“Si la inteligencia humana, con
su conducta enfermiza, no opusiera su orgullo a la evidencia de la verdad, sino
que fuera capaz de someter su dolencia a la sana doctrina, como a un tratamiento
médico, hasta recuperarse del todo mediante el auxilio de Dios, alcanzado por
una fe piadosa, no harían falta largos discursos para sacar de su error a
cualquier opinión equivocada: bastaría que quien está en la verdad la exponga
con palabras suficientemente claras.
Pero ahora estamos ante el
empeoramiento más negro de la enfermedad insensata de los espíritus. Se
empeñan en defender sus estúpidas ocurrencias como si fueran la razón y la
verdad personificadas, y esto incluso después de razonar todos los argumentos
que un hombre puede dar a otro hombre. No sé si es por una superlativa ceguera,
que no deja vislumbrar ni lo más claro, o por la más obstinada testarudez, que
les impide admitir lo que tienen delante. Lo cierto es que en la mayoría de los
casos se hace imprescindible alargar la exposición de temas ya claros de por
sí, como si hubiera que exponerlos no a quienes tienen ojos para verlos, sino
como para que los puedan tocar con las manos quienes andan a tientas, medio
ciegos.
Pero, ¿cuándo terminaríamos de
discutir, hasta cuándo estaríamos hablando, si nos creyéramos en la obligación
de dar nueva respuesta a quienes siempre nos responden? Los que no pueden
llegar a comprender lo que se discute o están en una postura mental tan
endurecida en la contradicción, que, aunque llegaran a comprender, no harían
caso, continuarían respondiendo, como está escrito: Discursean profiriendo
insolencias (Ps. 93:4) y son unos estúpidos infatigables. Realmente, si nos
propusiéramos refutar sus contradicciones tantas veces cuantas ellos con seso
testarudo se proponen no pensar lo que dicen, sólo atentos a contradecir de
algún modo nuestros argumentos, te darás cuenta de lo interminable, penoso y
sin fruto que esto sería.
Así que ni a ti, mi querido
Marcelino, ni a los otros a cuyo provecho va dirigido este mi trabajo, de una
manera espontánea por amor a Cristo, os quisiera como jueces de mis obras si
vais a ser de los que buscan siempre una respuesta cuando oyen alguna objeción
a lo que están leyendo. Serías semejantes a aquellas mujerzuelas de que hace
mención el Apóstol: que están siempre aprendiendo, pero son
incapaces de llegar a conocer la verdad (II Tim. 3:7)”.