LA CRUCIFIXIÓN DEL
SEÑOR
1. La escena de la crucifixión
Es la crucifixión el postrer
tormento que acabó con la vida de Jesús. Subamos hoy al monte Calvario,
convertido en teatro del amor divino, donde todo un Dios da la vida anegado en
un verdadero mar de dolores.
“Llegados que fueron,” dice San Lucas, “al lugar
llamado Calvario, allí le crucificaron” (San Lucas, 23, 33).
Después de llegar con gran trabajo a la
cumbre del monte, por tercera vez le arrancaron con gran violencia los vestidos
pegados a las llagas de su lacerado cuerpo y lo arrojaron sobre la cruz.
El mansísimo Cordero se tiende
sobre aquel duro y cruel lecho y presenta a los verdugos las manos y los pies
para que se los claven.
Levantando los ojos al cielo
ofrece al Eterno Padre el gran sacrificio que hacía de su vida para salvar a
los hombres.
Al clavarle la mano se
encogieron los nervios del cuerpo de Jesús, de suerte que según la revelación
hecha a Santa Brígida, los verdugos se sirvieron de cuerdas para llevar la otra
mano y los pies al lugar señalado para los clavos, de manera que las venas y
los nervios se dilataron y rompieron con extremo dolor. Así se cumplió la
profecía de David que dijo: “Taladraron mis manos y mis pies, y contaron
todos mis huesos” (Salmo 21, 17).
Podemos decir que quien verdaderamente
clavó esas manos y esos pies sobre el madero de la cruz, fue el amor que
Nuestro Señor tuvo a los hombres.
Nos Dicen los Santos Padres que
al permitir que traspasaran sus manos, quiso Nuestro Señor expiar todos los
pecados que los hombres han cometido por el tacto.
Al sufrir los dolores de los
pies quiso nuestro Redentor satisfacer por todos los malos pasos que hemos dado
en la consecución del pecado que íbamos a cometer.
Frecuentemente en esta Cuaresma
debiéramos pedir a Nuestro Señor Jesucristo crucificado que nos bendiga con sus
traspasadas Manos y que clave a sus pies nuestro ingrato corazón, nuestra
voluntad desagradecida, para que no nos apartemos más de Él ni nos volvamos a
rebelar contra Su divino amor.
2. La crucifixión: ese sepulcro cruel
San Agustín es de parecer que no
hay ningún género de muerte más cruel que la muerte de cruz. Y da la razón
Santo Tomás diciendo que los crucificados tienen traspasados las manos y los
pies, que por estar todos ellos compuestos de nervios, músculos y venas, son
por extremo sensibles al dolor. Además, el mismo peso del cuerpo, que pende de
los clavos hace que el dolor sea continuo y vaya siempre creciendo hasta acabar
con la muerte.
Añádase a esto que los dolores
padecidos por Jesucristo sobrepujaron a todos los demás. Porque como dice el
Doctor Angélico, siendo Cristo de constitución delicada, era su cuerpo más
sensible al dolor.
El Espíritu Santo formó el
cuerpo de Cristo muy a propósito para el sufrimiento como lo había pre- dicho
el mismo Redentor y lo asegura el Apóstol diciendo: “Me has apropiado un
cuerpo” (Hebreos, 10, 5). Es decir: Me has dado un cuerpo apropiado para mi
misión de expiar los pecados del mundo a través del sufrimiento.
Dice también Santo Tomás de
Aquino que Nuestro Señor Jesucristo quiso padecer un dolor tan grande que fuese
proporcionado al castigo que temporalmente habían merecido los pecados de la
humanidad. Sería interesantísimo tener el testimonio de algún médico que
pudiera describirnos los efectos en todo el cuerpo de los martillazos que
herían no sólo las carnes de Nuestro Señor sino Sus nervios.
Animemos a nuestras almas a
contemplar al Señor de la Vida en su agonía de muerte.
Veámoslo allí, pendiendo de la
cruz: en lo alto de aquel patíbulo ignominioso, sin una sola prenda que
cubriera su pudor; colgado de aquellos crueles clavos, sin poder hallar alivio
ni descanso: unas veces se apoya en los clavos de las manos, otras descarga su
peso sobre los clavos de los pies: pero doquiera descanse, se aumenta el dolor
y la agonía.
Mueve su lastimada cabeza de un
lado al otro, pero: si la deja caer sobre el pecho: con el peso, se dilatan las
llagas de las manos; y si la inclina sobre los hombros: quedan los éstos
traspasados por las espinas; si apoya la cabeza sobre la cruz, las espinas
penetran despiadadas en ella.
¡Qué tortura más cruel está
sufriendo nuestro Rey y Señor! Esta vez no está sentado en un sitial de gloria,
sino en un trono de ignominias y dolores.
Hoy Su título de Realeza
Universal no es proclamado por las trompetas de los ángeles y el júbilo de los
arcángeles. Sólo hay una inscripción puesta en lo alto de la cruz que lo
proclama “Rey de los judíos ”, pero colocada ahí por escarnio.
Sus manos traspasadas, Su cabeza
coronada de espinas, Sus sacrosantas carnes desgarradas y todo ese aparato de
dolor, lo están proclamando por Rey... pero Rey de Amor: Está muriendo y
ofreciendo esa agonía en expiación de tus pecados para que te puedas salvar.
Que el fin de esta Cuaresma te
encuentre con el corazón contrito y humillado, para que —cuando el Viernes
Santo te acerques al Altar a adorar el madero de la Cruz y besar los sagrados
pies de Cristo traspasados por Su amor a ti— consideres el exceso de amor a ti,
por el que quiso Jesús sacrificarse a la justicia divina, haciéndose obediente
hasta la muerte de Cruz.
¿Por qué se hizo obediente? Para
que tú te puedas salvar.
¿Cuál hubiera sido tu suerte si
Nuestro Señor no hubiera pagado las deudas de tus pecados? ¿Eres tan obediente
a tus superiores, siguiendo el ejemplo de Nuestro Señor? ¡Dichoso ejemplo de
obediencia que nos enseña el Divino Redentor!
La cruz: escuela de la perfección
Se había prometido a los hombres
que verían con sus propios ojos a su Divino Maestro: “Tus ojos,” dijo
Isaías, “estarán siempre viendo a tu doctor” (Isaías, 30, 20).
Si bien toda la vida de
Jesucristo fue un ejemplo no interrumpido de virtud y una acabada escuela de
perfección, donde dio cátedra de las más excelsas virtudes, fue en lo alto de
la Cruz.
Desde ella nos dio lecciones de
paciencia, sobre todo para el tiempo de enfermedad, porque Nuestro Señor
sufrió con admirable paciencia los dolores de su amarguísima muerte.
Con Su ejemplo nos enseña
también a observar fielmente los preceptos divinos y a conformarnos con toda
perfección a la voluntad de Dios.
La mejor lección que nos dio fue
la lección del amor. Un confesor aconsejaba a una de sus penitentes que a los
pies del Crucifijo escribiese estas palabras: “Ved cómo hay que amar”.
“¡Asi se ama! ”, parece decirnos a todos desde
lo alto de la cruz nuestro Redentor cuando, por no soportar algún trabajo,
omitimos las obras que Él nos manda y llegamos a las veces hasta el extremo de
renunciar a su gracia —pecado mortal— y a su amor.
Jesucristo nos amó hasta la
muerte, y no bajó de la cruz hasta haber dejado en ella la vida. Ya que Nuestro
Señor te ha amado hasta la muerte, ¿no debes también tú —POR LEALTAD— amarlo
todos los días de tu vida y, si algún día esto te lo pidiera, hasta dar la tuya
por Él?
Sabes que en tu vida pasada has
ofendido muchas veces y hecho traición a Nuestro Señor. Pídele ser sancionado,
pídele expiar tus faltas EN ESTA VIDA y no en la que viene; pero implórale lo
haga apoyado en Su misericordia y en Su amor.
Jesús, desde la cruz, pide nuestro amor
“Y cuando yo seré levantado en
alto”, dijo en
cierta ocasión Nuestro Señor, “todo lo atraeré a mí. Esto lo decía”,
añade San Juan, “significando de qué muerte iba a morir” (San Juan, 12,
32-33).
Un escriturista, Cornelio a
Lápide, comentando estas palabras, dice que “Nuestro Señor, al ser clavado
en la cruz, se ganaría el afecto de todas los pueblos del mundo con Su amor,
con Su ejemplo y con los méritos de Su Preciosísima Sangre. ¿Quién no amará a
Cristo al verlo morir por amor nuestro?”
Mira —alma rescatada por la
Sangre de este inocentísimo Hombre Dios— mira a nuestro Redentor clavado en la
cruz: toda su figura respira amor y te convida a amarlo: La cabeza, inclinada
para darte el beso de paz. Los brazos extendidos, para estrecharte contra su
pecho. Su corazón abierto, para amarte. Y Su Sangre Santísima, derramándose
toda para vivificar, vitalizar, dar eficacia a los Siete Sacramentos —esos
canales de Salvación— sin los cuales no podrías aspirar a vivir en la Gracia de
Dios, y sin los cuales no podrías aspirar a ir al Cielo.
Ahora bien: ¿cómo pudo ser tu
alma tan agradable a los ojos de Nuestro Señor, si Él previo las injurias que
había de recibir de tu parte?... ¡Misterio insondable de la Divina
Misericordia!
Y encima, para ganar tu corazón
quiso el Señor darte grandes pruebas de amor: aceptó en silencio: tanto azotes
como espinas, tanto clavos como cruz, para que tú te dieras cuenta de su
increíble amor por tu alma... ¡Misterio insondable de la Divina Misericordia!
La cruz: escuela de paciencia
Mientras que Nuestro Señor
agonizaba en la cruz, no cesaban los judíos de atormentarle con escarnios e
insultos. Unos le decían: “A otros ha salvado y no pueble salvarse a sí
mismo “Si es Rey de Israel, añadían otros, que baje de la Cruz y
creeremos” (San Mateo, 27, 42).
¿Cómo responde Nuestro Señor
desde la cruz a los insultos que le dirigen sus enemigos? ¿Pide acaso a su
Eterno Padre que los castigue? Todo lo contrario: “Padre mío, —exclama— perdónalos
porque no saben lo que hacen” (San Lucas, 23, 34).
“Para evidenciar el mar
insondable de amor que tenía en Su pecho, dice Santo Tomás de Aquino, Nuestro Señor
pidió perdón por sus verdugos; lo pidió y lo alcanzó, porque al verlo muerto se
arrepintieron de su pecado y se volvían dándose golpes de pecho (San Lucas,
23, 48)
¿Acaso nos damos cuenta que
debido a los muchos pecados que hemos cometido a lo largo de los muchos o pocos
años de nuestra vida nos hemos convertido en uno de los más crueles
perseguidores de Jesucristo nuestro Redentor? ¿Somos conscientes de esta verdad
ineluctable? ¿De esta verdad absolutamente cierta?.
Es verdad que varios de entre
los judíos y los verdugos ignoraban lo que hacían al crucificar al Hijo de
Dios. Pero tú, cuando estabas pecando, bien sabías que ofendías a un Dios
crucificado y muerto por ti. Debido a esto, tus pecados fueron en cierta manera
peores que los de los que crucificaron a Nuestro Señor.
...Pero Vuestra Sangre y Vuestra
Muerte, Señor mío, han alcanzado misericordia también para mí: y no puedo
desconfiar de alcanzar el perdón al entender que, para perdonarme, habéis
muerto por mí. Amable Redentor mío, descanse sobre mi alma una de aquellas
afectuosas miradas que me dirigisteis al morir en la cruz: miradme y perdonad
la ingratitud con que he correspondido a vuestro amor. Me arrepiento, Jesús
mío, de haberos menospreciado: os amo con todo mi corazón y, movido por Vuestro
ejemplo: Propongo aceptar los frecuentes dolores que me toquen sufrir, los
trabajos, los fracasos, las angustias, las traiciones, los sinsabores, mi
orgullo ofendido, es decir, TODO lo que compone mi diaria cruz; la aceptaré
sin protestar, sin rebeliones, sin egoísmos; la aceptaré con generosidad y AÚN
ALEGRÍA, por Ti.
Pensaré antes en mi prójimo que
en mí ya que Tú te ofreciste por mí. Perdono a los que me han ofendido; así
como Tú desde la Cruz pensaste en mí y moriste por mí, a pesar de los horribles
pecados con que yo habría de ofenderte.
A los que me han ofendido les
deseo toda suerte de bienes, porque Tú me has ofrecido a mí — pecador— la Vida
Eterna. Propongo servirlos y socorrerlos en cuanto pueda así como también manifestarles
mi amor por ellos en Ti.
Recordaré que soy un miserable
pecador: para esto me ayudará recordar frecuentemente las bajezas con las que
Te he ofendido a lo largo de mi vida.
Trataré de jamás ofenderos ni
con la impureza ni con la inmodestia de los vestidos; rechazaré las reglas de
la moda mundana liberal, que es irreverente, irreligiosa e impía, pues Tú, oh
Señor, para expiar tales afrentas, tuviste que sufrir que te despojaran de Tus
vestidos y te expusieran públicamente.
Jamás permitas, mi Buen Jesús,
que el Diablo me ciegue y me convenza a utilizar mi vanidad impulsándome a ser
mal ejemplo para mi prójimo o causa de su caída en tentación.
Oh Señor, ayúdame a llevar mi
crucecita en pos de la Tuya.
Permítemelo, para expiar mis
faltas, para reparar lo mejor que pueda la frialdad con que tantas veces te he
afrentado.
Permíteme llevar mi cruz en pos
de la Tuya, pues de ahora en más sólo quiero agradaros a Vos, Señor mío, que
quisisteis morir por mí, a pesar de haberos yo, tanto ofendido.
“Acordaos de mí”, os dijo, buen Jesús, el ladrón
dichoso y quedó consolado al oír brotar de Vuestros labios las reconfortantes
palabras: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso
“¡Acordaos, Señor, de mí—os digo yo también—y no
olvidéis que soy una de las muchas ovejas por las cuales disteis ¡a vida!
Por último, humildemente hago
mías las palabras del Acto de Reparación al Sagrado Corazón de Jesús que la
Iglesia renueva los Primeros Viernes de cada mes, especialmente aquéllas con
que éste finaliza:
¡Oh benignísimo Jesús! Por
intercesión de la Santísima Virgen María Reparadora, (...) concedednos que
seamos fieles a Vuestros Mandamientos y a Vuestro servicio hasta la muerte y
otorgadnos el don de la perseverancia final, con el cual lleguemos felizmente
a la gloria, donde, en unión del Padre y del Espíritu Santo, vivís y reináis,
Dios, por los siglos de los siglos. Amén.
Architriclinus, tomado del boletín dominical Fides n° 1049-50.