La fe en la Presencia Real de Nuestro Señor Jesucristo
en el Santo Sacrificio de la Misa.
Iluminación medieval, Escocia 1460-1480.
La fe es el principio de todo verdadero
conocimiento (Visión matutina). Sin ella la ciencia es un saber ignorante que
se volverá un instrumento de destrucción en las manos de Satán.
La fe
es la primera etapa de la salvación, según San Agustín[1],
un misterio que escapa a toda definición. Como la flor gira en dirección
del sol, así el alma se orienta hacia el mundo sobrenatural. Esta aspiración
del espíritu hacia el Sol divino es la fe.
La fe precede a la comprensión, precio de la
fe (merces fidei), como dice también San Agustín: “No trate de entender
para creer, sino crea para entender”. José de Maistre saca la consecuencia de
esta verdad cuando hace decir al Senador en “Les Soirées de
Saint-Petersbourg”: “Dejemos
la física al mundo y tengamos siempre los ojos puestos sobre este mundo
invisible que todo explicará”. La “Imitación” dice también: “Que tu corazón
aprenda a deshacerse del amor por las cosas visibles y a transportarse hacia
las invisibles” (Lib. I, Cap. I).
Los Evangelios son el compendio de la fe,
este don de Dios sin el cual no hay salvación. Jesús no sana a los enfermos que
no proclaman primero su fe, initium salutis: “Según vuestra fe así os sea hecho” (Mat. IX. 29). Él no puede obrar milagros
ante incrédulos: “Jesús no hizo aquí (en Nazaret) muchos milagros a causa de
su incredulidad” (Mat. XIII.
58) y por la incredulidad
de sus discípulos ellos no pudieron sanar al lunático, pues “sin fe es
imposible agradar a Dios” (Hebr. XI, 6). En cambio “el que cree en Mí, ya no
tendrá sed jamás” (Juan VI.
35), dice el Señor, “Del
seno de aquel que cree en Mí manarán ríos de agua viva” (Juan VII. 38), él verá “la gloria de Dios” (Juan XI, 40), él “hará también las obras que yo hago, y las hará todavía
mayores” (Juan XIV,
12) y “aunque hubiera muerto,
vivirá” (Juan XI,
25). Tal es el poder de la
fe.
La fe no es una virtud exclusiva de los Católicos.
Los francmasones tienen una definición hermosa de la fe: según el Rito
Escocés, ella es “la llama que ilumina el conocimiento” (I.F.L.); pero, para
ellos, la fe no debe ser ciega pues la fe ciega produce “los fanáticos, los
ignorantes, que creen sin saber”. Este rechazo de la “fe ciega” fue compartido
por muchos clérigos ingenuos del siglo de las luces. El abate Louis Racine empieza su poema de “La
Religión” (1742) con
este verso: “La raison dans mes vers conduit l'homme à la foi”. En vez de tener fe para llegar
al conocimiento, ellos presuponen la razón. Y paulatinamente la razón eclipsará
la fe. En el frontispicio de la Gran Enciclopedia (1751) se ve la razón
y la filosofía arrancando el velo que cubre la Verdad, y, con la Revolución francesa
la diva Razón será puesta sobre el altar de Notre Dame: “Antichristus in domo
Domini, in sede Christi sedebit” (S. Ambrosio).
Los clérigos progresistas contemporáneos que
piensan llevar los fieles a la fe en un espíritu de conciliación con doctrinas
“intrínsecamente malas” promueven sin darse cuenta la fe en la ciencia, en la
técnica, en el way of life americano, en la democracia, en el poder del
hombre. Y esta fe degenerada será un instrumento de destrucción de la fe y,
según el aforismo de San Agustín, la “aversio a Creatore ad creaturam”.
[1] “Haec est humanae salutis initium,
sine hac nemo ad filiorum Dei numerum potest pertingere vel pervenire”.