El gran peligro de los
Institutos nacientes está en no tener fe en la gracia primera. Vienen
algunos que dicen: Si se modificara esto, si se añadiera aquello..., más
valdría si se obrara de este otro modo... Puede ser que los tales tengan
talento, experiencia e influencia, pero yo os digo que, voluntariamente
o no, son traidores de la primera gracia, de la gracia de la fundación, de las ideas del Fundador, y que perderán al Instituto que
los escuche.
Nunca faltan quienes se creen
llamados a reformar al Fundador y a hacer mejor que él, pero
sólo al que ha escogido para fundar bendice Dios, y nunca a sus contrarios. Harto
conocido es el ejemplo de Fr. Elías y de San Francisco. Fray
Elías quería cambiar, atenuar, glosar; mas por orden de Dios le
contestaba el santo: “Sin glosa, sin glosa, sin glosa.” Fray Elías acabó
separándose; fuese a Alemania, donde acabó sus días en la mayor de las miserias,
sosteniendo al antipapa en el partido del emperador cismático.
No, Dios no bendecirá nunca a
quien sale de la primera gracia, la cual puede desenvolverse,
sacando a luz con el tiempo cuanto dentro contiene, según lo exijan las
circunstancias, pero jamás cambiar o introducir cosas que le sean
contrarias. Dios no hará prosperar más que la gracia primera: nunca
dará otra distinta.
Por lo que si alguno se hubiese
alejado, tiene que volver a ella pura y sencillamente: Prima
opera fac, haced
lo que antes, volved a la pureza de la gracia primera, que
si no os voy a dispersar: Sin autem venio tibí et movebo candelabrum tuum de loco
suo[1]. Así que no
introduzcáis nunca en vuestra regla elementos nuevos o extraños, antes
decid lo que aquel santo fundador: “O siguen siendo como son, o
desaparecen del todo.” Este peligro es realmente grande; andad con cuidado.
Finalmente, observad la regla y
guardadla religiosamente por respeto hacia Dios, ya que de Él procede. ¿Creéis
acaso que el hombre es capaz de componer una regla? No, no hay santidad ni virtudes
que para esto basten, sino que es menester vocación especial de Dios. Dios
la inspira y el fundador la transmite con lágrimas y sufrimientos. No
hay hombre que pueda poner luz y santidad en trazos de su mano. Si la
regla lleva consigo la gracia y santifica, su autor no puede ser otro que Dios, único
que puede dar gracia y virtud para santificarse.
La regla es para vosotros lo que
el evangelio para la Iglesia, esto es, el libro de la vida, el
libro de la palabra de Dios, lleno de su verdad, de su luz, de su gracia y de
su vida. ¿Y tan osados habíais de ser que tocarais una sola sílaba de este
evangelio, o dejarais caer una sola palabra? No, sino
que todas sus palabras han de ser sagradas para vosotros.
Escuchad las amenazas que san
Juan escribió al fin de su Apocalipsis; bien podéis aplicarlas al libro
de las santas reglas: “Yo protesto a todos los que oyen las palabras de la profecía de este libro: Que si alguno añadiere a
ellas cualquiera cosa, Dios
descargará sobre él las plagas escritas en este libro. Y si
alguno quitare cualquiera cosa de las palabras del libro de esta profecía, Dios
le quitará a él del libro de la vida, y de la ciudad santa, y no
le dará parte en lo escrito en este libro”[2].
San Pedro Julián
Eymard, “Escritos
Eucarísticos”, pags. 916, 917. Ediciones
“Eucaristía” Madrid, 1963.
[1] II, 5.
[2] Apoc. 18, 19.