Introducción
La nota dominante de la carta del señor
Presbítero don Baltasar Vélez, es un falso espíritu de conciliario todo, secundando la corriente que
en ese mismo sentido han establecido ciertos hombres católico-liberales, y que
nos llevaría a las consecuencias más funestas para la Religión y la sociedad,
si llegara a propagarse.
Quiere y pide dicho sacerdote en su carta, transigencia
con el liberalismo de Colombia, y la pide sobre todo al clero. Queremos suponer
buenas intenciones en el señor Presbítero Baltasar, pero es lo cierto, que ha
dado motivo de escándalo a los buenos con su carta, y que ha proporcionado
placer no pequeño a los enemigos de la Iglesia, a juzgar por la conducta de los
de esta ciudad de Pasto, quienes, en muy pocos días, han hecho ya dos ediciones
numerosas de la expresada carta, en la Imprenta de Ramírez de Gómez Hermanos
de esta misma ciudad, puesta siempre, por lo visto, la tal imprenta al servicio
del diablo, pues ya son varias las obras salidas de ella que nos hemos visto
precisados a prohibir.
El horror que ha causado en los buenos la
carta del dicho señor Presbítero, y el gusto manifiesto que
ha producido en los enemigos de la Iglesia, debe bastar a todo buen católico
para juzgarla como contraria a las doctrinas e intereses de nuestra Santa
Religión, y rogar a Dios que ilumine a su desgraciado autor. Yo sólo hubiera
hecho esto: rogar a Dios que diera sus luces al autor de la carta; pero
personas eclesiásticas y seglares me han manifestado deseos vehementes de que
dijera algo contra la carta, dándome por razón, el que algunos fieles vacilaban
en la verdad por ser un sacerdote el autor de ella, y esto me ha movido a
decir algo, pero nada más que algo, por no disponer de tiempo para decir lo
muchísimo que se podría decir contra tanta variedad de cosas expuestas de un
modo caprichoso, vago, confuso, temerario y sospechoso.
Es la tal carta, en efecto, una verdadera
barahúnda de cosas buenas y malas; de verdades y de errores; de doctrinas
oscuras y temerarias; de afirmaciones que, según como se miren, pueden parecer
negaciones; de negaciones, que también pueden parecer afirmaciones según por
el lado que se tomen, y en tanta confusión es poco menos que imposible establecer
un perfecto deslinde de todo, y se necesitaría un,
trabajo no pequeño para ir recorriendo línea por línea toda la carta y señalar
en una parte lo que es error, en otra lo que es temerario, aquí lo que es
sospechoso, allí lo que es contradictorio, y más allá y por muchas partes lo
que necesita de explicación para que deje de ser o contradictorio, o sospechoso,
o temerario, o erróneo y aun herético.
Siendo pues poco menos que imposible el decir
todo lo que se puede decir contra la carta, sólo me propongo entresacar de esa
barahúnda los errores como capitales o fuentes y raíces de otros. los cuales
haré notar o señalaré en cada uno de los capitulitos en que los he de combatir.
La mayor gloria de Dios y el bien de las almas, es lo único que me mueve a
entrar en este nuevo combate que se presenta, y proseguir una lucha de la que,
en este mundo, sólo puedo esperar la abundancia de insultos, burlas,
desprecios y horribles calumnias, que ya hace tiempo vengo recibiendo de parte
de los enemigos de Dios y de su Iglesia Santa.
Un
gran error que se halla en la carta, contrario a una verdad católica
Antes de entrar a combatir otros errores,
creemos conveniente señalar uno verdaderamente notable que se halla en la
introducción de la carta del señor Presbítero don Baltazar Vélez, porque,
desde el momento en que dicho señor Presbítero aparece, o negando una verdad
católica, o ignorando esa verdad tratada por todos los teólogos, no cabe duda que
cae en descrédito ante toda persona sensata, y como consecuencia también su
carta.
Dice, pues, el señor Presbítero Baltasar, que
desde el día en que recibió la ordenación sacerdotal prometió... “no ver en los
hombres, ni conservadores ni liberales, ni católicos ni herejes sino una sola
cosa en Cristo”.
Ver en todos los hombres una sola cosa en
Cristo, aunque algunos o muchos de esos hombres admitan y propalen herejías,
es no ver con la clara luz de la fe, sino con la negra llama del error. Nuestra
Santa Madre la Iglesia jamás ha visto, ve, ni verá en esos hombres una sola
cosa en Cristo, sino que, por el contrario, ha visto, ve y verá en ellos,
miembros separados de Cristo.
El primer Concilio Niceno, en el canon VIII,
señala condiciones para
admitir a los herejes que quieran volver a la Iglesia. El primero de
Constantinopla dice en el canon VI que los herejes están arrancados, separados de la Iglesia.
Los Santos Padres se expresan en el mismo
sentido. San Jerónimo, en el diálogo contra los lucife-rianos n. ult.. dice: “Que
los herejes son, no la Iglesia de Cristo, sino la sinagoga del Anticristo”.
Mi gran padre San Agustín (In Serm. 1ª, c. 6 de simb. ad cathechum.) se expresa así:
“Todos los herejes salieron de la Iglesia,
como sarmientos inútiles cortados de la vid”.
No hay para qué citar ni más concilios ni más
Santos Padres.
Si pues los herejes están separados de la
Iglesia, siendo como es Jesucristo cabeza de la Iglesia, desdícese de un modo
claro y terminante, que los herejes están separados de Jesucristo y no son una
cosa con El.
El mismo Jesucristo, Verdad Eterna, nos enseña
que hay hombres separados de Él, como se ve en estas palabras salidas de su divina
boca:
Así como el
sarmiento no puede dar fruto si no está unido a la vid, así vosotros si no
estuviereis en mí (Joan.XV-4).
Ni de los creyentes que se hallen en pecado
mortal, puede decirse de un modo absoluto que sean una sola cosa con
Cristo. Sólo la caridad nos une a Jesucristo de un modo perfecto, y el que
la pierde por el pecado, sólo queda unido a El de un modo imperfecto por el
don de la fe. Por eso dice San Juan (Epist. 1ª. c. III. v. 8): “El que comete el pecado es del diablo”.
Y también dice (ibíd. v.
10): “Todo aquel que no es justo no es de Dios”.
Aunque tratemos de dar a las palabras del
autor de la carta una interpretación lo más benigna posible, siempre será un
error contrario a la verdad católica el decir que los que se manifiestan
herejes sean una sola en Cristo con los creyentes.
Como consecuencia de todo lo dicho, se
presenta este dilema: o el autor de la carta escribió ese error con
conocimiento de lo que escribía, o con ignorancia. Si con conocimiento, faltó a
la fe enseñando una doctrina contraria a la verdad católica, y él y su carta
quedan juzgados para todo hijo fiel de la Iglesia; y si con ignorancia, no
podemos esperar que quien ignora una verdad católica tan clara, pueda ser
maestro, que enseñe y desenvuelva debidamente cuestiones católicas tan
difíciles y delicadas como las que trata en la carta. Nada más sería necesario
añadir para que las personas sensatas miren la carta con el desprecio que se
merece, pero he prometido decir algo más y voy a cumplir la promesa.
El
liberalismo político que defiende el autor de la carta, aun tal como lo
propone, está condenado por la Iglesia
Confieso con sinceridad, que he tenido que
leer varias veces la carta del señor Presbítero don Baltasar, para poder llegar
a comprender qué es lo que entiende por liberalismo político, o qué liberalismo
político es el que defiende como bueno e inocente. Las varias definiciones que
da sobre dicho liberalismo, eran causa de oscuridad y confusión, que me
dificultaban el conocimiento verdadero de la naturaleza del objeto que definía
y proponía; pero, por fin, llegué a ver con claridad suficiente para poder
juzgar y decir, que el liberalismo político que propone y defiende en la carta,
aun tal como lo hace, está condenado por la Iglesia.
Ya hemos visto que el liberalismo político,
no es el republicanismo, como dice el autor de la carta. ¿Qué otra cosa es el
liberalismo político según dicho autor? ¿Qué otra definición nos da? Nos da la
siguiente: liberalismo político es la profesión de la doctrina que reconoce en
el hombre derechos connaturales, y en los pueblos el de gobernarse a sí
mismos libre y ordenadamente.
He ahí una definición vaga, indeterminada, de
ancha base, que puede ser admitida sin inconveniente por un racionalista o un
ateo, y que no puede admitir sin recelo un católico, al ver que se hable en
ella de derechos del hombre, y gobierno libre de los pueblos, frases que
vienen sonando muy mal, hace ya tiempo, a los oídos de todo verdadero creyente.
Y por cierto, que no andaría equivocado el católico que tomara con recelo la
tal definición, porque más adelante explica otra el autor de la carta, y
después de manifestar gusto no pequeño, porque la humanidad se emancipó con
el memorable suceso del 4 de agosto de 1789, concluye por fin dando otra
definición y diciendo que el liberalismo político del que habla, es la Declaración
de los derechos del hombre. ¡Acabáramos!
La Iglesia católica enseña, y los autores
católicos defienden, que la Declaración de los derechos del hombre nació
como de fuente del racionalismo; que éste propuso aquellos derechos en teoría,
y la revolución los puso en práctica, aplicándolos a la política, al gobierno
de los pueblos. León XIII en su encíclica Immortale Dei dice lo siguiente:
Pero las dañosas y
deplorables novedades del siglo XVI,
habiendo primeramente trastornado las cosas de la Religión cristiana,
por natural consecuencia, vinieron a trastornar la filosofía y por ésta todo el
orden de la sociedad civil. De aquí como de fuente se derivaron aquellos
modernos principios de libertad desenfrenada, inventados en la gran
revolución del siglo pasado, y propuestos como base y fundamento de un derecho nuevo, jamás conocido, y que disiente en muchas
de sus partes no solamente del derecho cristiano, sino también del natural.
Visto ese documento, no creo ya necesario
recordar que la Declaración de los derechos del hombre fue condenada
por Pío VI cuando
apareció en Francia en la Revolución, y tampoco hacer ver que el Syllabus
condena los desatinos del moderno liberalismo contenidos todos en germen en la
Declaración.
Están, pues, condenados los principios
inventados por la Revolución del siglo pasado, base y fundamento del derecho
nuevo. Jamás ha tenido ni tendrá la Iglesia otra cosa que condenaciones para
los principios del 89, para las ideas modernas, para el derecho nuevo, basado
en aquellos funestos derechos del hombre.
Queda suficientemente probado que el
liberalismo político del que habla el autor de la carta está condenado por la
Iglesia, y nada más sería preciso añadir, pero a mayor abundamiento vamos a
presentar otra prueba.
Dice el autor de la carta que el liberalismo
político que defiende, es el que profesan en masa varias naciones que nombra.
Una de las nombradas es (como él dice) la gran República norteamericana. Pues
bien: León XIII en
su encíclica dirigida al episcopado de esa república, después de confesar que
allí la Iglesia posee, al abrigo de toda arbitrariedad, la facultad de vivir y
obrar, añade estas palabras:
Pero
cualquiera que sea la verdad de estas observaciones, no es menos necesario
rechazar el error
que consistiría en creer que es preciso buscar en América el ideal de la
Iglesia, o que sería del todo legítimo y ventajoso que los intereses de la
sociedad civil, y los de la sociedad religiosa, caminasen separados, a la
usanza americana.
Siendo pues el liberalismo político, que
defiende el autor de la carta, el mismo que profesa la República
norteamericana, hay que concluir diciendo que no es el ideal de la Iglesia, ni
es legítimo ni ventajoso para la Religión y la sociedad.
Donde
se habla de nuevo del liberalismo político y de su condenación por la Iglesia
En el apartado anterior me concreté a
compartir el liberalismo político, tal como lo defiende el autor de la carta,
y creyendo será útil y provechoso salir de esos límites, decir algo más, voy a
hacerlo en este apartado, exponiendo la doctrina de la Iglesia sobre dicho
liberalismo, para que sea mejor conocida su malicia, y se deteste y condene,
como lo detesta y condena la Iglesia.
El ideal acariciado del liberalismo es que
el Estado, la familia y el individuo, sacudan toda obediencia a Dios y a su
Iglesia Santa, y se declaren completamente independientes. Para conseguir la
realización de ese ideal, el liberalismo no se detiene en argumentos, teorías
y cosas abstractas, sino que pasa al terreno de los hechos, donde ha
manifestado y manifiesta que es un sistema esencialmente político-religioso, y
que tuvo razón el profundo publicista Donoso Cortés para decir que “toda
cuestión política entraña en sí otra cuestión metafísica y religiosa”.
El liberalismo político es el racionalismo
llevado a la práctica. Esto es lo que nos enseña nuestro Santo Padre León XIII
en su encíclica Libertas
con estas palabras:
Lo
mismo que en filosofía pretenden los naturalistas o racionalistas, pretenden en la moral y en la política los factores del liberalismo, que no hacen sino aplicar a las costumbres y
acciones de la vida los principios sentados por los naturalistas.
Así como dije antes, que el filosofismo fue
el que propuso en teoría los derechos del hombre, y la revolución la que
los llevó a la práctica, del mismo modo digo ahora apoyándome en las palabras
de León XIII, que
el racionalismo propone los errores, y el liberalismo los lleva a la práctica
en la política o gobierno de los pueblos.
Esa aplicación que hace el liberalismo de
los principios del racionalismo a la política, puede ser en mayor o menor
escala porque la voluntad (dice León XIII) puede separarse de la obediencia debida a
Dios y a los que participan de su autoridad no del mismo modo, ni en el mismo
grado, y por la cual el liberalismo tiene múltiples formas.
Tres formas principales señala el mismo León XIII
en su encíclica Libertas.
La primera es la que rechaza absolutamente el Supremo Señorío de Dios en
el hombre y en la sociedad, y por esto se llama este liberalismo radical. La
segunda, es la que confiesa que hay que obedecer los mandatos conocidos por
la razón natural mas no los que Dios quiera imponer por otra vía, o sea por la
sobrenatural de su Iglesia. Se llama este liberalismo naturalista. La
tercera forma o clase de liberalismo la describe León XIII con estas palabras:
Algo más
moderados son pero no más consecuentes consigo mismo los (liberales) que dicen
que, en efecto, se han de regir según las leyes divinas, la vida y las costumbres
de los particulares, pero no las del Estado, porque en las cosas públicas es
permitido apartarse de los preceptos de Dios, y no tenerlo en cuenta al
establecer las leyes. De donde sale aquella perniciosa consecuencia que es necesario separar la Iglesia del Estado. Absurdo
que no es difícil conocer, por ser cosa absurdísima, que el ciudadano respete a
la Iglesia, y el Estado no la respete. (Encíclica Libertas).
Hemos copiado, con toda intención, letra por
letra, lo que dice nuestro Santo Padre sobre esta forma de liberalismo, para
hacer notar que ésta es la que proclama en su Manifiesto la Convención de
delegados del partido liberal que se reunió e instaló en Bogotá el 20 de agosto
del presente año. En ese Manifiesto que lleva la fecha de 15 de septiembre,
dicen los delegados de un modo claro, terminante y bajo su firma, que:
Deferente al sentimiento religioso de la
gran mayoría del país, la Convención, aun cuando cree que la solución
científica del llamado problema religioso, es LA SEPARACIÓN DE LA IGLESIA
Y EL ESTADO, admite que las dos potestades sean regladas por un concordato.
¡Qué burla, y qué insulto a la mayoría del
país! Ya lo sabe la gran mayoría: ya lo saben los católicos de Colombia. Los
delegados de la convención del partido liberal, creen que si llegan a mandar
o ser gobierno, deben mirar nuestra Santa Religión como cosa extraña de la que
no tendrá por qué cuidarse, por más que sea de la mayoría, y sólo así, como por
gracia, y en atención a que es la religión de la mayoría admitirá un
concordato; pero a pesar de ese concordato, “consagrará la libertad de cultos
en su más generosa amplitud, y la libertad absoluta de la prensa sin la más
mínima limitación”. Son ésas las dos libertades de perdición que se señalan
en el Manifiesto, pero también se presentarán todas las otras libertades
modernas, como consecuencia lógica. ¡Pobre Iglesia de Colombia, y pobre
Religión de los colombianos, si los liberales llegan a gobernar!
Además de esas tres formas de liberalismo,
hay otras menos principales y variadas, según la mayor o menor atenuación que
hacen de los principios racionalistas, y la aplicación más o menos acentuada
de esos mismos principios a la política o gobierno de los pueblos. Todas sin
embargo, están condenadas por la Iglesia y deben abominarse, porque uno mismo
es el criterio racionalista de todas ellas, que proclama la independencia del
hombre de la autoridad de Dios, aunque pidan más independencia y otros menos.
Existe
un liberalismo católico o catolicismo liberal condenado por la Iglesia,
que
no enumera el autor de la carta
Por raro que parezca, y por repugnante que
sea, no es posible dudar, y es preciso convenir en que existe un liberalismo
católico o catolicismo liberal, porque, de lo contrario, sería preciso admitir
el absurdo de que se engañan a sí mismos, y engañan a todos, los que dicen: Yo
soy católico, pero liberal; y lo que todavía es más grave, sería preciso
admitir el aún mayor absurdo de que los Sumos Pontífices Pío
IX y León XIII
se han engañado y nos
engañan al hablarnos en tantas ocasiones de los católico-liberales, y al condenar
su conducta. Los católicos no podemos admitir que los vicarios de Jesucristo se
engañen y nos engañen en asunto como el que se trata; por otra parte, todos
conocemos a no pocos de esos hombres que gritan y dicen en todos los tonos,
que son liberales, pero que también son católicos, y hay que convenir, por
consiguiente, en que existe un catolicismo liberal por más que catolicismo y
liberalismo sean cosas opuestas, y no sea posible la unión entre ambas.
No voy a decir lo que es el catolicismo
liberal, lo seductor que se presenta, y los daños que causa a la Santa Iglesia
y a las almas, porque Pío IX lo dijo todo mucho mejor de lo que yo pudiera decirlo, en los repetidos
Breves y Alocuciones con que ha condenado ese error, y basta que copiemos algunas
partes principales de esos documentos, para conocerlo tal cual es, y saber a
qué atenernos sobre el asunto. Muchas citas se podrían hacer, pero sólo haremos
algunas.
En 1871 decía a unos romeros franceses:
Lo que
aflige a vuestro país, y le impide merecer las bendiciones de Dios, es la
mezcolanza de principios. Diré la palabra, y no la callaré; lo que para
vosotros temo, no son esos miserables de la Commune, verdaderos demonios
escapados del infierno; es el liberalismo católico, es decir, este sistema
fatal que siempre sueña en poner de acuerdo dos cosas inconciliables, la
Iglesia y la Revolución. Le he condenado ya, pero le condenaría cuarenta
veces, si necesario fuera. Sí, vuelvo a decirlo por el amor que os tengo, sí,
ese juego de balancín es el que acabaría por destruir la Religión entre vosotros.
En Breve de 8 de
mayo de 1873 dirigido a los círculos católicos de Bélgica, dice así:
Lo que
más alabamos en vuestra muy religiosa empresa, es la absoluta aversión que,
según noticias, profesáis a los principios católico-liberales y vuestro
denodado intento en desarraigarlos. Verdaderamente al emplearos en combatir
ese insidioso error, tanto más peligroso que una enemistad declarada, porque se
cubre con el manto del celo y la caridad, y en procurar con ahínco apartar de
él a las gentes sencillas, extirparéis una funesta raíz de discordia y
contribuiréis eficazmente a unir y fortalecer los ánimos.
En otro Breve de 9
de junio del mismo año, decía a la Sociedad Católica de Orleans:
Aunque
tengáis que luchar contra la impiedad, tal vez por este lado es más leve el
peligro que os amenaza, que el que os viene de amigos imbuidos en aquella
doctrina anfibia, que rehúye las últimas consecuencias de los errores y
retiene obstinadamente sus gérmenes.
Doy fin a estas
citas con el Breve del 28 de julio de 1873 al Obispo de Quimper, donde refiriéndose
a la Asamblea general de las asociaciones católicas, se expresa de este modo:
Pudieran
ponerlas en el camino resbaladizo del error, esas opiniones llamadas
liberales, aceptas a muchos católicos, por otra parte hombres de bien y
piadosos, los cuales por la influencia misma que les da su religión y piedad,
pueden muy fácilmente captarse los ánimos e inducirlos a profesar máximas muy
perniciosas. Inculcad, por lo tanto, venerable hermano, a los miembros de esa
católica Asamblea, que Nos, al increpar tantas veces como lo hemos hecho a los
secuaces de esas opiniones liberales, no nos hemos referido a los declarados
enemigos de la Iglesia, pues a éstos habría sido ocioso denunciarlos, sino a
esos otros antes aludidos, que reteniendo el virus oculto de los principios
liberales que han mamado con la leche, cual si no estuviese impregnado de
palpable malignidad, y fuese tan inofensivo, como ellos piensan, para la
Religión, lo inoculan fácilmente en los ánimos, propagando así la semilla de
esas turbulencias que, tanto tiempo ha, traen revuelto el mundo.
Estos Breves
cierran todas las salidas a los católico-liberales, o anfibios, como muy bien
se dice en uno de ellos; y para que no quede libre de censura, ni aun el nombre
de liberal, León XIII en su
Alocución en el consistorio de cardenales, de 30 de junio de 1897, dijo lo
siguiente:
No
comprendemos cómo puede haber personas que dicen ser católicas, y que al propio
tiempo no sólo tengan simpatías con el liberalismo, sino que llegan a tal
grado de ceguedad e insensatez, que se glorían de llamarse liberales.
El liberalismo está
condenado por nuestra Santa Madre la Iglesia en todas sus formas y grados, y todo
el que se precie de buen católico debe también condenarlo de la misma manera,
y rechazar hasta el nombre de liberal.
O
con Jesucristo, o contra Jesucristo
Los liberales que
hacen guerra franca a Jesucristo, y se despachan a su gusto contra todo lo
que le pertenece, con ruido y escándalo; los que le persiguen de un modo más
moderado y sin grandes alborotos; los que buscan el modo de que el liberalismo
sin dejar de ser tal. ande unido con el catolicismo con perjuicio de éste; y
los que ayudan y protegen a todos ésos en su obra liberalesca, es claro y
manifiesto que están contra Jesucristo y no militan en el bando de los que
están con El. Pero ocurre, que hay católicos que creen poder permanecer
neutrales y no pertenecer a ninguno de esos dos bandos opuestos, que hoy se
disputan el gobierno de los pueblos, aspirando el uno a regirlos según la ley
de Dios y enseñanzas de la Iglesia y el otro sin tener en cuenta para nada lo
que manda Dios y lo que enseña la Iglesia.
Este es otro error
que es preciso disipar, y a eso dedico este apartado.
Ese estado neutral,
ese puesto medio en que quieren permanecer algunos católicos es una ilusión,
una quimera, un engaño completo, porque jamás ha existido, ni existirá. Así lo
declaró formalmente Jesucristo en su Evangelio cuando dijo: “El que no está
conmigo, está contra mí”.
Algunos han querido
oponer a esa sentencia, esta otra que se lee en San Lucas: “El que no está contra
vosotros, por vosotros es”. Cornelio Alápide y todos los expositores dicen que
no hay oposición entre esas dos sentencias, porque la última debe entenderse
así: El que en nada está contra vosotros, está por vosotros. Eso no se
verifica en el neutral en religión, y por eso resulta siempre, que el que no
está con Jesucristo, está contra El.
Tiene Jesucristo la
plenitud de autoridad sobre las naciones, los pueblos y los individuos, y puede
imponer su ley a unos y otros con pleno derecho a ser obedecido. Las naciones
pues, los pueblos y los individuos que están neutrales, y les sea indiferente
el que Jesucristo sea o no sea obedecido, están contra El, porque no le procuran
una obediencia que le corresponde, y dejan que no se le rinda el homenaje que
se le debe como a soberano Señor de todo, y permiten hasta que se le insulte y
desprecie.
Jesucristo tiene
derecho a que todo sea para El, para gloria suya, y todo por consiguiente debe
ordenarse a ese fin en el gobierno de las naciones, de los pueblos, de las familias
y en la conducta de los individuos. Los que no procuren ese estado de cosas;
aquellos para quienes sea indiferente que se le dé o no se le dé gloria a
Jesucristo, que se le reconozca o no por soberano Señor de todo, que se le
sirva o no, están contra Jesucristo.
De aquí se puede
deducir que. un gobierno aun cuando no dicte leyes de persecución contra la Iglesia
de Jesucristo con sólo el hecho de mostrarse indiferente para con ella, está ya
contra Jesucristo. Esto se comprenderá mejor con un ejemplo.
Supongamos que un
hombre se presente de repente en una casa y dirigiéndose puñal en mano a la
señora de ella, le exige cuánto dinero guarda en sus arcas, so pena de
hundirle el puñal en el pecho. Allí mismo esta un hijo de la señora, fuerte y
robusto, que puede muy bien defender a su madre y librarla de aquel peligro,
pero lejos de hacer eso dice para sí: “Ahí se las arregle mi madre como pueda.
Si la roban, que la roben; si no quiere dar el dinero y la matan, que la
maten; nada tengo que ver en eso; observaré una conducta neutral”. ¿Quién no
dirá, en este caso, que ese hijo, en el mero hecho de no obrar a favor de su
madre pudiendo hacerlo, obró contra su madre? Esto es indudable, porque la
madre salió perjudicada, por no haberla defendido su hijo.
Hace lo mismo un
gobierno que ve y observa los daños que se hacen a la Religión de Jesucristo y dice
como aquel hijo: “Ahí se las haya la Religión como pueda. Si se blasfema de
Dios que se blasfeme; si se propagan errores contrarios a sus doctrinas, que se
propaguen; si desaparece totalmente de los pueblos, que desaparezca, si
Jesucristo es olvidado por completo, me da lo mismo; no tengo que ver en eso.
Yo he de permanecer neutral”. ¿Quién puede dudar, preguntamos de nuevo, de que
ese gobierno está contra Jesucristo?
La misma doctrina
se puede aplicar a los individuos que pueden y deben hacer algo por Jesucristo,
y no lo hacen. Hoy se encuentran muchos de esos, que dicen muy frescos: no me
meto en política; allá se las arreglen; que suba el que quiera; lo mismo me
importa que manden unos, como que manden otros. ¿ Quién no ve que estos hombres
están contra Jesucristo, puesto que nada les importa que suban al poder hombres
que le persigan en su Iglesia, en sus ministros y en sus cosas?
Hay otros muchos de
los que cada uno de ellos se explica de este modo: Sensible es todo lo que está
pasando; grande es el peligro en que nos hallamos; los enemigos de Dios
trabajan con ardor; pero ¡qué hemos de hacer! Yo con nadie pienso meterme; no
es cuestión de indisponerse con nadie.
Algunos o muchos de
los que hablan de ese modo, pueden hacer mucho por Jesucristo, o por su posición
social, o por su talento, o porque disponen de no pocos recursos, no lo hacen,
y dejan que trabajen los enemigos de Jesucristo, con tal de que esos enemigos
de Jesucristo sean amigos de ellos, y no los persigan como hacen con el Divino
Maestro: ¿Diremos que estos están con Jesucristo, siendo amigos de sus enemigos,
y no oponiéndose a sus planes de guerra a Jesucristo, pudiendo hacerlo?
Basta: esos
neutrales están juzgados por Jesucristo con esta sentencia que dio contra
ellos: “Quien no está conmigo, está contra mí”.
O
catolicismo, o liberalismo: No es posible la conciliación.
Cuando la Iglesia
Nuestra Madre ha hablado sobre alguna cuestión, el verdadero católico, al tratar
de la cuestión de que ya habló la Iglesia, debe siempre pensar y hablar de
ella, sin perder de vista las enseñanzas dadas por la que es Maestra de la
verdad, si es que quiere andar sobre terreno firme y seguro. Debe desaparecer
el juicio propio, cuando la Iglesia ha manifestado el suyo.
¿Ha hablado la
Iglesia, y ha manifestado su juicio en eso de componendas y conciliaciones entre
catolicismo y liberalismo, entre católicos y liberales? Sí; la Iglesia ha
hablado, y ha condenado esas conciliaciones, como perjudiciales a la Religión
y a las almas. Para probar esta afirmación citaremos sólo una proposición
condenada en el Syllabus, una Alocución, y un Breve de Pío IX, dejando otros
documentos, que también prueban lo mismo y que se podrían citar.
La última
proposición condenada en el Syllabus dice lo siguiente:
El
Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el
liberalismo, y la civilización moderna.
Condenada esa
proposición como errónea, resulta verdadera la contraria, o sea que el Romano
Pontífice ni puede ni debe reconciliarse, ni transigir con el progreso, con
el liberalismo y con la civilización moderna. El catolicismo, pues, del que el
Papa es jefe y cabeza, no puede reconciliarse con el liberalismo; son
incompatibles. Esta condenación solemne es ya suficiente prueba para todo
católico; empero, a mayor abundancia, citaremos lo que más hace al caso de la
Alocución y del Breve que dijimos.
El 17 de septiembre
de 1861 después del decreto relativo a la canonización de los veintitrés
mártires franciscanos del Japón, dijo Pío IX lo siguiente:
En
estos tiempos de confusión y desorden, no es raro ver a cristianos, a católicos -también
los hay en el clero- que tienen siempre las palabras de término medio,
conciliación, y transacción. Pues bien, yo no titubeo en declararlo: estos
hombres están en un error, y no los tengo por los enemigos menos peligrosos de
la Iglesia... Así como no es posible la conciliación entre Dios y Belial, tampoco
lo es entre la Iglesia y los que meditan su perdición. Sin duda es menester
que nuestra fuerza vaya acompañada de prudencia, pero no es menester
igualmente, que una falta de prudencia nos lleve a pactar con la impiedad...
No, seamos firmes: nada de conciliación; nada de transacción vedada e imposible.
El Breve que hemos
prometido citar, es el que el mismo Pío IX dirigió al presidente y socios del Círculo de San Ambrosio de Milán en 6
de marzo de 1873, donde dice lo siguiente:
Si
bien los hijos del siglo son más astutos que los hijos de la luz, serían sin
embargo menos nocivos sus fraudes y violencias, si muchos que se dicen
católicos no les tendiesen una mano amiga. Porque no faltan personas que, como
para conservarse en amistad con ellos, se esfuerzan en establecer estrecha
sociedad entre la luz y las tinieblas, y mancomunidad entre la justicia y la
iniquidad, por medio de doctrinas que llaman católico-liberales, las cuales
basadas sobre principios perniciosísimos adulan a la potestad civil que invade
las cosas espirituales, y arrastran los ánimos a someterse, o a lo menos, a
tolerar las más inicuas leyes, como si no estuviese escrito: ninguno puede
servir a dos señores. Estos son mucho más peligrosos y funestos que los
enemigos declarados, ya porque sin ser notados, y quizá sin advertirlo ellos
mismos, secundan las tentativas de los malos, ya también porque se muestran con
apariencias de probidad
y sana doctrina, que alucina a los imprudentes amadores de conciliación, y
trae a engaño a los honrados, que se opondrían al error manifiesto.
Habló, pues, la
Iglesia prohibiendo las conciliaciones entre católicos y liberales, y habló
de un modo tan enérgico, tan expresivo, tan terminante, que no deja lugar a la
menor duda. Si pues habló la Iglesia y condenó esas conciliaciones, no se
deben, ni se pueden proponer, ni aceptar, y los que las proponen, y los que las
aceptan, obran en contra de lo que enseña y quiere la Iglesia.
Es preciso enseñar
esta doctrina en tono tan alto, que todos la oigan, y de un modo tan claro,
que todos la entiendan. Yo, haciendo mías las palabras de Pío IX, y aplicándolas a
nuestra actual situación, concluyo este apartado diciendo: Nos hallamos en días
de confusión y desorden, y en estos días se han presentado hombres cristianos,
católicos -también un sacerdote-, lanzando a los cuatro vientos palabras de
término medio, de transigencia, de conciliación. Pues bien, yo tampoco titubeo
en declararlo: esos hombres están en un error, y no los tengo por los enemigos
menos peligrosos de la Iglesia. No es posible la conciliación entre Jesucristo
y el diablo, entre la Iglesia y sus enemigos, entre catolicismo y liberalismo.
No; seamos firmes: nada de conciliación; nada de transacción vedada e
imposible. O catolicismo, o liberalismo. No es posible la conciliación.
Necesidad
de luchar contra el liberalismo de un modo decidido y unánime,en vista de lo
alarmante de su propagación entre nosotros con perjuicio de nuestra santa Fe
Ya lo hemos probado y lo hemos dicho, y lo
hemos repetido: los liberales son muchos en Colombia; muchos además los culpables
de complicidad liberal, y podemos añadir, que es posible sean muchos más aún
los resabiados de liberalismo, que lo favorezcan, acaso sin darse cuenta.
Tiene, pues, nuestra santa Fe muchos
enemigos, pero enemigos que no duermen, que no descansan, ni están mano sobre
mano, sino que se mueven, que obran, que luchan de continuo por obtener el
triunfo y gobernarnos con la menor dosis de catolicismo que les sea posible, y
sólo en el caso de que no les sea dado desterrarlo del todo, pues únicamente
permitirán algo, por deferencia, como ellos dicen, al sentimiento religioso
de la gran mayoría.
En virtud de ese movimiento continuo del
enemigo, de esa actividad, de esos trabajos, de ese luchar constante y tenaz,
ensancha su esfera de acción, engruesa sus filas, va ganando terreno, avanza. y
se presenta de frente no sólo pidiendo, sino exigiendo que se respeten los
derechos, que dice tener, para separar a los hombres de Dios, su Creador y
Dueño, y legislar de modo, que se pueda insultar a ese gran Dios impunemente,
y propagar cuantas blasfemias ocurran. ¡Como si pudiera haber derecho para
tales crímenes! Si todo derecho viene de Dios, es indudable que Dios no da, ni
puede dar derecho alguno al hombre para que lo desprecie, para que lo insulte,
para que obre contra El; y por consiguiente, el hombre no tiene esos derechos
que pide y exige el liberalismo. ¡Con qué gusto nos detendríamos a explanar
esta doctrina! Pero no es ese el asunto que ahora tratamos, y lo dejamos con
sentimiento.
Decíamos que el enemigo avanza, que ensancha
su campo, que se propaga. Sí; el liberalismo se extiende por todas partes; todo
lo invade cual peste mortífera, y yo veo que ya han caído muchas víctimas de su
destructora acción. Veo a unos que han muerto ya a la vida de la fe; a otros
que andan gravemente afectados del terrible mal, y a muchos que bambolean
faltos de firmeza y como embriagados por la asfixia que les produce la
atmósfera contagiosa que se respira por todas partes. Muchos, muchísimos han
tragado ya el veneno sin sentirlo, y escriben a lo liberal; y hablan a lo
liberal, y obran a lo liberal, habiendo figurado antes en el campo de las ideas
sanas.
Siendo, pues, atrevida y alarmante la
actitud del enemigo, y grande el peligro para las almas, necesario es luchar
con valor cristiano, si no queremos figurar en la milicia de Jesucristo como
soldados cobardes e indignos de su nombre, No se trata de que cada católico
coja su fusil, ni excito a nadie a que le coja, porque los enemigos no se
presentan aún con fusiles; si se presentaran con ellos, entonces harían bien
los católicos en coger también fusiles, y salirles al encuentro, porque, si un
pueblo puede guerrear por ciertas causas justas, mucho mejor puede hacerlo
para defender su fe que proporciona medios no sólo para ser felices en cuanto
cabe serlo en la tierra, sino también para conseguir la verdadera y eterna
felicidad para que fue criado el hombre. Si no hubiera derecho para
guerrear en este caso, no lo habría en ningún otro, porque todos los otros
justos motivos que puede haber, son muy inferiores al de la conservación de la
fe de un pueblo que se halla en posesión de ella. Pero, no se trata de la lucha
de sangre, repito, ni excito a ella ¡Ojala no la veamos nunca! Sólo digo que
en vista de cómo el liberalismo se propaga, y de la altivez y arrogancia con
que se presenta, superiores e inferiores, eclesiásticos y seglares, jóvenes y
ancianos, ricos y pobres, hombres y mujeres, todos estamos en el deber de
defender nuestra fe de la manera lícita que cada uno pueda, y de luchar contra
el liberalismo, impedir su propagación, y acabar, si es posible, con sus
doctrinas y sus obras.
Mucho y bueno han dicho ya los prelados de
esta provincia eclesiástica de Colombia contra el monstruo que amenaza
tragarnos. Recomendamos la lectura de La Semana Religiosa, órgano de la
diócesis de Popayán, y la del Revisor Católico, que lo es de la de Tunja,
por no nombrar otros, y en muchos de los números correspondientes a los
últimos meses, se encontrarán artículos muy superiores combatiendo las
doctrinas liberales. El último que hemos visto en La Semana Religiosa de
la diócesis de Popayán, titulado “El liberalismo colombiano”, lo recomendamos
en especial al autor de la carta y a otros que dicen con él, que no existe en
Colombia el liberalismo condenado por la Iglesia.
Los sacerdotes secundando las miras de sus
prelados han mantenido y mantienen muy alta la bandera de la integridad de la
fe católica, con instrucciones dadas al pueblo, y con escritos brillantes.
Preciso es también, que los católicos
seglares hagan coro con sus prelados y sacerdotes, y griten alto y recio en
defensa de la fe. Ante un enemigo común que nos provoca a la lucha, nadie debe
permanecer inactivo y perezoso.
La fe debe ser para los pueblos el tesoro de
más valor, y ese tesoro hay que defenderlo, sin permitir que disminuya en lo
más mínimo, a fin de transmitirlo íntegro a los que nos sucedan, como el
legado más precioso que les podemos dejar. Nace pues de ahí para cada
católico un deber imperioso de acudir a la defensa de su fe cuando la ve en
peligro, y de luchar y de oponerse al enemigo por cuantos medios permite la
ley de Dios.
Hoy el combate religioso lo presenta el
enemigo en el terreno político. A ese terreno hay que acudir, pues, con valor y
decisión, para que los mandatarios sean católicos, católica su manera de gobernar
los pueblos, o sea su política. La Iglesia no hace ni puede hacer suyas las
candidaturas liberales, y el que da el voto por ellas peca y ofende a Dios.
Podemos también oponernos al error y luchar
contra él con la palabra, o sea, no callando, cuando en nuestra presencia se
hable contra nuestra santa Religión. El que sepa escribir, puede combatirlo
oponiendo doctrinas íntegramente católicas, a las doctrinas impías o de medias
tintas. Todos podemos hacer algo contra el error con el buen ejemplo; viviendo
como buenos católicos; y también con la oración rogando a Dios con fervor, que
ilumine a los ciegos, que traiga al buen camino a los que andan descarriados, y
sostenga a los buenos en la fe, y en la práctica de las virtudes cristianas.
Conclusión
Otros muchos comentarios se pudieran añadir
de no menor interés que los que quedan escritos, pero nos hemos propuesto que
se reparta pronto, y se pueda conseguir con facilidad, y damos por terminado
con lo que vamos a decir como conclusión.
Sea lo primero, asegurar de corazón, que a
nadie odiamos ni tenemos mala voluntad; que para todos pedimos a Dios
abundantes bendiciones y sobre todo la vida eterna, y que el fin que nos hemos
propuesto al hacer este trabajito, es contribuir en algo al triunfo de la
verdad, a la gloria de Dios, y al bien de las almas.
Hecha esta declaración, quedamos dispuestos
y preparados para recibir esa lluvia de frases de puro género liberal, ya
viejas, y hasta con olorcillo a almacén donde están guardadas, hasta que les
parece hay necesidad de sacarlas al aire. ¡Intransigencia! ¡Oscurantismo! ¡Los
ministros de Dios no deben meterse en política! ¡Su misión es misión de paz!
¡Eso es falta de caridad! Venga todo eso, que más nos han dicho ya; pero
conste, que sólo se trata en este opúsculo de pura religión; que aunque nuestra
misión es de paz. también lo es de guerra contra todo error, y que no es falta
de caridad que tanto predica el liberalismo o sus sectarios, sólo es tolerancia
absurda y criminal, que nunca tendremos, si Dios no nos deja de su mano.
Esperamos que el autor de la carta, recibirá
con buena voluntad cuanto dejamos dicho, porque, por una parte, dice, que
sujeta humildemente su escrito al juicio del Episcopado colombiano, y por
otra debe suponer, que hemos escrito no contra él, sino contra los errores de
su carta. También esperamos que reciba los siguientes consejos que le damos:
1º Que no haga alarde de independencia de
carácter, ni diga que nunca piensa ser materia plástica de nadie, porque eso no
está conforme, ni mucho menos, con la perfección de la humildad cristiana, y
es una disposición de ánimo muy expuesta a total ruina espiritual. Por lo
menos debe ser plástico, blando, dúctil, y dejarse modelar fácilmente, de
Dios, de su santa Religión, y de sus legítimos superiores.
2ª Que no corra tanto por el norte
de América y Europa, porque aquí en Colombia hay mucha falta de sacerdotes, y
los prelados los deseamos para los pueblos que no los tienen.
3º Que no llame a Nuestro Señor Jesucristo.
Tribuno del pueblo: añadiendo que vino a establecer los derechos del pueblo:
porque todo eso suena a revolucionario, y es mucho más respetuoso y dulce
llamarle como le llama el pueblo cristiano: Divino Redentor de las almas;
Salvador que nos sacó de la esclavitud del pecado y del demonio; Libertador
que nos libra del infierno, si nosotros le servimos fielmente.
4º Que no haga ostentación de tener muchísimos amigos liberales,
ni diga a los demás que pueden hacer lo mismo, porque el error es contagioso,
y se pega. Por eso dice Dios en los Proverbios (c. I, v. 10): “Si te provocan
los pecadores diciéndote: júntate a nosotros... hijo mío, no condesciendas
con ellos, no te juntes con ellos”. San Pablo dice también a Timoteo: “Huid de
esta clase de hombres... porque resisten a la verdad” (II c. 3). Eso mismo enseña nuestra
Santa Madre la Iglesia, y no otra cosa dicen los Santos Padres.
Sirvamos a Dios Nuestro Señor en este mundo,
de la manera que El quiere que le sirvamos, para que tengamos la dicha de
verle, poseerle y gozarle en el otro. Allí nos veamos todos. Así sea.
San
Ezequiel Moreno, Pasto, Colombia, 29 de octubre de 1897. Tomado de Revista “Tradición Católica” nº 102, noviembre de
1994.