, que quita al derecho su verdadera base: la ley divina natural y positiva, y pretende reemplazarla por la voluntad del legislador. El Santo Padre, en varias ocasiones, lo de­nunció e hizo notar las funestas consecuencias a que conduce. Así, en 1949 realizó un penetrante análisis del mismo, señalando su origen y su actual vinculación con el totalitarismo, y hacien­do referencia, además, a los procesos contra los “criminales de guerra”.

Las causas de tales crisis [en la administración de la justicia] han de buscarse principalmente en el positivismo jurídico y en el absolutismo del Estado; dos manifestaciones que a su vez de­rivan y dependen una de otra. En efecto, sustraída al derecho su base constituida por la ley divina natural y positiva, y por lo mismo inmutable, no queda sino fundarlo sobre la ley del Estado como norma suprema, y he aquí puesto el principio del Estado absoluto. A su vez este Estado absoluto buscará necesariamente someter todas las cosas a su arbitrio y, especialmente, hacer servir el mismo derecho a sus propios fines. [... ]
En el campo de la acción humana consciente del bien y del mal, del precepto, del permiso y de la prohibición, la voluntad ordenadora del Creador se manifiesta mediante el mandato mo­ral de Dios inscripto en la naturaleza y en la revelación, y tam­bién mediante el precepto o la ley de la legítima autoridad hu­mana en la familia, en el Estado y en la Iglesia. Si la actividad humana se regula y se dirige según esas normas, permanece por sí misma en armonía con el orden universal querido por el Creador.
En esto encuentra su respuesta la cuestión del derecho verda­dero y falso. El simple hecho de ser declarado por el poder le­gislativo norma obligatoria del Estado, tomado sólo y por sí, no basta para crear un verdadero derecho. El “criterio del sim­ple hecho” vale sólo para Aquél que es el autor y la regla so­berana de todo derecho, Dios. Aplicarlo al legislador humano indistinta y definitivamente, como si su ley fuese la norma suprema del derecho, es el error del positivismo jurídico en el sen­tido propio y técnico de la palabra; error que está en la base del absolutismo del Estado y que equivale a una deificación del mismo Estado.
El siglo XIX es el gran responsable del positivismo jurídico. Si sus consecuencias han tardado en hacerse sentir con toda su gra­vedad en la legislación, se debe al hecho de que la cultura es­taba aún impregnada por el pasado cristiano y a que los repre­sentantes del pensamiento cristiano podían todavía, casi en todas partes, hacer oír su voz en las asambleas legislativas. Debía venir el Estado totalitario de sello anticristiano, el Estado que —por principio o al menos de hecho— rompía todo freno ante el su­premo derecho divino, para revelar al mundo la verdadera faz del positivismo jurídico.
Hay que volver muy atrás en la historia para encontrar un así llamado “derecho legal”, que despoja al hombre de toda dig­nidad personal; que le niega el derecho fundamental a la vida y a la integridad de sus miembros, refiriendo una y otra al ar­bitrio del partido y del Estado; que no reconoce al individuo el derecho al honor y al buen nombre; que discute a los padres el derecho sobre sus hijos y el deber de su educación; que, sobre todo, considera el reconocimiento de Dios, supremo Señor, y la dependencia del hombre hacia El cómo sin interés para el Es­tado y la comunidad humana. Este “derecho legal”, en el sen­tido expuesto, ha dislocado el orden establecido por el Creador; ha llamado al desorden orden, a la tiranía autoridad, a la escla­vitud libertad, al delito virtud patriótica.
Tal era y tal es aún, debemos decirlo, en algunos lugares, el “derecho legal”. Todos hemos sido testigos del modo cómo al­gunos, que habían obrado según este derecho, han sido después llamados a rendir cuentas ante la justicia humana. Estos procesos no sólo han entregado a verdaderos criminales a la suerte que merecían; han demostrado también la intolerable condición a que puede ser reducido, por una ley del Estado completamente dominada por el positivismo jurídico, un funcionario público que, por su naturaleza y librado a sus sentimientos, habría sido un hombre probo.
Se ha observado cómo, según los principios del positivismo ju­rídico, aquellos procesos habrían debido concluir en otras tantas absoluciones, aun en los casos de delitos que repugnan al senti­miento humano y llenan de horror al mundo. Los acusados se encontraban, por así decirlo, cubiertos por el “derecho vigente”. ¿De qué eran culpables, sino de haber hecho lo que este de­recho prescribía o permitía?
No pretendemos ciertamente excusar a los verdaderos culpa­bles. Pero la mayor responsabilidad recae sobre los profetas, so­bre los propugnadores, sobre los creadores de una cultura, de un poder del Estado, de una legislación, que no reconoce a Dios y sus derechos soberanos. Dondequiera que estos profetas estaban o están todavía actuando, debe surgir la renovación y la restau­ración del verdadero pensamiento jurídico.
Es necesario que el orden jurídico se sienta nuevamente ligado al orden moral, sin permitirse traspasar los confines de éste. Aho­ra bien, el orden moral está esencialmente fundado en Dios, en su voluntad, en su santidad, en su ser. Incluso la más profunda o más sutil ciencia del derecho no podría indicar otro criterio para distinguir las leyes injustas de las justas, el simple derecho legal del verdadero  derecho, que aquel perceptible con la sola luz de la razón en la naturaleza de las cosas y en el mismo hom­bre, el de la ley escrita por el Creador en el corazón humano (cfr. Rom., 2, 14-15) y confirmada expresamente por la revela­ción. Si el derecho y la ciencia jurídica no quieren renunciar a la única guía capaz de mantenerlos en el recto camino, deben reconocer las "obligaciones éticas" como normas objetivas váli­dos también para el orden jurídico.

(Alocución a la Sacra Romana Rota, 13 noviembre 1949.)

También mostró el Sumo Pontífice la coincidencia de criterio que en esta materia existe entre dos concepciones políticas apa­rentemente opuestas, cuales son el liberalismo y el totalitarismo.

Por su actitud acerca de la opinión pública, la Iglesia se colo­ca como una barrera en frente del totalitarismo, el cual, por su misma naturaleza, es necesariamente enemigo de la verdade­ra y libre opinión de los ciudadanos. En efecto, es por su mis­ma naturaleza por lo que rechaza este orden divino y la relativa autonomía que éste reconoce a todos los dominios de la vida, en cuanto que tienen su origen en Dios.
Esta oposición se ha afirmado de nuevo manifiestamente con ocasión de los dos discursos en que Nos quisimos recientemente hacer luz sobre la posición del juez respecto a la ley[1]. Nos hablábamos entonces de las normas objetivas del derecho, del derecho divino natural, que garantiza a la vida jurídica de los hombres la autonomía requerida por una viva y segura adapta­ción a las condiciones de cada tiempo. Que los totalitarios no nos hayan comprendido, ellos para quienes la ley y el derecho no son más que instrumentos en las manos de los círculos dominan­tes, Nos lo esperábamos ya. Pero comprobar las mismas incom­prensiones de parte de ciertos medios que por largo tiempo se ha­bían constituido como campeones de la concepción liberal de la vida, que habían condenado a hombres por el solo pecado de sus relaciones con leyes y preceptos contrarios a la libertad, he ahí algo que es muy para sorprendernos. Porque, en fin, que el juez al pronunciar la sentencia se sienta atado por la ley positiva y obligado a interpretarla fielmente, no hay en ello nada incom­patible con el reconocimiento del derecho natural; más aún, es una de sus exigencias. Pero lo que no se podría legítimamen­te conceder es que este vínculo sea anudado exclusivamente por el acto del legislador humano de quien emana la ley. Esto sería reconocer a la legislación positiva una seudomajestad que no se diferenciaría en nada de la que el racismo o el nacionalismo atribuía a la producción jurídica totalitaria, poniendo bajo sus pies los derechos naturales de las personas físicas y morales.

(Alocución al I Congreso Internacional de la Prensa Católica, 17 febrero 1950.)

El positivismo jurídico puede dar base a los peores excesos, como lo demuestra la historia antigua y reciente.

El positivismo jurídico extremo no se puede justificar ante la razón. Representa el principio: “El derecho abarca todo cuanto está establecido como “derecho” por el poder legislativo en la comunidad nacional o internacional, y nada más que eso, inde­pendientemente por completo de cualquier exigencia fundamental de la razón o de la naturaleza”. Si se va a la aplicación de es­te principio, nada puede impedir que un contrasentido lógico y moral, la pasión desencadenada, los caprichos y la violencia bru­tal de un tirano y de un criminal lleguen a constituir “el dere­cho”. La historia, como se sabe, nos proporciona más de un ejemplo de  esta   posibilidad   que ha  llegado  a   ser  realidad.

(Alocución a los miembros del Congreso de Derecho Penal Internacio­nal, 3 octubre 1953.)


Citas tomadas de la obra de César H. Belaúnde, “La política en el pensamiento de Pío XII”, EMECÉ editores, Buenos Aires, 1962, págs. 138-142.


[1] Se trata de la alocución a la Sacra Romana Rota, ya citada, y de otra a los participantes en el Congreso de la Unión de Juristas Cató­licos Italianos, el 6 de noviembre de 1949. En esta última el Papa se refirió a la aplicación judicial de leyes injustas.