“Los progresos de las ciencias, intentan
sustraerse a la dirección del magisterio sagrado, y por ese motivo se
encuentran en peligro de apartarse insensiblemente de la verdad revelada y de
hacer caer a otros consigo en el error” (A. A. S., 42, pág. 564).
Este es el origen natural de los errores y de
las crisis de que nos ocupamos. Importa, sin embargo, considerar no sólo las
deficiencias de la naturaleza caída, sino también la acción del demonio.
A éste fué dado hasta el fin de los siglos el
poder de tentar a los hombres en todas las virtudes y, por consiguiente,
también en la virtud de la Fe, que es el propio fundamento de la vida
sobrenatural. Así, es claro que hasta la consumación de los siglos la Iglesia
está expuesta a los internos brotes del espíritu de la herejía, y no hay
progreso que la inmunice de modo definitivo contra este mal.
Cuánto se empeña el demonio en provocar tales
crisis, superfluo es demostrarlo.
Así, el aliado que él consigue implantar
dentro de las huestes fieles, es su más precioso instrumento de combate. La
experiencia de nuestros días nos enseña que la quinta columna supera en
eficacia a los más terribles armamentos. Formado en los medios católicos el
tumor revolucionario, las fuerzas se dividen, las energías que debían ser
empleadas enteramente en la lucha contra el enemigo exterior, se gastan en las
discusiones entre hermanos. Y si, para evitar tales discusiones, los buenos
cesan en la oposición, mayor es el triunfo del infierno, que puede, en el
interior mismo de la ciudad de Dios, implantar su estandarte y desenvolver
rápida y fácilmente sus conquistas. Si el infierno dejase de intentar en cierta
época maniobra tan lucrativa, sería el caso de decir que esa época el demonio
habría dejado de existir. Este es el doble origen natural y preternatural de
las crisis internas de la Iglesia.
Corno veis, estas dos causas son perpetuas y
perpetuo será su efecto. En otros términos, la Iglesia tendrá que sufrir
siempre la embestida interna del espíritu de las tinieblas. Para
esclarecimiento de vuestro apostolado, importa recordar las tácticas que él
adopta. A fin de que su acción se conserve oculta, la hace disfrazada. El
embuste es la regla fundamental de quien obra a ocultas en el campo del
adversario. El demonio sopla, pues, para llegar a su fin, un espíritu de
confusión que seduce a las almas y las lleva a profesar el error, hábilmente
disimulado con apariencias de verdad.
No creáis que en esta lucha el adversario
lanzará sentencias claramente contrarias a las verdades ya definidas.
Sólo lo hará cuando se juzgue enteramente
señor del terreno. Las más de las veces hará “pulular o germinar errores
ocultos bajo una apariencia de verdad... con una terminología pretenciosa y
oscura” (Carta de la Sagrada Congregación de Seminarios al Episcopado
Brasileño, A. A. S. 42, p. 839).
Y la manera de extender este brote de
errores, será velada e insidiosa. El Santo Padre Pío XII, la describe así:
“Estas nuevas opiniones, ya
nazcan de un reprobable afán de novedad, ya de una causa laudable, no son
propuestas siempre en el mismo grado, con igual claridad y con las mismas
palabras, ni siempre con un consentimiento unánime de sus autores; en efecto,
lo mismo que hoy es enseñado por algunos más encubiertamente y con ciertas
cautelas y distinciones, mañana será propuesto por otros más audaces con
claridad y sin moderación, no sin escándalo de muchos, principalmente del
clero joven, ni sin detrimento de la autoridad eclesiástica. Y si se suele obrar
con más prudencia en los libros impresos para el público, se habla ya con mayor
libertad en los opúsculos privadamente distribuidos, en las lecciones y en los
círculos de estudio. Tales opiniones no se divulgan solamente entre los
miembros del clero secular y regular en los seminarios y en los institutos
religiosos, sino aun entre los seglares, especialmente entre los que se dedican
a la educación e instrucción de la juventud”. (Enc. “Humani Generis”, A. A. S. 42, pág. 565.)
Así, pues, no os debéis asustar si algunas
veces fueseis de los pocos en distinguir el error en proposiciones que a
muchos parecerán claras y ortodoxas o, por lo menos, confusas, pero
susceptibles de buena interpretación. O, si os encontraseis en ciertos
ambientes donde las medias tintas sean hábilmente dispuestas para que se
difunda el error, pero se dificulte el combate.
La táctica del adversario fué calculada
precisamente para colocar en esta posición embarazosa a los que se le
opusiesen. Con esto, él atraerá a veces contra vosotros hasta la antipatía de
personas que no tienen la menor intención de favorecer el mal. Os tacharán de
visionarios, de fanáticos, tal vez de calumniadores. Eso fué precisamente lo
que dijeron en Francia contra San Pío X los acérrimos seguidores del “Sillón” y de
Marc Sangnier.
¿Por miedo a estas críticas retrocederéis
delante del adversario? ¿Dejaréis abiertas las puertas de la ciudad de Dios?
Por cierto, debéis evitar con cuidado delante
de Dios cualquier exageración, cualquier precipitación y cualquier juicio
infundado. Pero igualmente debéis gritar, siempre que el adversario, vestido de
piel de oveja, se presente delante de vosotros, sin cederle una pulgada de
terreno por miedo a que él os impute excesos de los que vuestra conciencia no
os acusa.
Obrando así obedeceréis a las expresas
normas del Santo Padre.
En todos los documentos que ha publicado
relativos a este asunto, el Romano Pontífice gloriosamente reinante viene
recomendando a los Obispos y a los Sacerdotes de todo el orbe, que instruyan
diligentemente a los fieles para que no se dejen engañar por los errores que
ocultamente circulan entre ellos. La Instrucción deseada por el Santo Padre ha
de ser preventiva y represiva.
No juzgue un sacerdote en cuya parroquia el
error parezca que no ha penetrado, que está dispensado de trabajar. Dado el
engaño en que se desenvuelven estos errores, teniendo en cuenta los procesos de
difusión, a veces casi impalpables, de que se sirven sus autores, pocos son los
párrocos que pueden tener la certeza de que todas sus ovejas están inmunizadas.
Además, el buen Pastor no se contenta con remediar, sino que está gravemente
obligado a prevenir.
No seamos como el hombre de quien nos habla
el Evangelio, el cual dormía mientras el enemigo sembraba la cizaña en medio de
su trigo. La simple obligación de prevenir justificaría los esfuerzos que empleéis
en este sentido.
Los errores de que nos ocupamos tal vez
tendrán mayor intensidad en un país que en otro; sin embargo, su difusión en
el orbe católico, es bastante grande para que el Santo Padre se haya cuidado de
ellos en documentos dirigidos, no a esta o aquella nación, sino a los Obispos
de todo el mundo.
Pues vivimos hoy en un mundo sin fronteras en
el cual el pensamiento se extiende veloz por la prensa, y, sobre todo, por la
radio, hasta los últimos extremos de la tierra. Una sentencia falsa que se ha
sostenido, por ejemplo, en París, puede en el mismo día ser oída y captada en
los centros más distantes de Australia, de India o de Brasil. Y si algún lugar
pequeño hay, en el cual la mucha ignorancia o el grande atraso opone
obstáculos a la penetración de cualquier pensamiento falso o verdadero, nadie
podrá incluir en este caso a los centros más poblados de nuestra amadísima
Diócesis, al frente de los cuales se halla nuestra ciudad episcopal, ilustre en
todo el Brasil por el valor cultural de sus hijos, por la influencia decisiva
que siempre se glorió de ejercer en el escenario político nacional.
* * *
Ahora, una palabra sobre el método que adoptamos.
En su carta al Episcopado Brasileño la Sagrada Congregación de Seminarios habló
de una plaga de errores; y como, en efecto, son muy numerosos, una explanación
y censura en forma discursiva de los principales sería excesivamente larga.
Preferimos, pues, la forma esquemática. Y así elaboramos un pequeño catecismo
de las verdades más amenazadas, acompañada cada cual del error opuesto, y de un
rápido comentario. Por mera conveniencia de exposición, hacemos anteceder la
sentencia falsa a la verdadera, pero vuestro esfuerzo en denunciar el error
debe llevar a cada fiel al conocimiento exacto de la verdadera enseñanza de la
Iglesia.
Sólo así habremos hecho una obra positiva y
durable.
* * *
Una observación final acerca del medio en que
vienen enunciadas en el Catecismo las sentencias falsas o peligrosas.
Procuramos exponerlas con la mayor fidelidad, sin quitarles las apariencias y
hasta las partes de verdad que encierran. Sólo así sería útil el Catecismo,
porque sólo así se dan a conocer los modos de decir en que el error suele
ocultarse y las apariencias con que procura atraer las simpatías de los buenos. Pues lo más importante en esta materia,
no consiste en probar que cierta sentencia es mala sino que cierta doctrina falsa
está contenida en ésta o en aquélla fórmula de apariencia inofensiva hasta simpática.
Por esto también, repetimos diversas
fórmulas más o menos equivalentes.
Es que tratamos de atraer vuestra atención
hacia algunas fórmulas en que el mismo error puede ocultarse. No siempre
incluimos entre las proposiciones meras tesis doctrinales. Encontraréis
también, formuladas en proposiciones, maneras de obrar directamente
provenientes de la falsa doctrina.
Como es fácil ver, tuvimos la preocupación de
seguir el consejo del Apóstol: “Probad todas las cosas y conservad lo que es
bueno” (Tess. I. 5,
21).
Por esto, en las refutaciones deseamos
señalar en toda su extensión la parte de verdad que las tendencias impugnadas
tienen. Es que la Iglesia es Maestra paciente y prudente, que condena con pesar
y que considera patrimonio suyo cualquier verdad, dondequiera que se
encuentre. Conviene acentuar este punto. Las verdades aquí recordadas no son
patrimonio, ni son propiedad de ninguna persona, grupo o corriente.
La ortodoxia es un tesoro de la Iglesia, del
cual todos deben participar y del cual ninguno tiene el monopolio; por esto
nuestros amados cooperadores, al difundir las enseñanzas que aquí se encuentran
preséntenlas siempre como son en realidad: fruto maduro y exclusivo de la
sabiduría de la Santa Iglesia.
No es difícil observar que estos errores en
su mayor parte manifiestan en términos que parecen correctos, doctrinas que
alcanzaron la mayor influencia en el mundo actual y que constituyen los rasgos
típicos del neopaganismo moderno: el evolucionismo panteísta, el naturalismo,
el laicismo, el igualitarismo.