El Divino Redentor, cuando llegó
al término de su vida terrenal, después de habernos dejado toda su Persona en
el pan y en el vino del Sacramento del Amor y de haber nutrido a sus Apóstoles
con su Carne Inmaculada, se dirigió al Huerto de los Olivos, lugar que los
discípulos y Judas conocían. A lo largo del trayecto que separa el Cenáculo del
Huerto, Jesús enseña a sus discípulos; los prepara para la próxima separación,
su inminente Pasión y para sufrir por su amor las calumnias, las persecuciones
y la misma muerte; para que cada uno imite a Él, Modelo Divino.
“Yo estaré con vosotros Y vosotros no os turbéis, oh
discípulos, porque la promesa divina se cumplirá; la prueba la tendréis en la
presente hora solemne.
Él está allí para empezar a
vivir su dolorosa Pasión, pero más que pensar en sí mismo, se desvela por
vosotros.
¡Oh, que inmensidad de amor
encierra aquel corazón!... Su rostro denota tristeza y amor al mismo tiempo;
sus palabras emanan de lo más profundo de su Corazón. Él habla con profusión de
afectos, infunde valor, consuela y promete confortando, explica los más
profundos misterios de su Pasión.
Siempre, ¡oh Jesús!, me ha
conmovido el corazón este pasaje tuyo del Cenáculo al Huerto, por la expansión
de un amor que se profundiza y se funde con sus amantes, para desahogar un amor
que va a inmolarse por los demás, para rescatarlos de la esclavitud. Tú les has
enseñado que no existe mayor prueba de amor que dar la propia vida por los
amigos, y Tú estás ahora por sellar esta prueba de amor con la inmolación de tu
vida.
¿Quién no permanece conmovido
ante tan generosa oblación?
Al llegar al Huerto el Divino
Maestro se despidió de los discípulos, quedándose sólo con tres, Pedro,
Santiago y Juan, para que fueran testigos de sus penas. Precisamente los tres
que lo vieron transfigurado sobre el Tabor entre Moisés y Elias y que lo
reconocieron como Dios ¿tendrían ahora la fuerza de considerarlo Hombre-Dios
entre penas y tristezas mortales? Al entrar en el Huerto les dijo: “quedaos
aquí, velad y orad, para que no caigáis en tentación estad alerta, parece
que les diga, porque el enemigo no duerme; prevenios contra él con el arma de
la oración, a fin de no ser envueltos e inducidos en el pecado. Es la hora de
las tinieblas. Al terminar esta exhortación, Él se aparta de ellos como a un
tiro de piedra y se postra en la tierra.
Él está extremadamente triste;
su alma es prisionera de una indescriptible amargura. La noche es alta y
límpida, la luna resplandece en el cielo, dejando el Huerto en la penumbra,
parece que proyecta sobre la tierra siniestros resplandores, precursores de
cosas graves y de funestos acontecimientos que hacen estremecer y helar la
sangre en las venas. Parece que la noche estuviera tenida de sangre; un viento,
como presagio de cercana tempestad, agita los olivos. Unido a aquel rumor de
hojas, penetra en los huesos como un anuncio de muerte, desciende hasta el
alma y la invade de mortal tristeza.
¡Qué noche más horrenda! ¡Nunca
jamás la tierra verá una igual!...
¡Qué contraste, oh Jesús! ¡Cuán
bella fue la noche de tu nacimiento, cuando los ángeles tripudiantes anunciaron
la paz, cantando gloria! Ahora, en cambio, me parece verlos melancólicos mientras
te rodean a una cierta distancia, como respetando la suprema angustia de tu
espíritu.
Este es el lugar donde Jesús
viene a rezar. Él priva su humanidad sacrosanta de la fuerza que le confería la
Divinidad, sometiéndola a una tristeza indefinible, a una debilidad extrema, a
la melancolía y al abandono y a una angustia mortal. Su espíritu nada en ellas
como en un mar ilimitado, el cual a cada instante parece sumergirlo. Ante su
espíritu se representa todo el martirio de su inminente Pasión que, como un
torrente desbordante, se vuelca en su corazón y lo martiriza, lo oprime y lo
desgarra. Él ve, en primer lugar, a Judas, el discípulo tan amado por Él, que
lo vende por pocas monedas, que está por llegar al Huerto para traicionarlo y
entregarlo a sus enemigos. ¡Él!... El amigo, el discípulo que poco antes había
saciado con su Carne... postrado ante él le había lavado los pies y estrechado
contra su corazón y se los había besado con fraternal ternura, como si a fuerza
de amor quisiese impulsarlo a renunciar al impío y sacrilego propósito o por
lo menos que, una vez cometido el horrible delito, recuperándose y recordando
las muchas pruebas de amor, se hubiera arrepentido y salvado. Mas no, él se
pierde y Jesús llora por su voluntaria perdida. Se ve legado, arrastrado por
sus enemigos a través de las calles de Jerusalén, por las mismas calles en
donde pocos días antes había pasado triunfalmente aclamado como
Mesías... Se ve ante los Pontífices, golpeado, declarado por ellos reo de
muerte. Él, el autor de la vida, se ve conducido de un tribunal a otro, en
presencia de los jueces que le condenan. Ve su pueblo, tan amado y beneficiado
por Él, que lo insulta, lo maltrata y con gritos infernales, silbidos y
chillidos pide la muerte y la muerte de la Cruz. Escucha las injustas acusaciones,
se ve condenado a los flagelos más despiadados. Se ve coronado de espinas,
ridiculizado, saludado como un rey de burla, abofeteado...
Por último, se ve condenado a la
ignominiosa muerte y subir al Calvario; extenuado bajo el peso de la Cruz, caer
desangrado varias veces en tierra... Se ve, al llegar al Calvario, desnudo,
extendido sobre la Cruz; crucificado despiadadamente, alzado sobre ella, en
presencia de todos; suspendido, con tres clavos que le desgarran y le dislocan
las venas, los huesos y la carne... ¡Oh, Dios! cuán larga es la agonía de tres
horas que deberá aniquilarte entre los insultos de todo un pueblo enloquecido y
malvado.
Ve su garganta y sus vísceras
quemadas por la ardiente sed y ve agregarse a este desgarrador martirio el
tener que beber vinagre e hiel.
Ve el abandono del Padre y la
desolación de la Madre a los pies de la Cruz.
Al final, la muerte ignominiosa,
entre dos ladrones, uno que lo reconoce y lo confiesa como Dios y se salva, el
otro que lo insulta, blasfema y muere desesperado.
Ve a Longino que se acerca y,
como sumo insulto y desprecio, le abre el costado y... como todos los mortales
sufre la humillación del Sepulcro.
Todo, todo está delante de Él
para atormentarlo y Jesús permanece aterrorizado; y este terror se adueña de su
Corazón Divino y lo atenaza desgarrándolo. Él tiembla como atacado por una
fiebre altísima, el temor se apodera todavía de Él y su Espíritu languidece en
mortal tristeza. Él, el Cordero inocente, solo, abandonado en las manos de los
lobos, sin defensa alguna... Él, el Hijo de Dios... El Cordero que se ofreció
espontáneamente al sacrificio por la gloria del mismo Padre que lo abandona al
furor de las fuerzas infernales, por la Redención de la especie humana; de sus
mismos discípulos, que vilmente lo abandonan y huyen de Él, como del ser más
peligroso. Él, el Verbo eterno de Dios, reducido a burla de sus enemigos...
Pero Él ¿se retira?... No, desde
el principio todo lo abraza generosamente, sin reserva alguna. ¿Cómo y de donde
proviene este terror, este miedo mortal? ¡Ah! Él ha expuesto su humanidad como
blanco para recibir sobre sí mismo todos los golpes de la divina justicia, lesa
por el pecado. Él siente al vivo en el desnudo espíritu todo aquello que debe
sufrir, cada una de las culpas que debe pagar con una pena especial y se abate
porque ha dejado su humanidad como presa de debilidades, terrores y
padecimientos.
Parece estar en las últimas...
Él esta postrado con el rostro sobre la tierra delante de la Majestad de su
Padre. Aquel divino rostro, que tiene extasiados, en eterna admiración de su
belleza, a los Ángeles y a los Santos del cielo, esta sobre la tierra
completamente desfigurado. ¡Dios mío! ¡Jesús mío! ¿No eres Tú el Dios del cielo
y de la tierra, idéntico en todo a tu Padre, el que se humilla hasta el punto
de perder el aspecto exterior del hombre?...
Ah... sí, lo comprendo, es para
enseñar a un soberbio como yo que, para tratar con el Cielo, debo abismarme en
el centro de la tierra. Es para reparar y pagar mi altivez, que Tú te humillas
así ante tu Padre; es para inclinar su piadosa mirada sobre la humanidad, que
Él había retirado a causa de su rebelión. Y, por tu humillación, Él perdona a
la criatura arrogante. Es para reconciliar la tierra con el Cielo, que Tú te
humillas sobre ella, como para darle el beso de la paz. Oh, Jesús, que seas
siempre y por todos alabado y que todos te agradezcan por las muchas
humillaciones con las cuales nos has donado a Dios y a Él nos has unido en un
abrazo de santo amor.
Padre Pío de
Pietralcina, tomado del libro “Meditaciones del Padre
Pío”.