Los Signos se han cumplido.
Los Signos se han realizado.
¿Qué importa que los hombres no los vean? ¿Y por ventura eso mismo no está
profetizado y no es otro Signo, que los hombres no los verán?
¡Desdichados de los que no ven
los Signos! ¡Y desdichado también del que los ve!
La lucha está llegando al desenlace. La
corrupción del mundo está tocando a la raíz.
Todas las energías del diablo están
concentradas hoy día en corromper lo que es específicamente religioso.
Al diablo ya no le interesa matar;
lo que le interesa es corromper, envenenar, falsificar.
Vivimos crudamente bajo el signo
del que no puede vivir ni morir. El diablo no puede ni vivir ni morir.
Nuestra época no puede vivir y
no quiere morir.
Por eso, me dijo don Benya, no
escriba con mis apuntes un libro de ciencia: ¡escriba una novela! De todos
modos se van a reír; comenzando por los profesores de Sagrada Escritura.
A algunos les ha sido dado ver
los Signos, a otros menos —y para esos solos hay que escribir— y finalmente
otros de ningún modo. No hay que afligirse.
El don de entender las profecías
es como el don de profetizar. De suyo no requiere la ciencia, brota de la fe.
Es una fe que súbitamente se inflama en imágenes, en sueños.
Los profetas han sido hombres de
todas clases, un rey como David, un cortesano como Isaías, un pastor como
Baruch. Hubo mujeres profetisas.
De suyo, el profeta no es
necesariamente santo; aunque claro que si lo es, tanto mejor. La profecía es
una gracia gratis dada.
Pero ¡pobre de aquel que ha sido
elegido para vivir en tiempo futuro! Eso se paga caro. Hay como dos vidas en
él, una que devora la otra. Vive fuera del presente.
Y los hombres que viven en
tiempo presente, como es la ley de la vida, rechazan instintivamente hacia la
soledad al que vive el tiempo futuro. O lo matan.
Pero de todos modos yo tengo que
ir adelante. Tengo que marchar. No puedo dejar de hablar. Y no puedo dejar de
ver.
Pero ¿es que en realidad veo
algo? Yo no hago más que sacar en limpio.
Yo pongo en limpio lo que han
visto innumerables hermanos míos en el dolor y en la visión lancinante.
Como aquellos monjes antiguos
que hacían coronas áureas; hay una atribuida a Tomás de Aquino.
Como aquel anacoreta que copió
en un grueso cuaderno todas las comparaciones aplicables al Santísimo Sacramento
que hay en Virgilio y en Hornero.
Yo colecciono los dichos de los
iluminados que al toparlos encienden en mí como un destello doloroso. Los
dichos que se cumplen en mí.
Antiguos y modernos, poetas que
han superado la poesía y filósofos que han despreciado su filosofía, que han
muerto o visto morir su poesía y su filosofía.
¿Cómo osaría afirmar yo una
cosa, yo solo? No me atrevo a decir nada que no haya dicho antes un iluminado.
Y donde están dos unidos en mi
nombre, allí estoy Yo en medio de ellos. Y en la boca de tres testigos toda
verdad se acepta.
Yo soy el testigo pasivo, a
quien para ver que lo dicho por los otros es verdad le basta la llaga de su
alma; yo soy el corpus delicti. Yo padezco mi época.
Yo he aceptado el vivir en mi
época, el vivir adentro de mi época, es decir, el sufrirla. Yo he aceptado el
riesgo. Sobre mí el primero se han volcado las Siete Plagas.
Mi alma es un espejo vivo del
desorden de mi época. He aceptado ser anatema de Dios por solidaridad con mis
hermanos. En mí ha entrado el desorden de la época, que no perdona ni a la
Iglesia.
Ay, yo no he huido la realidad.
Mi manera de ir a Dios es no rechazar ninguna realidad. Dios es la Realidad.
La Iglesia está enferma, la
Iglesia ha sido atacada por dentro.
La Iglesia está enferma de la
misma enfermedad de que enfermó la Sinagoga.
El mundo va pareciéndose cada
día más al mundo al cual bajó el Hijo de Dios doloroso: tanto en la Iglesia
como fuera de ella. Paganismo y fariseísmo.
No digo que haya defectado en la
Fe, que haya de fallar en la Fe, pues posee contra eso la infalible promesa
divina.
Pero Pedro pecó tres veces
contra la caridad; y Caifás profetizó criminalmente a pesar suyo. Y así será en
el fin.
Y cuando un enfermo dice que él
está enfermo no hay que dudar, porque él siente su enfermedad.
Y él siente su enfermedad,
porque cada una de sus células se siente pertenecer a un cuerpo que anda mal. Y
la mayoría de las células no pueden decirlo.
Pero algunas pueden decirlo. Y
ésas son las células nerviosas. ¡Desdichadas células nerviosas!
¡Infelices células nerviosas,
cuyo único oficio es trasmitir al cerebro y dende a todo el cuerpo, que el
cuerpo anda mal!
Y si no trasmiten, están
muertas. Para ellas vale más morir que no trasmitir.
Los Signos se han cumplido. He
aquí lo que yo tengo que trasmitir so pena de muerte interna. Los Signos se
han cumplido.
Leonardo Castellani, “los papeles
de Benjamín Benavides”, Capítulo 1 “los
Signos”.