VIVIR SEGÚN LA VERDAD
Fragmentos de una carta pastoral (1961)
El error
Aquel que se forja su propia verdad, vive en la
ilusión, en un mundo imaginario; crea en su espíritu una película de
pensamientos que no tiene más que las apariencias de la realidad. Vivir en lo
irreal y, sobre todo, esforzarse en poner en práctica concepciones creadas en
su totalidad por un espíritu imaginativo es, ¡desgraciadamente!, la fuente de
todos los males de la humanidad. La corrupción de los pensamientos es mucho
peor que la de las costumbres... el escándalo de las costumbres es más limitado
que el escándalo de los errores. Ellos se difunden más rápidamente y corrompen
pueblos enteros.
Deber de denunciar los errores
Por eso el deber más urgente de sus pastores -que
deben enseñarles la verdad- es diagnosticarles las enfermedades del espíritu,
que son los errores. La Iglesia no deja de enseñar la verdad y de señalar, por
eso mismo, el error. Pero, ¡desgraciadamente!, hay que reconocer que muchos
espíritus, aun entre los fieles, o no se preocupan de instruirse de las
verdades o cierran los oídos a las advertencias. Y, ¿cómo no deplorar -como lo
hacía ya San Pablo- que algunos de aquellos que han recibido la misión de predicar
la verdad no tienen ya el ánimo de proclamarla, o la presentan de manera tan
equívoca que no se sabe ya dónde se encuentra el límite entre la verdad y el
error?
Quisiéramos señalarles, queridos fieles, en las
breves consideraciones que siguen, el peligro de algunas tendencias, a fin de
que las eviten cuidadosamente; y, si las reconocieran como suyas, tengan la
virtud y el coraje de renunciar a ellas buscando la verdadera luz donde se da
con toda su pureza.
Lenguaje equívoco
Antes de denunciar algunas orientaciones de
pensamiento, queremos advertirles sobre la manera de expresar estas
orientaciones por aquellos que las profesan.
Se puede decir que existe hoy una cierta literatura
religiosa -o que pretende ocuparse de religión- que tiene el talento de emplear
palabras equívocas o forjar neologismos, de tal manera que no se sabe ya a
ciencia cierta lo que quieren decir. Los que escriben o hablan de esta manera
esperan mantener la aprobación de la Iglesia, al mismo tiempo que dar
satisfacción a aquellos que están fuera de la Iglesia o que la persiguen.
Así, en los términos libertad, humanismo,
civilización, socialismo, paternalismo, colectivismo -y podrían agregarse
muchos otros- se llega a afirmar lo contrario de lo que significan esas
palabras. Se evita definirlas, dar precisiones necesarias, e incluso se las
define de manera nueva y personal, de tal modo que uno se encuentra lejos de la
definición usual, mediante lo cual se satisface a aquellos que dan a estas
palabras su verdadero sentido y se disculpa el darles otro sentido.
Esta concepción del lenguaje es la señal de la
corrupción de los pensamientos y, quizás en algunos, de una real cobardía. Es
además la señal de los espíritus débiles, que temen la luz y la claridad.
¡Cuán numerosos son aquéllos que emplean un
lenguaje al cual nos han acostumbrado los comunistas y que, sin embargo, se
resisten a abrazar su doctrina!
Peligro de la actitud ambigua
Esta manera de expresarse y de pensar proviene
quizás de un buen sentimiento: aquél de llegar a todo precio a un entendimiento
con aquéllos que están alejados de la Iglesia.
En lugar de buscar las causas profundas de este
alejamiento y de otorgar a los medios queridos por Nuestro Señor su plena
eficacia, estos espíritus, bien intencionados pero ignorantes de la verdadera
doctrina de la Iglesia, se esfuerzan en reducir las distancias –tanto
doctrinales como morales y sociales entre la Iglesia y los que la desconocen o
la combaten.
A fin de aproximarse aún más a estos alejados, se
considera un deber afirmar y amplificar con ellos todo lo que en la Iglesia les
parece reprensible. En eso no dudarán en hacer coro a los enemigos de la
Iglesia.
Haciendo así, se ilusionan totalmente sobre el
resultado de su acción: no hacen más que consolidar en su error a los que son
ignorantes u opuestos a la Iglesia, y no dan a las almas la verdadera luz,
Nuestro Señor Jesucristo y su obra de predilección, la Iglesia.
Ahora bien: aquellos que no ven, aspiran
íntimamente a la luz y quedan ellos mismos sorprendidos de ver abundar en su
sentido a aquellos que normalmente tendrían que oponerse a sus concepciones.
(…)
Así como Dios ha puesto riquezas insospechadas en
la naturaleza, también ha puesto riquezas de inteligencia, de arte, de espíritu
de empresa, de inventiva, de caridad y de generosidad en los espíritus y los corazones
de los hombres, de las personas; riquezas insondables que, para desarrollarse y
alcanzar toda su eficacia, deben permanecer en el marco natural querido por
Dios. Si el Estado tiene algún derecho sobre el empleo de estas riquezas con
vistas al bien común, al querer apropiárselas y estatizarlas las extingue, ¡tal
como ocurriría si quisiese desplazar un manantial de su lugar de origen, o
trasplantar un árbol frutal de su buena tierra para ponerlo en su casa y
aprovechar sus frutos! Dios, en su sabiduría, ha asignado a cada uno su papel,
sus competencias y sus responsabilidades. Al querer reemplazar a Dios, el
hombre destruye todo.
(…)
Este lenguaje es claro y límpido y nos ubica en el
verdadero pensamiento de la Iglesia, lejos de los compromisos, de las
confusiones y de los equívocos.
Seamos y permanezcamos siempre fieles discípulos de
Nuestro Señor Jesucristo, firmemente cristianos, católicos, apegados a su
Iglesia que es nuestra Madre, siempre profundamente respetuosos de las personas
pero ardientemente deseosos de verlos compartir nuestra felicidad, listos para
soportar todo y sufrir todo por la salvación de las almas, salvación que está
en Nuestro Señor.
Ojalá estas páginas les hagan entender mejor,
queridísimos diocesanos, que el verdadero y más seguro medio de ser caritativos
y hacer algún bien alrededor suyo, es que se muestren totalmente cristianos,
que Jesucristo se manifieste en ustedes y por ustedes, en sus palabras, en sus
acciones, en toda su vida.
Monseñor Marcel Lefebvre, Carta pastoral,
Dákar, 26 de marzo de 1961. Visto
en Syllabus.