lunes, 22 de noviembre de 2010

El caso Galileo.



“Se me ha concedido a mí y sólo a mí,
el descubrir todos los nuevos fenómenos del cielo,
y ya no queda nada para nadie más”
(Galileo Galilei, “Il Saggiatore”)

Como es la costumbre en nuestro mundo moderno, la verdadera naturaleza de los problemas siempre se oculta. Así, el tan manoseado y novelado “caso Galileo” sólo ha servido, y sigue sirviendo, para repetir las usuales tonterías sobre la Inquisición, la represión del pensamiento, el héroe “librepensador” enfrentado contra las fuerzas del oscurantismo, etc. Pero todo esto es pura manipulación ideológica. Desde ya digamos que la primera y rotunda verdad a señalar, es que Galileo fue un católico convencido y practicante hasta el fin de sus días, y que siempre tuvo muy en claro que su problema había sido de carácter fundamentalmente disciplinario, que jamás afectó su fe. (Mis queridos camaradas “librepensadores”: aunque Uds. rechinen los dientes, no me queda más remedio que comunicarles que Galileo no sólo era católico, sino además “clerical” (!), y que la famosa frase “eppur si muove”, es puro verso, en caso de que todavía no se hayan enterado).
Lo que sí es importante destacar, por la enseñanza que nos deja, es que tanto Galileo como los que lo juzgaban, estaban al mismo tiempo equivocados y acertados. En distintos planos, claro. Pero lo más curioso del caso, es que cada uno de ellos acertaba en su área no específica y se equivocaba en su propio campo. Esto es, Galileo se equivocaba en lo científico y acertaba, a medias, en lo teológico y los teólogos que lo juzgaban, se equivocaban (?) a medias, en lo teológico y acertaban en lo científico. Tenían razón los teólogos cuando decían que los datos científicos de Galileo no eran suficientes para afirmar con certeza la teoría heliocéntrica (y definitivamente no lo eran). Tenía razón Galileo a su vez, cuando sostenía que ningún descubrimiento científico podía entrar en conflicto con la verdad revelada. Con lo cual no hacía otra cosa que adherir a la postura tradicional de la Iglesia, expresada en este caso por el mismísimo Cardenal Belarmino —encargado del proceso— (y amigo de Galileo, digamos de paso), cuando decía que “si se llegara a tener una demostración científica del copernicanismo, se interpretarían entonces los textos de la Sagrada Escritura copérnicamente”.[1]
De todas maneras, es importante dejar bien en claro que se trató de una típica disputa de familia. Esto es, un pleito entre católicos. Los “librepensadores” no tienen un pito de la vela que hacer aquí, y el hecho de que traten de sacar partido de este conflicto, demuestra una vez más su absoluta falta de honradez intelectual. Lo que generalmente se ignora en todo este asunto, es el contexto histórico en que tuvo lugar este proceso. Pues, cabe preguntarse, ¿por qué la teoría heliocéntrica, publicada por el canónigo Copérnico cien años antes de Galileo, lo mismo que su aceptación por Kepler (17 años antes), no suscitaron la más mínima reacción adversa por parte de Roma? ¿No requiere esto acaso una explicación? Y la explicación es, como dije, que Galileo no tenía los suficientes fundamentos científicos para afirmar como cierta la teoría heliocéntrica. Esto además de que varios de ellos eran erróneos, como su teoría de las mareas, sin ir más lejos. Tengamos presente además, que en 1610 Giordano Bruno, basándose en la teoría de Copérnico había dicho un montón de disparates totalmente heréticos, que crearon un clima de mala disposición hacia el tema. Varios historiadores de la ciencia coinciden en afirmar que sin el precedente de Giordano Bruno, es muy poco probable que la Iglesia hubiera impuesto sanciones contra Galileo[2]. Como de hecho no las tomó frente a Copérnico y como no sólo no las tomó contra Newton, sino que aceptó totalmente su teoría, (levantando en 1757 la condena contra el heliocentrismo) al ver que Newton —al contrario de lo que había ocurrido con Galileo— sí tenía todos los elementos científicos para afirmar como cierta la teoría heliocéntrica. Además, Galileo no se limitó al tema científico, sino que se creyó autorizado a pontificar como filósofo y teólogo, en lo cual era absolutamente nulo. Y esto fue lo que colmó el vaso.
Es importante destacar también que Galileo era bastante cabroncito y de una soberbia feroz, y que en el sentido estrictamente legal —y prudencial— su censura tenía más de un punto defendible. Arthur Koestler, el gran escritor contemporáneo, uno de los pocos que ha analizado con honradez y profundidad este tema, y que además era agnóstico para más datos, dice que “el rasgo más destacado del carácter de Galileo y también la causa de su trágica caída, era la vanidad… una hipersensibilidad a la crítica, combinada con un sarcástico desprecio hacia los demás… una fatal mezcla de genio y arrogancia, sin la menor humildad”[3]. Los teólogos y sabios que lo juzgaban, reaccionaron más contra su dogmatismo que contra el heliocentrismo. Contra su egolatría antes que contra su astronomía. De todas maneras, es innecesario que digamos que Galileo fue ciertamente un científico genial. Sin lugar a dudas que lo fue, y ante eso nos inclinamos con admiración y respeto.
Así y todo, no nos resulta humanamente simpática su figura. No fue heroico como Giordano Bruno, que al menos estuvo dispuesto a ir hasta las últimas consecuencias por sus ideas. No tenía ningún vuelo filosófico y menos aún místico, como Kepler. Se retractó de la boca para afuera (luego del primer proceso), pero siguió enseñando lo que había jurado por escrito no enseñar, y además con un lenguaje en donde los términos “asnos”, “estúpidos” y “pigmeos mentales”, por ejemplo, eran de rigor para referirse a cuantos no aceptaban sus ideas. Es pertinente agregar también, que antes y después del primer proceso (1616), Galileo fue tratado con suma consideración y respeto, siendo homenajeado y agasajado en Roma por personalidades como el Cardenal Famese y los Papas Paulo V y Urbano VIII; que las famosas “torturas” jamás existieron; que su castigo fue la prohibición de continuar publicando, y finalmente, que sus “cárceles y cadenas” inquisitoriales —luego del segundo proceso (1636)—, fueron… la residencia forzada en el palacio del Gran Duque de Toscana, y después en su suntuosa finca de Arcetri, cerca de Florencia[4]. Lugar donde el ilustre sabio continuó sus estudios en la más completa tranquilidad, con un magnífico telescopio —obsequiado por los jesuitas— muriendo como un buen cristiano en 1642, a la respetable edad de 78 años. Esto además de tener un hermoso monumento a su memoria, nada menos que en la Iglesia de la Santa Croce, en Florencia, donde descansan sus restos.
¡Qué no hubiera sucedido si a Galileo lo hubiesen ejecutado! Como aconteció, sin ir más lejos, con Lavoisier —el padre de la Química moderna—, guillotinado, por católico y monárquico, durante la democrática Francia del Terror, en 1789. ¡No habría colegio o universidad sin una estatua a su memoria! Pero claro, el carácter de mártir lo determina siempre el poder dominante.
Por ello es que Galileo es un “mártir” “correcto” y Lavoisier, en cambio, es “incorrecto”. De la misma manera que el “Che” Guevara es totalmente correcto y Corneliu Codreanu, entre tantos otros, espantosamente incorrecto.
Los feroces contestatarios “librepensadores” —siempre muy revolucionarios ellos— deberían comenzar por investigar, cuál es el poder ideológico, político y sobre todo económico —según ellos, el más importante— que domina a Occidente en los últimos cuatrocientos años. Si así lo hicieran, con rigor y honradez intelectual, quedarían estupefactos. Aunque en realidad, mucho me temo que ya lo han hecho, y que por eso se hacen los distraídos…


Dr. Raúl O. Leguizamón


[1] Citado por Guillermo Furlong en “Galileo Galilei y la Inquisición Romana”, Buenos Aires, Club de Lectores, 1964.
[2] Pascual Jordán: “El Hombre de Ciencia ante el Problema Religioso”, Madrid-Guadarrama, 1972, pág. 57; Charles C. Gillispie: “The Edge of Objectivity”, Princeton University Press, 1973.
[3] Arthur Koestler: “En Busca de lo Absoluto”, Kairós, 1983, pág. 126.
[4] Salvando las abismales distancias, esto me hace recordar las famosas “cárceles y cadenas” de José Mármol, cuya “reclusión” se debió a una decisión expresa de Rosas para protegerlo de la vindicta justiciera de los hermanos de una niña seducida por el “mártir”. Excepcional deferencia que tuvo Rosas para con José Mármol, por ser éste hijo natural de su gran amigo y embajador en el Brasil, general Tomás Guido, según decía Jauretche.