A raíz de las escandalosas afirmaciones de un documento oficial publicado
por el Vaticano con relación a la teología católica sobre el pueblo judío y la
futura visita de Francisco a una sinagoga el domingo 17 de enero, publicamos un
artículo aparecido en FSSPX,
Distrito de México, 15-Ene-2016.
Treinta años después de la
visita de Juan Pablo II, el 13 de abril de 1986, y seis años, día por día,
después de la de Benedicto XVI, el Papa Francisco acudirá, el 17 de enero, a la
sinagoga de Roma.
Según el sitio de la Iglesia
Suiza, cath.ch, en un artículo del 17 de noviembre de 2015, las
relaciones con el Gran Rabino de Roma están, sin embargo, “tensas”: “A Riccardo
Di Segni (el gran Rabino de Roma1) no le ha gustado el alto del Papa Francisco
ante el muro de separación israelí en Belén, en mayo de 2014.” También juzgó
“curiosa y aun peligrosa”, el mes siguiente, la iniciativa del Papa reuniendo
en el Vaticano a los presidentes israelí y palestino, Shimon Peres y Mahmoud
Abbas, para una oración de paz. En una entrevista al periódico israelí Haaretz,
de mayo de 2014, Riccardo Di Segni había incluso estimado que “desde el punto
de vista teológico” judíos y católicos “no tienen nada que debatir”, al mismo
tiempo que se pronunciaba“favorable”, a pesar de todo, a buenas relaciones de
vecindad.
Esta visita tendrá lugar un poco
más de un mes después de la publicación de un documento de la Comisión de la
Santa Sede para las relaciones religiosas con el judaísmo, intitulado: Los dones y la llamada de Dios son irrevocables. Una reflexión
sobre cuestiones teológicas en torno a las relaciones entre católicos y judíos
en el 50° aniversario de Nostra Aetate (núm. 4) (10
de diciembre de 2015), que afirma que “La Iglesia católica no conduce ni
promueve ninguna acción misionera institucional específica hacia los judíos”.
En efecto, según este documento, “la Alianza de Dios con Israel, su pueblo,
perdura y no ha sido nunca revocada”, lo que lleva a la Iglesia “a considerar
la evangelización de los judíos de una manera diferente de la que se hace para
con los pueblos que tienen otra religión u otra visión del mundo”. Un texto que
deja entender, como lo titula el periódico Le Monde de 10 de
diciembre de 2015, que “la Iglesia no buscará más convertir a los judíos”.
Encontrarán más abajo un análisis
del documento romano por el Padre Nicolas Cadiet, profesor en el seminario de
Ecône, publicado en el sitio Vatican II en questions:
¿Los judíos tienen un lugar
particular en la salvación?
La declaración Nostra
Aetate
La declaración conciliar Nostra
Aetate (NA) del 28 de octubre de 1965 quiso explicitar “cuáles eran
las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas” (NA 1). Con esta
meta, buscaba lo que podía tener en común con ellas. Colmar la necesidad de
religiosidad, dar respuestas a las preguntas fundamentales de la vida,
reflexionar sobre la manera de vivir en paz, aquí, en la tierra, esos son
puntos comunes fáciles de encontrar entre todas las religiones, la verdadera y
las falsas.
En cuanto a la religión judía, la
declaración trata de ella en último lugar (NA 4), en razón de los vínculos que
ligan a la Iglesia con el pueblo judío. Nota que la salvación fue primero
revelada por una alianza divina con este pueblo en la persona de Abraham y
luego desplegada en una ley comunicada a Moisés. Es en el seno de aquel pueblo
que el Salvador nació, y que han sido elegidos los Apóstoles quienes han
inaugurado la Iglesia. El pueblo judío en su mayoría rechazó a Cristo, aunque
haya sido anunciado y haya probado suficientemente que era el Mesías anunciado
por los profetas. La Iglesia es reconocida como “el nuevo pueblo de Dios”, pero
en razón de las afirmaciones de San Pablo en la epístola a la Romanos (Rm 11),
sostiene que un cierto favor se conserva para el pueblo judío, y espera que
todos los pueblos se conviertan. La Declaración afirma que no hay que
considerar al pueblo judío como reprobado, deplora las vejaciones que ha
recibido y recuerda que la Iglesia tiene el deber de anunciar “la cruz de
Cristo como fuente de toda gracia”. Con respecto a los judíos, la Iglesia
quiere promover “el conocimiento y la estima mutuas”.
Vemos que el texto evita con
habilidad toda afirmación demasiado desagradable para los judíos: ningún
recuerdo de la maldición proferida por los judíos en contra de ellos mismos
ante Pilato (Mt 27, 25), ni tampoco de las exhortaciones proferidas por los
primeros predicadores de la Iglesia a abrazar la fe cristiana (San Pedro el día
de Pentecostés, Heh 2; San Esteban, Hch 7).
Estado actual del diálogo
Esta declaración inauguró el
diálogo de la Iglesia Católica con los judíos, cuyo 50° aniversario fue marcado
por una reciente declaración (DLI) de la Comisión Pontificia para las
relaciones religiosas con el judaísmo. En la medida en que se quiere la prolongación
o incluso el camino abierto por el Concilio, podemos ver en ella una
interpretación auténtica de la intención de Roma a este respecto. Ahora bien,
en este texto tres rasgos se destacan.
Primero, el judaísmo aparece como
una religión legítima: el cristianismo y el judaísmo posterior a la ruina de
Jerusalén son como hermanos, descendientes del judaísmo del primer siglo: “como
suele acontecer normalmente entre hermanos– se han desarrollado siguiendo
direcciones diferentes.” (DLI 15) ¡Las divergencias sólo parecen, pues,
querellas familiares! En particular, como los judíos se refieren al Antiguo
Testamento, su interpretación debe ser considerada como “una lectura posible”,
a la cual se presta, tanto como la lectura cristiana (DLI 25 y 31). Una respuesta
a la palabra de Dios expresada soteriológicamente, que vaya de acuerdo con una
u otra tradición, puede por lo mismo franquear el acceso a Dios, quedando
siempre en el poder de su consejo salvífico determinar, para cada caso, en qué
manera piensa salvar a la humanidad (DLI 25). Sin embargo, se recuerda que
Cristo es Salvador de todos, “no hay dos vías paralelas de salvación” (DLI 35).
Somos conducidos al segundo
elemento: el pueblo judío tiene un lugar especial y difícil de definir en la
historia de la salvación: si la Iglesia es “el nuevo pueblo de Dios” (NA 4),
hay que rechazar la teoría de la sustitución de la Iglesia con este pueblo,
como del nuevo Israel con el antiguo, por ser “desprovista de todo fundamento”,
incluso en la epístola a los Hebreos (DLI 17). La Iglesia es más bien el
cumplimiento de las promesas hechas a Israel (DLI 23) y de la antigua alianza
que no es reprobada, sino cumplida (DLI 27). Si la Iglesia es “el lugar
definitivo e insuperable de la acción salvífica de Dios” (DLI 32), sin Israel,
“perdería su papel en la historia de la salvación” (DLI 33-34). Parece pues que
el plan de la salvación de Dios requiere la permanencia de Israel, no sólo como
pueblo, sino también como religión, ya que “Que los Judíos son partícipes de la
salvación de Dios es teológicamente incuestionable; pero cómo pueda ser esto
posible sin confesar a Cristo explícitamente, es y seguirá siendo un misterio
divino insondable” (DLI 36).
El tercer rasgo concernirá, pues,
a la actitud de la Iglesia para con los judíos: no hay proselitismo, o más bien
“no hay misión institucional específica en dirección a los judíos”, ya que hay
que considerar su evangelización “con unos parámetros diferentes a los que
adopta para el trato con las gentes de otras religiones y concepciones del
mundo” (DLA 40). El papel de los católicos se reducirá, pues, a un testimonio
de fe “de un modo humilde y cuidadoso, reconociendo que los Judíos son también
portadores de la Palabra de Dios, y teniendo en cuenta especialmente la gran
tragedia de la Shoah” (DLI 40). Hay una discreta alusión hecha tanto a los
judíos como a los gentiles a que reciban el bautismo (DLI 41). El diálogo
tendrá finalmente como meta el procurar que los católicos aprendan de los
judíos lo que concierne a la interpretación de la Escritura (DLI 44), el
trabajar por la paz en Israel (DLI 46) y el ser un testimonio de la
beneficencia común a favor del Dios de la alianza (DLI 49).
La doctrina católica
Las proezas diplomáticas del
texto esconden la verdad católica. Recordémosla brevemente.
Es inútil probar que el pueblo
judío tiene un papel de primer plano en la historia de la salvación; toda la
Escritura lo declara: Israel es el pueblo elegido, preparada a pesar de sus
infidelidades crónicas para ser cuna del Mesías que procurará la salvación, no
ya sólo a los judíos, sino a todos los pueblos. El medio de salvación antes del
advenimiento de Cristo pedía, para los judíos, la circuncisión y la práctica de
la ley, y para los gentiles, un misterioso “remedio de naturaleza” por el cual
profesaban la fe en el Salvador futuro2.
Sea como sea el rito expresando
esta fe, nunca hubo ni nunca habrá salvación fuera de la Redención cumplida por
el Hijo de Dios, ya que “hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los
hombres, el hombre Cristo Jesús” (I Ti 2, 5). “No ha sido dado a los hombres
otro nombre bajo el cielo por el cual hayamos de ser salvos” (Hch 4, 12). Desde
que el acto principal de esta obra de salvación ha sido cumplido, el sacrificio
del Salvador sobre la cruz, es normalmente necesario para salvarse recibir el
bautismo y abrazar la fe católica: “El que crea y sea bautizado será salvo;
pero el que no crea será condenado” (Mc 16, 16). Aquel que es involuntariamente
impedido de conocer la Iglesia y de adherirse a ella, debería tener el deseo,
por lo menos implícito, “así llamado ya que está incluido en la buena
disposición de alma por la cual el hombre quiere conformar su voluntad a la
voluntad de Dios”3. Esta disposición concierne a todos los hombres sin
excepción, y por este hecho los judíos también. Rechazar formalmente a Cristo,
es rechazar la salvación.
¿Pues, qué queda de la antigua
alianza? ¿San Pablo no dice, con respecto a los judíos, que “los dones y el
llamado de Dios son irrevocables” (Rm 11, 29)? Ahora bien, ¿el culto, la doctrina
y las observancias impuestas a los judíos no hacen parte de estos dones? Sería,
sin embargo, un contrasentido el creer que San Pablo considera el culto judaico
como todavía válido. Las epístolas a los Romanos y a los Gálatas son
precisamente exposiciones doctrinales que establecen vigorosamente que las
observancias judaicas son absolutamente impotentes para procurar la salvación.
En cuanto a la epístola a los Hebreos, muestra que los innumerables sacrificios
de la ley antigua sólo eran figuras impotentes del único de Jesucristo, que
cumple solo, al fin, la reconciliación de los hombres con Dios. Es por eso que
“hay abolición de la primera ordenanza a causa de su impotencia y de su
inutilidad” (Heb 7, 18). El signo más brillante de esta abolición fue la
desgarradura del velo del Templo al momento de la muerte del Salvador (Mt 27,
51). Y es por eso también que la práctica de las observancias judaicas hoy en
día tiene algo de blasfemia, ya que además de su inutilidad, implican la
afirmación de que el Salvador que prefiguran, no ha venido todavía. Como dice
San Pablo: “si os dejáis circuncidar, Cristo de nada os aprovechará” (Gl 5,
2)4.
¿Cuáles son entonces esos dones y
promesas de Dios que todavía valen? Hay, primero, la salvación que les fue
prometida. Puesto que los judíos, como todos los pueblos, están llamados a
aprovechar la Redención operada por el Salvador. Por otro lado, han sido los
primeros en ser llamados a esta salvación, ya que Nuestro Señor reservó su
predicación a los judíos, y los Apóstoles han igualmente empezado por ellos,
según la conminación de Jesús: “por el camino de los gentiles no iréis, y en
ciudad de samaritanos no entréis; mas id antes a las ovejas perdidas de la Casa
de Israel” (Mt 10, 5-6). ¿Se atreverá uno a sostener que semejante favor
no correspondía suficientemente a las promesas hechas anteriormente a Abraham y
a sus sucesores? Nada impide tampoco ver una continuación de favores temporales
dados a Israel en la simple permanencia de este pueblo a través de la historia,
y eso durante largo tiempo en su territorio. Igualmente en la prosperidad y en
el poder del cual goza (no sin vicisitudes en el pasado).
Finalmente, queda por decir de
este pueblo que tiene un lugar especial en la historia de la salvación. Primero
porque el Salvador viene de él. Pero San Pablo destaca otra cosa (Rm 11): la
infidelidad de este pueblo al momento de la venida del Salvador, y la
predicación orientada después hacia los paganos, recuerda a aquellos que su
vocación es gratuita, todavía más que la de los judíos. Para todos es
sobrenatural. Pero los judíos tenían un título en la promesa que les había sido
hecha a ellos de manera especial. Así, el pueblo judío, destinatario de esta
promesa de Dios, es el testigo de la gratuidad de la Salvación. Es también el
testigo de la fidelidad de Dios, ya que San Pablo sugiere una misteriosa
conversión en masa de los judíos al fin de los tiempos (Rm 11, 12-15 y 25-26),
conversión que será todavía más resplandeciente que la entrada de los paganos
en el plan de la salvación.
Conclusión
¿Qué debe decir la Iglesia a los
judíos? Como a todos, predica la salvación en Jesucristo y la necesidad del
bautismo. Desde entonces es escandaloso sugerir, como lo hace el texto de la
Comisión pontificia, que la práctica judía actual y la interpretación rabínica
actual de la Escritura, puedan ser legítimas, desde el momento que ignoran la
venida efectiva del Mesías hace 2,000 años. Decir que “los judíos toman parte
en la salvación de Dios (…) cuando no profesan explícitamente a Cristo” no es
“un misterio divino insondable”, sino más bien una vergonzosa pirueta
diplomática. San Pedro, antes de la invención del diálogo, había dicho a los
judíos de Jerusalén: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el
nombre de Jesús, el Cristo, para perdón de los pecados; y recibiréis el don del
Espíritu Santo. Porque a vosotros es la promesa, y a vuestros hijos, y a todos
los que están lejos; a cualesquiera que el Señor nuestro Dios llamare” (Hch 2,
38-39).
Padre Nicolas Cadiet
FSSPX