Ya hemos publicado la tercera parte de Las libertades modernas, capítulo de la obra Soy yo, el acusado, quien tendría que juzgaros. Comentarios de los Documentos Pontificios que condenan los errores modernos de Mons. Marcel Lefebvre. Aquí la cuarta y última parte.
Cuarta libertad: la libertad
de conciencia
Finalmente, León XIII trata de la libertad de conciencia procurando hacer
las distinciones oportunas porque las palabras, si no se definen, son siempre
ambiguas.
«…tomada en sentido de ser lícito a cada uno,
según le agrade, dar o no dar culto a Dios, queda suficientemente refutada con
lo ya dicho.
Pero puede también tomarse en sentido de ser
lícito al hombre, según su conciencia, seguir en la sociedad la voluntad de
Dios [ex conscientia officii] y cumplir sus mandatos sin el menor impedimento.
Esta libertad verdadera, digna de los hijos de
Dios, y que ampara con el mayor decoro a la dignidad de la persona humana, está
por encima de toda injusticia y violencia, y fue deseada siempre y
singularmente amada por la Iglesia. Este género de libertad lo reivindicaron
constantemente para sí los Apóstoles, lo confirmaron con sus escritos los
apologistas, lo consagraron con su sangre los mártires en número crecidísimo».
Una ambigüedad culpable y
fatal
Hoy en día se mezcla todo. Hace algunos años, en la canonización de los
mártires irlandeses, el Papa Pablo VI pronunció un discurso lleno de
ambigüedades, basado en la expresión “libertad de conciencia”, como si esos
mártires hubieran manifestado la necesidad de esa libertad y hubieran muerto
por ella. Esos mártires comprendieron la libertad de conciencia tal como la va
a definir León XIII: libertad para afirmar la verdad y para adherirse a ella.
Sería algo muy distinto si se tratara simplemente de defender la libertad de
cualquier religión, culto o pensamiento. Ellos no fueron al martirio por defender
eso. Se negaron a pasar al protestantismo, diciéndose: “Eso es el error”. Así
que los mataron por la verdad y no por decir: “Todas las verdades son libres”.
¡Es algo inadmisible jugar con la sangre de esos mártires que manifestaron su
adhesión a la verdadera fe, haciendo creer que querían defender la libertad de
todas las religiones!
Hoy, cuando se pide la libertad religiosa, ya no se la define. Por eso hay
que ser claros. Defender una cierta libertad, la libertad de las personas para
que no haya investigaciones exageradas por parte del Estado para saber qué
piensan y luego perseguirlas, es algo que está muy bien. Decir también que no
se puede perseguir a las personas en sus casas y en su intimidad por profesar
tal o cual religión, por ejemplo: musulmana o budista, está muy bien.
Pero no puede ser que se dé la impresión de que la Iglesia católica
defiende la libertad de todas las religiones, pues no puede defender la
libertad del error. Pedir para todas las religiones la libertad de poder, al
igual que la Religión Católica, expresarse exteriormente, tener su prensa,
instituciones, escuelas y templos, es jugar en un terreno peligroso. Si no, un
día veremos templos y mezquitas por todas partes[1] y los
católicos no podrán decir nada, por haber querido ellos mismos dar la libertad
al error. Hay que saber qué es lo que se quiere.
La verdadera tolerancia
Precisamente León XIII habla un poco más adelante de la tolerancia.
Entendemos que sea necesaria en los Estados, pero una cosa es tolerar y otra
dar un derecho. El mal se tolera pero no se aprueba. Es algo que ya vemos en
nosotros mismos: somos pecadores y tenemos tendencias malas ¡pero no vamos a
suicidarnos porque no podemos tolerar nuestros vicios! En cierta medida,
tenemos que soportarnos, sin aprobar por ello nuestros vicios. Los soportamos,
intentando combatirlos y restablecer el orden en nuestra propia persona. Lo
mismo vale para las sociedades: están enfermas. Querer suprimir todo mal, sería
hacer que la vida social fuera imposible. ¡No vamos a matar a la sociedad! Los
Estados se ven obligados a tolerar ciertas cosas.
Antes se llamaba “casas de tolerancia” a lo que eran casas de prostitución.
El Estado juzgaba que tenía que tolerar eso porque si hubiera querido
suprimirlas, la prostitución se hubiera extendido por todas partes y hubiera
sido peor que reglamentarla. El Estado es el que tiene que decidir si hay que
tolerar o no. El Estado y los príncipes católicos, que atacaban el vicio y los
pecados públicos, toleraban esas casas, pero era una libertad muy limitada.
Veamos qué nos dice León XIII sobre la tolerancia:
«A pesar de todo, la Iglesia se hace cargo
maternalmente del grave peso de la humana flaqueza, y no ignora el curso de los
ánimos y de los sucesos por donde va pasando nuestro siglo. Por esta causa, y
sin conceder el menor derecho sino sólo a lo verdadero y honesto, no rehuye que
la autoridad pública tolere algunas cosas ajenas a la verdad y a la justicia, a
fin de evitar un mal mayor o de adquirir o conservar un mayor bien».
El Papa recuerda que Dios mismo permite el mal, aunque Él no lo quiere; no
puede quererlo pero lo permite en vista de un bien mayor o para evitar un mal
mayor.
Tolerar no significa
conceder un derecho
¿Tengo que recordar que antes del Concilio se habían redactado dos
propuestas o esquemas, el del cardenal Bea —sobre la libertad religiosa— y el
del cardenal Ottaviani —que hablaba de la “tolerancia
religiosa”? Ambos se opusieron violentamente, y el cardenal Bea, levantando
la voz en plena reunión dijo: “¡No estoy de acuerdo para nada con ese esquema!”
Ahora bien: la tolerancia religiosa es realmente la doctrina tradicional de la
Iglesia, según la cual no se puede hablar de libertad de las religiones. El
error se tolera en ciertos casos, pero no se le reconoce un derecho natural.
Por ejemplo: en países como Alemania, donde hay la misma cantidad de
católicos que de protestantes, no se puede suprimir el protestantismo. Pero en
Estados tan católicos como España, donde había muy pocos protestantes, las
leyes favorecían precisamente al catolicismo, impidiendo el desarrollo de
instituciones protestantes. Eso fue así hasta que el Generalísimo Franco, por
presión del Vaticano, acabó concediendo la libertad de cultos, y entonces los
protestantes crecieron en número y luego llegaron los testigos de Jehová… Lo
mismo sucedía en Hispanoamérica, donde los países eran católicos en un 95%; los
jefes de Estado seguían los consejos de los Papas y consideraban un deber
proteger a su pueblo católico contra los errores que hubieran destruido la fe.
Esto es normal cuando se cree en Nuestro Señor Jesucristo.
Era algo hermoso ver la fe profesada oficialmente en esos países: en las
procesiones y ceremonias oficiales religiosas siempre había una presencia de
las autoridades civiles. Era un gran ejemplo para la población. Todo eso se ha
suprimido. Estos Estados se han vuelto “laicos” y las sectas, como si fueran
langostas, los han invadido. En Chile, en cada momento, se ve cómo se levantan
templos: cómo aquí aparecen los mormones, allí los adventistas, en otro lugar
el ejército de salvación… Cuando la Iglesia ya no es firme en sus principios o
al clero le falta valor, la fe católica se ve corroída por todas partes, y los
fieles la abandonan y se van a las sectas.
Es, pues, algo normal, que el Estado tolere un hecho que no puede impedir,
como en un lugar cuya mayoría no es católica. Pero los jefes de Estado no
pueden dar a los disidentes más que una tolerancia; no les pueden reconocer un
derecho natural.
«Ha de confesarse —continúa el Papa—, si queremos
juzgar rectamente, que cuanto mayor sea el mal que por fuerza haya de tolerar
un Estado, tanto más lejano se halla él de la perfección; y asimismo que, por
ser la tolerancia de los males un postulado de prudencia política, ha de
circunscribirse absolutamente dentro de los límites del criterio que la hizo
nacer, esto es, el supremo bienestar público. De modo que si daña a éste y ocasiona
mayores males a la sociedad, es consiguiente que ya no es lícita, por faltar en
tales circunstancias la razón de bien (…) Pero siempre es verdad que semejante
libertad concedida indistintamente a todos y para todo, nunca, como hemos
repetido varias veces, se ha de buscar por sí misma, pues repugna a la razón
que la verdad y la falsedad tengan los mismos derechos. Y en lo tocante a la
tolerancia, causa extrañeza cuánto distan de la prudencia y equidad de la
Iglesia los que profesan el liberalismo».
[1] En 1993 había más de 1.000 mezquitas en Francia.