LOS DECRETOS DEL
CONCILIO VATICANO, 1870[1]
Pío IX, en el Concilio Vaticano,
proclamó formalmente la primacía pontificia y el dogma de la infalibilidad, del Papa
en la primera constitución dogmática sobre la Iglesia de Cristo, Pastor aeternus.
Capítulo I. De la institución del primado
apostólico en el bienaventurado Pedro.
Nosotros por consiguiente
enseñamos y declaramos que, de acuerdo con el testimonio de los Evangelios, el
primado de jurisdicción sobre la Iglesia universal de Dios fue inmediata y
directamente prometido y otorgado por Nuestro Señor Jesucristo al
bienaventurado Apóstol Pedro. Porque solamente a Simón, a quien ya había
dicho: “Tú serás llamado Cefas” (San Juan I, 42) —después de la
confesión hecha por éste, diciendo: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios
viviente”— Nuestro Señor dirigió estas solemnes palabras: “Bienaventurado
eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló la carne ni la sangre, sino
mi Padre que está en los cielos. Y yo también te digo que tú eres Pedro, y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; y todo lo que ligares en la tierra será
ligado también en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será
desatado en los cielos” (San Mateo, XVI, 16-19). Y fue sólo a Simón a
quien Jesús después de su resurrección otorgó la jurisdicción de pastor
supremo y jefe de toda su grey con estas palabras: “Apacienta mis corderos;
apacienta mis ovejas” (San Juan XXI, 15-17).
En abierta contradicción con
esta clara doctrina de las Sagradas Escrituras, tal como la ha interpretado la
Iglesia Católica, se encuentran las perversas opiniones de quienes, a la vez
que distorsionan la forma de gobierno establecida por Nuestro Señor Jesucristo
en su Iglesia, niegan que Cristo haya encomendado particularmente a Pedro, con
preferencia sobre todos los demás Apóstoles, ya sea separadamente o en
conjunto, una primacía propia y verdadera de jurisdicción; o de quienes afirman
que esa misma primacía no fue otorgada inmediata y directamente a Pedro, sino
a la Iglesia, y a través de la Iglesia, a Pedro como ministro de la misma.
Si alguien, por consiguiente,
expresa que el bienaventurado Pedro Apóstol, no fue designado Príncipe de los
Apóstoles y cabeza visible de toda la Iglesia militante; o que recibió del mismo
Nuestro Señor Jesucristo solamente una primacía de honor y no una jurisdicción
propia y verdadera, que sea anatema.
Capítulo II. Sobre la
perpetuidad de la primacía del bienaventurado Pedro en los pontífices romanos.
Lo que Nuestro Señor Jesucristo,
el Príncipe de los Pastores y supremo Pastor de las ovejas, instituyó en la
persona del bienaventurado Apóstol Pedro, para asegurar el bienestar perpetuo
y el bien definitivo de la Iglesia, menester es que dure perpetuamente por obra
del mismo fundador en la Iglesia, la cual, cimentada sobre la piedra, se
mantendrá firme hasta el fin del mundo. “Porque nadie puede dudar, y es algo
que siempre se supo, que el santo y bienaventurado Pedro, príncipe y jefe de
los Apóstoles, pilar de la Iglesia Católica, recibió las llaves del reino de
Nuestro Señor Jesucristo, Salvador y Redentor de la humanidad, y vive, preside
y juzga, ahora y siempre, a través de sus sucesores”, los obispos de la Santa
Sede de Roma, que fue fundada por él y consagrada con su sangre. De donde,
quienquiera que suceda a Pedro en esta Sede, obtiene, según la institución del
mismo Cristo, la primacía de Pedro sobre toda la Iglesia. “Se mantiene, pues,
la disposición de la verdad, y el bienaventurado Pedro, permaneciendo en la
firmeza de piedra que recibió, no abandona la dirección de la Iglesia.” Por lo
cual, “ha sido siempre necesario que cada Iglesia particular —es decir, los
fieles de todo el mundo— convinieran con la Iglesia de Roma, a causa de su
mayor principalidad”; de suerte que en esta Sede, de la cual dimanan para todos
“los derechos de la venerable comunión” ellos pudieran, como miembros unidos
con la cabeza, crecer íntimamente en un solo cuerpo.
Entonces, si alguien dice que no
ha sido por institución de Cristo, Nuestro Señor, o por derecho divino, que el
bienaventurado Pedro tiene perpetuos sucesores en el primado sobre la Iglesia
universal; o que el Pontífice Romano no es el sucesor de Pedro en esta
primacía, que sea anatema.
Capítulo IV. Respecto a la infalibilidad
de la enseñanza del Pontífice Romano
... Adhiriendo fielmente a la
tradición recibida desde el surgimiento de la fe cristiana, para gloria de
Dios Nuestro Salvador, exaltación de la religión católica y salvación de los
cristianos, con la aprobación del sagrado Concilio, enseñamos y definimos que
es dogma revelado por Dios: Que el Pontífice Romano, cuando habla ex cathedra —es
decir, cuando en el desempeño de su cargo de pastor y maestro de todos los
cristianos, define, en virtud de su suprema autoridad apostólica que una doctrina
concerniente a la fe o a la moral debe ser sostenida por la Iglesia
universal—, goza, por la ayuda divina que se le prometiera en la persona del
bienaventurado Pedro, de aquella infalibilidad que el Divino Redentor quiso
que su Iglesia poseyera al definir doctrinas concernientes a la fe o la moral;
y que, por consiguiente, esas definiciones del Romano Pontífice son por sí
mismas, y no por consentimiento de la Iglesia, irreformables.
James A. Corbett.
[1]
Monseñor Capel, A reply
to the Right Hon. W.E. Gladstone, debate político, segunda edición
(Londres, 1875), págs. 70-77. [Cf. El Magisterio Eclesiástico, Nos.
1822-1825 y 1839. Sobre la infalibilidad pontificia, véase la ulterior
explicación hecha por el Concilio Vaticano II en la Constitución dogmática Lumen
Gentium N° 25.]