jueves, 21 de enero de 2016

Las libertades modernas (I).


Compartimos con nuestros lectores, unos interesantes comentarios del arzobispo Marcel Lefebvre sobre la carta encíclica Libertas praestantissimum del Papa León XIII con relación a las libertades modernas. Lo tomamos de su libro Soy yo, el acusado, quien tendría que juzgaros. Comentarios de los Documentos Pontificios que condenan los errores modernosAquí la primera parte.


Primera libertad: la libertad de culto

En la tercera parte de su encíclica, León XIII expone las diferentes clases de libertad que se presentan como conquistas de nuestra época:

«Para que todo esto se vea mejor, bueno será considerar una por una esas varias conquistas de la libertad, que se dicen logradas en nuestros tiempos».

La primera es la libertad de cultos.

«Sea la primera, considerada en los particulares, la que llaman libertad de cultos, en tan gran manera contraria a la virtud de la religión. Su fundamento es que en arbitrio de cada uno está profesar la religión que más le acomode, o no profesar ninguna».

Se trata, pues, del principio del indiferentismo religioso del individuo. Niega la necesidad de darle un culto a Dios, o que tenga que preferirse una religión a otra. El Papa refuta este error:

«Pero, muy al contrario, entre todas las obligaciones del hombre, la mayor y más santa es, sin sombra de duda, la que nos manda adorar a Dios pía y religiosamente (…) La religión (…) es la primera y la reguladora de todas las virtudes. Y a quien pregunte, puesto que hay varias religiones entre sí disidentes, si entre ellas hay una que debamos seguir, responden a una la razón y la naturaleza: la que Dios ha mandado y pueden fácilmente conocer los hombres por ciertas notas exteriores con que quiso distinguirla la Divina Providencia».

La santidad, señal de la divinidad de la Iglesia

Entre las cuatro marcas o “notas” que permiten reconocer a la religión católica como la única y verdadera religión, la marca más evidente de su divinidad es la santidad. Por eso, en la medida en que desaparece la santidad, se atenúa la prueba de la divinidad de la Iglesia.
El clero, la virtud del celibato de los sacerdotes y de las congregaciones religiosas, eso es lo que manifiesta la santidad. Sin esto, es bastante difícil darse cuenta de que la religión católica es la única verdadera. Ahora bien: hoy desaparecen los sacerdotes, religiosos y religiosas, y los que quedan no llevan ni siquiera un signo exterior de su pertenencia y entrega a Dios.
Antes, en cualquier lugar, se reconocía a un sacerdote o a un religioso. Las iglesias tenían vida. Todo estaba bien ordenado y el Santísimo Sacramento colocado enfrente: la gente se ponía de rodillas, y todo el mundo podía verlo. Tales testimonios podían verse en toda Europa, en donde, en hospitales y clínicas, las Hermanitas de los Pobres se ocupaban de los ancianos, las Hermanas de la Asunción visitaban a las familias de los enfermos, etc. Prácticamente, quitaron a los religiosos y religiosas, y el hospital se ha convertido en un negocio de laicos y que, ¡por favor, nadie tome su lugar! Sin embargo, hay una gran diferencia entre una religiosa, que ayuda a los enfermos a soportar sus sufrimientos y manifiesta su caridad, y una simple enfermera que quizás es muy buena y amable, pero que en general no puede tener ese carácter de religión y esa marca de la caridad. La enfermera se va cuando termina su horario, mientras que la religiosa no tiene horario y se queda al lado del paciente aun durante la noche si hace falta. Esa donación total al enfermo impregnaba profundamente la atmósfera de hospitales y clínicas. Despidieron a las religiosas y a veces fueron los sacerdotes de la Acción Católica quienes les dijeron: “¡Estáis comiendo el pan de las enfermeras!” Así terminaron con las vocaciones religiosas hospitalarias.
También ha desaparecido la vida contemplativa. “Más vale dedicarse a la acción, ¿no?” Quitaron las rejas y las Hermanas salieron de la clausura: se acabó con la vida contemplativa. El resultado es que ya no hay vocaciones.
Es increíble lo que han podido decir o hacer los sacerdotes desde el Concilio para destruir la vida religiosa y, por consiguiente, la santidad de la Iglesia, sin contar los sacerdotes que se casaron, los sacerdotes obreros… ¿Cómo puede la gente, cuya fe se tambalea, sentirse aún incitada a creer que la religión católica sea la única verdadera? Oyen hablar de los protestantes, que son también muy amables; de las diaconisas, muy entregadas a lo suyo; de los musulmanes, que son mucho más piadosos que nosotros… —aunque la gente no sabe todo lo que hay detrás de esa apariencia: el envilecimiento de la mujer y las inmoralidades del Islam—, pero pierde la fe y ya no pone sus pies en la iglesia…
De ahí la importancia de la santidad de la Iglesia, marca que —como dice León XIII— la hace reconocible.

El deber del Estado con la religión

Sigamos la lectura:

«Considerada la misma libertad en el Estado, pide que éste no tribute a Dios culto alguno público, por no haber razón que lo justifique; que ningún culto sea preferido a los otros, y que todos ellos tengan igual derecho, sin respeto ninguno al pueblo, dado caso que éste haga profesión de católico. Para que todo esto fuera justo habría de ser verdad que la sociedad civil no tiene para con Dios obligación alguna».

Se trata del indiferentismo religioso del Estado.
Como si los hombres, cuando están reunidos en sociedad, ya no tuvieran deberes para con Dios, sino únicamente cuando están solos. Eso no puede ser.

«La sociedad, por serlo, ha de reconocer como padre y autor a Dios y reverenciar y adorar su poder y su dominio».

La sociedad civil tiene, pues, la obligación de dar culto a Dios, pues es una criatura de Dios, lo mismo que la familia. El mismo Estado y la autoridad civil le deben un culto a Dios, autor suyo. Y aquí León XIII indica otra vez de qué religión se trata:

«Siendo, pues, necesario, al Estado profesar una religión, ha de profesar la única verdadera, la cual sin dificultad se conoce, singularmente en los pueblos católicos, puesto que en ella aparecen como sellados los caracteres de la verdad. Por lo tanto, ésta es la religión que han de conservar los que gobiernan; ésta la que han de proteger, si quieren, como deben, atender con prudencia y útilmente a la comunidad de los ciudadanos».

¡“Derechos” para todas las religiones!

Por consiguiente, está claro que la libertad de cultos es una libertad falsa. Cien años después de León XIII, esta libertad se ha convertido en un principio corriente y normal. Son raros los católicos que aún entienden que en un país se pueda prohibir la expansión de otra religión. Eso basta para darnos cuenta de cómo han penetrado los errores en las inteligencias.
Para no dejarnos envenenar, volvamos siempre a los verdaderos principios. A veces se oye decir: “Es mejor que el Estado deje que todo el mundo sea libre en materia de religión”. Ese es un razonamiento absolutamente opuesto a lo que quiere Dios. Cuando creó a los hombres y a las sociedades, fue para poner en práctica la religión y no cualquier religión.
Sin embargo, veamos la declaración del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa, en la que se habla de “grupos religiosos” (D.H. 1, 4) en el párrafo titulado: “Libertad de las comunidades religiosas”.

«Porque las comunidades religiosas son exigidas por la naturaleza social del hombre y de la misma religión.
Por consiguiente, a estas comunidades, con tal que no se violen las justas exigencias del orden público, debe reconocérseles el derecho de inmunidad para regirse por sus propias normas, para honrar a la Divinidad con culto público…»

¿De qué “grupos” se trata? ¿De los mormones? ¿De los cientistas? ¿De los musulmanes? ¿De los budistas? Y en todo eso: ¿dónde está Nuestro Señor? La “divinidad suprema”, ¿es el Gran Arquitecto?

«… para ayudar a sus miembros en el ejercicio de la vida religiosa y sostenerles mediante la doctrina, así como para promover instituciones en las que sus seguidores colaboren con el fin de ordenar la propia vida según sus principios religiosos».

Habéis oído bien: cada grupo religioso según sus principios religiosos. ¡Es algo inaudito! Recordemos, no obstante, que no era más que un concilio “pastoral” y que ahí no estaba el Espíritu Santo…

«Las comunidades religiosas tienen también el derecho a no ser impedidas en la enseñanza y en la profesión pública, de palabra y por escrito, de su fe».

¿Su “fe”? ¡Pero si eso es algo contrario a la fe católica! Los Estados, ¿tendrán que dar a esos “grupos religiosos” la facultad de poder escribir, difundir sus errores y propagar su enseñanza por medio de instituciones? ¡Es increíble!
Y no se trata únicamente de los errores. Tenemos que pensar inmediatamente en las consecuencias, ya que esto no sólo se limita al plano especulativo: cada religión tiene sus convicciones doctrinales, pero también su moral. Los protestantes aceptan el divorcio y los anticonceptivos; los musulmanes tienen derecho a la poligamia… Los Estados ¿tienen que admitir también todo esto para que los “grupos religiosos” puedan “orientar su vida según sus principios religiosos”?
Y después de esto, ¿por qué poner límites? ¿Por qué no el sacrificio humano? Quizás dirá alguno: “¡Eso es contrario al orden natural!” Pero si un padre sacrificase a su hijo, ¿perjudicaría realmente al orden público? Ahí es a donde vamos a llegar.
Y después, ¿por qué no la eutanasia? “Matar a los enfermos en los hospitales libera a la sociedad de personas que son una carga y significan muchos gastos. Basta una inyección... ¡y se acabó!... ¡sin perjudicar el orden público!…” ¡Es horroroso! Por consiguiente, en nombre del “derecho para todos de no ser impedidos a enseñar” y de “manifestar su fe públicamente por escrito y de viva voz”, se puede admitir todo.

La declaración conciliar añade:

«Pero en la difusión de la fe religiosa [¿de qué fe se trata?] y en la introducción de costumbres es necesario abstenerse siempre de toda clase de actos que puedan tener sabor a coacción o a persuasión inhonesta o menos recta, sobre todo cuando se trata de personas rudas o necesitadas. Tal modo de obrar debe considerarse como abuso del derecho propio y lesión del derecho ajeno».

Esas palabras se vuelven contra nosotros. Está escrito que hacen falta límites para la propaganda, para que no afecte a personas incapaces de distinguir entre la verdad y el error (por ejemplo, contra los Testigos de Jehová y los Adventistas, que van de puerta en puerta y cuentan con mucho dinero…), pero de ahí vienen a decirnos: “No intentéis convencer a la gente para que abandone su religión, ni tratéis de convertirlos”. Eso es lo que de hecho ocurre: como todos los “grupos religiosos” tienen derecho a existir, ¿que se hará en las misiones? Si todo el mundo tiene derecho natural a tener su religión, no vale la pena intentar convertirlos. Ni siquiera tenemos derecho de hacerlo.

«Forma también parte de la libertad religiosa —dice también la Declaración— el que no se prohíba a las comunidades religiosas manifestar libremente el valor peculiar de su doctrina para la ordenación de la sociedad y para la vitalización de toda la actividad humana».

¿Qué eficacia? ¿La de los musulmanes, con su poligamia y esclavitud?

«Finalmente, en la naturaleza social del hombre y en la misma índole de la religión se funda el derecho por el que los hombres, movidos por su sentido religioso propio, pueden reunirse libremente o establecer asociaciones educativas, culturales, caritativas y sociales».

Ya que, después de todo, todo el mundo tiene que poder reunirse libremente, ¿por qué no también los masones?
Todo eso es absolutamente contrario a la enseñanza de los Papas del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX. Si existe una verdad, Dios no puede dar al error un derecho para que se propague como la verdad. Eso no puede ser. Hablar así es lo mismo que insultar a Dios.