Importancia
de la cuestión.
En el punto a que hemos llegado en la
demostración cristiana y habiendo establecido la realidad histórica de los
milagros de Jesús, podría parecer que ya estaba todo hecho y que el milagro de
la resurrección no hace falta para atestiguar la misión divina de Cristo. Aun
siendo esto verdad, es, sin embargo, del mayor interés para el apologista
demostrar la resurrección por las pruebas más sólidas, para que no queden sin
respuesta los ataques de los adversarios, pues a más de que es el prodigio de
los prodigios, un milagro profetizado por
Nuestro Señor mismo —por consiguiente milagro
y profecía a la vez— ha sido siempre como el fundamento y la clave de
la predicación cristiana. Los Apóstoles han creído. y predicado que Cristo resucitó
de entre los muertos; San Pedro afirmó la resurrección de Cristo en términos
formales. en sus dos primeros discursos
(Hechos, II, 24; III, 15). San Pablo, que vuelve muchas veces sobre este asunto, no vacila en
decir a los Corintios, que su fe era vana si Cristo no había resucitado (I.
Cor., XV, 17). De
lo dicho se puede deducir cuán importante sea esta cuestión.
Planteamiento
de la cuestión.
Conviene ante todo, determinar bien cómo
se plantea la cuestión del milagro de la resurrección frente a la crítica
moderna. Dos cosas son necesarias para que la resurrección de Jesús tenga todo
su valor apologético y pueda ser considerada como un signo divino: Es
necesario: 1.° que el hecho sea históricamente cierto; y 2.° que se haya
realizado para confirmar la misión divina de Jesús. No hace falta demostrar el
carácter milagroso del hecho, pues nadie lo pone en duda; de aquí que sólo
habrá dos párrafos.
La resurrección es
un hecho históricamente cierto.
Adversarios.
El milagro de la resurrección ha encontrado
en todos los tiempos numerosos enemigos, pero sólo van a ocupar nuestra
atención los adversarios actuales. De manera general se puede establecer como
principio que, la opinión de los enemigos del cristianismo ha estado siempre
subordinada a sus prejuicios y pasiones: la de nuestros modernos racionalistas
se deriva de su filosofía que
rechaza a priori todo milagro, aun en el supuesto de que fuese aseverado por
los testimonios más fuertes y más dignos de fe. “Hoy, dice M. Stapíer, para el
hombre moderno una resurrección verdadera, el retorno a la vida orgánica de
un cuerpo realmente muerto es la imposibilidad de las imposibilidades”[1].
El asedio por parte de estos críticos está declarado de antemano y la sola
cuestión que les preocupa es descubrir el punto débil para dar el salto a la
apologética católica. Este terreno han creído encontrarlo en la crítica
literaria e histórica. Ahora ya no se dice: “nosotros no creemos en la
resurrección porque el hecho es imposible, porque está fuera de las leyes de
la naturaleza”; se contentan con afirmar: “todo hecho histórico debe ser probado
por el testimonio de aquellos que le han podido conocer ; pero la
resurrección, si se la quiere tomar en realidad histórica del mismo orden que
la muerte, no se halla atestiguada sino por testimonios discordantes... la
muerte, hecho natural y real, ha tenido testigos y podía ser referida; la
resurrección, asunto de fe, no se ha comprobado jamás..., sólo
se habla de visiones y las referencias que se dan de ella son contradictorias”[2].
La resurrección es “una creencia cristiana, no un hecho de la historia
evangélica. Y aunque se viera en ella un hecho de orden histórico, estaríamos
obligados a reconocer que este hecho no tiene la garantía de testimonios
suficientemente seguros, concordantes, claros y precisos”[3].
Como se puede apreciar por estas dos breves-alegaciones, se trata de negar el
hecho de la resurrección en nombre de la crítica histórica, pues apoyándose en
los testimonios que la relatan y oponiéndolos entre sí, se confía en anular
uno de los fundamentos principales de la creencia cristiana. De esta manera
ponen el testimonio de San Pablo en parangón con el de los Evangelistas, y como
el primero es menos detallado y de fecha anterior, se pretende que representa
la tradición primitiva, la cual no habría creído al principio más que en
la inmortalidad de Jesús y no habría llegado a la fe en la resurrección corporal
de Nuestro Señor, sino poco a poco y por etapas sucesivas, cuyas huellas se
encuentran en las narraciones evangélicas. Vamos a ver si todas estas
pretensiones están justificadas.
Pruebas
de la resurrección.
Los dos principales testimonios que nos
refieren el hecho de la resurrección son de orden cronológico:
A) el testimonio
de San Pablo, consignado en la primera Epístola a los Corintios,
escrita, según la opinión de todos los críticos, entre el año 52 y 57[4];
y
B) el testimonio de los
Evangelios, compuestos entre el año 67 y el fin del siglo primero.
A. Testimonio de San Pablo.
San Pablo, dijimos arriba, ha predicado
frecuentemente la resurrección de Cristo, pero el pasaje más importante sobre
esta materia se halla en su Epístola a los Corintios (XVI, 14). Veamos los puntos principales
de este pasaje: “Yo os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os he anunciado...
yo os he enseñado ante todo como lo aprendí yo mismo, que Cristo ha muerto por
nuestros pecados, en conformidad con las Escrituras, que fue sepultado y que
resucitó al tercer día, según las Escrituras, y se apareció a Cefas, después a
los Once. Luego se apareció una vez a más de 500 hermanos, de los cuales viven
la mayor parte, y algunos ya murieron. También se apareció a Santiago, después
a todos los Apóstoles y por último se me apareció a mí como abortivo... pero si
se predica que Cristo resucitó de entre los muertos, ¿cómo hay entre vosotros
algunos que dicen no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección
de los muertos, Cristo tampoco ha resucitado, y si Cristo no ha resucitado, es
vana nuestra predicación y vana también vuestra fe”. Del análisis imparcial de
este texto se deduce que San Pablo afirma la muerte, sepultura y resurrección
de Jesús:
a) la muerte de Jesús. “Yo os he
enseñado... que Cristo ha sido muerto por nuestros pecados conforme a las Escrituras”[5].
La muerte de Jesús, la muerte redentora, Jesús inmolándose Toluntariamente en
la cruz para rescatar la humanidad culpable —he aquí el tema ordinario de la
predicación del Apóstol; ahora bien, él declara que el hecho y la doctrina con
que él se relaciona lo ha recibido de la tradición apostólica;
b) la sepultura
de Jesús “Yo os he enseñado... que Cristo ha sido sepultado”. El vocablo griego “etaphe”,
que usa San Pablo y que se ha traducido por “fue sepultado” designa
generalmente entre los escritores sagrados del Nuevo Testamento una sepultura
distinguida; éste es el vocablo que usa San Lucas cuando habla de la sepultura
del rico en la parábola de Lázaro (Luc, XVI, 22), y es también la palabra que encontramos
en los Hechos de los Apóstoles (II,
29) a propósito de la
sepultura de David. No se trata, pues, de un sepelio vulgar en la tierra como
se pretende en la hipótesis de M. Loisy, según un fragmento de carta reproducido
por L’ Uaivers del 3 de junio de
1907, donde no vacila en afirmar que “El entierro por José de Arimatea y el
hallazgo de la tumba vacía, a los dos días después de la pasión no ofrece
ninguna garantía de autenticidad y hay derecho para suponer que en la tarde de
la pasión el cuerpo de Jesús, fue descolgado de la cruz por los soldados y
arrojado en alguna fosa común, donde no se le podría ocurrir a nadie ir a
buscarlo para reconocerlo cuando hubiera pasado algún tiempo”[6].
No sabemos en qué texto se puede apoyar tal hipótesis; seguramente no en el
vocablo etaphe empleado por San
Pablo y que designa por lo menos una sepultura ordinaria; después de esto
conjeturar que Jesús fue echado en la fosa común, no es ya crítica histórica,
sino crítica imaginaria;
c) el hecho mismo de la resurrección. A decir verdad, este tercer punto es el que más
importa al Apóstol, y el único que se dirige a la tesis que defiende.
Sin embargo, conviene observar en seguida que no trata San Pablo de probar la
resurrección de Jesús, por nadie puesta en duda, sino de recordarla como una
verdad admitida y de servirse de ella como de punto de apoyo para la demostración
de otro dogma puesto en discusión. ¿Cuál es en efecto, el fin de la primera
Epístola a los Corintios? Es probar a los fieles de esta iglesia anteriormente
evangelizados por San Pablo, que los que entre ellos niegan la resurrección de
los muertos están en el error y en el ilogismo, pues que admiten sin dificultad
la resurrección de “Jesucristo. Porque, según el pensamiento del Apóstol, estas
dos cosas están eslabonadas y la una implica la otra. No se puede negar la
resurrección de los muertos sin negar la resurrección de Cristo, y negar la resurrección
de Cristo es dar un mentís al testimonio de los Apóstoles, es decir, que han
enseñado una falsedad, y por consiguiente el cristianismo no tiene valor alguno”.
Si los muertos no resucitan, Cristo tampoco ha resucitado, y si Cristo no ha
resucitado, “vana es vuestra fe” (I, Cor., XV, 16, 17). Dada la finalidad del Apóstol es muy
natural que no insista en las pruebas de la resurrección de Cristo; le basta
hacer una selección y retener aquéllas que son a propósito' para hacer
impresión a sus lectores. Pero de los dos argumentos empleados por los
Evangelistas: el sepulcro vacío, y las apariciones, es indudable que el primero
tiene menor alcance que el segundo, puesto que el sepulcro vacío puede
explicarse por otras hipótesis que la resurrección. San Pablo, pues, deja a un
lado este primer argumento o por lo menos no habla de él, sino de una manera
indirecta. Decimos, sin embargo, que sólo habla de una manera indirecta porque cuando declara que “Cristo
ha muerto, que ha sido sepultado, y que
resucitó” es sin duda, el que
resucita el mismo que murió y fue sepultado, y ¿cómo podría ser esto si el
cuerpo hubiera permanecido en la tumba? Sin embargo, si el sepulcro vacío está
en el pensamiento de San Pablo, hay que reconocer que el Apóstol no trata de
sacar de ello ningún argumento, y se contenta en insistir en el hecho de las
apariciones. Para probar, o mejor, para recordar a los Corintios que Jesús ha
resucitado, San Pablo invoca apariciones que divide en tres grupos:
1. En el primer grupo dos apariciones, la una
a San Pedro y la otra a los Once;
2. en el segundo, tres apariciones, la
primera a quinientos hermanos, la segunda a Santiago, la tercera a todos los
Apóstoles;
3. en el tercero una sola aparición, aquella
con la cual fue beneficiado él mismo. Todas las apariciones, por lo demás,
están puestas al mismo nivel, pero se puede presumir que a los ojos de San
Pablo la aparición a los quinientos hermanos tenía una importancia señalada
porque en el momento en que escribía, unos veinticinco años después del suceso,
la mayor parte de estos testigos vivían aún, y es una especie de apelación a su
testimonio común, que San Pablo, no teme dirigirles.
Objeción.
Las apariciones, objetan los racionalistas,
están puestas por San Pablo en la misma categoría; todas fueron del mismo
orden, puesto que el Apóstol las escribe de la misma manera y emplea siempre
las mismas palabras, el verbo ophte, que se puede traducir por la expresión “ha
sido visto” o “se ha aparecido”; tal fue la aparición de Jesús a Saulo en el
camino de Damasco, tales también las otras apariciones. Toda la cuestión está,
pues, en determinar lo que pretende significar el Apóstol al decir que ha
visto a Jesús resucitado. Ahora bien, San Pablo no puede querer significar que
vio a Cristo vuelto a la vida en el cuerpo que había sido depositado en el
sepulcro, él no vio más que una luz, “un cuerpo de gloria” (Fil., III, 21) y aquella luz que él había
visto no era una luz real y objetiva; “él tuvo la sensación de ver sin que
hubiera nada al alcance de sus ojos; estaba alucinado” (1); y ¿cómo se produjo
esta alucinación? Es que, según M. Meyer, San Pablo, siendo nombre de genio,
pero afectado de una enfermedad nerviosa, y acostumbrado a semejantes visiones,
se hallaba corporal e intelectualmente predispuesto al prodigio del camino de
Damasco. Las ideas de Jesús Mesías, de Jesús principio de vida, de Jesús
viviente e inmortal se habían ido formando poco a poco y sin darse cuenta en la
subconsciencia; caminando hacia Damasco, estas ideas repentinamente irrumpieron
de la subconsciencia a la conciencia y entonces vio a Cristo en un cuerpo
glorioso espiritualizado o neumático que proyectó sobre él una luz obcecadora,
pero este cuerpo no era el cuerpo de Jesús vuelto a la vida. Todas las apariciones
mencionadas por San Pablo, concluyen los racionalistas, siendo de la misma
naturaleza que la suya, no han sido otra cosa que visiones subjetivas.
Refutación.
Admitimos con los racionalistas, como ya
hemos dicho anteriormente, que las apariciones descritas por San Pablo están
puestas en el mismo nivel, pero ¿es verdad que el Apóstol, al recordar la aparición
de que fue testigo en el camino de Damasco quiera hablar de una “visión
subjetiva”? El contexto indica todo lo contrario; el pensamiento íntimo del
Apóstol puede, con efecto, deducirse del fin que persigue en su Epístola.
Queriendo combatir la •opinión de algunos fieles de Corinto que negaban la resurrección
corporal de los muertos, San Pablo quiere demostrar su existencia y naturaleza
apoyándose en la resurrección de Jesús; luego su razonamiento hubiera sido
falso si para probar que los muertos recobrarán sus cuerpos, sus verdaderos
cuerpos aunque gloriosos y dotados de nuevas propiedades, hubiera comenzado por
decir que la resurrección de Cristo, que era su principio y ejemplar, no había
sido corpórea. Cuando declara que se le apareció Cristo resucitado, quiere decir,
pues, que ha visto el mismo cuerpo que había muerto y había sido sepultado,
idéntico al que tenía durante su vida terrestre, salvo la cualidad de cuerpo
glorioso; tal es, no cabe duda, el fondo del pensamiento del Apóstol. —Está
bien, replican los racionalistas, “los evangelistas y San Pablo no entienden
narrar impresiones subjetivas, hablan de una presencia objetiva, exterior, sensible,
no de una presencia ideal y mucho menos de una presencia imaginaria; las
condiciones de existencia de este cuerpo eran diferentes, pero era el mismo
que había sido depositado en el sepulcro y que no estaba ya en él, a lo que se
creía”[7]:
esto será verdad, pero según M. Loisy fue todo pura alucinación o simple
ilusión de parte de los Apóstoles.
1. Por lo que concierne al caso
de San. Pablo, ¿puede decirse que él fue víctima de la
alucinación? Es verdad que muchas veces en su vida tuvo
visiones, pero siempre ha procurado distinguir entre ésta y aquéllas; la
visión del camino de Damasco era a sus ojos el fundamento de su
vocación; él reivindicaba el título de Apóstol porque había visto a Cristo
glorioso y se había encontrado con él y había oído su llamamiento. Jamás
hubiera él osado prevalerse de este, título si no hubiera tenido
la convicción de que había visto a Cristo tan realmente como los otros
Apóstoles, y que había oído su voz llamándole al Apostolado.
Sin duda, prosiguen nuestros adversarios, San
Pablo fue sincero, pero esto no impide el que fuese víctima de alucinación.
Aun persiguiendo a los cristianos se fue operando en el fondo de su ser un
trabajo inconsciente, sospechó la posible verdad de la doctrina de Jesús, dudó
de la legitimidad de sus persecuciones, en una palabra, tuvo remordimientos. Estas
impresiones latentes en un principio en el interior de su ser, surgieron
súbitamente de la subsconciencia al campo de la conciencia provocando
alucinaciones de la vista y del oído y produciendo en su espíritu nuevas
convicciones que determinaron su conversión.; —Pero nada de
todo esto es histórico. Este pretendido trabajo preparatorio para la
conversión, realizado en la conciencia subliminar de San Pablo no aparece por
ninguna parte, pues Saulo siempre obra de buena fe cuando persigue a los
cristianos y cree hacer bien, defienden do las “tradiciones” de sus “mayores”,
como lo ha declarado él mismo (Gal., I, 14; Hechos, XXVI, 9). Lo que hizo, lo hizo por “ignorancia”
(I, Tim., I, 13); la hipótesis de los recprdimientos no tiene ninguna base en
los documentos escritos; sino que Saulo, en un instante, se halló convertido
y creyó en aquél cuyos discípulos perseguía.
2. Pero supongamos, si se quiere, que San
Pablo fue un alucinado; ¿se podrá decir que los otros testigos, que cita San
Pablo y los Evangelistas fueron todos alucinados? No hay duda que
favorezca esta suposición; las condiciones de número de tiempo, y de
circunstancias no permiten tal hipótesis.—1. El número. No es razonable suponer
que tantos testigos y de tan diferente carácter hayan sido víctimas en sus
sentidos de una ilusión; porque no es una vez, sino muchas las que el Señor se
muestra resucitado y no a una sola persona, y no sólo se aparece a sus
Apóstoles, sino a quinientos hermanos a la vez.—2. El tiempo; las apariciones
han tenido lugar a raíz de la muerte de Jesús, esto es, en un momento en que
los discípulos estaban desamparados y sólo pensaban en ocultarse; en tal estado
de espíritu, lo menos que podían imaginar es que el Crucificado se les
apareciese rodeado de gloria; luego las apariciones han debido imponerse de
fuera en tales condiciones de objetividad que han determinado una fe
irresistible en la resurrección.—3. Las circunstancias. Es
verdad que San Pablo no menciona circunstancia alguna; pero si nos atenemos a
la exposición de los Evangelios vemos que los Apóstoles se muestran incrédulos
al principio y. se figuran ver un espíritu. Jesús entonces les hace tocar sus
llagas (Luc, XXIV, 37,
40; Juan, XX, 27),
come delante de ellos (Luc, XXIV, 43), les hace notar que “un espíritu ni tiene carne ni
huesos” (Luc, XXVIII, 9).
¿Se dirá todavía que las alucinaciones tal como se entienden han sido verdaderas
alucinaciones objetivas producidas directamente por Dios para obtener la fe de
los Apóstoles, en Jesús viviente y triunfante? Esta hipótesis a más de no ser
más histórica que las otras, es blasfema además, puesto que considera a Dios
causa directa del error.
Conclusión.
Los ataques de los adversarios carecen de
base sólida y tenemos derecho a concluir que según el testimonio de San Pablo, la resurrección es un hecho históricamente cierto, demostrado
por seis apariciones. De estas apariciones San Pablo puede certificar una,
pues tiene conciencia de haber sido él el afortunado testigo; en cuanto a, las
otras, afirma haberlas conocido por referencias que se le hicieron al encontrarse
por primera vez en Jerusalén con los Apóstoles, y particularmente con San Pedro
y Santiago, tres años después de su conversión (Gal., I, 18), esto es, unos
cuatro años después del acontecimiento mismo, si seguimos la cronología
adoptada por M. Harnack que sitúa la conversión de San Pablo en el año mismo
de la muerte de Jesús. Así, en una época tan próxima de los hechos, los
Apóstoles creían ya en la resurrección corporal de su Maestro, luego es
imposible admitir con la escuela mística que la resurrección sea una leyenda
elaborada en la mitad del siglo segundo, ni con ciertos críticos contemporáneos
(Loisy), que los Apóstoles y los discípulos ni hayan creído
ni predicado que el cuerpo de su Maestro había salido vivo del sepulcro al tercer
día después de su muerte, y que los cristianos no habrían llegado a esta fe
sino desfigurando las creencias primitivas y las impresiones de los primeros
discípulos.
B. Testimonio de los Evangelios.
Según el testimonio de los cuatro
Evangelios, la fe en la resurrección de Jesús, nació de una doble causa: —a)
del descubrimiento del sepulcro vacío; y b) de las apariciones del Resucitado.
a) Argumento del sepulcro vacío. Según la narración de los
cuatro Evangelistas, las mujeres y los discípulos que se dirigieron al sepulcro
para embalsamar a Jesús, encontraron el sepulcro vacío, la piedra que cerraba
la entrada del sepulcro estaba apartada a un lado (Marc, XVI, 4), en el interior del sepulcro
las ropas yacían en tierra, los lienzos y el sudario separadamente (Juan, XX,
7), el cuerpo de Jesús no
estaba ya (Luc, XXIV, 3),
un ángel les anunció la resurrección, los guardias, espantados, habían huido y
fueron a anunciar la nueva a los príncipes de los sacerdotes, que les dieron
una fuerte suma de dinero para que dijeran que los discípulos les habían
arrebatado el cuerpo de Jesús mientras ellos dormían (Mat., XXVIII, 11, 13).
Así el primer argumento, invocado por los
Evangelistas en favor de la resurrección, está tomado del hecho que al día
siguiente del sábado, domingo por la mañana, el cuerpo de Jesús había
desaparecido del sepulcro donde había sido enterrado la antevíspera por José
de Arimatea.
Objeción.
El argumento del sepulcro vacío ha sido
objeto en todos los tiempos, de los más vivos ataques por parte de los
adversarios del cristianismo. —1. Algunos han admitido la materialidad del
hecho pero se han ingeniado en buscar explicaciones naturales:
1. Los judíos del primer siglo recurrieron a
la hipótesis de la substracción; acusaron a los discípulos de haberse llevado
el cuerpo de su Maestro durante la noche mientras que la guardia dormía[8].
2. Entre los críticos modernos, unos han
abandonado completamente la hipótesis de la substracción por los Apóstoles, y
así la escuela naturalista alemana (Bretsehneider, Paulus, Hase) supuso que
Jesús en la cruz no había muerto, sino que había padecido un deliquio, pero
luego la frialdad de la tumba, la virtud de los bálsamos, y el fuerte olor de
los aromas, le volvieron a la vida ,y él entonces se desembarazó de los lienzos
y sudarios que le cubrían la cabeza, y pudo salir del sepulcro gracias a un temblor
de tierra que hizo caer la piedra que sellaba la entrada; en seguida pudo
aparecer a sus discípulos, que le creyeron resucitado. Por el contrario otros
han reproducido la hipótesis de la substracción con algunas modificaciones.
Como el abatimiento de los Apóstoles aparta de ellos toda sospecha de
impostura, han supuesto que la substracción había sido hecha por los judíos[9]
que pretendían impedir la afluencia de visitantes o por el propietario del
huerto que quiso limpiar su tumba del cuerpo muerto que se había instalado en
ella[10]
o ya por el mismo José de Arimatea que no siendo discípulo de Jesús y no
habiendo prestado su sepulcro sino por caridad, pasado el sábado, se apresuraría
a sacar el cuerpo y transportarlo a otro lugar[11].
2. No pocos han negado la materialidad del
hecho y han pretendido que la relación del sepulcro vacío es una leyenda
inventada por la segunda o tercera generación cristiana y quieren ver una
prueba de ello en el silencio de San Pablo. Si San Pablo,
dicen, cuyo testimonio es anterior al de los Evangelios, no menciona el argumento
del sepulcro vacío es porque no lo conocía y que la leyenda aun no se había formado
cuando él escribía.
Refutación.
No nos entretendremos en responder largamente
a aquellos que teniendo a los Apóstoles por impostores, afirman que
fueron ellos los autores del rapto. ¿Qué interés podrían tener ellos en
inventar la fábula de la resurrección, y hacer adorar como Dios a un seductor,
del cual fueron ellas las primeras víctimas? Un tal proyecto, además, no era
razonable, ¿cómo hubieran podido ellos substraer el cuerpo de Jesús por la
violencia, por el soborno, o por la astucia? Ninguna de las tres hipótesis es
bastante seria. La violencia no es admisible por parte de hombres que habían
mostrado tan poco valor en el trance de la pasión de su maestro, el soborno no
es posible sino con mucho dinero, y los Apóstoles eran pobres; queda el
tercer medio: llevarse el cuerpo
por medio de la astucia. Se trataba, pues, de sorprender a los guardias
valiéndose de algún camino secreto, o durante la noche cuando estuviesen
dormidos, rodar la piedra sin el ruido más leve después de arrebatar el cuerpo
sin despertar a nadie y ocultarlo luego en un escondite bastante seguro para
que no se le pudiera descubrir, pero tal empresa ¿no sobrepasa los límites de
lo verosímil?
2. La
hipótesis de la muerte aparente de Jesús ha caído hoy en el más completo
descrédito, porque es necesario elegir: o se acepta la relación de los
Evangelistas tal cual es, y entonces nada autoriza a creer que la muerte de
Jesús no fue real, pues si los sufrimientos de la cruz y la herida de la lanza
no le hubieran hecho morir, seguramente hubiera muerto asfixiado por las cien
libras de aromas y por la estancia en la tumba, o se mira la relación
evangélica como una leyenda y entonces se cae en la objeción que niega la
materialidad del hecho, a la cual responderemos más adelante .
3. Decir
que el rapto ha sido obra de los judíos es una hipótesis aun más absurda y en
contradicción con los hechos; pues hay que tener en cuenta que los Apóstoles
predicaron la resurrección de Jesús no sólo ante el pueblo, sino también ante
los jefes de la nación. Pedro y Juan por esto fueron encarcelados y obligados a
comparecer ante el tribunal judío (Hechos, IV, 1, 2). ¿Se concibe entonces el silencio de
los Sanhedrinitas? “La pieza convincente estaba entre sus manos; con un gesto,
con una palabra, podían derrumbar la nueva fe cuyo rápidos progresos les inquietaba...
Si los Sanhedrinitas se callaron, si no han opuesto un rotundo mentís, es
porque no estaban en condiciones de presentarlo. Sin su consentimiento y sin su
cooperación el sepulcro había sido despojado del difunto”[12].
¿Quién lo había quitado? “No fue un amigo; no fue un enemigo; tampoco fue un
extraño. Desde más de diecinueve siglos (Mat., XXVIII, 12, 14) se han agotado ya todas
las hipótesis para escapar al milagro; a ninguna se le ha podido dar visos de
verosimilitud. Sólo, hay una respuesta posible. Cristo ha salido del
sepulcro por sí mismo; ha resucitado corporalmente”[13].
4. ¿Tiene más fundamento la suposición de que
es una leyenda de la segunda o tercera generación cristiana el hallazgo del
sepulcro vacío?[14].
¿Cómo explicar entonces la fe de los Apóstoles, la transformación total en
ellos operada a poco de la tragedia de la cruz que tanto los había acobardado
y desanimado? Si no hubo nada nuevo para alentarlos tras su profunda decepción,
si la fe en la resurrección del Maestro se fue elaborando poco a poco ¿cómo se
explica que los tímidos y cobardes en el curso de la pasión se hayan vuelto en
seguida intrépidos y valientes para predicar la Resurrección hasta ofrendar el
sacrificio de su vida?,
272. —b)
Argumento tomado de las apariciones. —Mientras que el argumento del
sepulcro vacío es sólo una prueba indirecta, pues admite otras explicaciones
que la resurrección, las apariciones constituyen una prueba directa.
Si se comparan los dos testimonios de San
Pablo y de los Evangelistas se pueden contar once apariciones, sin comprender
la del camino de Damasco a San Pablo. Dos apariciones mencionadas por San
Pablo no figuran en los Evangelistas: la aparición a los quinientos discípulos
y la de Santiago. El total de las apariciones referidas por los Evangelistas
es de nueve, siete de las cuales tuvieron lugar en Jerusalén y sus alrededores
y dos en Galilea. En el primer grupo —las apariciones hierosolimitanas—, se
cuentan las apariciones:
1. a María Magdalena (Marc, XVI,
9; Juan, XX, 14, 15):
2. a las santas mujeres que
volvían del sepulcro (Mat., XXVIII, 9);
3. a San Pedro (Luc, XXIV, 34);
4. a los dos discípulos de Eminaüs
(Marc., XXI, 12;
Luc., XXIV, 13 y
siguientes);
5. a los Apóstoles reunidos en el
Cenáculo, estando ausente Tomás (Marc., XVI, 14; Luc., XXIV, 36 y siguientes; Juan XX, 19, 25). Estas cinco primeras
apariciones tuvieron lugar en la Pascua.
6. ocho días después en Jerusalén
todavía, Jesús se apareció a los once Apóstoles, presente Tomás, a quien invita
el Señor a tocar sus llagas de manos y costado (Juan, XX, 26, 29);
7. en Galilea, se apareció a siete
discípulos en el lago de Tiberíades (Juan, XXI, 1, 14); después
8. a los once Apóstoles sobre una
montaña de Galilea (Mat., XXVIII, 16, 17);
9. en fin, la última aparición,
inmediatamente antes de la Ascensión, tuvo lugar en el monte Olivete, en presencia
de todos los Apóstoles reunidos (Luc, XXIV, 50).
Objeción.
Se objetan, contra el argumento sacado de
las apariciones, las divergencias que ofrecen los relatos evangélicos.
1. Se hace notar que los
Evangelistas no están acordes en el número de mujeres que fueron al sepulcro
ni en el número de ángeles que vieron.
2. Pero se invoca sobre todo la
llamada oposición entre los autores, sagrados sobre el lugar de las apariciones.
Según los críticos liberales y racionalistas, habría en los relatos evangélicos
como dos tradiciones sobrepuestas e inconciliables: la una representada por
San Mateo y San Marcos, situando las apariciones en Galilea conforme el mensaje
que el ángel transmite a las santas mujeres para los Apóstoles, la mañana
de resurrección; la otra representada por San Lucas y San Juan, poniendo el
teatro de las apariciones exclusivamente en Judea.
Refutación.
1. Estas divergencias prueban la independencia
de los historiadores, en vez de debilitar sus relatos; versan, además, sobre
puntos secundarios, como el número de mujeres, el número de ángeles; pero dejan
intacto el hecho mismo de la resurrección; donde aparece con evidencia que
las variantes en los pormenores no impiden en manera alguna la identidad del
fondo.
2. La oposición que se señala entre los
Evangelistas a propósito del teatro de las apariciones no es tan evidente como
se afirma, pues no se ha demostrado la existencia de dos tradiciones distintas,
la de Jerusalén y la de Galilea, y mucho menos, que cada evangelista sólo
conociera una de las dos tradiciones. ¿Cómo se puede pretender que San Mateo,
que con San Marcos representa la tradición de Galilea, ignore la tradición de
Judea, si le vemos referir una aparición de Jesús a las santas mujeres en el
momento en que se retiraban del sepulcro? (Mat., XXVIII, 8, 9). El final de San Marcos
trae también dos apariciones en Jerusalén, pero no queremos insistir en este
hecho, pues nuestros adversarios consideran apócrifo este final. El Evangelio
de San Juan, tomado en su totalidad, con su apéndice, refiere apariciones de
Judea y de Galilea. Únicamente San Lucas se limita a las apariciones en la
Judea. Luego, en definitiva, exceptuando este último, los Evangelistas conocen
los dos teatros de apariciones de Cristo, y el exclusivismo que se quisiera
encontrar en sus narraciones no existe realmente más que en el espíritu
de los críticos racionalistas. Tres Evangelistas, por lo menos, entre cuatro,
han recogido la doble tradición: la de Jerusalén y la de Galilea.
Por lo demás, podemos observar que la mayor
parte de las divergencias se explican perfectamente por el fin diverso que se propusieron los
Evangelistas. Así San Mateo, escribiendo para el mundo judío en el cual se susurraba Que los discípulos habían Quitado del sepulcro el cuerpo de Cristo, muestra
la inverosimilitud de una tal acusación, por el relato de la guardia puerta en el sepulcro y por el hecho de haber sido sellada la piedra del
mismo. San Marcos, escribiendo para el mundo romano, muy aficionado a las formas jurídicas, explica primeramente que la muerte de Jesús fue comprobada oficialmente por una
encuesta de Pilatos con el Centurión, encargado de la ejecución de la
sentencia, y después insiste sobre la incredulidad
de los discípulos que no querían dar fe al relato de María Magdalena.
San Lucas, escribiendo para el mundo
griego, en el cual el testimonio de las mujeres no era válido en
justicia y en el cual la resurrección de los muertos era considerada como un
absurdo, no menciona más que las apariciones
a los hombres (a los dos discípulos de Emaús, a Pedro, a los Once
y sus compañeros) y aporta una serie de detalles materiales a fin de demostrar
que el cuerpo resucitado de Cristo no era un fantasma, sino un cuerpo real, puesto que se dejaba
tocar y comía y bebía en presencia de todos. Siguiendo, pues, caminos
diferentes, los Evangelistas se apropiaron cada uno lo que entraba de lleno en
su plan particular y lo que más podía convenir a sus lectores; sería, por
tanto, un error manifiesto el concluir que ellos ignoraban los hechos que dejan de referir en sus escritos.
Conclusión.
Así, del examen de documentos, resulta que
desde los primeros días, los Apóstoles, tanto por el descubrimiento del
sepulcro vacío, cuanto por las apariciones, creyeron que su Maestro había resucitado
y se lo representaron superviviente, no sólo en su alma inmortal, sino también
en su cuerpo. Ellos creyeron que
su cuerpo no quedó ten el sepulcro sino que vivía de nuevo y para siempre transformado
y glorificado[15].
El milagro de la resurrección se hizo para
confirmar la misión divina de Jesús.
La conexión
entre la resurrección de Jesús y su misión divina es tan patente que
jamás ha sido objeto de controversia. Entre los adversarios del cristianismo y
sus apologistas, el debate ha tenido lugar, pero únicamente sobre el hecho de la resurrección; pues
siempre se dio como indiscutible que si Jesús había resucitado, su misión era
Divina, era el Mesías, el Hijo de Dios.
Luego no hace falta entretenernos demasiado
en este punto. El pensamiento de Jesús de relacionar el milagro de la
Resurrección con su misión, se desprende:
1. de que él predijo este
acontecimiento varias veces, como señal reveladora del Mesías: “Entonces (tras
la confesión de Pedro) comenzó a enseñarles (a los Apóstoles) que era preciso
que el Hijo del hombre sufriera mucho... que fuera condenado a muerte y
que resucitaría al tercer día” (Marc., VIII, 31). En otras tres ocasiones Jesús predijo su
muerte y resurrección (Marc., IX, 8, 9, 30; X, 32,
34);
2. del hecho que, en dos ocasiones
Jesús apelara a su resurrección futura
como el único signo que se daría para probar su misión.
1) Un grupo de fariseos le pide un signo de su misión: “Maestro, quisiéramos
ver un prodigio tuyo”. El respondió: “Esta generación mala y adúltera pide un
signo, y no se le dará otro que el del profeta Jonás; pues así como Jonás
estuvo tres días y tres noches en el vientre del pez, así el hijo del hombre
estará tres días y tres noches en el seno de la tierra” (Mat., XII, 38, 40).
2) Otra vez, cuando acababa de expulsar a
los mercaderes del Templo, los judíos admirándose de que obrara de aquella manera,
le piden un signo que le autorice a usar de tal proceder. Jesús responde en
estos términos: “Destruid este templo y yo lo reedificaré en tres días”. Los
judíos contestaron: “¡Cuarenta y seis años se emplearon en levantar este templo
y tú lo quieres reconstruir en tres días!” Pero Jesús hablaba del templo de su
cuerpo; y cuando resucitó, sus discípulos recordaron estas palabras de Jesús (Juan, II, 18, 22).
Conclusión.
Así el único signo que Jesús quiso dar a sus
enemigos sobre su misión divina fue su resurrección; y corno ella es un hecho
históricamente cierto, podemos
concluir que Cristo nos ha dejado el testimonio más auténtico y más grande de
su origen divino.
R.P. Dr. A. Boulenger, “Manual de apologética. Introducción a la doctrina cristiana”, Ed.
San Francisco, Chile, 1938.
[1] Stapfer, La mort et la resurrèction de
Jésus-Christ.
[2] Loisy, Quelques lettres sur des
questions actuelles et sur des evéuements récents.
[3] Loisy, les Evangiles
synoptiques.
[4] Al establecer nosotros el valor histórico de los escritos
del Nuevo Testamento, nuestro estudio se ha limitado a los Evangelios y no se
ha tratado allí de las Epístolas de San Pablo, cuyo testimonio invocamos aquí.
No ha sido esto una omisión. La razón por la cual no nos hemos detenido, en
demostrar la historicidad de la primera Epístola a los Corintios, es porque
hasta ahora no ha sido puesta en duda por los
críticos racionalistas.
[5] “Según
las Escrituras”. Esta expresión repetida dos veces por San Pablo, es invocada
equivocadamente por los racionalistas que se sirven de ella para desvirtuar el
valor del testimonio. No hay motivo, en efecto, de maravillarse que los
Apóstoles hayan tomado interés en mostrar los puntos de contacto entre la vida
de Jesucristo y las profecías del Antiguo Testamento. A los ojos de los judíos
que no juraban más que por las Escrituras y que ponían el argumento profético
por encima de todo otro argumento, la concordancia
entre otras predicciones de los profetas y los acontecimientos de la vida de
Jesucristo tenía, mucho más valor que el mismo testimonio de los Apóstoles,
afirmando que habían visto a Jesús resucitado. Mas este recurso a las
Escrituras nada quita a la verdad del testimonio, y los Apóstoles no dejaban de
ser testigos bien informados y sinceros cuando los hechos que ellos
relataban habían sucedido
“según las Escrituras”.
[6] Esta hipótesis ha sido renovada
por M. Loisy en
su extensa obra Les
evangiles Synoptiques.
[7] M. Loisy, Les Evangiles synoptiques.
[8] Esta tesis no pudo resistir por
mucho tiempo a la réplica de los apologistas cristianos. Así bien pronto los
judíos dirigieron su acusación al hortelano- del lugar donde estaba colocado el
sepulcro, diciendo que había hecho desaparecer el cuerpo a fin de que las idas
y venidas de los piadosos visitantes no echaran a perder sus hortalizas (Tertuliano,
Tr. de Spectaculis).
[9] Alberto Reville y Eduardo Le Roy
han supuesto que las autoridades judías que detestaban a Jesús y no podían
sufrir que tuviera él un sepulcro honroso, habían mandado quitar el cuerpo para
que tuviese la misma suerte que la ley señalaba para los cadáveres de los
ajusticiados.
[10] Renán, Les Apôtres.
[11] Holtzmann, La Vie de Jésus.
[12] P. Rose, Etudes sur les Evangiles. Es esta, sin duda, la razón que ha
determinado a los racionalistas contemporáneos a imaginar la hipótesis de la
fosa común. Creen así escapar a la necesidad que les atañe de explicar por qué
los judíos no han confundido a los Apóstoles, presentándoles de nuevo el
cadáver.
[13] Ladeuze, ob. cit.
[14] Los racionalistas suponen dos
estadios en la formación de la leyenda. En el primer estadio hay las
alucinaciones. Después de la grande prueba de la Cruz, el amor de los Apóstoles
hacia su Maestro triunfa de su desaliento. Pedro, primero y después los demás
Apóstoles sugestionados por Pedro, tienen visiones, en las cuales creen contemplar
a Jesús resucitado. Tal es la primera etapa de la creencia en la resurrección
en la cual sólo se trata de Jesús viviente e inmortal, etapa cuyo eco hallamos
en el testimonio de San Pablo. En el segundo estadio, los Apóstoles, a fin de
justificar su predicación, empiezan a materializar la fe en la sobrevivencia de
Cristo. Para las necesidades de la causa que defienden, van forjando toda clase
de circunstancias de la resurrección: el amortajamiento, la guardia del
sepulcro, el descubrimiento del sepulcro vacío, Jesús mostrando sus llagas y
haciéndolas tocar, etc.
[15] V. Lepin,
Christologrie.