La eliminación de los
tiquitaqueros es el justo castigo para un pueblo sin épica
DECÍA
Somerset Maugham que «el periodismo deportivo es la literatura de los pueblos
sin épica; pero al menos, poniéndolos a escribir crónicas de fútbol, nos libera
de la amargura de los malos escritores». No es magro beneficio, pues, el que el
fútbol proporciona a las sociedades, si en verdad las libera de la amargura de
los malos escritores, poniéndolos a escribir crónicas de fútbol; pues, como nos
decía Unamuno sobre Azaña, un escritor sin lectores es la persona más temible
del mundo. Tal vez si a Azaña lo hubiesen puesto a escribir crónicas de fútbol,
los demócratas de antaño no se hubiesen puesto las botas a quemar conventos; y
los demócratas de hogaño, deseosos de quemarlos otra vez, no añorarían tanto la
Segunda República, con lo que al menos nos ahorraríamos la tabarra de las
banderitas tricolores.
La
eliminación de los tiquitaqueros nos ha exonerado de leer cada día tropecientas
crónicas de fútbol perpetradas por malos escritores; aunque temo que la
ociosidad termine despertándoles a todos la amargura, anestesiada por las
vicisitudes ineptas del tiquitaca, y, viéndose de repente sin lectores como
Azaña, acaben poniéndose a escribir soflamas regadas de espumarajos y
anacolutos en favor de la Tercera República. Escribía Spengler en La
decadencia de Occidente que, en las sociedades decadentes, la tensión
espiritual es suplantada por la tensión corpórea del deporte. La tensión
espiritual, que es la propia de los pueblos con épica, eleva al hombre y lo
empuja a realizar hazañas gloriosas y trabajos ímprobos; y, llegada la hora de
la derrota, inspira espíritu de sacrificio y santa resignación. La tensión
corpórea, por el contrario, solo engendra el entusiasmo de la bravuconería y la
exultación del matonismo; y, llegada la hora de la derrota, solo inspira una
amalgama de derrotismo y rabia que enfanga a los pueblos en las pasiones más
abyectas.
Wenceslao
Fernández Flórez, en una deliciosa sátira contra el deporte titulada El
sistema Pelegrín, desgranaba las bajas pasiones que alimenta el fútbol: «Al
espectador no le importa nada el fútbol, aunque sostenga frenéticamente lo
contrario. Ni le interesa que exista una humanidad vigorosa, ni que tal o cual
individuo aislado tenga desarrollados al máximo sus bíceps o sus músculos
gemelos. Tampoco le importa que el equipo más ligero, más enérgico o mejor preparado
triunfe. Lo que le interesa, lo que persigue con intransigencia permanente, con
avidez enfermiza, es el éxito de un cierto grupo, al que adscribe sus simpatías
por razones de vecindad, de amistad o de una difusa preferencia enraizada a
veces en las causas más incongruentes. El hombre enamorado quiere porque sí. El fanático de un equipo procede por la misma razón».
Siempre
fue España un país de gentes que quieren «porque sí»; pues el español es por
naturaleza hombre de querencias (y también de aversiones) inexplicables. Y el
fútbol de los tiquitaqueros no ha hecho sino exagerar este rasgo,
envileciéndolo fatalmente de una puerilidad que, mientras dura la fiesta,
parece patriotismo; pero que realmente es la efervescencia propia de un pueblo
sin épica que disimula su inanidad y poltronería de forma risible y penosa a un
tiempo, mostrando mayor agitación, ansiedad más viva e inquietud más
torturadora ante once maromos pegando patadas a una pelota que ante los muros
ya desmoronados de su patria, que ni siquiera se molesta en mirar.
La
eliminación de los tiquitaqueros es el justo castigo para un pueblo sin épica.
¡Pero que Dios nos libre de la amargura de los malos escritores que ahora se
han quedado sin excusa para sus derramamientos verbales!