viernes, 22 de enero de 2016

Las libertades modernas (II).


Ya hemos publicado la primera parte de Las libertades modernas, capítulo de la obra Soy yo, el acusado, quien tendría que juzgaros. Comentarios de los Documentos Pontificios que condenan los errores modernos de Mons. Marcel Lefebvre. Aquí la segunda entrega.


Segunda libertad: la libertad de palabra y de prensa

Después de haber tratado de la libertad de cultos, León XIII dice:

«Volvamos ahora algún tanto la atención hacia la libertad de hablar y de imprimir cuanto place».

Cuando tuve oportunidad de ver al Papa Pablo VI, le señalé que sobre este punto el Concilio contradice la enseñanza de León XIII: “No sabemos a quién obedecer. Vd. me dice: ‘Está desobedeciendo’. Pero si obedezco aquí a lo que dice el Concilio Vaticano II, desobedezco al Papa León XIII, a Pío IX, a Gregorio XVI, a San Pío X y a todos los Papas que han enseñado algo distinto: que el error no tiene derechos. Vd. me dice aquí: ‘Hay un derecho para el error, la gente es libre para tener su religión y expresar todo lo que quiera por medio de la prensa; pueden hacer libremente eso y el Estado no tiene derecho a impedírselo a los grupos religiosos —sean los que sean, poco importa su religión— según sus principios’. El Papa León XIII dice lo contrario: que no hay derecho para la libertad de prensa, ni tampoco para difundir el error por medio de la prensa; esa libertad no existe; no puede haber un derecho para esa libertad de palabra ni de prensa. ¿A quién hay, pues, que obedecer?”
Y le dije: “Yo obedezco a los Papas que tuvieron siempre el mismo lenguaje y que dijeron siempre lo mismo durante veinte siglos. Creo que tengo que obedecerlos a ellos y no al Concilio Vaticano II, que dice lo contrario”.
Entonces Pablo VI me dijo: “¡No hay tiempo para discutir cuestiones teológicas!”
Estoy de acuerdo en que se trata de una cuestión teológica. Sintió claramente que no sabía qué responder. ¿Qué queréis que responda a eso?
El cardenal Seper me dijo en su última carta: “Tiene Vd. que someterse al magisterio de la Iglesia y a todo el magisterio, incluso al actual, y por consiguiente, también al Vaticano II”. Ahora bien: al someterme precisamente al magisterio de la Iglesia, yo rechazo algunas partes del magisterio del Vaticano II. Al someterme al magisterio de la Iglesia no puedo admitir que un concilio “pastoral” contradiga lo que los Papas han anunciado oficialmente, porque entonces ya no habría razón para que mañana otro concilio no diga lo contrario de lo que dijo éste. En ese caso, ya no habría verdad. Si cada cincuenta años se cambian las verdades y dogmas, ya no hay dogmas ni magisterio. Por respeto a él, no aceptamos que se cambie y desprecie.
Cuando decimos esto a los que defienden el Vaticano II, no saben qué respondernos.

Así pues, León XIII trata aquí de la libertad de palabra y de prensa:

«Apenas es necesario negar el derecho a semejante libertad cuando se ejerce, no con alguna templanza, sino traspasando toda moderación y límite. El derecho es una facultad moral que, como hemos dicho y conviene repetir mucho, es absurdo suponer haya sido concedido por la naturaleza de igual modo a la verdad y al error, a la honestidad y a la torpeza».

¡Pues claro! Sólo la libertad y el bien tienen derechos, porque el derecho se funda en Dios mismo y El es la verdad y la virtud. Lo que se opone a Dios, es contrario a la verdad y al bien, y no puede tener ningún derecho.
Algunos pretenden que es ridículo decir que la verdad y el bien tienen derechos, y que el error y el vicio no los tienen, que sólo las personas tienen derechos y no las ideas… Pero cuando se habla de verdad y de derechos, se piensa en Dios, es decir, en sus Personas y en la Santísima Trinidad y, por supuesto, no en la abstracción de la verdad.
Cuando se derroca un gobierno, lo que reclama el pueblo supuestamente soberano es la libertad de prensa, y ya se sabe que muchas veces eso quiere decir que va a haber un modo único de hablar. En los países de “libertad”, supuestamente democráticos, es la tiranía de la democracia. Ya no es cuestión de verdad o error: en el poder, hay sencillamente una prensa y los que la deploran, protestan: “¡Hay que dar libertad, porque cuando todo el mundo tenga libertad, triunfará la verdad y perderá el error!”. La experiencia demuestra lo contrario: es más fácil hacer el mal que el bien, porque el mal es más conforme al desorden de la naturaleza humana. Por eso, cuando se permite la libertad, crece el error. Basta ver en algunos países el número tan reducido de impresos que aún son católicos. ¿En qué medios de prensa se puede aún confiar? Ya no pueden llamarse católicos los periódicos como L’Avvenire, o La Croix en Francia. Ya no hay prensa realmente católica. Eso es lo que sucede cuando se permite la libertad…
El error toma ventaja. Ahora bien, la prensa tiene una influencia considerable, y eso que León XIII no conoció la televisión.

«Las maldades de los ingenios licenciosos, que redundan en opresión de la multitud ignorante, no han de ser menos reprimidas por las leyes que cualquier injusticia cometida por la fuerza contra los débiles. Sobre todo porque la inmensa mayoría de los ciudadanos no puede en modo alguno, o pueden con suma dificultad, precaver esos engaños y sofismas, singularmente cuando halagan a las pasiones. Si a todos es permitida esa licencia ilimitada de hablar y escribir, nada será sagrado e inviolable, ni siquiera se reputarán tales aquellos grandes principios naturales tan llenos de verdad, y que han de considerarse como patrimonio común y nobilísimo del género humano. Oculta así la verdad en las tinieblas (…) fácilmente se enseñoreará de las opiniones humanas el error pernicioso y múltiple».

El Papa comprueba que las malas yerbas siempre abundan más que las buenas. Dejad un campo sin cultivar, dejad la libertad, y las zarzas y espinas acabarán por ahogar rápidamente todo lo que queda de buenas hierbas.

«Y con ello recoge tanta ventaja la licencia como detrimento la libertad, que será tanto mayor y más segura cuanto mayores fueren los frenos de la licencia.
En lo que se refiere a las cosas opinables, dejadas por Dios a las disputas de los hombres, es permitido, sin que a ello se oponga la naturaleza, sentir lo que acomoda y libremente hablar de lo que se siente».

Por supuesto, se puede dejar que los hombres sean libres para discutir materias que no se relacionan con la fe y la moral.