San Leonardo de Porto-Maurizio en una de sus prédicas.
San Leonardo
de Puerto Mauricio fue un fraile franciscano muy santo que vivió en el
monasterio de San Buenaventura en Roma. Fue uno de los más grandes misioneros
en la historia de la Iglesia. Él solía predicar a miles de personas en las
plazas de cada ciudad y pueblo donde las iglesias no podían albergar a sus
oyentes. Tan brillante y santa era su elocuencia que una vez cuando realizo una
misión de dos semanas en Roma, el Papa y el Colegio de los Cardenales fueron a
oírle. La Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen, la adoración del
Santísimo Sacramento y la veneración del Sagrado Corazón de Jesús eran sus
cruzadas. No fue en pequeña medida responsable de la definición de la Inmaculada
Concepción hecha poco más de cien años después de su muerte. También nos dio
las alabanzas divinas, que se dicen al final de la bendición. Pero el trabajo
más famoso de San Leonardo fue su devoción a las Estaciones de la Cruz. Tuvo
una muerte santa a sus setenta y cinco años, después de veinticuatro años de
predicación sin interrupciones.
Uno de los
sermones más famosos de San Leonardo de Puerto Mauricio fue “el pequeño número
de los que se salvan”. Fue el único que se basó en la conversión de grandes
pecadores. Este sermón, al igual que sus otros escritos, se sometió a
examinación canónica durante el proceso de canonización. En él se examinan los
diferentes estados de vida de los cristianos, y concluye con el pequeño número
de los que se salvan, en relación con la totalidad de los hombres. El
lector que medite sobre este notable texto. Aproveche la solidez de su argumentación,
que le ha valido la aprobación de la Iglesia. Aquí está el vibrante y
conmovedor sermón de este gran misionero.
Introducción:
Gracias a
Dios, el número de los discípulos del Redentor no es tan pequeño como para que
la maldad de los escribas y fariseos sea capaz de triunfar sobre ellos. Aunque
se esforzaron por calumniar su inocencia y engañar a la gente con sus sofismas traicioneros
para desacreditar a la doctrina y el carácter de Nuestro Señor, buscando
puntos, incluso en el sol, muchos todavía lo reconocieron como el verdadero
Mesías, y, sin miedo ni de castigos o de amenazas, abiertamente se unieron a su
causa. ¿Todos los que siguieron a Cristo, lo siguieron hasta la gloria? ¡Ah,
aquí es donde yo venero el misterio profundo y adoro en silencio los abismos de
los decretos divinos, en lugar de decidir sobre este punto tan grande! El tema
que estaré tratando hoy es muy grave, ha causado que incluso los pilares de la
Iglesia tiemblen, ha llenado a los más grandes santos de terror y poblado los
desiertos de anacoretas. El objetivo de esta instrucción es decidir si el
número de cristianos que se salvan es mayor o menor al número de cristianos que
son condenados, y espero que esto pueda producir en ustedes un temor saludable
acerca de los juicios de Dios.
Hermanos, por
el amor que tengo por ustedes, me gustaría ser capaz de asegurarles a cada uno
de ustedes, con la perspectiva de la felicidad eterna diciendo: Es seguro que
iras al paraíso, el mayor número de cristianos se salva, por lo que también tú
te salvarás. Pero, ¿cómo puedo darles esta dulce garantía si se rebelan contra
los decretos de Dios como si fueran sus peores enemigos? Veo en Dios un deseo
sincero de salvarlos, pero encuentro en ustedes una inclinación decidida a ser
condenados. Entonces, ¿qué voy a hacer hoy si hablo con claridad? Yo seré
desagradable para ustedes. Pero si yo no hablo, voy a ser desagradable para Dios.
Por lo tanto,
voy a dividir este tema en dos puntos. En el primero, para llenarlos de terror,
voy a dejar que los teólogos y los Padres de la Iglesia decidan sobre esta
cuestión y declaren que el mayor número de los cristianos adultos son
condenados, y, en adoración silenciosa de este terrible misterio, voy a
mantener mis sentimientos para mí mismo. En el segundo punto, trataré de
defender la bondad de Dios contra los impíos, al demostrarles que los que son
condenados están condenados por su propia malicia, porque querían ser
condenados. Entonces, aquí hay dos verdades muy importantes. Si la
primera verdad les asusta, no se pongan en contra mía, como si yo quisiera
hacer el camino hacia el cielo más estrecho para ustedes,porque quiero ser neutral
en este asunto, sino pónganse contra los teólogos y los Padres de la Iglesia,
quienes grabarán esta verdad en sus corazones por la fuerza de la razón. Si
ustedes están desilusionados por la segunda verdad, den gracias a Dios por
esta, porque Él sólo quiere una cosa: que le den sus corazones totalmente a Él.
Por último, si me obligan a decir claramente lo que pienso, lo voy a hacer para
su consuelo.
La enseñanza de los Padres de
la Iglesia:
No es vana
curiosidad, pero una precaución saludable proclamar desde lo alto del púlpito
ciertas verdades que sirven maravillosamente para contener las indolencias de
los libertinos, que siempre están hablando de la misericordia de Dios y de lo
fácil que es convertir, que viven sumidos en toda clase de pecados y se quedan profundamente
dormidos en el camino al infierno. Para su desilusión y para despertarlos de su
letargo, hoy vamos a examinar esta gran pregunta: ¿Es el número de cristianos
que se salva mayor que el número de cristianos que se condena?
Almas
piadosas, pueden irse; este sermón no es para ustedes. Su único objetivo es
contener el orgullo de los libertinos que echan el santo temor de Dios fuera de
su corazón y unen sus fuerzas con las del diablo que, según el sentimiento de
Eusebio, condenan a las almas, asegurándolas. Para resolver esta duda, vamos a
poner a los Padres de la Iglesia, tanto griegos como latinos, por un lado; por
el otro, los teólogos más sabios e historiadores eruditos, y dejemos la Biblia
en el centro para que todos la vean. Ahora, no escuchen lo que yo voy a decir -
que ya he dicho que yo no quiero hablar por mí mismo o decidir sobre la materia
-, sino escuchen lo que estas grandes mentes quieren decirles, ellos que son
faros en la Iglesia de Dios para dar luz a los demás para que no se pierdan el
camino al cielo. De esta manera, guiados por la triple luz de la fe, la
autoridad y la razón, vamos a ser capaces de resolver este grave asunto con
certeza.
Nótese que no
se trata aquí de la raza humana en su conjunto, ni de todos los católicos sin
distinción, pero sólo de los católicos adultos, que tienen libertad de elección
y por tanto son capaces de cooperar en el gran asunto de su salvación. Primero
vamos a consultar a los teólogos reconocidos para examinar las cosas con más
cuidado y no exagerar en su enseñanza: vamos a escuchar a dos cardenales
sabios, Cayetano y Belarmino. Ellos enseñan que el mayor número de adultos
cristianos son condenados, y si yo tuviera el tiempo para señalar las razones
en las que se basan, estarían convencidos de esto ustedes mismos. Pero me
limitaré aquí a citar a Suárez. Después de consultar a todos los teólogos y de
hacer un estudio diligente del asunto, él escribió, “El sentimiento más común
que se tiene es que, entre los cristianos, hay más almas condenadas que almas predestinadas”.
Añadan la
autoridad de los padres griegos y latinos a la de los teólogos, y ustedes
encontrarán que casi todos dicen lo mismo. Este es el sentimiento de San
Teodoro, San Basilio, san Efrén y san Juan Crisóstomo. Es más, según Baronio
era una opinión común entre los padres griegos que esta verdad fue expresamente
revelada a San Simeón Estilita y que este, después de esta revelación, para
asegurar su salvación decidió vivir en lo alto de un pilar durante cuarenta
años, expuesto a la intemperie, un modelo de penitencia y de santidad para
todos. Ahora vamos a consultar a los Padres latinos. Ustedes escucharán a San
Gregorio diciendo claramente: “Muchos alcanzan la fe, pero pocos hasta el reino
celestial”. San Anselmo declara: “Hay pocos que se salvan”. San Agustín afirma
aún más claramente: “Por lo tanto, pocos se salvan en comparación con aquellos
que son condenados”. El más terrible, sin embargo, es San Jerónimo. Al final de
su vida, en presencia de sus discípulos, dijo estas terribles palabras: “Fuera
de cien mil personas cuyas vidas han sido siempre malas, se encuentra
apenas una que es digna de indulgencia”.
Las palabras de la Sagrada
Escritura:
Pero ¿por qué
buscar las opiniones de los Padres y teólogos, cuando la Sagrada Escritura
resuelve la cuestión con tanta claridad? Busquen en el Antiguo y Nuevo
Testamento, y ustedes encontrarán una multitud de figuras, símbolos y palabras
que señalan claramente esta verdad: muy pocos se salvan. En el tiempo de Noé,
la raza humana entera quedó sumergida por el Diluvio, y sólo ocho personas
fueron salvadas en el Arca. San Pedro dice: “Esta arca, es la figura de la
Iglesia”, mientras que San Agustín, añade, “y las ocho personas que se salvaron
significa que se salvan muy pocos cristianos, porque son muy pocos los
que sinceramente renuncian al mundo, y los que renuncian al mundo sólo con
palabras no pertenecen al misterio que representa esta arca”. La Biblia también
nos dice que sólo dos hebreos de cada dos millones entraron en la Tierra Prometida
después de salir de Egipto, y que sólo cuatro escaparon al fuego de Sodoma y de
las otras ciudades que se incendiaron y perecieron con esta. Todo esto
significa que el número de los condenados que serán arrojados al fuego como la
paja es mucho mayor que la de los salvados, que el Padre celestial un día
reunirá en sus graneros, como trigo precioso.
No acabaría si
yo tuviera que señalar todas las figuras, por las que la Sagrada Escritura
confirma esta verdad, vamos a contentarnos con escuchar el oráculo viviente de la
Sabiduría encarnada. ¿Qué respondió nuestro Señor a aquel hombre curioso en el
Evangelio que le preguntó: “Señor, ¿son pocos los que se salvan?” ¿Guardó
silencio? ¿Respondió con dificultad? ¿Oculto su pensamiento por temor a asustar
a la gente? No. Interrogado por uno solo, se dirige a todos los presentes. Y
les dice: “¿Ustedes me preguntan si sólo unos pocos se salvan? He aquí mi
respuesta: Esforzaos por entrar por la puerta angosta, porque muchos, os digo,
tratarán de entrar y no podrán”. ¿Quién habla aquí? Es el Hijo de Dios, la
Verdad Eterna, que en otra ocasión, dice aún más claro: “Muchos son los
llamados, pero pocos los escogidos”. Él no dice que llama a todos y que, de
todos los hombres, pocos son los elegidos, pero que muchos son los llamados, lo
que significa, como San Gregorio explica que, de todos los hombres, muchos son
los llamados a la verdadera religión, pero pocos de ellos se salvan. Hermanos,
estas son las palabras de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Son claras? Son
verdaderas. Díganme ahora si es posible que ustedes tengan fe en su corazón y
no tiemblen.
La salvación en los diferentes
Estados de Vida:
Pero, ¡Ah!,
veo que al hablar de esta manera a todos en general, me salgo de mi punto. Así
que vamos a aplicar esta verdad a varios estados, y ustedes comprenderán que
deben tirar la razón, la experiencia y el sentido común de los fieles, o sino,
confesar que el mayor número de católicos es condenado. ¿Hay algún estado en el
mundo más favorable a la inocencia en la que la salvación parece más fácil y
del cual la gente tiene una idea más elevada que la de los sacerdotes, los
lugartenientes de Dios? A primera vista, quién no creería que la mayoría de
ellos no sólo son buenos pero aún perfectos, sin embargo, estoy horrorizado
cuando escucho a San Jerónimo declarar que aunque el mundo está lleno de
sacerdotes, apenas uno de cada cien está viviendo en una manera conforme con su
estado, cuando oigo a un siervo de Dios diciendo que ha aprendido por
revelación que el número de sacerdotes que caen en el infierno cada día es tan
grande que le parece imposible que quede alguno en la tierra, cuando oigo a San
Juan Crisóstomo exclamando con lágrimas en los ojos, “no creo que se salvan
muchos sacerdotes, yo creo lo contrario, que el número de los que son condenados
es mayor”.
Mira aún más
alto, y mira a los prelados de la Santa Iglesia, los pastores que tienen a
cargo las almas. ¿Es el número de los que se salvan entre ellos mayor que el
número de los que son condenados? Escuchen a Cantimpré; él les dirá un evento a
ustedes, y ustedes podrán sacar las conclusiones. Hubo un sínodo que se celebró
en París, y un gran número de obispos y pastores que tenían a cargo las almas
estuvieron presentes: el rey y los príncipes también fueron a añadir lustre a
esta asamblea con su presencia. Un famoso predicador fue invitado a predicar.
Mientras estaba preparando su sermón, un horrible demonio se le apareció y le
dijo: “Pon tus libros a un lado. Si quieres dar un sermón que será útil para
los príncipes y prelados, alégrate con decirles esto de nuestra parte: Nosotros
los príncipes de las tinieblas les agradecemos, príncipes, prelados y pastores
de almas, que, debido a su negligencia, la mayor parte de los fieles son
condenados, además, estamos guardando una recompensa para ustedes por este
favor, cuando ustedes estén con nosotros en el infierno”.
¡Ay de
vosotros que mandan a otros! Si tantos son condenados por vuestra culpa, ¿qué
va a pasar con ustedes? Si pocos de los que son primeros en la Iglesia de Dios
se salvan, que va a pasar con ustedes? Tomemos todos los estados, ambos sexos,
todas las condiciones: maridos, esposas, viudas, mujeres jóvenes, hombres jóvenes,
soldados, comerciantes, artesanos, pobres y ricos, nobles y plebeyos. ¿Qué
podemos decir acerca de todas estas personas que están viviendo tan mal? El
siguiente relato de San Vicente Ferrer les mostrará lo que ustedes pueden
pensar de ello. Relata que un archidiácono en Lyon renunció a su cargo y se
retiró a un lugar desierto para hacer penitencia, y que murió al mismo día y
hora que San Bernardo. Después de su muerte, se apareció a su obispo y le dijo:
“Sabe, Monseñor, en el mismo momento que morí, treinta y tres mil personas
también murieron. De esta cifra, Bernardo y yo fuimos al cielo sin demora, tres
se fueron al purgatorio, y todos los demás cayeron en el infierno”. Nuestras crónicas relatan un suceso
aún más terrible. Uno de nuestros hermanos, bien conocido por su doctrina y
santidad, estaba predicando en Alemania. Representó a la fealdad del pecado de
impureza tan fuertemente que una mujer cayó muerta de tristeza en frente de
todos. Entonces, volviendo a la vida, dijo, “Cuando me presente ante el
Tribunal de Dios, sesenta mil personas llegaron al mismo
tiempo de todas partes del mundo, de este número, tres fueron salvadas al ir al
purgatorio, y el resto fueron condenadas”.
¡Oh abismo de
los juicios de Dios! ¡Fuera de treinta mil, sólo cinco se salvaron! ¡Y fuera de
sesenta mil, sólo tres se fueron al cielo! Ustedes pecadores que me están
escuchando, ¿en qué categoría van a ser numerados?... ¿Qué dicen?... ¿Qué
piensan?...
Veo a casi
todos ustedes bajar la cabeza, llenos de asombro y horror. Pero vamos a poner
nuestro estupor a un lado, y en lugar de halagarnos a nosotros mismos, vamos a
tratar de sacar algún provecho de nuestro miedo. ¿No es cierto que hay dos
caminos que conducen al cielo: la inocencia y el arrepentimiento? Ahora, si les
muestro que muy pocos toman uno de estos dos caminos, como personas racionales
llegaran a la conclusión de que muy pocos se salvan. Y para hablar de las
pruebas: en qué edad, empleo o condición van a encontrar que el número de los
malos no es cien veces mayor que el de los buenos, sobre los cuales se podría
decir, “Los buenos son tan raros y los malvados son tan grande en número”. Se
podría decir de nuestro tiempo lo que Salviano, dijo del suyo: es más fácil
encontrar una innumerable multitud de pecadores, inmersos en toda clase de
iniquidades que a unos pocos hombres inocentes. ¿Cuantos servidores son
totalmente honestos y fieles en sus funciones? ¿Cuantos comerciantes son justos
y equitativos en su comercio?, ¿cuantos artesanos exactos y veraces, cuantos
vendedores desinteresados y sinceros? ¿Cuántos hombres de la ley no abandonan
la equidad? ¿Cuántos soldados no pisan al inocente?, ¿cuántos maestros no
retienen injustamente el salario de quienes les sirven, o no tratan de dominar
a sus inferiores? En todas partes, los buenos son raros y los malos en gran número.
¿Quién no sabe que hoy en día hay tanto libertinaje entre los hombres maduros,
libertad entre las jóvenes, vanidad en las mujeres, libertinaje en la nobleza,
corrupción en la clase media, disolución en el pueblo, descaro entre los
pobres?, que uno podría decir lo que David dijo de su época: “Todos por igual
se han ido por mal camino... no hay ni siquiera uno que haga el bien, ni
siquiera uno”.
Vayan a la
calle y la plaza, al palacio y la casa, a la ciudad y al campo, al tribunal y
al tribunal de la ley, e incluso al templo de Dios. ¿Dónde se encuentra la
virtud? “¡Ay!” grita Salviano, “salvo por un número muy pequeño que huye del
mal, ¿qué es la asamblea de los cristianos si no un sumidero de vicio?” Todo lo
que podemos encontrar en todas partes es el egoísmo, la ambición, la gula y el
lujo. ¿No está la mayor proporción de hombres contaminados por el vicio de la
impureza, y no esta San Juan correcto al decir: “El mundo entero - si se puede
decir así- se encuentra asentado en la maldad”. Yo no soy el que digo esto, la
razón nos obliga a creer que de aquellos que viven tan mal, muy pocos se
salvan.
Pero ustedes
dirán: ¿Puede la penitencia reparar la pérdida de la inocencia? Eso es cierto,
lo admito. Pero también sé que la penitencia es muy difícil en la práctica;
hemos perdido la costumbre de manera tan completa, y es tan maltratada por los
pecadores, que esto sólo debería ser suficiente para convencerlos de que muy
pocos son salvados por este camino. ¡Oh, cuan empinada, estrecha y espinosa,
horrible de ver y difícil de escalar que es! Dondequiera que miremos, vemos
rastros de sangre y cosas que atraen tristes recuerdos. Muchos se debilitan a
la vista de ella. Muchos pierden desde el principio. Muchos caen de cansancio
en el medio, y muchos pierden miserablemente al final. ¡Y cuán pocos son los
que perseveran en ella hasta la muerte! San Ambrosio dice que es más fácil
encontrar hombres que han mantenido su inocencia que encontrar hombres que han
hecho penitencia apropiada.
Si se
considera el sacramento de la penitencia, ¡hay tantas confesiones
distorsionadas, tantas excusas estudiadas, tantos arrepentimientos engañosos,
tantas falsas promesas, tantas resoluciones inútiles, tantas absoluciones
inválidas! ¿Se considera como válida la confesión de alguien que se acusa de
pecados de impureza y todavía se aferra a la ocasión de ellos? ¿O alguien que
se acusa de injusticias evidentes, sin la intención de hacer cualquier
reparación que sea por ellas? O alguien que cae de nuevo en las mismas
iniquidades después de ir a la confesión? ¡Oh, los horribles abusos de tan gran
sacramento! Uno confiesa para evitar la excomunión, otro para hacer una
reputación como penitente. Uno se libera de sus pecados para calmar sus
remordimientos, otro los oculta por vergüenza. Uno los acusa imperfectamente
por malicia, otro lo hace por costumbre. Uno no tiene el verdadero fin del
sacramento en la mente, a otro le falta la pena necesaria, y a otro más firme
propósito. Pobres confesores, ¿qué esfuerzos hacen para atraer al mayor número
de penitentes a estas resoluciones y actos, sin que la confesión sea un
sacrilegio, la absolución una condena y la penitencia una ilusión?
¿Dónde están
ahora, los que creen que el número de los salvados entre los cristianos es
mayor que la de los condenados y quienes, para autorizar su opinión, razonan de
esta manera: la mayor parte de los adultos católicos mueren en sus camas,
armados con los sacramentos de la Iglesia, entonces, la mayoría de los católicos
adultos se salvan? ¡Ah, qué buen razonamiento! Ustedes deben decir exactamente
lo contrario. La mayoría de los adultos católicos se confiesan mal en la
muerte, por lo tanto la mayoría de ellos están condenados. Digo “en todo es más
seguro”, porque, para una persona moribunda que no se ha confesado bien cuando
se encontraba en buen estado de salud, será aún más difícil hacerlo cuando este
en cama con el corazón pesado, una cabeza inestable, una mente confusa; cuando
se opone en muchos aspectos aún por los seres vivos, y, sobre todo por los
demonios que buscan todos los medios para echarlo al infierno. Ahora, si se
añade a todos estos falsos penitentes todos los otros pecadores que mueren de
forma inesperada en el pecado, debido a la ignorancia de los médicos o por
culpa de sus familiares, que mueren por envenenamiento o al ser enterrados en
los terremotos, o en un accidente cerebrovascular, o en una caída, o en el
campo de batalla, en una pelea, en una trampa, alcanzado por un rayo, quemados
o ahogados, ¿No sois obligados a concluir que la mayoría de adultos cristianos
están condenados? Ese es el razonamiento de San Juan Crisóstomo. Este santo,
dice que la mayoría de los cristianos están caminando en el camino al infierno
a lo largo de su vida. ¿Por qué, entonces, están tan sorprendidos de que la
mayor parte va al infierno? Para llegar a una puerta, ustedes deben tomar el
camino que conduce allí. ¿Qué tienen que responder a esta poderosa razón?
La respuesta,
ustedes me dirán, es que la misericordia de Dios es grande. Sí, para los que le
temen, dice el profeta, pero grande es su justicia para los que no le temen, y
condena a todos los pecadores obstinados.
Así que me
dirán: Bueno, entonces, ¿para quién es el paraíso, si no es para los
cristianos? Es para los cristianos, por supuesto, pero para aquellos que no
deshonran a su carácter y que viven como cristianos. Además, si al número de
adultos cristianos que mueren en gracia de Dios, se añade el de innumerables
niños que mueren después del bautismo y antes de llegar a la edad de la razón,
no se sorprenderán de que San Juan Apóstol, hablando de los que se salvan,
diga, “vi una gran multitud que nadie podía contar”.
Y esto es lo
que engaña a los que pretenden que el número de los salvados entre los
católicos es mayor que el de los condenados ... Si a ese número, se añade el de
los adultos que han mantenido el manto de la inocencia, o que después de
haberse manchado, se han lavado en las lágrimas de la penitencia, es cierto que
se salva un mayor número, y que explica las palabras de San Juan, “Yo vi una
gran multitud”, y estas otras palabras de nuestro Señor, “muchos vendrán de
oriente y de occidente, y harán fiesta con Abraham, Isaac y Jacob en el reino
de los cielos”, y las otras figuras que suelen citarse a favor de esa opinión.
Pero si estamos hablando de los cristianos adultos, la experiencia, la razón,
la autoridad, la propiedad y la Escritura están de acuerdo en aprobar que el
mayor número sea condenado. No creas que por esto, el paraíso está vacío, por
el contrario, es un reino muy poblado. Y si los condenados son “tan numerosos
como la arena en el mar”, los salvados son “tan numerosos como las estrellas
del cielo”, es decir, tanto el uno como el otro son innumerables, aunque en proporciones
muy diferentes.
Un día San
Juan Crisóstomo, predicando en la catedral de Constantinopla, y teniendo en
cuenta estas proporciones, no podía dejar de temblar de horror y preguntar: “Fuera
de este gran número de personas, ¿cuántos creen que van a ser salvos?” Y sin
esperar una respuesta, añadió, “entre tantos miles de personas, no encontraríamos
un centenar que se salvasen, e incluso dudo de los cien”. ¡Qué cosa tan
horrible! El gran santo cree que de tantas personas, apenas cien se salvarían,
y aun peor, no estaba seguro de esa cifra. ¿Qué les pasará a ustedes que me están
escuchando? ¡Dios mío, no puedo pensar en esto sin estremecerme! Hermanos, el
problema de la salvación es una cosa muy difícil, pues de acuerdo a las máximas
de los teólogos, cuando un fin exige grandes esfuerzos, sólo unos pocos logran
alcanzarlo.
Por eso, Santo
Tomás, el Doctor Angelical, después de pesar todas las razones a favor y en
contra, en su inmensa erudición, finalmente llegó a la conclusión de que el
mayor número de católicos adultos son condenados. Él dice, “Debido a que la
belleza eterna sobrepasa al estado natural, sobre todo porque ha sido privado
de la gracia original, es un pequeño número el que se salva”.
Entonces,
quítense las vendas de los ojos que los ciega con el amor propio, que les
impide creer una verdad tan obvia dándoles ideas muy falsas sobre la justicia
de Dios, “Padre Justo, el mundo no te ha conocido”, dijo Nuestro Señor
Jesucristo. Él no dice “Padre Todopoderoso, bondadoso y misericordioso”. Dice “Padre
Justo”, por lo que podemos entender que, de todos los atributos de Dios,
ninguno es más conocido que su justicia, porque los hombres se niegan a creer
lo que tienen miedo a sufrir. Por lo tanto, quítense las vendas que cubren sus
ojos y digan entre lágrimas: ¡Ay! ¡El mayor número de católicos, el mayor
número de personas que viven aquí, incluso los que están en esta Asamblea, se
condenará! ¿Qué tema podría ser más merecedor de sus lágrimas?
El rey Jerjes,
de pie sobre una colina, mirando a su ejército de cien mil soldados en la
batalla, y considerando que de todos ellos no habría un solo hombre vivo en
cien años, no pudo contener las lágrimas. ¿No tenemos más razón para llorar con
el pensamiento de que, de tantos católicos, el mayor número será condenado?
Acaso este pensamiento no hará a nuestros ojos derramar ríos de lágrimas, o al
menos producir en nuestro corazón el sentimiento de compasión que sintió un
hermano agustino, Ven. Marcello de Santo Domingo? Un día, mientras estaba
meditando sobre el dolor eterno, el Señor le mostró cuántas almas se van al
infierno en ese momento y le hizo ver un camino muy amplio en el que veintidós
mil reprobados fueron corriendo hacia el abismo, que chocaban entre sí. El
siervo de Dios se quedó estupefacto ante la vista y exclamó: “¡Oh, qué número!
¡Qué número! Y aún hay más en camino. ¡Jesús! ¡Jesús! ¡Qué locura!” Déjenme
repetir con Jeremías: “¿Quién va a dar agua a mi cabeza, y una fuente de
lágrimas a mis ojos? Y voy a llorar día y noche por los muertos de la hija de
mi pueblo”.
¡Pobres almas!
¿Cómo se puede correr tan de prisa hacia el infierno? Por amor a la piedad
paren y escúchenme un momento. O entienden lo que significa ser salvados y ser
condenados por toda la eternidad, o no. Si ustedes entienden y, a pesar de eso,
no deciden cambiar su vida hoy en día, hacer una buena confesión y pisotear al
mundo, en una palabra, hacen todo esfuerzo para ser contados entre el número
pequeño de los que se salvan, Yo digo que no tienen la fe. Ustedes son más
excusables si no lo entienden, porque si no hay que decir que están
dementes. Para ser salvados por toda la eternidad, para ser condenados
por toda la eternidad, y no hacer sus máximos esfuerzos para evitar una, y
asegurarse de la otra, es algo inconcebible.
La Bondad de Dios:
Tal vez
ustedes todavía no creen en la terrible verdad que acabo de enseñar. Pero son
la mayoría de los teólogos altamente considerados, los Padres más ilustres que
han hablado a través de mí. Entonces, ¿cómo se pueden resistir a razones con el
apoyo de tantos ejemplos y las palabras de la Escritura? Si ustedes aún no se
deciden, a pesar de esto, y si sus mentes se inclinan a la opinión contraria,
¿esta consideración no basta para hacerlos temblar? Ah, ¡esto muestra que no
les importa mucho su salvación! En esta importante cuestión, un hombre sensato
es golpeado con más fuerza por la menor duda de que corre el riesgo, por la
evidencia de la ruina total en asuntos en que el alma está implicada. Uno de
nuestros hermanos, Giles de Asís, tenía la costumbre de decir que si un solo
hombre iba a ser condenado, el haría todo lo posible para asegurarse de que no
fuera ese hombre.
Entonces, ¿qué
debemos hacer, nosotros los que sabemos que la mayor parte va a ser condenada,
y no sólo de todos los católicos? ¿Qué debemos hacer? Tomar la resolución de
pertenecer al pequeño número de los que se salvan. Alguno dirá: Si Cristo
quería maldecirme, ¿por qué me ha creado? ¡Silencio, lengua precipitada! Dios
no creó a nadie para condenarlo, pero el que está condenado, está condenado
porque él quiere estarlo. Por lo tanto, voy a tratar de defender la bondad de
mi Dios y de absolverla de toda culpa: que será el tema del segundo punto.
Antes de
continuar, vamos a reunir a un lado todos los libros y todas las herejías de
Lutero y Calvino, y en el otro lado los libros y las herejías de los pelagianos
y semipelagianos, y vamos a quemarlos. Algunos destruyen la gracia, otros la
libertad, y todos están llenos de errores, así que los echamos en el fuego.
Todos los condenados tienen a su frente el oráculo del profeta Oseas, “Tu
condena proviene de ti”, de modo que puedan entender que todo el que está
condenado, está condenado por su propia malicia y porque quiere ser condenado.
Primero vamos a echar estas dos
verdades innegables como base: “Dios
quiere que todos los hombres se salven", "Todos se encuentran en
necesidad de la gracia de Dios”. Ahora, si me muestran que Dios
quiere salvar a todos los hombres, y que para ello le da a todos ellos su
gracia y todos los demás medios necesarios para obtener este fin sublime,
estarán obligados a aceptar que quien está condenado debe imputarlo a su propia
malicia, y que si el mayor número de cristianos son condenados, es porque
quiere serlo. “Tu maldición viene de ti, tu ayuda es sólo en mí”.
Dios quiere que todos los
hombres se salven:
En un centenar
de lugares en las Sagradas Escrituras, Dios nos dice que es realmente su deseo
el de salvar a todos los hombres. “¿Es acaso mi voluntad que el pecador muera,
y no que se convierta de sus caminos? ... Vivo yo, dice Jehová el Señor. Yo no
deseo la muerte del pecador. Si se convierte vivirá”. Cuando alguien quiere
algo mucho, dice que se está muriendo con el deseo, es una hipérbole. Pero Dios
ha querido y aún quiere nuestra salvación, tanto, que murió de deseo, y sufrió
la muerte para darnos vida. Esta voluntad de salvar a los hombres tanto, no es
una voluntad superficial y aparente en Dios, es una voluntad real, efectiva, y
beneficiosa, porque Él nos da todos los medios más adecuados a nosotros para
ser salvos. No nos los da a nosotros para que no la consigamos, nos los da con
una voluntad sincera, con la intención de que podamos obtener su efecto. Y si
no lo obtenemos, se muestra afligido y ofendido por ello. Manda aún a los
condenados a seguirla, a fin de ser salvados; Les exhorta a esta, les obliga a
esta, y si no la hacen, pecan. Por tanto, puedan hacerla y así ser salvados.
Es más, porque
Dios ve que ni siquiera podemos hacer uso de su gracia, sin su ayuda, Él nos da
otras ayudas, y si a veces son ineficaces, es nuestra culpa, porque con estas
mismas ayudas, se puede abusar de ellas y ser condenados con ellas, más otro
con ellas puede hacer el bien y ser salvo; incluso podríamos salvarnos con las
ayudas de menor potencia. Sí, puede suceder que abusen de una mayor gracia y
sean condenados, mientras que otro coopera con una gracia menor y se salva.
San Agustín
exclama: “Por tanto, si alguien se aparta de la justicia, este es llevado por
su libre voluntad, encabezada por su concupiscencia, y engañado por su propia
convicción”. Pero para aquellos que no entienden teología, esto es lo que les
tengo que decir: Dios es tan bueno que cuando ve a un pecador corriendo a su
ruina, corre detrás de él, le llama, le suplica y lo acompaña hasta las puertas
del infierno, ¿qué no hará para convertirlo? Le envía buenas inspiraciones y
pensamientos santos, y en caso de que no saque provecho de ellos, Él se enoja y
se indigna, Él lo persigue. ¿Le golpeará? No. Él golpea el aire y lo perdona.
Pero el pecador no se convierte todavía. Dios le envía una enfermedad mortal.
Sin duda, es todo para él. No, hermanos, Dios lo cura, el pecador se obstina en
el mal, y Dios en su misericordia, busca otro camino, Él le da un año más, y
cuando este año pasa, es más, le concede otro.
Pero si el
pecador todavía quiere arrojarse al infierno a pesar de todo esto, ¿qué hace
Dios? ¿Le abandona? No. Él lo toma de la mano, y mientras que él tiene un pie
en el infierno y el otro fuera, Él le predica y le implora que no abuse de sus
gracias. Ahora les pregunto, si ese hombre es condenado, ¿no es cierto que es
condenado en contra de la voluntad de Dios y porque quiere ser condenado? Ahora
ven y pregúntame: Si Dios hubiera querido condenarme, ¿por qué me ha creado?
Pecador
ingrato, aprende hoy de que si eres condenado, no es Dios quien tiene la culpa,
sino eres tú y tu propia voluntad. Para que te convenzas tú mismo, baja hasta
las profundidades del abismo, y os traeré una de esas miserables almas
condenadas ardiendo en el infierno, para que estas te expliquen esta verdad.
Aquí está una ahora: “Dime, ¿quién eres?” “Soy un pobre idólatra, nacido en una
tierra desconocida, nunca oí hablar del cielo o del infierno, ni de lo que
estoy sufriendo ahora”. ¡Pobre miserable! Vete, no eres al que estoy buscando”.
Otro está viniendo; ahí está. “¿Quién eres?” “Soy un cismático de los extremos
de Tartaria, siempre he vivido en un estado incivilizado, casi sin saber que
hay un Dios”. “Usted no es al que quiero, regresa al infierno”. Aquí está otro.
“¿Y tú quién eres?” “Soy un pobre hereje del Norte. Nací bajo el Polo y nunca
vi ni la luz del sol ni la luz de la fe”. “No eres al que yo estoy buscando,
regresa al infierno”. Hermanos, mi corazón se rompe al ver a estos desgraciados
que ni siquiera sabían de la verdadera fe entre los condenados. Aun así,
sabemos que la sentencia de condena fue pronunciada contra ellos y se les dijo,
“tu condena proviene de ti”. Fueron condenados porque querían serlo. ¡Recibieron
tantas ayudas de Dios para ser salvados! No sabemos lo que eran, pero ellos
saben bien, y ahora gritan “¡Oh Señor!, tú eres justo... y tus juicios son
equitativos”.
Hermanos,
ustedes deben saber que la creencia más antigua es la Ley de Dios,
y que todos llevamos escrita en nuestros corazones, que se pueden
aprender sin maestro, y que basta con tener la luz de la razón
para conocer todos los preceptos de esta ley. Por eso, incluso los
bárbaros se escondieron al momento de cometer el pecado, porque sabían que
estaban haciendo mal, y que son condenados por no haber observado la ley
natural escrita en sus corazones, porque si la hubieran observado, Dios habría
hecho un milagro en lugar de dejarlos que sean condenados, Él les hubiera enviado
a alguien para que les enseñe y les hubiera dado otras ayudas, de las que se
hicieron indignos por no vivir en conformidad con las inspiraciones de su
propia conciencia, que nunca dejó de advertirles del bien que deben hacer y el
mal que deben evitar. Así que es su conciencia, que los acusó en el Tribunal de
Dios, y les dice constantemente en el infierno, “Tu condena proviene de ti”.
Ellos no saben qué responder y se ven obligados a confesar que son merecedores
de su destino. Ahora bien, si estos infieles no tienen excusa, ¿Habrá alguna
para un católico que tenía tantos sacramentos, tantos sermones, tanta ayudas a
su disposición? ¿Cómo se atreve a decir?: “Si Dios iba a condenarme, ¿por qué
me ha creado”? ¿Cómo se atrevería a hablar de esta manera, cuando Dios le da
tantas ayudas para ser salvo? Así que vamos a terminar frustrándole.
Ustedes,
que están sufriendo en el abismo, ¡contéstenme! ¿Hay católicos entre ustedes? “¡Por
cierto que hay!” ¿Cuántos? ¡Que uno de ellos venga aquí! “Eso es imposible,
están demasiado abajo, y para poder hacer que ellos vengan aquí tendríamos que
poner todo el infierno de cabeza, sería más fácil detener a uno de ellos que
este cayendo adentro”. Así pues, me dirijo a ustedes que viven en el hábito de
pecado mortal, en el odio, en el fango del vicio de la impureza, y que se
acercan al infierno cada día. Para, y da la vuelta, es Jesús el que te llama y
que, con sus heridas, así como con tantas voces elocuentes, te grita a ti, “Hijo
mío, si eres condenado, sólo te puedes culpar a ti mismo: “Tu condenación
proviene de ti”. Alzad
vuestros ojos y ved todas las gracias con las que te he enriquecido para
asegurar tu salvación eterna. Te podría haber hecho nacer en un bosque en
Babaria, que es lo que hice con muchos otros, pero yo te hice nacer en la
Iglesia Católica, te puse un padre tan bueno, una madre excelente, con las más
puras instrucciones y enseñanzas. Si eres condenado a pesar de esto, ¿quién
tiene la culpa? Tu propia culpa es, Hijo mío, tu propia culpa: Tu condenación
proviene de ti”.
“Yo te podía
haber echado en el infierno después del primer pecado mortal que cometiste, sin
esperar al segundo: lo hice a tantos otros, pero fui paciente contigo, te
esperé durante muchos largos años. Todavía estoy esperando de ti hoy en la
penitencia. Si eres condenado, a pesar de todo eso, ¿de quién es la culpa? Tu
culpa es, Hijo mío, tu propia culpa: Tu condena proviene de ti. Tú sabes
cuántos han muerto ante tus propios ojos y son condenados, esta era una
advertencia para ti. Tú sabes cuantos otros he puesto por el buen camino para
darte un ejemplo. ¿Recuerdas lo que ese excelente confesor te dijo? yo soy el
que hice que lo dijera. ¿No te ordeno cambiar tu vida, para hacer una buena
confesión? yo soy el que le inspiró. ¿Recuerdas aquel sermón que tocó tu
corazón? yo soy el que te llevó allí. Y lo que pasó entre tú y yo en el secreto
de tu corazón,... que nunca puedes olvidar”.
“Esas
inspiraciones interiores, ese conocimiento claro, ese constante remordimiento
de conciencia, ¿te atreves a negarlos? Todas estas fueron tantas ayudas de mi
gracia, porque quería salvarte. Me negué a dárselas a muchos otros, y te las di
a ti porque te amaba tiernamente. Hijo mío, hijo mío, si yo les hubiera hablado
con tanta ternura como me dirijo a ti hoy, ¿cuántas otras almas hubieran vuelto
al camino correcto? Y tú... Me das la espalda. Escucha lo que te voy a decir, y
estas son mis últimas palabras: Tú me has costado mi sangre, si deseas ser
condenado a pesar de la sangre que derrame por ti, no me culpes, sólo a ti mismo
puedes acusar, y por toda la eternidad, no olvides que si eres condenado, a
pesar de mí, eres condenado porque quieres ser condenado: Tu condena proviene
de ti”.
Oh, mi buen
Jesús, las piedras mismas se partirían al oír palabras tan dulces, expresiones
tan tiernas. ¿Hay alguien aquí que quiere ser condenado, con tantas gracias y
ayudas? Si hay una, dejen que me escuche, y que se resista si puede.
Baronio relata
que después de la apostasía infame de Juliano el Apóstata, este concibió un
odio tan grande contra el Santo Bautismo que día y noche, buscó una manera en
la que podría borrar el suyo. Para tal fin preparo un baño de sangre de cabra y
se colocó en él, queriendo que esta sangre impura de una víctima consagrada a
Venus pueda borrar el carácter sagrado del bautismo de su alma. Tal
comportamiento te parecerá abominable, pero si el plan de Juliano hubiera sido
capaz de tener éxito, lo cierto es que estaría sufriendo mucho menos en el
infierno.
Pecadores, el
consejo que les quiero dar, sin duda, parecerá extraño, pero si ustedes lo
entienden bien, es, por el contrario, inspirado por la tierna compasión hacia
ustedes. Les suplico de rodillas, con la sangre de Cristo y el Corazón de
María, que cambien sus vidas, vuelvan al camino que conduce al cielo, y hagan
todo lo posible por pertenecer al pequeño número de los que son salvados. Si,
en lugar de ello, desean continuar caminando en la carretera que conduce al
infierno, al menos, encuentren una manera de borrar su bautismo. ¡Ay de ti si
tomas el Santo Nombre de Jesucristo y el carácter sagrado de los cristianos
grabado en tu alma al infierno! Tu castigo será aún mayor. Así que lo que yo
aconsejo que hagas: si no deseas convertirte, ve hoy mismo y pregúntale a tu
pastor para borrar tu nombre del registro bautismal, de modo que no quede
ningún recuerdo de que hallas sido alguna vez un cristiano; implora a tu ángel
de la guarda para que te borre de su libro de gracias las inspiraciones y las
ayudas que te ha dado por orden de Dios, porque ¡ay de ustedes si las recuerda!
Dígale a Nuestro Señor que tome de regreso su fe, su bautismo, sus sacramentos.
¿Estás
horrorizado al pensar así? Pues bien, échate a los pies de Jesucristo, y dile,
con lágrimas en los ojos y el corazón contrito: “Señor, confieso que
hasta ahora no he vivido como cristiano. No soy digno de ser contado entre tus
elegidos. Reconozco que merezco ser condenado, pero tu misericordia es grande y
lleno de confianza en tu gracia, te digo que quiero salvar mi alma, aunque
tenga que sacrificar mi fortuna, mi honor, y hasta mi vida, con tal que sea
salvado. Si he sido infiel hasta ahora, me arrepiento, deploro, detesto mi
infidelidad, te pido humildemente que me perdones por ello. Perdóname, buen
Jesús, y también fortaléceme, para que pueda ser salvado. Te pido no la
riqueza, ni el honor ni la prosperidad, te pido una sola cosa, que salves mi
alma”.
Y tú, ¡oh
Jesús! ¿Qué dices? ¡Oh buen Pastor, mira a la oveja descarriada que vuelve a
ti; abraza a este pecador arrepentido, bendice sus suspiros y lágrimas, o más bien
bendice a estas personas que están tan dispuestas y que no quieren nada más que
su salvación. Hermanos, a los pies de Nuestro Señor, vamos a protestar porque
queremos salvar nuestra alma, cueste lo que cueste. Pongámonos todos a decirle
con los ojos llenos de lágrimas, “Buen Jesús, yo quiero salvar mi alma”, ¡Oh,
benditas lágrimas, benditos suspiros!
Conclusión:
Hermanos,
quiero despedirlos a todos ustedes consolados hoy. Así que si preguntan mi
sentimiento sobre el número de los que se salvan, aquí está: si hay muchos o
pocos los que se salvan, digo que todo aquel que quiere ser salvo, será salvo,
y que nadie puede ser condenado si no quiere serlo. Y si bien es cierto que
pocos se salvan, es porque hay pocos que viven bien. Por lo demás, comparen estas
dos opiniones: la primera afirma que son condenados el mayor número de
católicos, la segunda, por el contrario, pretende que se salvan el mayor número
de católicos. Imagina a un ángel enviado por Dios para confirmar la primera
opinión, viene a decir que no sólo son la mayoría de los católicos condenados,
pero que de esta reunión de todo estos aquí presentes, uno solo será salvo. Si
obedeces los mandamientos de Dios, si detestas la corrupción de este mundo, si
abrazas la cruz de Jesucristo en un espíritu de penitencia, serás ese uno que
se salvará.
Ahora
imagínate al mismo ángel que regrese a ti confirmando la segunda opinión. Él te
dice que no sólo son la mayor parte de los católicos salvados, pero que de
todos en esta reunión, uno solo va a ser condenado y todos los demás salvados.
Si después de esto, continúas con tus usuras, tus venganzas, tus acciones
criminales, tus impurezas, entonces serás ese uno que será condenado.
¿Cuál es el
uso de saber si muchos o pocos se salvan? San Pedro nos dice: “Esfuérzate por
las buenas obras para hacer tu elección segura”. Cuando la hermana de Santo
Tomás de Aquino le preguntó qué debía hacer para ir al cielo, este dijo: “serás
salva si deseas serlo”. Yo les digo lo mismo a ustedes, y aquí está la prueba
de mi declaración. Nadie es condenado si no comete pecado mortal, que es de la
fe. Y nadie comete un pecado mortal, a menos que quiera: que es una proposición
teológica innegable. Por lo tanto, nadie va al infierno a menos que quiera, y
la consecuencia es obvia. ¿Acaso eso no es suficiente para consolarlos a
ustedes? Lloren por los pecados del pasado, hagan una buena confesión, no
pequen más en el futuro, y todos serán salvos. ¿Por qué te atormentes así?
Porque es cierto que hay que cometer pecado mortal para ir al infierno, y que
para cometer pecado mortal debes querer hacerlo, y como consecuencia, nadie va
al infierno a menos que quiera. Esto no es sólo una opinión, es una verdad
innegable y muy reconfortante, Dios os haga entender, y que Dios los bendiga.
Amén.
En las
primeras normas sobre el discernimiento de espíritus, San Ignacio pone de
manifiesto que es típico del espíritu del mal tranquilizar a los pecadores. Por
lo tanto, debemos predicar constantemente y dar lugar a la confianza y a la
esperanza en el perdón infinito del Señor y de su misericordia, para que la
conversión sea fácil y su gracia, omnipotente. Pero también debemos recordar
que “Dios no puede ser burlado”, y que alguien que vive habitualmente en el
estado de pecado mortal está en el camino a la condenación eterna.
Hay milagros
de último minuto, pero a menos que sostengamos que los milagros son la
generalidad de las cosas, estamos obligados a aceptar que para la mayoría de
las personas que viven en el estado de pecado mortal, condenación final es la posibilidad
más probable.
La doctrina de
San Leonardo de Puerto Mauricio ha salvado y salvará innumerables almas hasta
el fin del tiempo. Esto es lo que dice la Iglesia en la oración del Oficio
Divino, Lección Sexta, hablando de la elocuencia celestial San Leonardo: Al
oírle, hasta los corazones de hierro y bronce fueron fuertemente inclinados a
la penitencia, con motivo de la sorprendente eficacia de la predicación y celo
ardiente del predicador. Y en la oración litúrgica pedimos al Señor, “danos el
poder para doblar el corazón de los pecadores endurecidos por las obras de la
predicación.”