miércoles, 19 de junio de 2013

Pío XII: El Rosario en familia.


De todo corazón os damos la bienvenida, queridos recién casados, a quienes parece haber conducido a Nos la Virgen del Santísimo Rosario, en este mes consagrado a ella. Nos place mirarla con los ojos del espíritu – como la han visto algunos santos privilegiados – inclinada ha­cia vosotros con una sonrisa (para ofreceros aquel simple y devoto objeto que, a través de una cadena de anillos flexibles y ligeros que no recuerda sino una servidum­bre de amor, reúne por decenas sus pequeños granos, lle­nos de un invisible jugo sobrenatural), mientras que en vuestro canto, arrodillados ante ella, prometéis honrarla, ofreciéndose con la mayor frecuencia posible, en todas las vicisitudes de la vida familiar, el tributo de vuestra piedad.

I.‑ El rosario, según la etimología misma de la pa­labra, es una corona de rosas, cosa encantadora que en todos los pueblos representa una ofrenda de amor y un símbolo de alegría. Pero estas rosas no son aquellas con que se adornan con petulancia los impíos, de los que ha­bla la Sagrada Escritura[1]: “Coronémonos de rosas – exclaman – antes de que se marchiten”. Las flores del ro­sario no se marchitan; su frescura es incesantemente re­novada en las manos de los devotos de María; y la diver­sidad de la edad, de los países y de las lenguas, da a aque­llas rosas vivaces la variedad de sus colores y de su per­fume.
En este rosario universal y perenne, habéis tomado parte desde vuestra infancia. Vuestras madres os ense­ñaron a hacer correr lentamente entre vuestros dedos infantiles los granos del rosario y a pronunciar al mismo tiempo las sencillas y sublimes palabras de la oración dominical y de la salutación angélica. Un poco más tarde, con ocasión de vuestra primera comunión, fuisteis con­sagrados a vuestra Madre celestial, recitando el rosario, recibido en regalo como recuerdo de aquel gran día, con un fervor ingenuamente aumentado por la delicada be­lleza de sus perlas. ¡Cuántas veces, después, habréis reno­vado vuestra doble ofrenda, a Jesús y a su Divina Madre, ante el tabernáculo eucarístico o en la Congregación Ma­riana! Y ahora, con el sacramento del matrimonio cele­brado en este mes dedicado a María, nos parece que toda vuestra vida por venir será como una mata de rosas, un rosario cuyo rezo perseverante y concorde comienza cuando a los pies del altar habéis unido vuestros corazo­nes, obligados así por deberes nuevos y más graves, que con vuestro consentimiento nupcial bendito por Dios ha­béis libremente contraído.
Vuestro “sí” sacramental, tiene en realidad algo del “Pater noster” por el compromiso que implica de santificar el nombre de Dios en la obediencia a sus leyes (“sanctificetur nomen tuum”), de establecer su reino en vuestro hogar doméstico (“adveniat regnum tuum”) de perdonar todos los días, el uno a la otra, las mutuas ofen­sas o faltas (“et dimitte nobis... sicut es nos dimitti­mus...”), de combatir las tentaciones (“et ne nos inducas in tentationem”), de huir del mal (“sed libera nos a ma­lo) y sobre todo el “fiat” resuelto y confiado con que os presentáis al encuentro de los misterios del porvenir. Aquel “sí” es también como un reflejo de la salutación angélica, porque os abre una nueva fuente de gracia, de la que María, “gratia plena” es la soberana dispensadora, y que es la habitación de Dios en vosotros (“Dominus te­cum”); es una prenda especial de bendiciones no sólo para vosotros, sino también para los frutos de vuestra unión; un nuevo título de remisión de los pecados duran­te la vida y de asistencia materna en la hora suprema (“nunc et in hora...”). Así pues, permaneciendo fieles a los deberes de vuestro nuevo estado, viviréis en el espíritu del santo rosario, y vuestras jornadas se desenvol­verán como una concatenación de actos de f e y de amor hacia Dios y hacia María, a través de los años, que os deseamos numerosos y ricos de favores celestes.

II.‑ Pero un rosario, queridos hijos e hijas, significa también que los misterios de vuestro porvenir no serán siempre y únicamente hechos de alegrías; tendrán tam­bién acaso providenciales dolores. Es la ley de toda vida humana, como de todo ramo de rosas, que las flores estén mezcladas con las espinas. Vosotros vivís ahora los mis­terios gozosos, y os auguramos que gustéis largamente su dulzura, porque la felicidad se ha prometido a quien teme al Señor y pone todas sus delicias en sus manda­mientos[2], está prometida a los mansos, a los misericordiosos, a los puros de corazón, a los pacíficos[3], y vos­ otros esperáis que la Providencia, cuyos secretos desig­nios os han traído el uno hacia la otra, derramará sobre vuestro hogar la bendición prometida a los patriarcas, can­tada por la Iglesia en la liturgia del matrimonio; la ben­dición alegre de la fecundidad: “matrem filiorum laetan­tem”[4].
De igual manera que habéis recibido y recibiréis las alegrías – las de hoy y las de mañana – con filial reco­nocimiento y prudente moderación, acogeréis con espí­ritu de fe y sumisión los misterios dolorosos del porvenir, cuando llegue su hora. ¿Misterios? Es el nombre que el hombre da con frecuencia al dolor, porque sí no acostum­bra a buscar una significación a sus gozos, querría en cambio, con su corta vista, saber la razón de sus desven­turas, y sufre doblemente cuando no ve aquí abajo su por qué. La Virgen del Rosario, que es también la del “Stabat” en el Calvario, os enseñará a estar en pie bajo la cruz, por muy densa que pueda ser su sombra, porque comprenderéis con el ejemplo de esta “Mater dolorosa” y reina de los mártires, que los designios de Dios superan infinitamente los pensamientos de los hombres, y que aun cuando hieren el corazón, están inspirados por el más tierno amor de nuestras almas.

III.‑ ¿Podréis esperar, deberéis desear que haya también en el rosario de vuestra vida misterios gloriosos? Sí, si se trata aquí de la gloria que sólo la fe puede percibir y gustar. Los hombres se paran con frecuencia ante los resplandores humeantes del nombre que se dan o se dis­putan entre ellos con altisonantes palabras o acciones. Ser alabados, ser célebres: he aquí en lo que consiste para ellos la gloria. “Gloria est frequens de aliquo fama cum laude”, escribía Cicerón[5]. Pero los hombres no se cuidan con frecuencia de la gloria que sólo Dios puede dar, y por eso, según la palabra de nuestro Señor, no tie­nen la fe: “¿Cómo es posible, decía el Redentor a los ju­díos, que creáis, vosotros que andáis mendigando gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que de sólo Dios procede?”[6]. La gloria del mundo se marchita, co­mo las flores del campo, exclamaba Isaías[7]; y por boca de este mismo Profeta, anunciaba el Dios de Israel que humillaría a los grandes de la tierra[8]. ¿Qué hará, pues, el Dios encarnado, aquel Jesús que se decía “humilde de corazón”[9] y que no había jamás buscado su propia glo­ría?[10].
Elevad, pues, vuestra mirada más arriba, o mejor aún, penetrad más profundamente con los ojos de la fe, y a la luz de las Sagradas Escrituras, en lo íntimo de vuestras almas. “Es una gran gloria, os dirá el Espíritu Santo, se­guir al Señor”[11]. En una familia donde Dios es honrado, “corona de los ancianos son los hijos e hijas, y gloria de los hijos son sus padres”[12]. Cuanto más puros sean vues­tros ojos, jóvenes madres de mañana, tanto más veréis en los queridos pequeñines confiados a vuestros cuidados almas destinadas a glorificar con vosotros el único objeto digno de todo honor y de toda gloria. Entonces, en lugar de perderos, como tantas otras, en sueños ambiciosos so­bre la cuna de un recién nacido, os inclinaréis con mente devota sobre el frágil corazón que comienza a palpitar, y pensaréis, sin vanas inquietudes, en los misterios de su porvenir, que confiaréis a la ternura – ¡más maternal, todavía y cuánto más poderosa que la vuestra! – de la Virgen del Rosario.
De este modo, el santo Rosario os enseña que la gloria del cristiano no tiene lugar en su peregrinación te­rrestre. Interrogad la serie de los misterios: gozosos y dolorosos, desde la anunciación a la crucificación, dibujan como en diez cuadros toda la vida del Salvador; los mis­terios gloriosos no comienzan sino el día de Pascua, y ya no cesan; ni para Jesús resucitado, que sube a la diestra del Padre y envía al Espíritu Santo a presidir, hasta el fin de los siglos, la propagación de su reino; ni para María que, arrebatada al Cielo sobre las alas ardientes de los ángeles, recibe allí de las manos del Padre celestial la corona eterna.
De este mismo modo os ocurrirá a vosotros, queridos hijos e hijas, si permanecéis fieles a las promesas hechas a Dios y a María, y observáis lealmente las obligaciones que habéis adquirido el uno respecto de la otra. No os avergoncéis del Evangelio[13]; y en un tiempo en que mu­chas almas débiles y vacilantes se dejan vencer por el mal, no imitéis su extravío, sino triunfad del mal, según el consejo de San Pablo, haciendo el bien[14]. Así, el rosa­rio de vuestra vida, continuado por una cadena de años, que os deseamos largos y benditos, tendrá su término fe­liz cuando caiga para vosotros el velo de los misterios en la glorificación luminosa y eterna de la Santísima Trini­dad: “Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto, Amen!”.

Pío XII, Discurso a los recién casados, 16 de Octubre de 1940. (DR. 11, 255.)


[1] Sap. II, 8.
[2] Salmo CXI, 1.
[3] Mt. V, 4-9.
[4] Salmo CXII, 9.
[5] De inventione, L. II, c. 55 §166.
[6] Jn. V, 44.
[7] Is. XL, 6.
[8] Is. XLV, 2.
[9] Mt. XI, 29.
[10] Jn. VIII, 50.
[11] Eccli. XXIII, 33.
[12] Prov. XVII, 6.
[13] Cf. Rom. I, 16.
[14] Cf. Rom. XII, 21.